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—¿Un mago en Vorsal? —Renaeka Strata, Dama Princesa de la más importante casa de banqueros de Kwest Mralwe, enlazó las bien cuidadas manos sobre el tallado de madreperla de la mesa del Consejo y pensó en el asunto con los ojos color avellana entrecerrados.

—Así parece, Dama.

El gran Salón del Gremio en Kwest Mralwe había sido construido para albergar al Gran Consejo, un cuerpo amplio y representativo cuyos administradores y guardias laboriosamente elegidos equilibraban sus votos contra los de las antiguas casas de la nobleza local. Pero cuando se trataba de casos de política real, era el Consejo del Rey, reunido en la pequeña habitación de arriba, el que decidía. Lobo, que había trabajado antes para ese Consejo, conocía bien a sus miembros, así como la Pequeña Sala de Consejo: los líderes de las grandes casas mercantiles, más el Obispo de la Trinidad —benjamín de la Casa de Stratus, por otra parte—, se reunían en una habitación que parecía una caja de joyas, con amplios ventanales adornados con pilares retorcidos de mármol rosado y abiertos a la laguna poblada de barcos de los muelles de Mralwe. Era un día frío; las ventanas con paneles de cristal estaban cerradas. Y aun así, el ruido del puerto se oía claramente en el silencio: el clamor de los estibadores, el bramido de los asnos de carga, y el leve chillar de las gaviotas volando en círculos. En esa época tardía de la estación, las naves mercantes de aguas profundas que se atrevían a cruzar el Mar Interior habían sido ancladas para el invierno hacía ya tiempo, pero las naves más temerarias de la costa todavía operaban, tratando de robar una última carga de grano o leña antes de que las tormentas cerraran del todo los caminos del mar.

La Dama Princesa mantuvo el silencio durante unos momentos, y ninguno de los restantes miembros del Consejo del Rey, agrupados a su alrededor como las alas de un ejército particularmente ineficiente listo para la batalla, tuvo la temeridad de interrumpirla. Ciertamente no el Rey, sentado inmediatamente a su izquierda; la túnica rígida y arcaica de seda de Mandrigyn apenas escondía el desaliñado jubón que había debajo. Cuando sacó la mano subrepticiamente para rascarse la nariz, Lobo del Sol vio que el puño sin puntillas estaba gastado.

—Desde la muerte de Altiokis de Acantilado Siniestro se ha hablado mucho sobre magia y magos —dijo la Dama Princesa después de un momento—. Se dice que él era mago, y ciertamente algún secreto tenía con respecto a la longevidad, si es que realmente era el mismo hombre a quien prestaron dinero mi abuelo y mi bisabuelo.

—Era el mismo, Dama. —Lobo del Sol metió las manos detrás de la hebilla de su cinturón—. Y era mago. Un mago poderoso, además, antes de que empezara a emborracharse hasta la locura, y mago de la corte del Señor de Acantilado Siniestro, antes de que acabara con el Señor y tomara el poder él mismo. Para cuando murió, había dispuesto de un siglo y medio para matar a toda la competencia.

La luz fría de las ventanas frente a las que estaba plantado iluminaba la puntilla de hilo de oro que bordeaba su jubón rojo oscuro de cuero de cerdo. Con el parche del ojo gastado, el cabello largo hasta el hombro clareando un poco en algunas partes y el bigote ralo, parecía un viejo león un tanto escuálido y baqueteado. Pero si alguno en el Consejo del Rey pensaba que había descendido en cuanto a su lugar en el mundo desde los días en que se presentaba allí con armadura y una docena de hombres aguardando en la antesala, se guardó de decirlo. Incluso así, a solas, había algo formidable en Lobo.

—Dado que su «competencia», como la llamáis —intervino el Obispo—, consistía en magos, brujas y otros instrumentos del Infierno, solamente podemos comentar de qué formas tan extrañas suele Dios usar el Mal contra sí mismo.

—Ah, no niego que vosotros lo ayudasteis —gruñó el Lobo, más para ver el fuego de la indignación en los ojos sin vida del prelado que por ninguna otra razón.

El Obispo, un hombre joven cuyos pocos mechones de barba lacia y eclesiástica eran totalmente inadecuados para cubrir el mentón fuerte que había debajo, empezó a protestar, pero la Dama Princesa lo silenció con un dedo alzado; la gran esmeralda de su anillo brilló como una antorcha de advertencia en la luz acerada.

—Pero Altiokis murió hace menos de un año… seguramente demasiado poco para que cualquiera pueda manejar los poderes contra los que el Capitán Ari asegura estar luchando.

—Eso sólo significa que este mago estudió en secreto. Ya conocí a otros que lo hicieron, una mujer en Mandrigyn, cuya maestra murió a manos de Altiokis, y otra en Benshar, que tuvo acceso a libros antiguos. —El Obispo parecía ofendido, pero era evidente que no pensaba incurrir en el enojo de la Dama Princesa comentando la forma en que el Mal se distribuía en el mundo en aquellos días.

Lobo del Sol siguió hablando.

—La magia es una habilidad innata, se es llamado, como al arte o a la música. Pero como la perfección en el arte o la música, necesita años de enseñanza, disciplina y técnica. —Era mejor no hablar de las otras cosas que se necesitaban, pensó Lobo. La Dama Princesa era una mujer alta, delgada como una espada, de unos cincuenta años más o menos, que daba la impresión de tener una gran belleza sin poseer ninguna; él veía cómo mezclaba y calculaba sus ideas como si fueran naipes—. Los magos que conocí eran medios magos incompletos que trataban de llenar el panorama de lo que les faltaba con tradiciones que habían sido desechadas años antes. Tal vez este mago de Vorsal haga lo mismo. Tal vez no.

»Pero no se puede ocultar la magia. La gente de Vorsal tal vez no sepa que esa persona es maga, pero hay una gran posibilidad de que sepan algo. Y seguramente ese mago aprendió de un maestro. ¿Hay algún rumor, alguna leyenda, habladurías sobre alguien así en Vorsal? Tal vez alguien que ya murió… —Volvió la cabeza y su ojo captó las expresiones de los hombres del Consejo: el Obispo estaba a punto de estallar de indignación, sí, pero la atención de los mercaderes se desviaba ya hacia otros asuntos, como hombres que se sientan a escuchar quejas demasiado familiares sobre algo que no tiene ni la inmediatez ni la importancia de la vida real.

