6

—«Secuestro» es una palabra muy grave, capitán. —Contra el brillo extraño, muerto, del cielo de la mañana que entraba a través de las ventanas trilobuladas del estudio, Renaeka Strata parecía una flor exótica en su bata rosada y blanca. Dejando de lado las perlas que la cubrían, el vestido en sí mismo proclamaba su riqueza. Las sedas de Kwest Mralwe, con la delicadeza vívida en sus colores, costaban una fortuna en el mercado, y tenía que haber por lo menos treinta metros alrededor de aquella enjuta figura.

—También lo son «extorsión» y «asesinato», palabras que los rumores atribuyen a la Dama Princesa —replicó Lobo.

Ella levantó con modestia el abanico de plumas de avestruz, como una mujer que dice: «Ah, vaya baratija», de un vestido que le costaría a un pobre desgraciado su granja y todo lo que hubiera en ella.

—Bueno —ronroneó con desprecio—, todos hacemos lo que tenemos que hacer. —El abanico retrocedió y los ojos castaños perdieron toda su coquetería: eran otra vez los ojos de un rey—. Solamente dije la verdad, Comandante. Ella está más segura aquí que entre las Hermanas.

Lobo del Sol abrió la boca para replicar, después recordó su conversación con el Rey, y la cerró de nuevo. El ojo sano se entrecerró mientras estudiaba a aquella mujer delgada muy tiesa en su vestido incrustado y el maquillaje rimbombante, y se preguntó hasta dónde podía confiar en ella.

—¿Puedo verla?

—Naturalmente. —La Dama Princesa hizo sonar una campanilla, la nota plateada y pequeña vibró entre los arabescos de yeso del techo del estudio y apareció una niña paje—. Ve a ver si la señora Halcón de las Estrellas puede recibir visitantes —le ordenó con frialdad, y la muchacha se inclinó y se alejó en un brillo de luciérnagas verdes y oro—. Tal vez hasta se vaya con vos, si ambos insistís. Yo no lo aconsejo, y no voy a permitiros llevárosla sin su consentimiento. Mis médicos me dicen que no está bien. —Los ojos fríos y manchados lo examinaron, repasando las líneas cada vez más profundas que unían el bigote y la boca, la mancha de la falta de sueño que convertía el único ojo amarillo en vino pálido, y las abrasiones y costras en la frente que Lobo mismo ni siquiera había sentido la noche anterior—. Vos mismo no tenéis muy buen aspecto, diría yo.

—Culpa de los vapores…

La boca de ella se curvó con un gesto de diversión, y le ofreció las sales perfumadas en una botella de cristal rosado que tenía aproximadamente la mitad de tamaño que el puño de Lobo. Con una sonrisa, él hizo un gesto de rechazo con la mano mientras el mago que había en él se preguntaba qué especias habrían perfumado el vinagre aromático que los mercenarios pagaban a cerca de dos piezas de oro la botella, tres si el comprador era honesto. Con interés, advirtió que la sonrisa de la Dama Princesa formaba una nueva red de arrugas bajo la pesada capa de cosméticos, las arrugas de un humor rápido y siempre dispuesto que durante un instante fugaz erradicaba las huellas profundas de la falta de sueño, la tensión y la crueldad. Era la primera vez que él la había visto realmente cómoda y tranquila.

Por lo menos un mercenario no tenía que luchar todo el año, pensó en abstracto mientras se rascaba el borde del bigote. No había cuarteles de invierno para los gobernantes de las ciudades mercantiles, ninguna estación de descanso para las reinas banqueras. Se preguntó cuánto hacía que aquella mujer no se permitía confiar en uno de los jóvenes que los chismes del Mercado de Lanas consideraban sus amantes.

—¿Y los barones terratenientes? —preguntó, curioso—. ¿Creéis que se sentarán a ver cómo devoráis toda la tierra de Vorsal? El duque de Farkash ha reclamado esa ciudad por casamiento de su tía, y también los condes de Saltyre. Es casi la única tierra decente para cultivo que queda en esta parte del mundo.

Ella sonrió, y la tranquilidad y el juego y la diversión volvieron a aparecer en su acostumbrada malicia felina; las perlas que colgaban de su amplio cuello de encaje temblaron como rocío sobre una rosa monstruosa cuando se encogió de hombros.

—Fue Vorsal la que nos atacó primero —señaló—. Sus tropas empezaron la guerra…

—Por una discusión de taberna que apuesto oro contra ajo a que fue provocada por vosotros.

—Tonterías. —Otra vez la resbaladiza entonación de la coqueta, negando que haya dejado caer un pañuelo a propósito mientras cuatro tontos se matan por el honor de devolvérselo—. El Duque de Vorsal es un hombre orgulloso, pero podría haber detenido el proceso en cualquier momento con una disculpa y la más pequeña de las reparaciones. Y de todos modos, lo hecho, hecho está. Por las leyes de los Reinos Medios, Vorsal es la agresora. Es algo probado. Todos los barones terratenientes y ciudades que envíen tropas en su ayuda son susceptibles de ser atacadas por mí o por mis aliados.

Lobo advirtió el uso inconsciente de la palabra «mí». El Rey también la había usado. No hacía falta decir que si Saltyre, Skathcrow o Farkash decidían entrar en la guerra a favor de la ciudad sitiada, sería otra apuesta de oro contra ajo a que sus enemigos ancestrales, Dalwirin, la herética Mallincore, Grodas o cualquiera de los diez o más Reinos, tropezarían y se atropellarían en su afán por firmar cuanto antes una alianza con Kwest Mralwe para atacar mientras los ejércitos de sus enemigos estaban lejos. A estas alturas del año era demasiado tarde para que una de las ciudades de la Península de Gwarl enviara ayuda aliada a Vorsal antes de las tormentas. Y para la primavera, por supuesto, todo habría terminado.

