A Lobo le llevó diez minutos despabilar a Chupatintas de su borrachera lo suficiente para pedirle prestados un jubón y unos pantalones negros, los menos raídos, mientras el contable insistía una y otra vez en que lo apropiado para una visita nocturna eran las calzas y los pantalones cortos. Ari, demasiado habituado ya al mando como para embriagarse hasta el final durante una campaña, observaba en silencio, pero cuando Chupatintas salió tambaleándose hacia la noche, murmurando algo sobre la decadencia en el vestir, él lo siguió hacia la tienda de Lobo. Detrás de ambos, contra un deslucido fondo y varias colgaduras de tienda con plumas de pavo real, continuó la partida de póquer. Bajo el manto protector de la voz alta y extravagante de Malaliento, que ofrecía sacrificios a todos los santos del caos, Ari le preguntó en voz baja:
—¿Por qué?
Lobo del Sol lo miró con atención.
—Deberías verte. —Los hombros anchos de Ari formaron un gran bulto contra el sucio brillo de las lámparas de grasa cuando cruzó los brazos—. Pareces como recién salido de una pelea de cinco asaltos con un terremoto. Y perdiste, eso te lo aseguro. ¿Qué pasó? ¿Por qué quieres entrar en la ciudad ahora?
—Porque él no espera que lo haga. —Lobo se quitó de la cara el cabello empapado de sudor y se frotó el mentón sin afeitar—. Le hice daño, no sé hasta qué punto. No puedo darle tiempo a recuperarse. Sabe que me lastimó y no estará en guardia. Si me enfrento a él en frío, cabeza contra cabeza, poder contra poder, me convertirá en chucrut.
—Bueno, en este momento te pareces bastante a lo que mi madre ponía con las salchichas. Te podrían servir con cuchara.
Lobo del Sol gruñó, sabiendo que Ari tenía razón. Pero también sabía que un día de descanso no lo haría más capaz de enfrentarse a Moggin Aerbaldus, y que ahora Moggin sabía que había otro mago trabajando contra él. Un mago, pensó inquieto, dentro de cuyos planes —y de cuyo poder— estaba el esclavizarlo.
El recuerdo de aquella mano negra cerrándose a su alrededor y de la pegajosa red de runas de plata le puso la piel de gallina. Para cubrir su miedo, siguió diciendo con rudeza:
—Estará preparado para hacer más magia mañana, pero no creo que esté preparado para enfrentarse a un asesino esta noche.
—Maldito hereje comedor de ajo… —La voz de Pequeño Thurg se elevó dentro de la tienda.
—Aah, es mejor comer ajo que hacer todos esos ritos con melones y cerdos que hacéis vosotros…
Las voces estaban de buen humor; Lobo del Sol echó una mirada atrás y vio a Zane dormitando sobre el sillón como una orquídea arrancada, mientras Malaliento, las dos concubinas y los dos Thurgs se pasaban los mismos doce cobres de uno a otro con parsimonia. Nadie parecía estar ganando mucho, y Lobo del Sol se preguntó si la maldición también habría afectado a las cartas.
Ari insistió, obstinado:
—Tú pensaste que los ejércitos de Laedden podrían manejar la invasión de Ambersith sin volver a entrar en la ciudad, ¿recuerdas? Aquella vez que terminamos atrapados en el sitio. Y pensaste que nadie se uniría a la coalición K’Chin hace dos años cuando invadimos…
—Todos cometemos errores —replicó Lobo a la defensiva—. Y no me hace ninguna gracia que un jovencito de boca sucia…
—Jefe. —La mano de Ari lo detuvo cuando Lobo se disponía a dejar caer la cortina de sucio brocado para que la noche quedara fuera—. Ten cuidado allá adentro, cuídate la espalda. ¿Necesitas apoyo?
Lo dijo después de pensárselo, como una cortesía, como se ofrece la cama a un huésped que ya está decidido a marcharse. Lobo hizo un gesto de rechazo. Entrar en la ciudad sitiada ya iba a ser bastante difícil para un asesino solitario que tenía el poder de desviar los ojos de los guardias; llevar compañeros solamente aumentaría el riesgo de que lo detectaran y no agregaría gran cosa a sus oportunidades de escapar, ambos lo sabían.
—¿Capitán? —Lobo había oído el crujido seco de pasos afuera; Serrucho de Batalla asomó una cabeza enfundada en un casco a través de las cortinas—. Hay alguien aquí, un desgraciado que quiere ver al Jefe. —Había incredulidad en su incongruente voz de niña—. Asegura ser el Rey de Kwest Mralwe.
—¿Ah, sí?
Malaliento levantó la vista de las cartas.
—¿Usa corona?
—A la mierda con la corona —interrumpió Pequeño Thurg—. Veamos si tiene dinero.
—¿Cuánto rescate crees que podríamos pedir?
—Si es realmente el Rey de Kwest Mralwe —gruñó Lobo—, será mejor que no contéis con mucho.