—Personalmente —suspiró el líder de la Casa de Balkus, un gordo con ojos como cajas fuertes cerradas—, tengo mejores cosas que hacer que escuchar chismes de mercado. Los simples siempre están acusando de brujería a alguna pobre mujer. Les da algo que hacer, supongo, y así se ejercitan en atacar a los demás. Seguramente hacen lo mismo en otras ciudades. —Plegó las manos frente a él como un pudín blanco de sebo cubierto de diamantes—. Pero siempre me pregunté: si esas pobres viejas brujas engañadas realmente tenían poder, por qué vivían en chozas, se vestían de harapos y dejaban que los rufianes les arrojaran piedras…

—Tal vez porque la idea que tienen de lo que es importante va más allá de su siguiente comida —replicó Lobo del Sol, lanzando una mirada aguda a la enorme montaña de carne que había debajo del jubón negro y la túnica realizadas primorosamente por algún sastre de moda.

Las fláccidas mandíbulas enrojecieron, pero antes de que el señor Balkus —que controlaba la mayor parte del mercado mundial de la lana de los nobles del interior—, pudiera decidir qué contestar, el Obispo preguntó con voz de seda:

—¿Y vos, Capitán Lobo del Sol, vos también os habéis vuelto mago en estos días?

—Purcell —dijo el Rey, inclinándose hacia el líder casi anciano de la Casa de Cronesmae—, vos fuisteis agente de los intereses de vuestro hermano en Vorsal antes de su muerte. ¿Recordáis a alguien de esa ciudad, alguien a quien hubieran acusado de ser… bueno… raro en alguna forma?

—Es difícil decirlo, Majestad —replicó el viejo con una amabilidad puntillosa que era algo rara entre los miembros del Consejo del Rey. Balkus y el líder de los Greambii se habían puesto a conversar en voz baja, negociando la lana del año venidero o el espacio en las naves mercantes de uno u otro, como hombres que contemplaran una escena poco interesante de una obra de teatro—. Los simples a veces desconfían de los estudiosos y los sabios, y los acusan de usar poderes malvados solamente porque ellos son analfabetos. Y de la misma manera, como señaló hace un momento el Señor Balkus, las viejas odiadas o excéntricas tienden a recibir acusaciones de brujería, aunque sus poderes no vayan más allá del mero uso de hierbas, como mujeres que… —Se detuvo en seco con tanta brusquedad que Lobo del Sol se preguntó por un instante si lo habrían acuchillado. La mirada nerviosa de Purcell fue hasta la cabecera de la mesa, donde la Dama Princesa mantenía las blancas manos plegadas mientras la cara se le ponía tensa como una catapulta a punto de disparar y el veneno subía a sus ojos pálidos—. Eee… quiero decir… lo que quiero decir es…

—¿Y había gente como ésa en Vorsal? —preguntó Lobo del Sol, una vez resultó evidente que el silencio aterrorizado del viejo no iba a romperse sin ayuda.

El Consejero Purcell, que parecía hipnotizado por el terror, tartamudeó para recuperar el hilo de sus pensamientos; el hombrecillo, de sesenta años más o menos, delgado, parecía un pájaro en su jubón de lana negra con bonete y la bata forrada de piel que caracterizaba a las personas respetables de la ciudad. La puntilla blanca que tenía alrededor del cuello era de lino almidonado, y no del encaje de a tres strats el metro que se alzaba rígido alrededor de la última papada de Balkus; la Dama Renaeka, pensó Lobo del Sol, se estaba preparando para aplastar al hombrecillo como a una mosca. Se recordó a sí mismo averiguar luego de qué se trataba todo aquello.

—Eee, sí, como dije… siempre hay chismes…

—¿Sobre quiénes?

Purcell parecía estar tratando de convertirse en algo que fuera del mismo color, rosado y blanco, que los adornos de la pared que tenía detrás. Su voz, siempre suave, se desvaneció hasta transformarse en un murmullo diminuto, como si pidiera disculpas por hablar sobre un tema tan desagradable.

—Había un viejo estudioso, llamado Drosis, que murió hace años; no era rico, ya me entendéis, pero estaba bien situado. Yo diría que su renta sería de quinientos por año. Los tratantes callejeros utilizaban su nombre para asustar a sus hijos, y no había un solo chico en la ciudad que osara pasar por delante de su casa. Era amigo de un tal Moggin Aerbaldus, un filósofo, y le dejó su biblioteca cuando murió. Nunca pronunció nadie palabra alguna contra Aerbaldus, sin embargo. Es autor de dos tratados, «Sobre la Naturaleza de la Responsabilidad» y «Sobre las Divisiones del Universo», perfectamente respetables y ortodoxos, como puede atestiguar nuestro buen obispo. Tiene una renta de aproximadamente…

—¿Y las brujas? —Lobo del Sol interrumpió la información pecuniaria. Purcell pareció sorprenderse de que no le interesara la relación de inversiones de alguien.

De nuevo dirigió la vista asustada sobre la resplandeciente y callada Renaeka.

—Una… una mujer. Se llama Skinshab —dijo, casi tartamudeando por el apuro—. Fea… muy fea, y vulgar… Ni siquiera estoy seguro de que esté viva. Dios sabe de qué vivirá; numerosas mañanas la vi a través de la ventana de mi oficina rebuscando en la basura, y tuve que llamar a mis sirvientes para que la echaran.

—¿Por qué? —preguntó Lobo del Sol con curiosidad—. ¿Pensabais vender la basura?

—Eh… —Purcell parpadeó, después rió, vacilante—. Está bien, bromead si queréis, Capitán.

—Sí —musitó Lobo, y volvió su atención a la Dama Princesa—. Entendámonos de entrada, Dama. Redundará en vuestro beneficio otorgarme la ayuda que pido, y pagarme por lo menos el coste de mi manutención y la de mi amiga enferma. Está en el Convento de la Madre…

—Ya que las Hermanas aceptan suplicantes… —intervino el Obispo, con la desaprobación contra la Vieja Fe asomada a su voz—, no me parece que nos corresponda a nosotros contribuir a su culto. ¿Saben ellas que sois brujo?

La voz áspera y sin aliento de Lobo se endureció, y no gastó ni una mirada en el Obispo.