O al menos, Renaeka Strata y los restantes miembros del Consejo del Rey esperaban fervientemente que así fuera, y Lobo lo sabía.

En cuanto a los barones terratenientes —y el duque de Vorsal era nominalmente uno de ellos, a pesar de sus conexiones con las casas de mercaderes— Lobo sabía que aunque dichos gobernantes eran poderosos en su propio territorio, ninguno de ellos se arriesgaría a un enfrentamiento con Kwest Mralwe. Algunos tenían formidables ejércitos privados, pero también inversiones. Incluso si encontraban otro mercado para su lana, el riesgo de boicot en otros artículos era demasiado grande.

Y Renaeka Strata, puta, malvada, hija de una bruja, era famosa no sólo por su riqueza, sino también por su memoria y la implacabilidad y frialdad de sus venganzas.

Él la admiraba como mujer y como gobernante, pero la imagen de Halcón de las Estrellas, enferma e indefensa ante aquella delicada fortaleza rosada, lo ponía profundamente nervioso.

La niña paje volvió pronto. Un par de guardias de la Dama Princesa —elegidos, decían los rumores no caritativos, por su buen aspecto y sus habilidades amorosas además de por su manejo de las armas— les dieron escolta a través de pasillos repletos de pilares y salones fríos donde cada arco y cada bóveda esparcía hacia abajo su corte de estalactitas filigranadas, de moda en aquellas tierras cálidas. La habitación en que habían alojado a Halcón de las Estrellas daba a los jardines de la parte posterior de la casa, y no la alcanzaba el bullicio de los tratos que se desarrollaban en la calle cercana. Lobo la divisó desde las sombras del pasillo que separaba el patio de pilares de los jardines, sentada en un banco de piedra arenisca color miel sobre la amplia terraza, mirando cómo corría el agua por una fuente escalonada entre el laberinto castaño de plantas podadas con extrañas formas que había más abajo. Estaba vestida como un joven caballero de los Reinos Medios, y el tieso jubón negro, el cuello frisado, las calzas negras y los pantalones cortos hacían lucir su cara más gastada y desmejorada por contraste. Ella miró a su alrededor al oír el roce rápido de las botas de Lobo sobre la grava, pero no se levantó. La mano que le tendió y la boca que él se inclinó a besar estaban frías.

Pero la mirada gris no había perdido ni una pizca de su antigua rapidez, y distinguió enseguida los golpes y las cicatrices.

—¿Estás bien, Jefe?

—Comparado con el estado en que pude haber quedado, sí, estoy muy bien. —Lobo echó una mirada a la Dama Princesa y su corte de sementales, y bajó la voz hasta convertirla en un crujido leve y áspero al tiempo que se inclinaba hacia Halcón—. Te lo diré después. ¿Y tú?

Ella asintió y movió la cadera para mostrar la daga larga que tenía escondida. Los zapatos bajos de corte no dejaban espacio para una hoja, y las mangas del jubón se ajustaban con precisión a los pliegues de la camisa blanca, pero él habría apostado las joyas de su familia a que tenía por lo menos dos cuchillos más en alguna parte, más algo de aspecto inocuo que pudiera usarse como garrote. Probablemente en los vendajes de la cabeza, decidió. Ella tenía el pálido cabello alborotado por debajo de los vendajes, como el de un niño pequeño, y al advertirlo Lobo se sintió sacudido por una ternura embarazosa, un deseo de tocarlo. En lugar de ello metió las manos detrás de la hebilla del cinto de la espada y dijo:

—Afirma que eres libres de irte si quieres.

Halcón de las Estrellas echó una mirada hacia la magnífica mujer rosada y ambos recordaron al barón terrateniente que había tratado de competir con el monopolio de la seda de Kwest Mralwe, haciéndose traer sus propios gusanos de contrabando desde el Este. Todavía había un tono de furioso púrpura que llevaba su nombre, por ironía, para conmemorar el grotesco «accidente» que le había costado la vida. Halcón levantó un poco la voz:

—¿Es cierto eso?

La Dama Princesa inclinó la cabeza con su peluca dorada.

—Os daré un caballo, ropa, dinero, lo que juzguéis necesario. Pero vuelvo a repetir que no lo aconsejo.

—¿Cuánto dinero?

La Dama Princesa pareció confusa, pero dijo:

—Veinte piezas de plata, peso de Stratus. —Su voz era la de alguien que espera tener que luchar por una cifra ridícula.

—Cuarenta —dijo Halcón con rapidez.

—Mi querida Dama Guerrera…

—Lo pensaré. —Con un gesto que amenazaba posteriores regateos, y con gracia, aunque también con un brillo ligeramente combativo en su ojo de vieja, Renaeka y sus guardias partieron—. Creo que la oferta es genuina. Habría dicho cincuenta si no pensara pagar.

—Vieja avarienta…

—Ahora, cuéntame. ¿Qué ha pasado?

Lobo se acomodó a su lado sobre el banco y le contó lo que había sucedido la noche anterior: su intento por hacer que las tormentas se alejaran; la oferta del Rey; la mano llena de oscuridad; y la criatura que lo había atacado bajo los muros de Vorsal.