—¿Quieres verlo, Jefe? —preguntó Ari con tranquilidad—. Podemos librarnos de él con…
Lobo meneó la cabeza, aunque una parte de él quería salir inmediatamente hacia Vorsal, golpear mientras la sorpresa fuera un arma… empezar antes de que el miedo tuviese tiempo de vencerlo.
—Será mejor que vea lo que quiere. Le pedí información, tal vez tenga algo que prefiera que los demás no sepan. —En privado, Lobo, que conocía al Rey de Kwest Mralwe por una docena de encuentros a lo largo de los años, no creía tal cosa muy probable. Pero había estado en situaciones de peligro con demasiada frecuencia como para dejar ir la menos probable de las ayudas.
Los jugadores de póquer se marcharon; entre una de las mujeres y Pequeño Thurg arrastraron a Zane mientras el lugarteniente seguía roncando y Malaliento recogía la jarra de vino y todas las monedas de la mesa. El último en marcharse fue Ari, que levantó la cortina de la puerta para dejar pasar a Muchacha Cuervo. Al salir, dijo:
—Haré que Chupatintas te deje la ropa negra en tu tienda. Buena suerte, Jefe.
—Si ésa es tu idea de una broma… —le respondió Lobo con un gruñido, mientras se dejaba caer en la silla favorita de Ari, que una vez había sido suya, una silla de ébano con tachas de oro—, a mí no me parece muy gracioso.
Ari rió y lo dejó solo. Curioso, Lobo puso boca arriba los naipes esparcidos sobre la mesa, entre las copas de vino de ébano y concha, y vio que estaba en lo cierto sobre la extensión de la maldición.
Entonces corrieron la cortina. Serrucho de Batalla anunció en tono de burla:
—Su Real Majestad, el Rey Hontus III de Kwest Mralwe.
Lobo reconoció la forma enana y los ojos entrecerrados de miope antes de que el Rey se quitara la barata capucha de cordero de la cara y a continuación la máscara negra.
—¿Capitán Lobo del Sol?
—Nadie se ha hecho pasar por mí desde esta tarde, así que supongo que sigo siendo yo.
El Rey rió, nervioso, como si no estuviera seguro de si lo que había oído era una broma. Aunque tenía alrededor de treinta y cinco años, su rostro sin arrugas era el de un chiquillo que nunca se había preocupado por averiguar lo malo o lo bueno de los asuntos que se llevaban a cabo en su nombre. Tal vez, suponía Lobo tras tantos años de trato con el Consejo del Rey, se debía a que aquellos duros banqueros y mercaderes no iban a dejar que un gobernante hereditario metiera baza en el gobierno de una compleja economía mercantil. Pero si uno estudiaba con atención el mentón débil y los labios petulantes, la inquietud frecuente de las manos de huesos grandes, y la mirada sin destino de los ojos entrecerrados, tenía que darse cuenta de que había mejores razones para excluirlo. En otros reinos, y Lobo lo sabía, el poder del Consejo se había dividido con más ecuanimidad. Con aquel bobo miope él no habría compartido ni el gobierno de una granja de dos vacas.
—He venido a pediros… Ciertas cosas que se dijeron esta tarde en el consejo, ya sabéis… Ah, claro que sabéis, estuvisteis allí… Se supone que es una superstición, y por supuesto siempre hay rumores desatados con respecto a… Veréis…
El Rey tosió, rió de nuevo como una especie de puntuación de sus observaciones, y entonces, inconscientemente, se rascó la larga nariz y se frotó los dedos sobre los paños gastados de las calzas. Se sentó en la silla que acababa de dejar Malaliento sin esperar a que lo invitaran, y cambiando de posición continuamente mientras hablaba, como un niño inquieto.
—Bueno, no sé cómo empezar… no quiero ofender… Pero en el Consejo, hoy, el Obispo dijo algo… bueno, algo sobre que vos sois mago. ¿Es cierto? Me refiero a si es cierto que sois mago; los dos sabemos que es cierto que el Obispo lo dijo, ja, ja, ja…
Lobo del Sol se reclinó en su silla, y el ojo solitario se entrecerró en un gesto especial.
—¿Por qué me lo preguntáis?
—Bueno… —El Rey puso los pies en el suelo y se inclinó hacia delante, uniendo las manos; sus anillos eran los más baratos que Lobo del Sol hubiera visto nunca, excepto uno, chato, tallado en oro con un ópalo del color del hielo. Su cabello, echado hacia atrás en una cola de caballo diminuta del color de la arena, estaba sin lavar—. Vuestros hombres os llamaron para que os encargarais de un mago en Vorsal, ¿no es cierto? Y oímos rumores, eso lo sabéis. A veces yo voy al mercado disfrazado…
Lobo del Sol tembló ante la imagen mental que se le apareció.
—Vais a destruir al mago de Vorsal, ¿no es cierto? ¿Para que mis hombres tomen la ciudad?
Aunque eso era exactamente lo que Lobo pensaba hacer, la forma en que el Rey lo había dicho, la voz ansiosa, convertida casi en un relincho, le ponía los pelos de punta.
—Sí. —Y agregó, para poner los puntos sobre las íes—: Esto es, si soy libre para hacerlo.