—Creo que sería bueno que hubiera alguna donación. Ocho piezas de plata por día no me parece mucho para…

—Mi señor Capitán —dijo suavemente la Dama Princesa. Parecía haber recobrado la compostura; unos párpados pesados, cubiertos de pintura, cayeron con lentitud sobre los ojos brillantes—. Hemos aceptado recibiros hoy para daros información sobre la posibilidad de que haya algún mago en Vorsal. El que os paga para que descubráis tal posibilidad y destruyáis a la persona es el Capitán Ari, si es que tal posibilidad existe, claro está. Es a él a quien debéis dirigiros para pedir dinero.

—Sabéis que le queda bien poco después de pagar a sus hombres para que sigan librando vuestra maldita guerra. Necesitaré dinero cuando vaya a la ciudad para comprar información o para escapar de posibles problemas en los que pueda meterme.

Ella abrió las hermosas manos en un gesto de impotencia. Entre los mercenarios, la Dama Princesa Renaeka era famosa por su parsimonia, una avaricia que no parecía extenderse a sus vestidos —la seda verde repujada que la hacía destacarse entre los Consejeros sobriamente vestidos como un pavo real entre cuervos debía de haberle costado sus buenas setenta piezas de oro, varias veces lo que uno de sus artesanos del tinte lograba reunir en toda su vida.

—Estoy totalmente de acuerdo con vos, Capitán. Pero eso es entre vos y el Capitán Ari. Personalmente, yo no tengo pruebas de que exista un mago en Vorsal. Las desgracias que han perseguido al ejército acampado frente a las puertas de la ciudad no son algo tan poco común, después de todo. Si el Capitán las atribuye a un malvado mago, y cree que vos sois mago y podéis conseguirle la victoria…

—Ya hace una semana y media que las lluvias debieron haber empezado, para esta fecha hace un año estaban aquí, y en ese entonces también llegaron tarde —la interrumpió Lobo del Sol. Varios de los Consejeros parecieron escandalizarse ante aquella lèse majesté pero, pensó él, puesto que se negaban a pagarle no podían despedirlo por desacato o falta de respeto—. ¿Queréis que Ari levante el campamento y se vaya al norte ahora que todavía puede atravesar los rápidos del río Khivas?

—¿Y con qué piensa alimentar a sus hombres en el invierno?

—¿La idea de que ellos se estén muriendo de hambre os hará sentir mejor cuando Vorsal empiece a entablar alianzas con vuestros rivales comerciales en la primavera?

Ella lo miró por un momento como si calculara qué hierbas usar cuando preparara su hígado para la cena.

—Dos piezas de plata.

—Seis.

—Tres.

Seis. Tres no me darían ni para comprar una rata muerta en una ciudad que lleva bajo sitio todo el verano.

Otro miembro del Consejo abrió la boca para agregar su pizca de sal a las negociaciones, y sin siquiera mirarlo, la Dama Princesa dijo:

—Callad. Cuatro y media.

—Cinco días por adelantado. —Ella abrió la boca para replicar y él la cortó—: Y no lo digáis.

Tras un instante único y venenoso, la expresión de ella cambió para convertirse en la coqueta sonrisa que había mantenido con sus enemigos durante los dieciocho años de su gobierno del Consejo.

—Mi querido Capitán, ¿os va a tomar cinco días?

Los Consejeros trataron de no parecer a punto de meterse bajo la mesa del Consejo.

Lobo del Sol le sonrió a su vez.

—Pienso prorratearos el reembolso, pero me quedaré con el interés.

—Nadie os dará mejor interés que la Casa Strata en esta ciudad, Capitán. —Ella se puso de pie en un ruidoso remolino de enaguas, lo que significaba que la audiencia había terminado—. Mi contable os preparará el contrato.

—Bien —dijo Lobo—. Voy a comparar vuestra copia con la mía cuando estén terminadas.

—No suelta ni un cuarto —le gruñó a Malaliento, que había estado esperando sin llamar la atención en los arcos de la filigranada galería del Salón del Gremio—. Que los antepasados ayuden al pobre bastardo que le deba dinero.

En realidad, un solo guardaespaldas habría sido de poca ayuda en caso de auténticos problemas, pero entrar sin protección alguna en una ciudad que lo había contratado hacía que a Lobo del Sol le dolieran los dientes. Así que Malaliento había metido sus trenzas bajo un gran sombrero de paja de campesino, se había puesto una camisa de pana gastada y una burda chaqueta —todo propiedad de un pastor que habían encontrado en las colinas y que había tenido la desgracia de ser más o menos del tamaño del mercenario—, y se había quedado vagando por allí, masticando una pajita y mirando con fascinación la lencería que vendían en los puestos de la galería que daba sobre el vasto caos del Mercado de Lana, esperando a que Lobo saliera.

El Mercado de Lana de Kwest Mralwe, tendido frente al Salón del Gremio, era un foro empedrado más grande que muchas pequeñas ciudades, hirviendo de actividad como un enjambre de abejas en tiempo de apareamiento. Al cruzarlo, Lobo del Sol y su bucólico guardaespaldas se abrieron paso entre contables y mercaderes, maestros tejedores, comerciantes de la ciudad y banqueros, entre las altas pilas de artículos —paquetes de lana y vellones enteros, aromáticas balas de maderas de tinte, grandes canastas de añil y rubia, y bolsas de rejilla conteniendo mariscos y pequeños insectos de las selvas del sur, cuyos cuerpos aplastados producían la mejor de las tinturas escarlatas. También había vendedores de jarras y tortas de mordientes, tártaro, potasio y el precioso alumbre, sin el cual las tinturas más hermosas hubieran sido inútiles. El aire estaba preñado del olor dulzón del alumbre, los aromas mohosos de la lana y el hedor del humo y el vinagre que venía de los talleres de tintura de todas las Grandes Casas asentadas en el vecindario; las paredes rosadas y suaves de piedra arenisca devolvían la cháchara en los dialectos del interior del país y los monosílabos agudos de los mercaderes que citaban precios, créditos y riesgos. Los cambistas de dinero y los banqueros habían colocado sus mesas a lo largo de las paredes para financiar tratos por porcentajes y futuros; las pequeñas pilas de plata brillaban frías sobre las superficies cuadriculadas de las mesas, y cerca del portón, una mujer gorda con la elaborada cofia de viuda estaba haciendo buenos negocios con pastas de carne que vendía en un humeante carrito.