—Esta mañana le eché una mirada a los libros de las Brujas —continuó con calma, los grandes dedos apretados con fuerza alrededor de los de la mujer—. Hablan de algo llamado djerkas en la lengua shirdana. Es como una especie de golem… una estatua animada controlada por la voluntad de un mago.

—Los golems siempre me despertaron la curiosidad. —Las líneas marcadas en la frágil piel que rodeaba sus ojos se hicieron más profundas cuando fijó la mirada en el hilo de agua que corría entre las ninfas alegóricas de bronce—. Esto es, supón que realmente puedes darle vida a una estatua. No serviría de nada a menos que le pusieras articulaciones. Ese djerkas suena como si hubiera sido construido especialmente para matar.

—Me pregunto por qué no oímos hablar de esa cosa antes. —Lobo volvió la cabeza ligeramente para mirarla con el ojo bueno; como siempre, Halcón se había sentado de su lado ciego—. Si Moggin tiene esa cosa patrullando las murallas…

—La respuesta obvia es que no es así —replicó Halcón con calma—. Sea de metal o no, no es una máquina de guerra. Un tiro con un ariete o una carga de ballesta, y lo único que quedaría sería un montón de hierros. Y pasaría lo mismo si lo usaran como explorador asesino. Una vez que los muchachos supieran que está allí, lo único que se necesitaría sería un grupo de seis o siete brutos con largas picas y una gran bolsa de arena para arruinarle las coyunturas.

Lobo del Sol rió: la despreocupación mortífera de Halcón de las Estrellas había hecho que el peso del miedo a la cosa se alejara de él como una nube que diera paso a los rayos del sol.

Ella se encogió de hombros.

—¿Y por qué patrullar el exterior, cuando ya tienen guardias en las murallas? Si yo fuera Moggin y tuviera solamente uno de esos bichos de metal, y, teniendo en cuenta la escasez de hierro y combustible que padece la ciudad, puedes apostar a que no podrían construir otro, lo pondría a patrullar por dentro, para acabar con cualquier cosa que hubiese podido sortear a los guardias. Eso si realmente quisiera que la gente de la ciudad supiera que soy mago, y te aseguro que yo lo pensaría dos veces antes de dejar escapar una noticia así en una ciudad sitiada.

Lobo del Sol asintió, recordando el sitio de Laedden, los linchamientos, las acusaciones histéricas, las confesiones neuróticas y los cargos imposibles que habían convertido las últimas semanas en un extraño infierno de paranoia y muerte.

Después del amanecer, había vuelto a la tienda de Malaliento y había dormido unas horas —el cansancio lo había hundido en pesadillas que el agotamiento le impidió evitar— mientras Malaliento, Gata de Fuego y Pequeño Thurg hacían una guardia distraída. Lobo no creía realmente que el djerkas entrara al campamento a plena luz del día, pero la idea de estar solo y dormido en la tienda tampoco le gustaba mucho. Había dibujado las Runas de Guardia alrededor de su jergón, pero había soñado una y otra vez que estaban mal hechas, que se había olvidado de algo o que había algún hechizo que no había sabido conjurar, y que veía la sombra de la mano oscura a través de la tela de la tienda, tejiendo su red plateada.

Al despertar, después de dos horas de sueño, por inquieto que éste hubiese sido, se sentía mucho mejor.

Después había cabalgado hasta el Convento de San Dwade para oír de boca de las Hermanas que se habían llevado a Halcón de las Estrellas en plena noche.

—Quieren que vaya a revisar las nuevas máquinas de asalto para el ataque de pasado mañana —dijo después de un tiempo—. La Señora le pidió mercurio y heléboro a todos los boticarios de la ciudad, pero eso no garantiza que encontremos la guarida del hechizo. Hay algo que se llama polvo de auligar, sirve para otras cosas y también puede volver visible un Ojo, pero lleva una semana hacerlo, y eso si uno consigue todos los ingredientes.

—¿Qué lleva? —preguntó Halcón, curiosa.

—No mucho. Cuerno de ciervo y violetas aplastadas, y muérdago y una pizca de plata. Yirth me enseñó a hacerlo. Kaletha también lo mencionó. La plata sola se puede usar para leer ciertas marcas…

—Seguro que Renaeka te hace usar la tuya…

—O será capaz de pesarla cuando se la devuelva —gruñó él—. Hay algo en los libros de las Brujas que me hace pensar que también se puede usar sangre.

—En ese caso, probablemente Renaeka también querrá que emplees la tuya.

—No, lo que sí creo es que conseguiría una buena razón legal para entregar como voluntario a alguien que haya estado vendiendo sales amoníacas a precios más bajos que los suyos. Esa mujer no se pierde nada, Halcón.

—Si lo hiciera, estaría muerta. —Halcón de las Estrellas se encogió de hombros, los dedos largos sobre los puños arrugados—. Las Hermanas me hablaron de su rivalidad con los Cronesmae, cuando vivía el hermano de Purcell. Casi llegaron a una guerra mercantil por el dominio de las excavaciones de alumbre. Él terminó cayéndose por las escaleras una noche. Se rompió el cuello. Y ni siquiera hoy se sabe cómo lo hizo Renaeka, porque, según todos los testigos, la casa estaba absolutamente vacía y las escaleras no eran altas, pero nadie en toda la ciudad creyó que hubiese sido un accidente. El pobre viejo Purcell será uno de los mercaderes más ricos de los Reinos Medios en estos días, pero si ella dice «saltad», él es el primero en ponerse de pie y preguntar: «¿Hasta qué altura?».