—Ah, tenéis mi permiso, claro. —El Rey hizo un gesto magnánimo, y el sarcasmo de Lobo le pasó sobre la cabeza como un tiro de catapulta mal apuntado—. El hombre es obviamente una amenaza para mi reino. Pero quiero hablar con vos sobre lo que haréis… —Hizo una pausa, se retorció, bajó la voz hasta hacerla casi inaudible—: Después.
—Después. —Como si hubiera pateado una alfombra enrollada y descubierto el dibujo completo bajo sus pies, Lobo del Sol vio cómo se abría la propuesta del Rey en un panorama cegador de puro obvio. Tuvo que contenerse para no suspirar mientras el Rey, con muchas vueltas, risitas nerviosas y miradas distraídas a las copas de vino que seguían sobre la mesa —todas vacías, y Lobo del Sol estaba seguro de que si hubieran contenido algo en su interior, el Rey se lo habría bebido todo—, expuso laboriosamente su propuesta como si fuera el primer hombre de la historia al que se le hubiera ocurrido la idea de pagar honorarios a un mago para que lo ayudara a subir a la posición de poder que creía merecer.
—Veréis —siguió el Rey—. La culpa de todo la tiene esa bruja de mierda, Renaeka. Por eso miró a Purcell con tanta rabia hoy. La madre de ella era una bruja, y usó sus poderes para hacer que el Príncipe de la Casa de Stratus se enamorara de ella. Claro que se había casado ya con la hija de un barón terrateniente, así fue como la Casa de Stratus consiguió el control de las minas de alumbre en Tilth y, con eso, el de todo el mercado de las telas, porque no hay ninguna otra fuente de alumbre más cercana que la Península Gwarl, y ésa está dominada por Ciselfarge. El viejo príncipe dejó de lado a su verdadera esposa por amor, y cuando se vio que la familia de ella iba a armar lío y llevarse las minas, la madre de Renaeka trató de envenenar a la verdadera esposa. Pero claro que, a pesar de todo, la madre murió en la hoguera, al final, cuando el viejo se volvió contra ella. Esa mujer es ahora cabeza de la Casa de Stratus, y controla la única fuente de alumbre para el teñido de las telas de todos los Reinos Medios. Puede cobrar lo que quiera, ella pone el ritmo y todos bailan con él. Todo el mundo se arrastra a sus pies, le besan las manos, a esa puta pintarrajeada… Pero si yo tuviera un mago de mi lado…
—… ese mago correría el riesgo de que la Casa de Stratus lo condenara al hacha al igual que hicieron con la que consideraron bruja —terminó Lobo del Sol—. En caso de que os olvidéis, el Obispo es primo de Renaeka, y el Dios Triple tiene muy mal concepto de la brujería y los vudús.
—Ah, no os preocupéis por eso —dijo el Rey—. Yo os protegeré.
Lobo del Sol suspiró y empujó con un ancho dedo la ajada colección de naipes de Malaliento.
—Majestad, dudo que sepáis cómo proteger vuestra propia cabeza en una tormenta. —Se puso de pie; el Rey, que había estado mirando una taza con ojos interesados para ver si había algo de vino en ella, levantó la cabeza, sorprendido—. Y tengo mejores cosas que hacer con mis poderes que perderlos manipulando elecciones en un pozo de víboras como los Reinos Medios, eso siempre que vos no empezarais a desconfiar de mí y me pusierais algo en la bebida.
—¡Nunca! —El Rey saltó sobre sus pies en un gesto melodramático y derrumbó su propia silla, y a continuación, la taza que tenía cerca cuando trató infructuosamente de cogerla. Tras limpiar con el pie la bebida derramada, se enderezó y miró con sus ojos entrecerrados de miope la cara de Lobo del Sol—. Haríamos un pacto. Juntos gobernaríamos…
Lobo del Sol levantó la frágil taza con infinita paciencia para que no rodara por el borde de la mesa. La depositó con un ruidito metálico sobre la superficie de ébano tallado.
—¿Y cuál sería el primer acto de ese pacto? —le preguntó con tranquilidad—. ¿Envenenar a Renaeka?
Los ojos de ambos se encontraron por un instante; después el Rey desvió la vista.
—Bueno, yo pensaba en algo más sutil…
—¿Queréis decir algo que no fuera tan fácil de rastrear para la Iglesia? ¿Desearle el mal, marcarla con un Ojo para que un día su caballo tropezara, o se le metiera un hueso de pescado en la garganta, o uno de sus amantes la estrangulara con sus propias perlas?
—Se lo merece —señaló el Rey con voz moralizante—. Es la hija de una bruja, probablemente es bruja ella también. Si tuviéramos un verdadero obispo en esta ciudad y no uno de los perritos falderos de los Stratus, diría lo mismo que yo. Estaría de mi lado. Todos estarían de mi lado si no le tuvieran miedo, pero ella controla las minas de alumbre y el dinero…, merece morir, lo digo en serio. Son usurpadores, todos, ladrones de lo que a otros pertenece.
—¿Como el poder de este reino?
—¡Sí!