Cuando pasaban bajo el portón principal hacia las calles exteriores, aún más bulliciosas, Malaliento levantó la vista hacia las banderas rojas y azules de la Casa de Stratus que con la sangrienta divisa del Corazón Partido flameaban más arriba, y se preguntó en voz alta:

—¿Por qué habrán elegido eso como símbolo?

Recordando a la Dama Princesa, Lobo del Sol replicó con amargura:

—Creo que están tratando de probar que se puede sacar hasta sangre de una piedra.

—¿Así que vas a entrar?

—No esta noche. —Lobo del Sol puso una mano grande sobre la de Halcón. Ella le apretó los dedos sin fuerza, pero había algo en la calidad de su roce, una lasitud en la forma en que estaba sentada junto a él bajo el arco del claustro, que no gustó a Lobo, y le preguntó de nuevo:

—¿Estás segura de que estás bien?

Ella miró hacia otro lado, avergonzada y furiosa contra sí misma por mostrar debilidad. Estaba durmiendo cuando él llegó al Convento por la mañana. En Halcón, que generalmente se levantaba antes de la aurora, eso era algo inusual, y a los ojos de Lobo del Sol no parecía que hubiera obtenido mucha salud de su sueño. Dos días antes, el último del viaje, había podido montar un caballo.

—Me he sentido mejor otras veces —admitió, mirándolo con la ironía fría habitual en su mirada gris—. No recientemente, eso lo admito. Si tuviéramos que salir peleando de aquí ahora, probablemente me las arreglaría.

—No lo sé —dijo él, impasible y juicioso—. Algunas de esas monjas parecen bastante fuertes. —Y ella lo recompensó con una sonrisa.

El Convento de San Dwade se alzaba sobre el borde de una garganta montañosa unos dos kilómetros al noroeste de Kwest Mralwe, que, como todas las ciudades de los Reinos Medios, era Trinitaria. San Dwade era uno de los pocos centros de adoración a la Madre que quedaban en el este de los Reinos Medios. Por la arquitectura pesada y antigua de sus laberintos de piedra cubiertos de enredaderas, Lobo del Sol suponía que había existido mucho antes de que la Guerra de los Cuarenta Años terminara con el Imperio hecho un caos. Se preguntó si todavía tendría Profetisas, a través de las cuales la Madre hablaba en visiones, o si los Trinitarios habrían impuesto la Delegación como condición para la supervivencia del Convento.

De todos modos, el lugar lo ponía vagamente inquieto, como todos los sitios en los que la Vieja Fe era fuerte. Medio desierto, cayéndose despacio bajo su manto de hiedra, fundiéndose con las rocas de la ladera de la montaña en lugar de aferrarse a ellas, susurraba secretos por debajo de la callada cubierta de la paz del alma.

—Tendré que ir tarde o temprano —dijo en respuesta a la primera pregunta de la mujer—. Preferiría esperar un día y revisar los libros.

Había tenido intención de estudiar cuidadosamente los libros de las Brujas de Benshar en el viaje al norte, los libros por los que había arriesgado su vida y la de Halcón de las Estrellas, para buscar en ellos algún conocimiento sobre la magia de la enfermedad. Pero, consciente del peligro en el que estaban Ari y sus hombres, había cabalgado tan velozmente como osó sobre la dolomítica y musgosa planicie occidental de las montañas. Las primeras tres noches las había pasado sentado junto a una Halcón de las Estrellas casi a punto del coma después de todo un día en la oscilante litera. Presa de un efecto retardado de los horrores pasados en Benshar y en el desierto, no le había resultado fácil permanecer despierto, y menos aún entregarse a la poco familiar disciplina del estudio.

Halcón de las Estrellas se había preocupado por él. Una noche había llorado en el delirio, llamando una y otra vez a alguien que él no pudo reconocer por el nombre, y rogando que no la dejaran sola, después de lo cual había luchado en amargo silencio con los secretos de sus propios sueños. Cuando le pareció que ella estaba un poco mejor, viajaron aún con mayor rapidez, bien entrada la noche de otoño. Aunque él quería leer, la necesidad de su propio cuerpo de recuperarse lo alcanzaba de un modo repentino, y al final de cada día dormía como un muerto.

Eso lo había ayudado. Ahora solamente le dolía el hombro cuando se movía sin precaución. Días antes le había parecido que el aspecto de Halcón de las Estrellas mejoraba, pero ahora, al mirar los agujeros bajo los pómulos llenos de cicatrices, y los círculos oscuros alrededor de los ojos pálidos, se preguntó cuánto de su mejoría había sido mera ficción, un papel que ella había representado para que él no se retrasara y llegara antes en ayuda de sus amigos. Algo en la tranquilidad cerrada de la mujer le recordó los días de las batallas, cómo se ponía ella cuando estaba mal herida, retirándose a la soledad de sus pequeñas habitaciones en el laberinto de cámaras del gran edificio de piedra de la Armería del campamento. Sintió deseos de golpearle la cabeza contra la piedra nudosa del arco que tenían detrás y ordenarle que volviera a la cama.

Después de un momento de silencio, roto solamente por el aterciopelado raspar de las hojas de hiedra y el murmullo de las plegarias lejanas, Halcón dijo:

—Cada día que esperas se lo das a él, ¿sabes? —Se volvió para mirarlo y él vio claramente el dolor en las comisuras de los ojos—. Tarde o temprano se enterará de que hay otro mago trabajando en Kwest Mralwe. Si tiene un espía en el campamento tal vez ya lo sepa. Y entonces no creo que haya mucho en esos libros que pueda serte de ayuda.

—Quizá —gruñó él, que no quería reconocer que probablemente Halcón estaba en lo cierto—. Pero cualquier conocimiento es un arma. No pienso ir allí desnudo. Ese Moggin, de los dos de quienes habló Purcell, él es el candidato más probable. Dispuso de libros para estudiar y de entrenamiento, y tengo la sensación de que también pasó por la Gran Prueba. —Ella inclinó la cabeza hacia él, curiosa; él hizo un gesto vago, sin saber por qué tenía tal impresión, únicamente que algo —¿la sensación en la tienda depósito?, ¿el recuerdo medio sumergido de algún sueño que lo había despertado con el humo en la posada en llamas ardiéndole en la nariz?— lo hacía sentirse prácticamente seguro—. Mi primer antepasado tal vez sepa qué me hace pensar así… y a qué me voy a enfrentar. Yo no.