Lobo del Sol asintió, recordando otras cosas que había oído decir sobre las intrincadas y sangrientas maquinaciones de la política de los Reinos Medios. Volvió a pensarlo un poco después, cuando en la zona donde se guardaban las máquinas de asalto encontró al propio Purcell, flaco, gris, viejo y capaz de autoborrarse hasta la práctica desaparición, con el arrugado cuello de piel de su túnica de terciopelo negro levantado hasta bien arriba, como si, cual tortuga, se sintiera más seguro dentro de su caparazón.

—Me pidieron que os acompañara, para que me digáis lo que os hace falta —dijo en una voz que era toda disculpas.

Para vigilarme, dirás, pensó Lobo. A pesar de su aire que proclamaba que era el felpudo de Renaeka Strata, el hombre era la cabeza de una de las casas mercantiles que habían crecido con mayor rapidez en los Reinos Medios; los guardias que lo seguían a cada paso usaban la librea amarilla de los Cronesmae, no la verde y oro de los Stratii. Mientras cruzaba el pasto pisoteado de la cumbre de la colina, sobre la que estaba instalado el depósito de máquinas, Lobo del Sol se preguntó qué parte de la tímida suavidad de aquel hombre era natural y qué parte era fruto del deseo de adoptar una coloración protectora al tratar con la famosa cabeza del Consejo. Si no había respiro para las reinas banqueras, menos dejaban ellas a los pobres bastardos sobre quienes gobernaban.

El viento jugaba en el cabello de Lobo y le aplastaba el púrpura opaco de las mangas del jubón, arrugando la bata negra de Purcell y las plumas castañas que coronaban los cascos de turbante de los guardias. El depósito de ingeniería daba hacia el estuario pantanoso donde el río Mralwe se encontraba con el mar. A diferencia de Vorsal, Kwest Mralwe no tenía un puerto separado. Estaba construida en el lugar en que el río rodeaba el promontorio de granito sobre el que originariamente se había alzado la ciudad. Los barcos que partían hacia el océano podían navegar tierra adentro hasta el antiguo puerto de piedra donde se abría la gran laguna con los muelles macizos de piedra a unos quince kilómetros del mar. Era un refugio valioso durante las tormentas del invierno, pero, pensó Lobo con cinismo, nada comparable a la bahía en forma de copa de Vorsal. Ahora que contemplaba Kwest Mralwe —el grupito amontonado de antiguas ciudadelas sobre la ladera de la colina, y los nuevos suburbios que descendían hasta el pie en una sucesión de pilares, torretas y muros defensivos, como pequeñas enaguas de color rosado y blanco— Lobo se preguntaba cuánto tendría que ver eso con la decisión final de provocar a Vorsal. Algo tenía que ver, de eso estaba seguro; las dos ciudades habían vivido en un estado de tregua inestable durante años. Alguien en el Consejo había querido algo: era imposible adivinar qué exactamente.

Desde la cima pisoteada de la colina del depósito, Lobo podía volverse y contemplar al otro lado del río color pizarra las tierras onduladas y castañas de la otra orilla, la procesión de aldeas pesqueras a lo largo del estuario, las hileras de árboles desnudos que señalaban las lindes de las granjas de piedra más allá. Lejos, hacia el océano, temblaban oblicuas las cortinas púrpura de los chaparrones; el mar estaba verde y corría al encuentro de las colinas color miel. El aire parecía muy quieto.

Como rumiantes dormidos, las grandes máquinas del sitio se alzaban amenazantes a su alrededor, semejantes a las de otro depósito, más reducido, próximo al campamento. Las lluvias locales habían oscurecido la madera cruda y amarilla y el naranja quemado de los cueros mal curados. En aquella calma extraña, todo el lugar olía a polvo de aserradero, a carroña y a zanjas de letrinas para esclavos. El humo de la fragua se elevaba vertical en el cielo de plomo del lado protegido de la colina. El ruido metálico de los martillos puntuaba el golpe seco de las mazas, el crujido de los serruchos y el clamor de hombres que tiraban de cuerdas. Sobre las cinco monstruosas construcciones, se movían por todas partes artesanos en delantales de cuero, y esclavos en guardapolvos de tela burda; allí estaba el ariete, como una casa de madera ambulante; la tortuga, ridícula como su nombre bajo un caparazón de cuero; dos torres, sus puentes elevados tendidos como lenguas planas en un desagradable gesto contra el cielo frío; y la ballesta a medio construir. Había guardias por todas partes, y el rojo y el azul de las Tropas de la Ciudad parecía una guirnalda incongruente alrededor del frente bajo de la colina. La elevación del terreno hacia el sur escondía la loma del sitio donde debían de encontrarse las torretas de Vorsal, brillantes como muñecas.

—No hacía falta construir esas máquinas aquí, ¿sabéis? —le gruñó Lobo a Purcell mientras se agachaban para penetrar en la sombra cerrada y maloliente del ariete. El Consejero, que llevaba el borde de la túnica en la mano, con sumo cuidado, parecía estar tratando de caminar sin tocar el suelo con los costosos zapatos de cuero de cerdo recién nacido que llevaba—. Si hay un mago en Vorsal, podría conjurar la imagen de este lugar en un cristal.

Los ojos del anciano brillaron con alarma, y después con rabia, como si lo hubieran ofendido.