—Majestad —dijo Lobo, inclinando la cabeza hacia un lado para estudiar con el ojo bueno la delgada figura que tenía delante—, los Reyes de Kwest Mralwe no han tenido el poder desde los días de las guerras de vuestro bisabuelo. Y por lo que sé sobre los asesinatos que perpetraban, discutiendo por la posesión de la Corona y por el número de dioses que constituyen a Dios y por el sexo de esos dioses, no me extraña que los mercaderes y los banqueros les quitaran el poder, a ellos y a los barones terratenientes, para poder hacer dinero sin que se lo confiscaran cada vez que un gobernante tenía una experiencia religiosa, y para que todos pudieran criar a sus hijos en paz. Ahora ¿por qué no lleváis esa espalda vuestra de vuelta a Kwest Mralwe, si es que podéis recordar el camino, y me dejáis hacer el trabajo por el que vine aquí?
—¡Pero os puedo dar más dinero que en vuestros sueños más salvajes! —protestó el Rey, como si no lo hubiera dicho ya más de cien veces en su narración inicial—. Juntos gobernaríamos Kwest Mralwe… Y después conquistaríamos todos los Reinos Medios.
Cansado, Lobo del Sol lo tomó por el codo huesudo y lo empujó hacia la puerta de la tienda. El Rey, que no era hombre que se dejara vencer con facilidad, se le aferró a la manga de la camisa.
—¡No lo comprendéis! Os estoy ofreciendo dinero… poder… todas las mujeres que queráis…
Lobo del Sol se detuvo y volvió la cara hacia el Rey, lo suficientemente cerca como para olerle el ácido aliento.
—Solamente quiero a una mujer —dijo con suavidad—. Y es por ella, no por vos ni por nadie más, que voy a Vorsal esta noche. Ahora, fuera.
—Pero puedo haceros rico…
En aquel momento Lobo del Sol cometió un acto de la peor clase de lèse majesté.
Malaliento se materializó como por arte de magia al oír el sonido de un cuerpo que caía al suelo.
—¿Problemas?
Lobo del Sol flexionó la mano.
—Los Reinos Medios, todos, van a tener un problema muy grave si este desgraciado llega al poder —hizo notar—. Pero no creo que tengan de qué preocuparse. Que alguien lo lleve a Kwest Mralwe.
El líder de escuadrón le sonrió y fingió un saludo militar. Después se inclinó a recoger la figura yaciente del monarca.
—Despertad, Majestad, vos y yo vamos a dar un paseíto… —Con el brazo del Rey sobre el hombro, hizo una pausa, mirando a Lobo con los ojos brillantes, enloquecidos, extrañamente sobrios por una vez—. ¿Todo va bien?
—Sí.
—¿Apoyo hasta las murallas, por lo menos?
Lobo del Sol vaciló. Desde la taberna improvisada de Bron se elevaba la voz de un bardo cantando una balada sobre alguna guerra antigua, en la que hablaba de torres saqueadas y murallas derruidas como si no tuvieran nada que ver con hombres muertos, vidas desgarradas o niños vendidos como esclavos a las minas y los burdeles. La mala suerte del campamento parecía extenderse a los bardos, pues aquél era el peor que Lobo del Sol hubiera oído en su vida. A través del espacio abierto entre las tiendas observó cómo Meacascos, el perro de Puerco, el cocinero, caminaba deliberadamente hasta la armadura que alguien había dejado fuera de la tienda, para que el tejido se oreara y desapareciera el olor a sudor, y apoyaba solemnemente una corta patita contra el yelmo. Como la tela ya estaba húmeda, Lobo del Sol supuso que el dueño no se daría cuenta de que la habían bautizado hasta que entrara en combate otra vez. Suspiró y meneó la cabeza.
—No —dijo por fin—. No creo que me vean, y tal vez a ti sí. En realidad, con esta mala suerte, estoy casi seguro de que te verían.
—Pero tú estás en la misma situación, Jefe —señaló el jefe de escuadrón, agarrando al Rey con una mano y haciéndole soltar la bolsa con la otra. Después miró a Lobo del Sol a la cara—. ¿Qué le digo a Halcón?
¿Qué puede decirle? Lobo se preguntó lo que habría hecho Moggin Aerbaldus con su alma si la hubiera atrapado en aquella red que brillaba suavemente.
Pero escapé, se recordó con tesón, empujando el terror frío a un costado. Me salvé.
—Dile que envíe los libros a la Princesa Taswind, en Mandrigyn —dijo, sabiendo que no podía confiar su miedo más terrible a nadie que no fuera Halcón—. Y dile que prepare un espejo.
Opium todavía estaba en la tienda de Lobo cuando él volvió para ponerse la ropa negra de Chupatintas. Yacía hecha una pelota sobre el jergón desordenado de Malaliento, bajo la manta negra de su cabello, mirándolo con ojos color ónix. Él era consciente de que la deseaba; consciente también, por primera vez en su vida, de que no podía tomar libremente a una mujer solamente porque así lo quería. Sabía perfectamente bien que el deseo no tenía nada que ver con el amor; sabía hasta el fondo de su alma, sin un segundo de duda, que Halcón de las Estrellas era la única mujer que amaría en toda su vida. Apenas conocía a Opium, no sabía qué tipo de persona era, lo cual, tratándose de cuestiones de lecho, poca importancia tenía. Pero saber eso no disminuía la intensidad del deseo, y el hecho de que fuera solamente deseo era como decir que el hambre de una semana era solamente hambre. El amor podía conseguir muchas cosas, pensó mientras se vestía, cohibido, bajo aquella mirada hermosa y callada, pero evidentemente había elementos de su naturaleza impermeables a sus efectos.
