3

—Lo mataré —susurró Lobo—. Lo juro por mis antepasados.

Dejó en el suelo la mano floja de Halcón de las Estrellas, los dedos temblándole de fatiga, se inclinó contra el proscenio tallado que rodeaba la cama y cerró los ojos. Detrás de él, Malaliento y Gata de Fuego intercambiaron una mirada llena de preocupación. En el umbral de la segunda mejor habitación de la casa, la dueña —hermana de la rolliza esposa del posadero— observaba, de pie, en silencio, las manos metidas en el delantal para calentarlas, porque durante la larga noche y la mañana, la chimenea embaldosada de la habitación había tenido el fuego muy bajo. A pesar de que era casi mediodía, la casa estaba muy callada, salvo por los lejanos sonidos del llanto de una mujer. La hermana de la mujer del posadero llevaba rastros de lágrimas en sus mejillas. Aunque la única ventana estaba cerrada, había un olor a ceniza en el aire.

Gata de Fuego dijo con cautela:

—Al parecer fue un accidente, Jefe. —Se rascó el cabello rojo enredado, la cara puntiaguda muy seria; había sido amiga de Halcón de las Estrellas durante años—. Todos vimos al mozo de la posada tropezar con la canasta de leña en la noche. Cuando lo ayudamos a recogerla, tal vez dejamos algún leño en el suelo, eso es todo.

La habitación, forrada de madera, había estado en desuso durante mucho tiempo; ahora se la sentía húmeda y fría, y con un leve olor a moho. La luz que pasaba por los gruesos y amarillentos cristales de la ventana cerrada tenía un tono enfermizo, y a través del vidrio de mala calidad se veían las ruinas, todavía humeantes, de la posada, y la extensión de pinos ennegrecidos sobre la montaña. Lobo del Sol levantó la cabeza con lentitud; la barba color polvo brilló con fuerza y el ojo amarillo se llenó de malevolencia.

—¡El muchacho tiró la leña, sí, claro! —Su voz era como el crujido de un clavo oxidado. Aunque Malaliento y Gata de Fuego se habían lavado, tenían las ropas manchadas como si hubieran estado peleando en una calle estrecha; la cara de Lobo todavía estaba tocada de hollín y el hilo del parche había dibujado una línea pálida, como una cicatriz.

Desde la cama que había a su lado, una voz leve jadeó:

—¿Jefe?

—¿Sí?

Los ojos de Halcón de las Estrellas seguían cerrados, hundidos en negros agujeros en una cara color tiza bajo el bronceado del viento y el sol. Mechones de cabello marfil le salían por debajo de los vendajes de la cabeza, tan finos y lacios como los de un niño. Aunque no se había quemado mucho, Lobo no había encontrado en ella ni pulso ni aliento cuando la llevaron allí la noche anterior; en la oscuridad del Círculo Invisible, las espirales más profundas de la meditación en las que empieza y termina la vida, le había llevado horas de búsqueda traerla de vuelta. Demasiado cansado y horrorizado para sentir ni alegría ni triunfo, Lobo buscó la mano de ella otra vez para consolarse con el roce de su piel viva.

Los labios de la mujer casi ni se movían.

—¿Los niños? —preguntó.

—El bebé y la niña, bien —dijo él con suavidad—. El chico murió.

—Maldición.

El chico ya estaba muerto cuando llegaron, el cuello roto. Eso le había ahorrado a Lobo del Sol una decisión, porque hasta el momento sólo podía trabajar con magia sobre una persona a la vez. Ignoraba si el haberse entrenado le hubiera permitido otra cosa.

Levantó la vista y miró a su alrededor con cansancio. La pequeña habitación daba hacia el norte, oscura y fría incluso al mediodía, y el fuego en la pequeñísima chimenea de baldosas azules y amarillas no hacía mucho para calentarla. La hermana de la esposa del posadero, que se retiraba en aquel momento para ver a los suyos, se había casado con el molinero del pueblo, y la casa era cómoda, dado el tamaño de la aldea; la habitación tenía un suelo enmaderado del que se había sacado la alfombra de junco para que Lobo trazara los Círculos de Poder alrededor de la cama. Las curvas de tiza estaban ahora medio borradas por las huellas de los que las habían cruzado una y otra vez, pero habían servido para su propósito. Por lo menos, así lo esperaba Lobo.

Lentamente dijo:

—Ese fuego no fue un accidente, maldición.

Gata de Fuego se acercó y le puso una mano preocupada sobre el hombro:

—Jefe…

Él se soltó, irritado, de la manita robusta con las uñas mordidas, y miró a la mujer con un ojo inyectado en sangre y turbio de humo y falta de sueño.

—Lo sé —dijo con suavidad—. Yo era el único que debía morir en ese incendio.

No estaba seguro de cómo lo sabía. Pero había tenido la impresión de ver algo, sentir algo, justo antes de oler el humo… y ahora que lo pensaba, tenía sentido. Su muerte en el fuego de la posada, como su captura a manos de los shirdar, habría sido uno más de esos accidentes estúpidos y azarosos que buscaban la destrucción de su tropa, y el que lo había hecho era alguien a quien no le importaba si en esa tormenta de ruinas caían inocentes.