—Ah, dioses —se quejó, y Lobo del Sol rió.

Con paciencia, con cuidado, Lobo del Sol revisó el ariete, pasando las manos por la gran viga colgante, las cuerdas que la sostenían y la cabeza de hierro. Los miró de soslayo, como le había dicho Yirth, conjuró las palabras de poder enredadas en tantos otros hechizos que recordaba a medias. Esperaba estar haciéndolo bien. Había pasado un año. Él repetía metódicamente lo que había aprendido aquella noche, pero nunca había habido nada ni nadie que lo controlara, y a menudo lo había dejado de lado, requerido por otros asuntos más urgentes.

Tocó las cuerdas y después las paredes de tela y cuero que cubrían la máquina, por dentro y por fuera, hasta donde pudo alcanzar con el brazo; después se quitó las mangas del jubón, enrolló las de la camisa hasta los bíceps y repitió la operación, primero con las manos cubiertas de heléboro, y después con un cedazo en el que había puesto polvo de mercurio, cortado con harina para que llegara más lejos.

—¿Tenéis que espolvorearlo de ese modo? —se quejó Purcell, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro, ansioso—. El mercurio cuesta más de una pieza de plata el gramo… Está cayendo al suelo… —Se quitó la gorra de seda y la mantuvo en el aire como para atrapar el polvo. En la luz helada, sombría, la cara enjuta y rosada y el cráneo casi desnudo, cubierto de rizos grises, parecía un pájaro nervioso.

Lobo del Sol se descolgó con delicadeza de una viga entre los maderos y le entregó el cernidor.

—Si queréis ahorraros dinero, muy bien. Tomad.

El hombrecito dudó un momento, la gorra en una mano, el cernidor sostenido en la otra con gesto inexperto, y Lobo se dispuso a salir del ariete.

—Esperad… no… haced lo que os parezca… Por favor.

En otras ocasiones Lobo de Sol había sido testigo de los famosos berrinches que sacudían a Renaeka Strata cuando creía que alguno de sus generales estaba tirando el dinero, dinero que en realidad no era de ella, sino del Consejo del Rey. Comprendía la preocupación de Purcell.

Después de eso, revisó las otras máquinas, una por una. Era su propia tropa, ahora de Ari, pero aún sus amigos, hombres a los que había entrenado y llevado a cientos de batallas, la que se arriesgaría en el asalto. Eran los mejores, los más duros, la tropa de choque. Y para eso los había entrenado, por eso les pagaban, por eso podían conseguir los precios más altos, eso cuando —pensó con irritación— podían arrancarle el dinero a ciertos patrones cicateros. Si se derrumbaban las torres de asalto, si se venían abajo aquellos puentes elevados que se alzaban sobre abismos terroríficos, los que se encontrarían arriba serían Ari, Malaliento, Chupatintas y Zane.

La concentración forzosa y permanente lo estaba agotando, junto con la falta de sueño; su mente tropezaba sobre repeticiones interminables. Se obligó a no preguntarse si lo estaba haciendo bien. Entre un hechizo y otro, entre un encantamiento y otro para alcanzar el estado volátil de la meditación en el que se podían leer los Ojos, maldijo a Moggin Aerbaldus. Lo llamó vudú hijo de puta y comedor de entrañas de personas.

Moggin Aerbaldus.

Arrodillado al final del puente extendido con la más leve de las brisas frías rozándole las puntas del cabello, con la mano, las rodillas y las mangas en alto manchadas de mercurio y heléboro y grasa de cerdo de las máquinas, se le ocurrió que si las cuerdas de los puentes se rompían en aquel momento o si las planchas del puente cedían bajo su cuerpo, y caía veinte metros hasta el suelo rocoso, aquello también sería considerado un «accidente inevitable», una «desgracia» dentro de la mala suerte de la tropa.

Terminó su trabajo y bajó apenas pudo.

Casi estaba oscuro cuando acabó con todo. Mientras esparcía sal y plata sobre la última torre de asalto, oyó el traqueteo de los cascos y las voces alzadas de los hombres. Le inundó el olfato la dulzura impresionante de las antorchas de incienso. Renaeka Strata, no hay duda. Sonrió, pensando en el desasosiego y el pánico de Purcell. Se secó las manos sucias en las caderas mientras salía de la oscuridad de la torre y descubrió que había adivinado bien. La Dama Princesa estaba plantada frente a la puerta estrecha, en un vestido dorado y refulgente que hacía que las antorchas de sus guardias se avergonzaran de sí mismas. Nervioso y con más frío que nunca, la nariz goteando, Purcell se inclinaba dando unos pasos atrás.

—¿Encontrasteis algo? —quiso saber la Dama Princesa, y Lobo de Sol meneó la cabeza.

—Pero eso no quiere decir que no haya nada.

Y mientras le recitaba la pequeña conferencia que ya le había dado a Ari sobre Dios y auligar —y de la que, por cierto, estaba empezando a hartarse— se preguntó qué otras sustancias lo ayudarían a ver las marcas, sustancias que las Brujas de Benshar tal vez no habían descrito en sus libros o que la maestra de Yirth de Mandrigyn no había tenido tiempo de enseñarle antes de que la asesinaran.

Renaeka Strata escuchó con la cabeza inclinada, las joyas en la peluca rosada brillando bajo la luz vibrante e intensa de la media luna, los ojos entrecerrados y las manos blancas, largas, increíblemente llenas de gracia sobre las ristras de perlas luminosas de sus collares. Cuando él terminó, dijo:

—El ataque está previsto para una hora antes del amanecer de pasado mañana. Si nuestro malvado mago, en el caso de que exista, pretende poner un Ojo en estas máquinas, podría hacerlo esta noche.