Se alegró en el alma de salir de la tienda y fundirse en la oscuridad anónima de la noche.
Los ruidos del campamento se habían acallado, aunque todavía se podía oír a hombres discutiendo en alguna parte:
—¡Te dije que los revisaras y que tiraras los podridos!
—¡Y yo los tiré, ojos de mierda!
—Entonces, ¿qué demonios es esto, mentiroso hijo de puta…?
—¿Qué me has llamado?
El olor de la carne quemada y las cenizas le mordió el olfato cuando pasó junto a las máquinas de asalto, y recordó a los hombres que habían muerto en el fuego inexplicable.
A lo lejos, más allá de las torres sin luz, se elevaban las nubes de tormenta como negras paredes. Era una sensación extraña: Lobo no sentía ni frío ni viento en aquella dirección, solamente la oscuridad al acecho y la lluvia fría que se vaciaba en el mar.
Realmente lo lastimé, se dijo de nuevo, y conjuró en su mente el eco del dolor en el sitio en que la espada de fuego de su poder había tocado la mano del mago. Físicamente estará distraído, con las defensas bajas. Yirth había dicho que los magos no podían conjurar la imagen de otros magos en cristal, fuego, agua. Sabe que hay otro mago, pero no sabe que soy un guerrero entrenado. Estará esperando magia, no un cuchillo.
Pero sabía que tendría que ser una muerte rápida y limpia. Si Moggin escapaba y sobrevivía, la mano de sombras siempre estaría allí, tendiéndose en el aire para atraparlo.
Lo que una vez había sido tierra de cultivo, huertos del mercado y pequeñas granjas cuya riqueza, en las tierras secas del este de los Reinos Medios había hecho de Vorsal el blanco de la avaricia de Kwest Mralwe, había desaparecido hacía ya mucho bajo los cascos y los incendios. Tocones desnudos, allí donde los soldados habían talado los árboles frutales para hacer leña y construir máquinas de asalto, una vez que las casas fueron desposeídas hasta de las vigas; cadáveres putrefactos colgaban de los pocos árboles enteros que quedaban, en grupos de siete o diez, ahora hinchados y negros. El hedor a carroña del campo de batalla se extendía sobre todas las cosas como la niebla.
La vista de mago de Lobo detectó el movimiento rápido de ratas que, gordas e insolentes, buscaban alimento en las casas abandonadas. Una patrulla se cruzó con él en la oscuridad, armaduras de acero y cascos como turbantes, las tropas de Kwest Mralwe. Lobo se desvaneció bajo la negrura de un palomar en ruinas hasta que pasaron, y después se acercó a la ladera sembrada de flechas rotas, sucios harapos, y aquí y allá una mano o un pie que las ratas no habían descubierto todavía. Aunque aún estaba lejos, veía las brumosas motas color topacio de las fogatas de guardia a lo largo de las murallas de la ciudad, borradas de vez en cuando por la sombra en movimiento de los exhaustos centinelas.
Otro ruidito llamó su atención, a la derecha. Más ratas, pensó. Otra razón para no convertirse en mago: hacía que uno se preguntara cosas, que se preguntara, por ejemplo, por la materia que servía de alimento a las ratas en los campos de batalla abandonados, algo que nunca le había preocupado en los días en que las ratas del Oeste debían de considerarlo uno de sus principales suministradores de carne.
Frente a él se extendía el terreno abierto que la mayoría de las ciudades mantenían alrededor de sus murallas, entrecruzado por trincheras para detener las lentas máquinas de asalto y líneas de estacas afiladas para romper las cargas en masa. Aquí y allá, como heridas supurantes, manchas de luz y sombra marcaban los lugares en que habían enterrado jarras de arcilla, un viejo truco defensivo, pues las jarras soportaban el peso de un hombre pero se derrumbaban al paso de una rampa o catapulta. El fondo de las trincheras estaba inundado de agua de lluvia, y Lobo del Sol cerró los ojos un instante al pensar que la tierra desgarrada tenía el aspecto inquietante del cadáver de una víctima de la tortura.
El espacio abierto tal vez había sido más ancho en otro tiempo —lo suficiente como para permitir la excavación de emplazamientos de defensa fuera del alcance de los arcos del enemigo— pero a lo largo de los años había sufrido los embates de hombres poderosos que habían querido construir villas de recreo más grandes de las que admitían las murallas de la ciudad, pero lo bastante cerca para poder trasladarse hasta el centro de actividades con comodidad. Una hilera de ruinas corría hasta el portón principal, ahora achatada por las batallas que habían arrasado la zona durante todo el verano, pero todavía un buen escondite para los atacantes. Lobo del Sol se preguntó cuántos consejeros de la ciudad habrían recibido sobornos de los mercaderes y propietarios para permitir aquellas villas.