Pasaron dos monjas por la gastada escalera que subía a un costado del pequeño patio, apenas más grande que un dormitorio, que se elevaba sobre el caos vertical de paredes y vegetación; una figura alta y una baja, silenciosas en sus túnicas gris oscuro de corte antiguo, las rapadas cabezas inclinadas. Apenas prestaron atención al gran guerrero del jubón de cuero rojo oscuro y a la mujer que vestía como él, como un hombre y un guerrero, con unos pantalones manchados del viaje y un jubón y unas viejas botas llenas de marcas, los mechones de cabello saliéndole por entre los vendajes de la cabeza. Su silencio —como el de Halcón, se dio cuenta Lobo del Sol— era un silencio de secretos profundos y guardados que no se compartían con nadie. ¿Había aprendido eso en sus años de servicio en los altares de la Madre?, se preguntó él. ¿O había sido el silencio el que la había llevado al decadente convento próximo al Océano Exterior, en el que se habían cruzado sus pasos por primera vez?

Halcón de las Estrellas puso su otra mano, fría y levemente inestable, sobre la suya.

—Sólo tus antepasados saben qué parte de la magia de esos libros es segura, qué parte se puede usar. Las mujeres que los escribieron no habrían podido entrar en el culto demoníaco a menos que tuvieran las almas corruptas, Jefe. Hay ciertos tipos de poder que es mejor no utilizar. Ten cuidado.

—Lo tendré —dijo él, levantándose cuando la Hermana de bata gris se materializó desde la frondosa gruta del claustro al final del patio para señalarle que ya era hora de que se marchara—. Si es que soy capaz de imaginar qué quiere decir «tener cuidado».

Siguió a la monja por el irregular sendero —porque, como la mayoría de los lugares de la Madre, San Dwade era un laberinto dentro de un laberinto, un enredo de espirales orgánico en progresión, como las cámaras de una concha marina o los infinitos pasadizos de las guaridas de los insectos, a lo largo de las profundidades de los años—, y Halcón de las Estrellas lo miró marcharse desde donde estaba sentada, observando la anchura y el movimiento de los hombros bajo la aterciopelada piel de cerdo, el ardor de la luz y la sombra sobre los músculos de la rodilla, y el golpe frío de la luz del día sobre el bronce de las botas, como si estuviera memorizando la figura de su amante para defenderse de la solitaria oscuridad que le esperaba. Apenas hubo desaparecido Lobo a través del arco oscuro final del patio, se puso la mano sobre la cabeza y se acostó sobre el banco, sobre la piedra granulada todavía tibia allí donde él había estado sentado. El cielo amargo era ya oscuro para cuando el jardín dejó de girar y tambalearse a su alrededor y ella pudo ponerse en pie y llegar a tropezones a su habitación.

El padre de Lobo del Sol, una bestia grandota de cabello negro cuya gloria había consistido en alardear en las tabernas sobre las mujeres que había violado, había repetido de tanto en tanto un consejo que su hijo todavía creía válido, aunque ya no estaba en una posición que le permitiera seguirlo como hacía unos años. Nunca te enredes con magia, le había dicho el gran guerrero; nunca te enamores, y nunca discutas con borrachos o fanáticos religiosos. Esto último era simplemente una pérdida de tiempo que podía haberse empleado en algo más práctico y productivo, pero las dos primeras actividades podían perder a un hombre en menos de un parpadeo.

Y, por supuesto, había tenido razón.

Los diez libros de las Brujas de Benshar que estaban escritos en la lengua común de Gwenth eran desde herbarios y anatomías hasta cuadernos de notas y demonarios, y cubrían temas que iban desde el tratamiento de la diarrea y los dolores de garganta hasta la forma de conjurar al Devorador de Cabezas. No había ninguna anotación, pensó Lobo, sobre cómo controlar ni cómo despedir al Devorador de Cabezas, fuera lo que fuera eso —y, ciertamente, él no tenía ningunas ganas de averiguarlo—, una vez que respondiera al conjuro. Pensó que lo mejor sería saltarse esa parte. La descripción de algunos hechizos y procesos era meticulosa; otros contenían solamente referencias esquemáticas a «fortalecer el Círculo», seguramente un Círculo de Protección, pero no había ninguna pista sobre cuál de los muchos Círculos que le había mostrado Yirth era el que servía para el caso, a menos que éste en particular estuviera más allá de los limitados conocimientos de su única maestra. Algunos de los hechizos omitían deliberadamente las palabras del poder. Los de uno de los demonarios estaban marcados con tinta roja por una mano posterior, y eso podía ser una referencia personal en cuanto a la fuente, un recordatorio de que funcionaban mejor a la luz de la luna, o una advertencia para que nadie lo intentara otra vez. Uno de ellos, para conjurar la magia fantasmal y primitiva de los huesos de la tierra, estaba glosado con extensas notas al margen en lengua shirdar.

Un camino rápido hacia los Infiernos Congelados, pensó Lobo con cansancio, apartando de sí los libros y frotándose el parche del ojo. Para su sorpresa, descubrió que a su alrededor la tienda estaba ya bastante oscura.

Siempre había tenido ojos muy agudos en la noche, y desde que había pasado por la Gran Prueba había sido capaz de ver con la misma claridad en la oscuridad que en la luz, aunque la forma de ver no era la misma. Sin embargo, el leer aquellos libros oscuros en la oscuridad le hacía sentirse vagamente inquieto, y empezó a levantarse del estrecho jergón en que había estado sentado para buscar una chispa del brasero, cuando recordó que era mago y tendió la mente para encender la lámpara más cercana. Aun después de tanto tiempo seguía costándole un pequeño esfuerzo mental, como la conjura de la luz mágica azul. La primera vez que lo había intentado, había pensado que era mucho más fácil usar cerillas, como el resto de los mortales.