—Existe, mi Dama —suspiró Lobo.

—¿Ah, sí? —Ella lo estudió desde detrás de las pestañas color de alheña y vio un león humano grande, robusto, con los brazos gruesos enfundados en oro bajo la tela manchada de las mangas enrolladas, las manos lastimadas por los dientes de los demonios—. Entonces es una gran fortuna que vos trabajéis para nosotros. ¿Haréis guardia esta noche?

Él pensó: debería intentar entrar a la ciudad de nuevo, pero la idea del djerkas le ponía la carne de gallina. Tarde o temprano tendría que enfrentarse a él, eso lo sabía, y cuanto más pronto mejor, antes de que algo mucho peor pudiera pasarle a sus amigos. Y sin embargo, había buenas posibilidades de que la Dama Princesa tuviera razón, de que Moggin pudiera venir hasta él, allí mismo. Y si no sucedía así, quedaba el día siguiente, y era cierto que si realmente venía, ninguno de sus amigos podría atrapar a aquel mago.

Lentamente asintió:

—De acuerdo. —Si Moggin venía, se encontró pensando, por lo menos tendría ayuda muy cerca.

La voz de ella tomó un tono severo.

—También ayudaría mucho si, en la noche anterior al ataque, pudiéramos contar con una buena niebla para cubrir el avance de las máquinas de sitio por el camino que lleva a Vorsal. Como mago, estoy segura de que podríais arreglar…

—No.

Ella no cambió la expresión a pesar de la firmeza evidente de la voz de Lobo.

—Os recompensaríamos por ello, y os aseguro que el pago no sería poco generoso.

—No.

Aunque ella tenía demasiado control sobre sí misma como para enrojecer, aun suponiendo que algún color pudiera atravesar el estucado de cosméticos que tenía encima, hubo un matiz afilado en su risa.

—Capitán… vamos…

—Tal vez yo sea un asesino, pero no una prostituta —dijo él con la voz tranquila—. No uso el poder para conveniencia de otra gente. Lo que estoy haciendo en Vorsal es por mis hombres y porque ese maldito encantamiento de Moggin mató a gente inocente y casi acaba con alguien que amo. —La frase tuvo un eco extraño en su lengua; se dio cuenta de que era la primera vez que admitía en público que se preocupaba por alguien—. Mi guerra es contra él, no contra la gente de Vorsal.

Por los ojos de la Dama Princesa, Lobo vio que comprendía, pero de todos modos la mujer lo intentó de nuevo, riéndose a través de la nariz delgada.

—Vuestra guerra no es contra ellos, pero os aseguro que sufrirán cuando él muera. Si matáis a ese hombre, su ciudad caerá. Y cuando caiga, os daremos la oportunidad de matarlo, o lo mataremos por vos, si así lo preferís. No podéis matarlo sin acabar con esa «gente inocente» de la que habláis, y eso lo sabéis.

—Sí.

—Y después de todo, ése es el objeto del sitio —señaló Purcell, apresurándose a apoyar todo lo que pudiera decir la Dama—. Creedme, os pagaremos bien…

—¡No estoy haciendo esto por la paga, demonios! —Lobo giró para enfrentarse al hombrecillo, lastimado por la idea del mal que él mismo estaba haciendo, y vio la sorpresa y la ofensa en su cara rosada—. Por la Abuela de Dios, ¿es que nunca pensáis en nada que no sea dinero?

—¿De qué sirve vuestro poder si no para daros un buen pasar? —preguntó el Consejero con curiosidad genuina—. Creí que ahora que sois demasiado viejo para ser líder de una tropa de mercenarios, os sentiríais feliz de contar con otra forma de ganaros la vida sin esfuerzo, algo que os garantizara una vejez cómoda. ¿No es eso lo que hacemos todos?

—¡NO! —La rabia fluía por el cuerpo de Lobo, herido por las palabras «demasiado viejo», pero también por una náusea extraña, fría, un disgusto agudo con ellos y consigo mismo. Cuando era mercenario, pensó, nunca había habido un camino equivocado, nada era correcto o incorrecto, solamente inepto, ineficiente o mal elegido. Le pagaban, y eso era todo. Ahora era diferente—. No —dijo de nuevo, esta vez con suavidad—. Eso es lo que hace un bandido.

Los finos labios del banquero se endurecieron, y se metió las manos en el manguito de piel que llevaba.

—Bueno, Capitán…

O un mercader, pensó Lobo con desprecio.

—No es… Con el poder es diferente —musitó con torpeza, tratando de explicar lo que quería decir y sabiendo que no lo entenderían, pues él mismo no lo entendía. Ésa era otra razón, pensó, por la que necesitaba entrenarse con un mago experimentado: no sólo para aprender a poner todas esas ideas en palabras sino para tener a su lado a alguien capaz de entender lo necesario—. No puedo venderlo… No puedo usarlo sin saber en mi interior que lo que hago está… está bien… —No era exactamente lo que quería decir, y sabía que los había perdido. Así lo evidenciaba el brillo frío en los ojos de la Dama Princesa.

—¿Y la distinción que hacéis significa que una cosa está bien cuando se realiza por una razón y mal cuando por otra? ¿Sobre todo cuando los resultados son exactamente iguales?