A medida que avanzaba a lo largo de la línea de muros derribados, el olor empeoraba, porque sus propios arqueros y los de Krayth de Kilpithie tenían la costumbre de disparar a aquellos que trataban de recoger a los muertos del enemigo —sobre todo para que no cogieran los caballos a fin de usarlos como alimento— pero el lugar era bueno para protegerse. Se alegró de ello, porque su lucha con la mano de sombras lo había dejado débil y vacío, y estaba retrasando todo lo que podía el momento de usar un hechizo de desaparición. Una vez que estuviera bajo los bastiones, podría buscar un lugar bajo donde arrojar un gancho. Además, tenía un hambre feroz.
Muy bien, pensó con amargo humor. Le compraré patatas fritas a un vendedor ambulante apenas esté dentro. Y después: Mala suerte, tener tantas ganas de un tentempié en una ciudad sitiada.
De nuevo notó un movimiento con el rabillo del ojo, a la izquierda, por el lado ciego. Se volvió con rapidez para ver qué era.
Nada. Únicamente el susurro del viento que movía un mechón de su cabello contra el lino negro y harapiento del cuello de la camisa, y un roce oído a medias, como de hojas agitadas.
Una rata, sí, tiene que ser eso.
¿O no?
En la oscuridad de las nubes, otro hombre habría estado tanteando con las manos. A la extraña visión nocturna, sin colores, de Lobo, las ruinas aparecían claras a su alrededor, sin sombras, negro dentro de negro, paredes y vigas rotas, muebles y equipo de asalto, armas y platos, todo maloliente, todo podrido, todo hirviendo de insectos. Desde aquella distancia, olía el humo y la carroña de la ciudad, el hedor insoportable de la basura arrojada al suelo nocturno desde las murallas. Hasta los charcos y lagunitas de agua estancada carecían de brillo, manchas chatas de negrura sobre suelo también negro. Sin luz que reflejar, los ojos de las ratas no tenían fuego.
Así que no vio ninguna señal, ningún roce de luz sobre metal… no supo lo que había atrapado con el ojo. Tal vez un sonido, un crujido metálico sobre la piedra, suave y malvado… tal vez el leve y brusco olor a moho del aceite.
Después la cosa se movió de nuevo, y entonces la vio con claridad.
Durante un sólo instante de horror y parálisis, supo por qué gritaban algunas mujeres.
Era tan grande como el perro más grande que Lobo hubiera visto, casi del tamaño de un hombre. Pero el cuerpo colgaba bajo, redondo y chato, cerca del suelo, como el de una monstruosa cucaracha, las rodillas de las cuatro patas angulares alzadas por encima del negro metal aceitado del lomo, barras de metal y cable a modo de brazos, garras articuladas y afiladas como navajas, tendidas hacia delante. No se parecía a nada, tal vez a una araña gigantesca, sin cabeza, sin ojos, como una vasta muñeca de metal congelada por un instante sobre el labio de una trinchera de defensa.
Después se movió.
Con un alarido de terror, Lobo del Sol saltó sobre el muro que había a su espalda, buscando la espada mientras la parte más lógica de su mente se preguntaba qué parte golpear de todo aquel caparazón metálico. La cosa se arrojó contra él sobre el devastado suelo de tierra de nadie, moviéndose con una velocidad alucinante, las patas de cable como tijeras en el aire, las garras afiladas aferradas al suelo, todas las junturas de metal susurrando con un siseo de aceite. Lobo del Sol corrió hacia las ruinas más altas del final del campo de batalla y la cosa corrió tras él, sin prestar atención a trincheras ni estacas, las garras articuladas de sus pies cortando medias lunas sobre la tierra arrugada. No seas tonto, pensó, esa cosa puede correr más que tú. No se cansa, y tú sí… Las ruinas bajas no le ofrecían la protección que parecían prometer las casas altas, pero éstas quedaban muy lejos, a una distancia imposible.
La cosa estaba apenas a unos quince metros cuando él se lanzó de cabeza hacia las primeras ruinas que aún se mantenían en pie. Tropezó sobre algo blando que apestaba y rodó en los charcos de una cocina destruida, se arrojó por los absurdos restos de lo que había sido la escalera hacia el esqueleto del piso superior. La cosa saltó tras él, largas patas retorciéndose con agilidad sobre la masa sin nombre que cubría el suelo. Lobo sabía que tenía que ser rápido, mortalmente rápido, porque la cosa era más rápida que él… si lo atrapaba era hombre muerto, y apenas disponía de unos segundos…
La absurda escalera se hundía bajo su peso, y las vigas quemadas parecían venírsele encima desde la oscuridad como si estuvieran borrachas. La criatura subió tras él como una cucaracha por una pared, las rodillas de metal moviéndose como engranajes, más rápido que la sangre y la carne de Lobo. Segundos…
Una garra afilada como una navaja le desgarró la espalda, metal frío, aire más frío, el calor humeante de su propia sangre. Se asió de una viga y se lanzó por encima del costado de la escalera, confiando todo su peso a los puntales de carga, rezando por no equivocar el golpe y romperse la pierna al tocar el suelo. Su cuerpo cayó sobre los soportes de la escalera, devorados por el fuego: un latigazo de ochenta y cinco kilos de músculo y hueso. La madera consumida cedió como una casa de naipes, arrastrando un torrente de tablas chamuscadas, paja podrida del techo y ratas asustadas.