La luz bailó detrás de los hilos de bronce que simulaban una parra abrazando el bol quebrado de la lámpara, una lámpara votiva fruto del saqueo de una iglesia en alguna ciudad, como gran parte de la parafernalia que colgaba del poste principal y de los puntales de la reducida tienda de Malaliento. Ari le había ofrecido su propia tienda, elegante, tres estancias repletas de colgaduras color pavo real, saqueadas hacía años de un príncipe shirdar. Él se había negado; era la tienda del comandante y ahora era Ari el que llevaba la tropa, no él. El jefe de escuadrón le había ofrecido la suya, cuyas raídas colgaduras, ídolos de hueso y lámparas decadentes, parecían reflejar la errática personalidad de su propietario. Mientras la luz se hacía más y más brillante, Lobo oyó el ruido de las ratas deslizándose entre la basura apilada junto a la pared, y maldijo en voz alta. Yirth le había enseñado un Círculo contra las ratas, y se preguntó si recordaría los hechizos con la suficiente claridad como para poner uno alrededor de la tienda, y si le resultaría demasiado difícil para que valiera la pena.

De pronto se oyeron voces afuera; la luz de las antorchas manchó la tela rayada de las cortinas de la puerta con una luz anaranjada y sombras de siluetas. Una mujer rió, una risa aguada y dulce, y la voz de Zane se alzó, burlona y cordial.

—Métetela por la nariz, hereje…

Después, la voz profunda y tartamuda de Chupatintas:

—… te-tenemos que dar la b-bienvenida al J-Jefe… Además, debe de tener dinero.

Las cortinas se abrieron dando paso a un tropel de guerreros borrachos: Ari en cabeza, con una taza de vino en la mano y el brazo alrededor de la cintura de su concubina predilecta; Chupatintas, macizo y aterrorizante en su jubón negro, una ruina podrida con cuello de puntillas, y las calzas, del uniforme de los señores de los Reinos Medios, los rizos rozando el techo inclinado de la tienda; Malaliento y Gata de Fuego, pasándose un odre de cuero lleno de vino de uno a otro; Zane, como un gato bien alimentado, la rubia de piel clara que era su amante colgada del brazo; y Pequeño Thurg y Gran Thurg, una extravagante pareja de hermanos.

Fueron entrando hasta que la pequeña habitación se llenó. Otros se amontonaron en la entrada. Malaliento, todavía metido en las ropas del campesino, con las largas trenzas adornadas con cintas que le colgaban hasta el pecho, sacudió el odre y gritó:

—Estamos tratando de organizar una partida de póquer, Jefe, pero no tenemos más que dos strats, tres caballos y veinticinco cobres entre todos…

—¡Ey, hombre, no se puede jugar con un vudú! —protestó Gata de Fuego, tomando a Malaliento de las costillas y quitándole el odre. Hizo un guiño a Lobo del Sol. Como siempre, numerosas joyas brillaban en sus orejas y muñecas, en el cabello enredado y en el cuello de la sucia camisa de seda.

—Una buena idea para cuando uno tiene hambre en una ciudad extraña. —La voz de Opium, dulce, lenta, arrulló en el umbral al tiempo que la mujer se abría paso entre los hombres. Tenía los ojos castaños llenos de tibieza, brillantes bajo la oscilante luz de la lámpara. Se había quitado la capa, y un paraíso de blancos senos surgía desde el corsé de seda rojo sangre, medio escondido bajo la gloria perfumada de su cabello negro—. ¿O es que los magos siempre terminan pasando hambre en ciudades extrañas?

—No más que las damas con melones como los tuyos. —Zane rió con jovialidad, demasiado rápido, demasiado duro. Las mejillas color oliva de Opium se llenaron de humillación y retrocedió con rapidez.

—Ah, vamos, Zane, déjalo —ladró Gata de Fuego con rabia, y Gran Thurg gruñó:

—Deja de pensar con la entrepierna, ¿quieres?

—¿Re-realmente puedes ma-manejar los na-nai-pes? —preguntó Chupatintas, tal vez por curiosidad, tal vez para hacer que los demás olvidaran lo que podía convertirse en una discusión, porque tanto Zane como Gata de Fuego estaban borrachos y tal vez interesados en Opium por semejantes razones.

Lobo del Sol suspiró. Era una de las primeras cosas que él y Halcón habían intentado cuando salieron a los caminos desde Mandrigyn.

—Si tengo algo en qué mirar, la llama de una vela, una joya…

—¿Como las bolas de cristal de los magos? —preguntó Pequeño Thurg, apoyado sobre el respaldo de la única silla de la habitación.

Zane se burló:

—Sí, por eso los magos hacen tanto ruido cuando…

—Por favor, que alguien lo ahogue en la letrina…

—No, vamos, Jefe, muéstranos… —pidió Ari, sacando un mazo de naipes con muy mal aspecto del bolso de su cinturón—. Tratándose de un simple juego por unas cuantas monedas, no te dolerá mucho…

—¿Como cuando te sacas un diente? —dijo Malaliento.

—Cuidado, hombre, que ésos son los naipes especiales del Capitán, marcados, claro…

Y desde detrás de Malaliento llegó el susurro de seda roja y cabello negro, y la voz grave, lenta, que preguntaba:

—¿A ver esas manos?

Lobo del Sol rió y tendió la mano abierta; por unos momentos todo volvía a ser como antes: la camaradería casual de mil noches similares, el gusto por la cerveza y el músculo, Chupatintas protestando porque los baladistas baratos estaban dejando sin trabajo a los juglares verdaderos, los cuentos increíbles de Malaliento, el póquer, las bromas, los relatos de carreras o peleas de gallos o lo que había pasado en el asedio de Saltyre.

Pero no era lo mismo. Porque el mago que había en él olía un cambio en el viento, un extraño erizarse de cabellos en la nuca, como cuando pasa un fantasma. En un primer instante pensó en no prestar atención y pasar la noche como en los viejos tiempos, bebiendo y jugando a los naipes, tal vez con Opium sobre una rodilla…

Y el olor en el viento, la sensación del cambio, ya no estaban.

Pero lo habían preocupado lo suficiente. Meneó la cabeza y dijo:

—Tendrá que ser otra noche, chicos.

—Ah, vamos, papá, por favor, un truquito de magia… —rogó Malaliento con voz de niño de escuela.

—Bueno, os haré desaparecer a todos, ¿qué os parece?

—Ah, eso es fácil —protestó Opium con una risa brillante—. Lo único que hace falta para hacer desaparecer a Zane es agua y jabón. —Y miró a Lobo, en parte bromeando, en parte preguntando, los ojos café cálidos bajo los párpados oscurecidos con kohl.

Después de un instante tal vez demasiado largo, Lobo meneó la cabeza.

—Tal vez venga después —prometió a medias, los ojos fijos en Ari—. Hay algo que tengo que hacer.