—Supongo que lo que queréis decir —interrumpió Purcell, inclinando la cabeza con la gorrita ladeada—, es que sentís que hay un tabú de algún tipo en el uso de vuestros poderes. Pero si es así, ¿dónde está la diferencia entre usar el poder para lo que uno cree que vale la pena y emplearlo para algo que otro cree que vale la pena, sobre todo si este otro puede tener un punto de vista más amplio?

—¡No lo sé! —dijo Lobo del Sol, acorralado ahora, furioso, impotente, mientras se preguntaba por qué no se habría limitado a seguir matando gente para ganarse de vida.

—¡Pero eso es una estupidez! En realidad, sois como un artista que se niega a comprar pan con las comisiones que cobra o un contable hábil que se niega a usar sus habilidades en su propio beneficio porque no quiere trabajar para un hombre rico…

Renaeka hizo un gesto impaciente. Purcell, aunque estaba más interesado y ansioso de lo que Lobo lo hubiera visto en ninguna otra ocasión, cerró la boca inmediatamente y la miró con un gesto de protesta, sin comprender, como dos amantes en disputa que se dijeran: «¿de qué estamos discutiendo?». Un silencio incómodo flotó en el aire por un momento, roto solamente por el crujido de las antorchas perfumadas y el fondo confuso de las voces de los capataces que contaban los esclavos para la noche. Después, con una especie de autoindulgencia satisfecha y una mirada a su regente, Purcell empezó a decir:

—De todos modos, no tenéis opción. Tenemos…

¡Silencio! —Renaeka Strata no levantó la voz, aunque podía hacerlo con un efecto aterrorizante si eso le permitía obtener lo que quería. Pero el veneno que había en su voz fue aún más patente en aquel tono bajo. Purcell se encogió y miró a su alrededor, como buscando un agujero en el suelo donde esconderse, y Lobo del Sol, que sabía que el nombre de Halcón de las Estrellas había estado en la punta de sus labios, apretó los puños en un gesto de furia. Durante un instante, vio la mirada que Purcell dirigía a su Señora, una mirada de protesta, de resentimiento, en la que, como una escondida astilla de vidrio, refulgía el odio.

Pero si ella se dio cuenta, no lo dijo. Con su gracia suave de siempre, se volvió hacia Lobo:

—No pienso pedíroslo entonces. Pero ¿haréis guardia?

Él volvió la cabeza, para mirar más allá del círculo de antorchas colocadas en el espacio abierto del depósito, más allá de las chatas lomas de las colinas hacia el sur, como si pudiera ver las negras murallas y las torres sin luz de Vorsal contra aquel cielo antinatural. Era lógico creer que la maldición —si es que sus marcas estaban trazadas realmente sobre las máquinas y no en cualquier otro sitio del campamento— no podía ser obra de un espía, que Moggin mismo tenía que estar viniendo al campamento… ¿o no?

La verdad era que no lo sabía, y maldijo su ignorancia, la falta de entrenamiento que los había colocado, a él y a sus amigos, en peligro mortal. Como cuando había tratado de explicar la magia a los dos mercaderes avaros y amantes del dinero, se sintió impotente, a la deriva en un par de cosas que simplemente no conocía, y la rabia lo sacudió por dentro, como la de una bestia lastimada, sin dirección y sin inteligencia.

—Sí —dijo con suavidad, a las colinas, a las antorchas, a la noche—. Sí.

—¿Y vuestra madre realmente era bruja?

Renaeka Strata, de pie junto a la cortina medio corrida de la ventana del pequeño comedor, movió la cabeza ligeramente, el perfil blanco y frío y flaco, la nariz ganchuda y de pronto muy vieja contra la oscuridad. Se había sacado la peluca y se había cubierto el cabello fino y sin lustre, el cabello de una mujer de edad, con una gorra de terciopelo muy ajustada, como la de un hombre. En lugar de los vestidos fabulosos que cambiaba repetidas veces a lo largo del día, llevaba una amplia túnica de igual fastuosidad, en el terciopelo coloreado que sólo sabían hacer los artesanos de Vorsal, del violeta luminoso de la puesta del sol con un cuello de piel y forrado de seda suave. Solamente las manos eran las mismas, increíblemente largas, blancas como las manos de un espíritu y cargadas con un rescate de años en joyas.

—No lo creo, no.

Volvió la cabeza y miró la mesa, donde Halcón de las Estrellas estaba sentada todavía, como un joven bien educado, embutido entre una tiesa gorguera y el vendaje que cubría su cabeza. Los sirvientes se llevaron los restos de la comida que la Dama Princesa había ofrecido a su huésped en la intimidad; los músicos que habían estado tocando con suavidad en un rincón de la cámara ya se habían marchado. Un laúd, un salterio y una flauta de porcelana pintada yacían todavía sobre los almohadones azul brillante de los altos bancos de marfil; la luz de las velas que entibiaban la habitación se reflejaba en los dorados hilos de araña de las cuerdas, las manchas duras de las clavijas brillantes, y se suavizaba al arrojar sombras de aguas sobre el yeso trabajado de la pared que había detrás.

El vino refulgía como líquidos rubíes en tazas de nácar montado en oro y conchas de nautilus. El olor de la carne se mezclaba en el aire con el del pachulí procedente de una jarra de mesa de oro y esmalte. Las voces y el bullicio del exterior subían débilmente desde la calle, porque la habitación estaba cerca del frente de la casa. El carbón parpadeaba en un brasero de bronce trabajado, entibiando la habitación. Cuando la Dama Princesa tendió las manos hacia él, el brillo color ámbar alcanzó los largos dedos rosados y encendió colores secretos en los corazones escondidos de sus joyas.