La criatura —araña, monstruo, máquina de muerte— cayó en medio de la avalancha, y aterrizó sobre el lomo, medio sepultada entre los restos. Un brazo de metal se tendió en el aire y las garras gimieron cuando Lobo del Sol, agachándose, tomó la viga más pesada que pudo y la lanzó sobre las patas en movimiento. Las maderas rotas saltaron por el aire expedidas por la criatura en sus esfuerzos por recuperarse, y Lobo saltó hacia atrás y corrió, con el corazón en la boca, el cansancio completamente olvidado. Apenas oyó los gritos de los guardias de la muralla, el silbido de las flechas que volaron tras él: la más afilada de aquellas puntas, convertida en una nadería no más preocupante que la picadura de una mosca. Tropezó, cayó, barro y agua y cosas mucho peores sobre el cuerpo, y se puso de pie más rápido de lo que nunca hubiera creído posible, y siguió corriendo, corriendo por su vida como nunca había corrido.
Llegó al campamento descompuesto, con náuseas por el esfuerzo y el terror, los pulmones partidos en dos, el pulso desatado. Ari, Malaliento y Pequeño Thurg —los únicos jugadores de póquer que seguían pasándose fútilmente los mismos doce cobres de un lado a otro, entre una pila de vasos de vino vacíos y concubinas dormidas que olían a almizcle— ni siquiera le preguntaron qué lo perseguía, pero apenas jadeó una orden, tomaron todas las armas que encontraron y se agruparon a su alrededor, esperando…
Y esperaron.
Reunidos a su alrededor, escucharon la descripción de lo que lo había atacado en las ruinas de las casas. Media hora después se relajaron lo suficiente para hacer algo de comida —el pan no había levado y las judías estaban duras— y una hora más tarde volvían al juego, si bien alertas y con un guardia en la puerta. Aunque estaba agotado y, para esa hora, los demás también, Lobo del Sol se quedó despierto jugando al póquer hasta el amanecer, en las ropas mojadas y sucias de Chupatintas.
Nadie consiguió más de dos cartas del mismo tipo al mismo tiempo.
Y la criatura, fuera lo que fuese, no apareció en el campamento.
Despierta, Halcón de las Estrellas se quedó quieta en la oscuridad, mientras se preguntaba dónde estaría.
Su desorientación brumosa la asustaba —la certeza de que en caso de problemas no se sentiría en forma para pelear ni correr—. Le dolía la cabeza, como siempre desde… desde un momento que no podía recordar… pero el dolor se focalizó e intensificó, hasta que casi le entraron náuseas y sintió que se le debilitaban los miembros. Y había algo más, una sensación de peligro terrible, algo que la había despertado en la oscuridad…
¿Dónde?
¿El convento? En sus sueños, oía la leve voz argentina de las campanas que cantaban las horas santas, llamando a las monjas a las reverencias. Durante un momento sintió una punzada de culpa por estar todavía en cama. La Madre Vorannis se daría cuenta de que no estaba en la capilla… ni siquiera estando enferma había faltado a las vigilias de las noches…
No, pensó. Si estuviera en el convento en el que había crecido cuando niña y se había convertido en mujer, habría podido oír el latido del mar inquieto en los acantilados más abajo, ver la luz de la luna allí donde tejía su frío encaje a través del agujero de su celda de piedra, una más entre las muchas de la colmena. La noche habría olido a desiertos de roca y océano, no a aquel perfume espeso de cien mil chimeneas y baños, cargado con aquella cercanía terrible y amenazante.
Entonces las campanas sonaron de nuevo, cerca, con dulzura. Ella sintió vagamente un par de pies silenciosos sobre los pasillos de piedra, y el murmullo de las monjas cantando los nombres antiguos de la Madre. Más allá de la oscuridad, sentía el Círculo que giraba, eterno e invisible, a través del Ser que era a un tiempo la Vida y la Muerte…
Luego era un convento…
La cara de la Madre Vorannis volvió a ella cuando sus párpados se cerraron de nuevo. En el marco gris de los velos raídos, la larga nariz en forma de V, los labios ágiles y los ojos verdes y brillantes, parecían cargados con el peso de los años, jóvenes y maduros al tiempo, como marfil que cambiara lentamente de color. Se dio cuenta de que ni siquiera sabía si la Madre Vorannis vivía todavía.