Ari parecía desilusionado; Pequeño Thurg gruñó:

—¡Por el dedo gordo de Dios, no sólo arriesga su vida para salvar esos sucios libros! ¡También los lee!

—¡Cuidado, Jefe, os pueden crecer pelos en los ojos!

Los otros doblaron el cuello para mirar los libros esparcidos en el suelo y sobre la cama donde él había estado sentado.

—¿Celosos porque me sé el alfabeto? —respondió Lobo, y todos rieron—. También puedo contar.

—¿Hasta dónde? —lo desafió el hombrecillo con fiereza, alzando todo su cuerpo de un metro cincuenta cubierto de rojo y púrpura.

—Veinte… y sin sacarme los zapatos.

La cara de Pequeño Thurg se oscureció como la de un mono avergonzado. En un susurro ronco, Malaliento preguntó a Gata de Fuego:

—¿Qué es veinte?

—El número que viene después de «unos más». —Y Lobo le confió en secreto—: Todo lo que viene después de doce es alta matemática para él, porque necesita que alguien lo ayude a sacarse los zapatos.

La siguiente contribución de Zane a la conversación —irreproducible, por supuesto— la llevó hacia otros canales; salieron en tropel de la tienda hacia la noche en busca de un juego más entretenido, intercambiando temas cada vez más obscenos. Ari se quedó un momento, como si quisiera decir algo; por encima de su hombro, Lobo vio una imagen pasajera del rostro oscuro y apenado de Opium. Después ambos desaparecieron también.

En el súbito silencio de la tienda, Lobo se sintió extrañamente solo y desnudo.

Pero un instante después, se oyó el silbido leve de la brisa en la noche quieta. Sin el olor pesado del vino y la lana transpirada y los perfumes de las mujeres, le llegó con claridad el olor del mar. El clima había cambiado, era otro. Empezaban las tormentas.

Lobo del Sol maldijo sistemáticamente en voz alta, corrió de costado la mesa atestada, empujó hacia atrás el jergón y levantó los harapos sucios que formaban el suelo de la tienda. Sobre la tierra que había debajo dibujó con la daga el Círculo de Luz, tan grande como le permitió el tamaño de la estancia, las grandes curvas de los poderes del aire que llevaban hasta él, las estrellas mayores y menores. Trabajó en el esquema de memoria, hundiendo la mente en las runas del poder, susurrando las palabras que le había entregado Yirth de Mandrigyn, dibujando la fuerza del universo como un plasma brillante en la médula de sus propios huesos. En los puntos de la Gran Estrella, encendió fuegos con las hierbas que llevaba en las alforjas, después tocó la llama de la lámpara verde de bronce y la ahogó hasta convertirla en una cinta de humo y oscuridad. Se hundió a través de la oscuridad hacia donde lo esperaba el Círculo Invisible como una espiral de sombra y luz.

Muy por debajo de él, veía el movimiento arrastrado del mar acerado, por encima y ante él, medio velada con jirones de nubes mendigas, el arco frío de la luna de cera. Alrededor susurraban y gritaban las voces de los vientos, y él los vio en la negrura, aire oscuro y aire claro mezclados, aire tibio y aire helado. Vio el frente frío moviéndose hacia ellos como una pared gris y azul, olió el ozono de los relámpagos y oyó el trueno que traía la lluvia. Se tendió hacia ellos y los tocó, y los vientos obedecieron la llamada de sus manos.

En un sueño, pensó, tal vez hubiese sentido aquello antes. Era a un mismo tiempo más y menos que el éxtasis, la unidad, lo completo, la sensación de ser exactamente aquello para lo que había sido pensado desde el comienzo del tiempo, de ser perfectamente lo que deseaba ser. En un sueño, o tal vez en ciertas noches, cuando entrenaba a sus guerreros, había sentido que sus cuerpos le respondían por entero, como un arma única y desgarradora forjada con un alma. Los vientos pasaron por sus manos, los colores visibles a través del humo del incienso, palpables como rollos de seda en movimiento, rollos que él podía tejer, trenzar y torcer a su antojo. Había mentido toda su vida, había dicho que amaba las mismas alegrías que los otros, y lo había dicho porque sabía que nadie podía entender lo que él mismo no entendía. Pero en su corazón de corazones, nada, ni el sexo, ni el amor, ni la riqueza, ni la bebida, ni la victoria, había estado ni remotamente cerca de esto, esto para lo cual no había otra palabra que magia.

Su alma se llenó de la oscuridad brillante de esa magia y él adelantó la fuerza de su sombra para que la tormenta se desviara. El poder de la tormenta lo tensó, como un caballo salvaje en el extremo de una rienda a punto de cortarse o una vela desatada, retorciéndolo y arrastrándolo consigo. Su magia todavía era insuficiente, le faltaba entrenamiento, le faltaba técnica; luchó contra el viento, reuniendo fuerzas, recordando todo lo que le había enseñado Yirth…

Después, tuvo conciencia de algo en el viento y en la oscuridad, algo que no era él mismo.

Azul como las nubes, negro como el frío del aire, le pareció que lo veía detrás de cortinas y cortinas de ilusiones. Como él, se movía más allá y a través del Círculo Invisible. Como él, levantaba las riendas del viento. Era una forma que iba y venía, los bordes se borraban, se fundían, pero siempre estaba allí, en su mente, en las nubes, en los vientos, Lobo no estaba seguro. Pero le parecía que una mano oscura se tendía hacia él en un universo de sombras mientras la oscuridad surgía de sus dedos huesudos.

Y en su mente, oyó el susurro: Un cachorrito de mago, ¿eh? Un pichoncito de brujo para ser mi esclavo.

Asustado, Lobo del Sol trató de huir, pero se dio cuenta de que se había hundido demasiado en el trance que necesitaba para manejar el clima: estaba atrapado. La mano de sombras se movió, dibujó signos tejidos sobre el relámpago de la tormenta, runas que construían una red temblorosa de hielo. ¡Lucha!, pensó Lobo, pero no tenía idea de cómo hacerlo: la que estaba atrapada en el trance, en su propia magia, era su alma, no su cuerpo. Las runas se fundieron, se unieron unas a otras como una cortina de seda que se inflaba en el aire oscuro a su alrededor, una tela de araña brillante que se acercaba más y más, mientras la mente de Lobo aullaba ¡No! ¡No!, y un trueno de risa sin voz, de risa en éxtasis, rodaba en la oscuridad, impregnado de triunfal alegría.