Su voz, con una suavidad veteada de plata y herrumbre, era baja.

—Si hubiera sido bruja, no habría puesto todo su poder, su vida, en manos de la lujuria de un hombre. Si hubiera sido bruja, no habría tenido por qué hacerlo. Mi madre era una mujer avara, ambiciosa, quería dinero, quería poder y quería controlar a los hombres, sobre todo quería controlar a mi padre y a través de él toda la riqueza que la Casa podía comprar. Con las minas de alumbre que fueron la primera dote de su esposa, se convirtió en el auténtico gobernante de Kwest Mralwe, y eso es lo que ella quería. Pero si hubiera sido bruja realmente, habría podido controlarlo con algo más que su lujuria… una brida demasiado leve, ciertamente, sobre todo en el caso de mi padre. Y si hubiera sido bruja realmente, habría podido ocultarle durante mucho más tiempo sus infidelidades.

Volteó las manos sobre el enjoyado lecho de carbones ardientes.

—La quemaron —dijo después de un tiempo—. En público, en la plaza, envuelta solamente en un harapo de tela blanca, aunque los sirvientes que me lo contaron cuando yo tenía cuatro años dijeron que estaba desnuda, y con el cabello suelto, que era negro y le llegaba a las rodillas. Eso es lo que hacen con los que nacen magos en los Reinos Medios… Para entonces había perdido la mayor parte de su belleza, eso decían. La perdió cuando tuvo el aborto del que iba a ser mi hermano, y mi padre la repudió. Pero resultó notorio el hecho de que no volviera a tomar a su antigua esposa, y tampoco le devolvió la dote. En muchos sentidos, me parezco mucho más a él que a ella.

—Lo lamento —dijo Halcón de las Estrellas con suavidad. Lobo del Sol no le había contado eso.

Renaeka Strata se encogió de hombros.

—Fue hace mucho tiempo —dijo—. Y ella era demasiado vana y estaba demasiado dedicada a conquistar a todos los jóvenes de la ciudad como para tener tiempo para mí. Ni siquiera creo que, de haber tenido poderes, hubiese sabido qué hacer con ellos, cómo hacer que trabajaran para ella… siempre que tales poderes existan, como parece pensar vuestro amigo…

—Existen —dijo Halcón de las Estrellas, como un eco inconsciente de la afirmación de Lobo.

La vieja sonrió, los ojos tibios de pronto.

—Si es así, yo nunca los he visto. Y dada la postura de la Iglesia al respecto, pienso aferrarme a esa incredulidad por lo menos públicamente. La mala suerte es mala suerte, y siempre hay alguien que se beneficia, como le pasó a Purcell cuando le salieron mal todas las partidas de teñido al viejo Greambus el año de la coronación del Rey de Dalwirin, o a mí, cuando ese horrible hermano suyo se cayó por las escaleras.

—Tal vez —dijo Halcón con suavidad— vuestra madre simplemente prefirió usar sus poderes para otras cosas —para atraer al hombre que quería más allá de toda razón o sentido— y no se ocupó más de ellos.

La cara aguda, tan vieja en el angosto marco de cabello descolorido y terciopelo opaco y púrpura, se volvió hacia ella con una expresión muy extraña, las llamas reflejadas en cada una de las intrincadas líneas que unían labios y ojos y que generalmente quedaban ocultas por los cosméticos.

—Eso no explica el por qué se dejó quemar de esa forma.

—Tal vez no fuese muy buena como bruja, o no supiese cómo escapar —señaló Halcón, cruzando las manos huesudas sobre las largas flores de lino de sus puños—. Quizás el aborto de que habláis la cansó, la secó hasta el punto de que no pudo seguir conjurando el poder. Y tal vez —agregó con mayor suavidad—, cuando el hombre que amaba la repudió, simplemente dejó de importarle.

Halcón hizo una repentina mueca, los finos músculos de su mandíbula se retorcieron en un gesto cuando una punzada de dolor la dejó sin aliento. Abrió los ojos y, por un instante, vio dos figuras, columnas de sombras color damasco brillando en una tormenta de joyas, inclinándose hacia ella, las manos blancas y tendidas hacia delante…

Después se fundieron para formar la imagen de la Dama Princesa.

—¿Estáis bien, niña?

Halcón de las Estrellas se las arregló para asentir, maldiciéndose por haber mostrado debilidad.

—Muy bien —susurró, mientras sentía que lo que más deseaba en el mundo era acostarse. No estaba demasiado segura de si podría caminar por los corredores de mármol hasta su habitación. Si la atacaban ahora, pensó con la mente casi en blanco, no podría ni empezar a defenderse. Apenas recordaba dónde había puesto sus cuchillos.

El timbre de cristal de la campanilla de la Dama Princesa fue como una espada que le atravesó el cerebro.

—Necesito descansar —dijo Halcón de las Estrellas, y se obligó a levantarse. La habitación se duplicó, giró, después se estabilizó de nuevo; avergonzada y ridículamente invadida por una timidez desconocida, Halcón empezó a caminar hacia la puerta. Otro dolor la sacudió y cayó de rodillas. Renaeka, que se encontraba muy cerca, esperando la reacción, la tomó entre sus brazos sorprendentemente fuertes y la depositó con suavidad en el suelo.