El dolor la golpeó de nuevo, y la cabeza le latió. Deseaba arrancársela de la columna y arrojarla lejos. Vio a la Madre Vorannis, muy claramente ahora, de pie bajo un arco de piedra caliza entre dos celdas, ella misma como una piedra demasiado delgada bajo la pálida luz del día, hablando con un hombre…
Halcón de las Estrellas —aunque tal no había sido su nombre en aquel entonces— había estado paseándose sobre las piedras cubiertas de musgo y enredaderas del descuidado patio, con el descolorido hábito manchado de tierra y un cuchillo en la mano. El olor del cielo la llenaba, húmedo y frío con la llegada de las tormentas, la acidez fuerte de la sal del océano y el perfume de almizcle de la tierra mojada. Había estado cortando los rosales del convento. Desconocidos en el norte, eran su responsabilidad; los había cuidado durante diez amargos inviernos, envolviéndolos contra el frío, pidiendo pescado muerto en las cocinas para enterrarlo en el suelo de piedra alrededor de las raíces, cuidándolos como había hecho en los jardines de su madre. Y ahora, al mirar al pasado en la pequeña escena de cristal, se daba cuenta de que al partir no le había pedido a nadie que los cuidara por ella.
O que cuidara a la Madre Vorannis.
Porque el hombre con el que había estado hablando Vorannis se había vuelto, entrando en el brillo acuático del pálido día; el cabello rubio y rojizo, como un halo brillante alrededor de la cara de nariz áspera y rota. Los ojos color cerveza se habían cruzado con los de ella, ojos que ella sintió que conocía —debía conocer, conocería— toda su vida.
Ella no le había dicho nada: nunca en su vida había sabido qué decir. Pero cuando él se marchó a caballo al día siguiente a buscar sustento en las granjas y aldeas del frío noroeste, ella fue con él. En aquel momento, no se le había ocurrido pedirle a nadie que cuidara las rosas y no las dejara morir, nunca se había preguntado cuánto le había dolido a la Madre Vorannis que aquella Hermana flaca y parca en palabras, a la que había enseñado y cuidado desde la niñez, le volviera la espalda sin más que un murmurado «Tengo que ir».
Pero como decían todas las monjas, uno podía correr durante años a lo largo del sendero del Círculo Invisible, y el Círculo Invisible siempre la llevaría a casa.
Después volvió a oírlo en el silencio profundo de la noche, y recordó lo que le había pasado, la razón por la que estaba allí y lo que la había despertado con la frente cubierta de sudor frío.
Era el crujido de una correa de cuero y el leve roce metálico de una armadura contra el arco que llevaba al balcón de la celda.
Sintió los latidos del corazón y estuvo a punto de vomitar, con el pulso apretando su cabeza como un cascanueces. Después el pecho se tranquilizó, ella lo tranquilizó, y se puso a escuchar de nuevo. Temprano en la noche habría jurado que iba a llover, pero ahora el viento dormía una vez más. La noche estaba quieta, encapotada y oscura como si alguien hubiera arrojado una manta sobre su cabeza, pero recordaba la disposición de la pequeña habitación. El arco ancho de cuadrados pilares a la izquierda; el umbral hacia el corredor, a la derecha.
Sin un sonido, deslizó la mano bajo la almohada y la mano salió sin nada. Ni siquiera se le ocurrió maldecir, porque algo estaba pasando y, fuera lo que fuera, su tiempo podía estar limitado a unos segundos, y se volvió lentamente, con el murmullo suave del durmiente, para pasar la mano bajo el colchón. El Jefe, que la Madre bendijera su cabeza medio calva, no había olvidado el sitio en el que ella solía dejar las armas. Las Hermanas probablemente habían insistido en guardar la espada y la daga más grande, pero él se las había arreglado para dejarle una de las que Halcón solía llevar ocultas, una hoja de veinte centímetros con apenas un rizo de metal como empuñadura.
Con ella en la mano, murmuró de nuevo y se volvió, y cubriéndose con las mantas se deslizó como una anguila hasta el suelo. La habitación era una caja de noche. Hasta la bata que usaba, del descolorido tejido hilado a mano de los conventos de la Madre —incluyendo los que quedaban en la gran ciudad textil del oeste— resultaría invisible en aquella oscuridad. Mientras se arrastraba con el vientre contra los ladrillos, se preguntó si podría ponerse de pie. Sentía las piernas más débiles que por la tarde. Seguramente había hombres en el corredor. ¿Querría eso decir que el Jefe también tenía problemas?
De alguna forma logró enderezarse, sin aliento a causa del esfuerzo, y buscó la puerta en la oscuridad. Apoyó la oreja en ella. Una linterna de aceite siseó al otro lado. Una luz amarilla la golpeó, cegándola en una momentánea explosión de dolor que hizo estallar la parte posterior de su cabeza cuando giró con el cuchillo en la mano. Durante un segundo de desorientación, creyó ver una docena de hombres en una interminable hilera de arcos de ventanas. Después la imagen se solidificó en tres hombres, un arco y una figura más pequeña cuya blanca mano, apoyada sobre el costado de la lámpara, brillaba de joyas.
—No vayáis hacia allá, Dama Guerrera —dijo una voz que reconoció como la de Renaeka Strata, a la que había conocido tiempo atrás—. Mis hombres están en el corredor. Creo que estaríais más segura en mi casa que aquí.