Como si recordara un sueño, Lobo sintió otra vez que había visto antes aquella mano oscura, en un sueño —¿justo antes del fuego en la posada?—, la mano tendiéndose hacia él…

¡Despierta!, se gritó a sí mismo. ¡Rompe el trance, maldición! Pero no tenía idea de cómo hacerlo. Quebrando la oscuridad plateada como bandas sombrías y pegajosas, los dedos crecieron para encerrarlo entre ellos como en una garra gigantesca. Sin un cuerpo no podía pelear. Aulló. No pienso servirte…, y la risa susurró otra vez con el ruido de un trueno.

No tienes elección, cachorrito de mago.

En las profundidades de su trance no podía alcanzar el refugio de su propio cuerpo, pero, como un fragmento de sueño olvidado, conjuró una visión, una visión que había tenido por primera vez cuando niño, y después en las agonías y alucinaciones de la Gran Prueba: la visión de su mano derecha sin carne tomando los fuegos que ardían en el centro de su mente. El corazón del fuego, la magia, se levantó como una espada en su puño, y con aquella espada golpeó las runas enredadas, partiéndolas en un estallido de chispas giratorias, y la llama salió del dorso de su mano a través de los intersticios de los huesos. Se adelantó para atajar la mano de oscuridad, pero oyó, sintió más bien, la explosión cegadora de un juramento, la rabia, el dolor y la mano oscura desaparecieron, y él caía, lanzado hacia el mar como un meteoro negro…

Gritó, y como el latigazo de una rama sintió que algo le golpeaba la cara —la cara real, con piel y cráneo y barba—. Una voz de mujer exclamó:

—¡Capitán! —y lo golpearon de nuevo, y esta vez abrió los ojos.

Estaba arrodillado sobre el suelo polvoriento de la tienda de Malaliento. Las fogatas de hierba se habían apagado y el aire resultaba asfixiante por el humo. En el brillo tenue de una lámpara de arcilla, vio a Opium arrodillada frente a él.

Se tambaleó y casi se desplomó en el suelo, temblando como en un ataque de fiebre y empapado de sudor a pesar del frío de la noche. El olor del mar, el olor de la lluvia, ya no habitaban el aire, reemplazados una vez más por el peso desagradable de la quietud opaca.

—¿Capitán? —dijo ella de nuevo.

Él sentía la mano derecha atravesada por la agonía del dolor; tuvo que mirarla para asegurarse de que sus huesos seguían cubiertos de carne y piel, y se sorprendió al ver los grandes dedos intactos, el vello dorado rizado sobre el dorso ni siquiera estaba chamuscado. Por un momento pensó que la carne estaría quemada por dentro.

—Agua —se las arregló para decir—. O té… cualquier cosa…

Acostumbrada hacía mucho a los modales de los mercenarios, Opium se levantó con la gracia de un felino y fue directamente hacia el escondite en que Malaliento guardaba su ginebra. Él la rechazó: el olor del alcohol le daba náuseas. Ella vaciló unos instantes, sin saber qué hacer; después, revolviendo en el desorden de la tienda, encontró la jarra de agua. Llenó una taza, abrió el armario de viaje de Malaliento y sacó dos cajas de lata pintada, tomó un puñado de azúcar castaña de una y un poco de sal de la otra y los puso en el agua.

Él brebaje aclaró un poco la cabeza de Lobo. Estaba temblando de pies a cabeza, pero, como en una batalla, como si hubiera peleado con su cuerpo en lugar de con su espíritu, ya estaba planeando los pasos siguientes.

—¿Qué hora es?

—La cuarta o la quinta. —Ella se arrodilló de nuevo en el suelo, frente a él; el cabello, una capa de oscuridad mágica sobre el vestido de seda carmín oscuro que había hecho la fortuna de Kwest Mralwe. En la sombra temblorosa de la única lámpara, su cadena dorada de esclava brillaba sobre su cuello—. Los otros todavía están en la tienda de Ari. Yo volví.

Lobo del Sol recordó la lujuria en los ojos de Zane —tuviera o no otra mujer con él— y no necesitó preguntarse la razón. En la penumbra de humo perfumado, los labios de la mujer parecían casi púrpura contra el crepúsculo cremoso de su piel, oscurecida con los restos del vino. Llevaba unos aros con docenas de menudas flores de oro que brillaban en la noche infinita de su cabello. Cuando le tocó la mano, los dedos suaves le parecieron tibios, tranquilizadores.

—¿Qué estabais haciendo?

Él la sentía como en la torre de asalto la noche anterior y, consciente de su deseo por ella, desvió la vista y se puso dificultosamente de pie.

—Cambiando el clima. —Ahora sabía lo que había visto a medias, sentido a medias, soñado a medias frente al fuego de la posada: la mano oscura tendiéndose hacia ellos, la oscuridad de la maldición despegándose como humo desde aquellos largos dedos…

Las cejas oscuras de la mujer se unieron en un ceño.

—Pensé… esta noche temprano, pensé… Pero entonces el viento cambió.

—Sí. —Él corrió las cortinas de la puerta y dejó que el frío de la noche le quemara la cara y las hebras empapadas de su cabello. La camisa, los pantalones de cuero de ciervo y el jubón estaban húmedos; la piel de debajo fría como después de una pelea. A su espalda, la lámpara tembló y las enloquecidas sombras de las colgaduras, los huesos de santos y los restos de cadenas y paja que colgaban de los postes, los tótems, las hierbas secas, los viejos guantes y los pedazos de vidrios que coleccionaba Malaliento, parecieron agitarse con una vida propia e inquietante. El recuerdo de la telaraña de runas plateadas que le había parecido más real que su propio cuerpo y el de la fuerza de la mano de sombras permanecían en él, como los restos de una pesadilla.

Pero la batalla había sido real. El intento de esclavizarlo había sido real. Y, como luchador, sabía cuál debía ser su siguiente movimiento.

Contra la negrura de tinta del cielo de la noche, solamente su ojo de mago podía distinguir las almenas y paredes de Vorsal.

Un contacto tibio, un perfume suave, rozaron su espalda, y una mano delgada descansó sobre su manga.

—¿Puedo quedarme?

—Si quieres —dijo él. Se volvió y la miró a los ojos—. Pero yo no estaré aquí. Tengo algo que hacer.