Escuchó el sollozo distante de la mujer que le había remendado la camisa, la gorda que ahora tenía un chiquillo muerto en la sala de la planta alta, y se sorprendió por la furia que sentía.

—Bueno —lo interrumpió la voz de bajo de Malaliento—, será mejor que te guardes esa teoría bien adentro si no quieres que nos echen de la ciudad a flechazos.

Aunque obviamente nervioso ante la idea de tratar con aquel grupo de soldados de aspecto salvaje, el molinero —inducido, Lobo del Sol no tenía dudas al respecto, por su esposa y su cuñada— había ofrecido permitir que Halcón de las Estrellas se quedara en su casa hasta que se recuperara. Pero, aunque respiraba bien a la mañana siguiente y parecía mejorar, Lobo había visto suficientes heridas en la cabeza en sus días de guerrero como para arriesgarse a dejarla sola. Y Halcón de las Estrellas, aunque todavía débil, comprendía que no podían seguir esperando.

Así que Lobo declinó la oferta, para evidente alivio del molinero, y Malaliento, para sorpresa de su jefe, extrajo de alguna parte una gran suma de monedas de distinto tipo y valor y compró la litera de su anfitrión y dos mulas, más algunas provisiones para el viaje al norte. Lobo del Sol recordaba claramente que el líder de escuadrón le había dicho en algún momento de la noche anterior que tenían muy poco dinero. Ahora, mirando las águilas de Benshar, los caballos de la Península y una o dos monedas de plata con el peso marcado y el símbolo de la Casa de Stratus —una de las monedas más fiables de la docena que circulaban por los Reinos Medios—, supuso que Malaliento había tenido la presencia de ánimo de saquear la caja fuerte de la posada en medio de la confusión antes de reunirse con la brigada de los cubos en el patio.

Pequeño Thurg se reunió con ellos en los bosques de pinos, al este de la aldea, con una ristra de ocho caballos, garantía de velocidad en el camino hacia el norte.

—¿Son nuestros? —preguntó Lobo, al ver entre ellos el potro pinto que había recibido del Rey de Benshar, pero no el bayo flaco de Halcón de las Estrellas.

Pequeño Thurg se encogió de hombros.

—Ahora sí.

Tomaron la ruta de comunicación que seguía la cara de la montaña; los pinos que cubrían la zona alta de ese lado de la Columna del Dragón se erguían a su alrededor contra un cielo gris de nubes perpetuas. Mirando hacia atrás, Lobo vio una mancha negra y chamuscada allí donde había estado la posada, junto al camino a Benshar y sobre la aldea, las formas extrañas y diminutas de hombres y mujeres que pululaban como hormigas en torno a un cuerpo muerto, y las últimas columnas de humo levantándose hacia el cielo de la mañana.

Vorsal estaba a tres kilómetros del mar, en el sitio en que la costa larga y fértil del Mar Interior se acercaba a las torres adelantadas de las montañas Gorn, que dividían en dos los Reinos Medios. Unos veinte kilómetros al norte, Kwest Mralwe dominaba el final de las montañas y los caminos hacia el oeste y el norte a través de las doradas Colinas de Harm. Pero Vorsal, pensaba Lobo, contemplando la ciudad desde el paisaje castaño del otoño, tenía un puerto natural excelente, o lo había tenido hasta que sus muelles desaparecieron destruidos por los navíos de Kwest Mralwe y todos los barcos del Duque ardieron en la orilla, junto con algunas excelentes tierras de labranza y los pastos de ovejas más arriba. Las murallas, fabricadas en el granito gris del lugar, eran altas y gruesas, y se levantaban en un anillo protector sobre un pequeño promontorio, el último de las lejanas Gorn; los tejados que podían divisarse detrás de aquéllas estaban cubiertos de tejas rojas y amarillas, adornados con torrecillas y cruzados con los pequeños balcones y pasadizos típicos de aquella parte del mundo. Probablemente, pensaba Lobo, en otro tiempo había habido hileras de árboles dando sombras de colores a los jardines de los ricos.

Ahora, por supuesto, ya no quedaba nada: Vorsal llevaba sitiada todo el verano.

Las tropas de Ari estaban acampadas al norte y oeste de la ciudad, sobre terreno alto. El campamento estaba rodeado por una tosca cerca de troncos de robles, comunes en aquellas colinas doradas. Al llegar desde el norte, rodeando un risco redondeado, Lobo del Sol vio que los ejércitos habían arrancado todos los árboles en kilómetros a la redonda para alimentar los fuegos de sus cocinas. Del lado sur de la ciudad, había otro campamento de mercenarios —Lobo distinguió las banderas negras y amarillas de Krayth de Kilpithie, un hombre con el que siempre se había llevado bien— mientras el cuerpo principal de las tropas de Kwest Mralwe ocupaba lo que quedaba del puerto y se extendía en una amplia medialuna por todo el este de la ciudad. El humo flotaba sobre los tres campamentos y bañaba las torres de las paredes de la ciudad como la presencia acechante del mal. El día estaba quieto, pero la sensación cerrada de un clima lluvioso y el aspecto opaco, lastimado, del cielo sobre el mar, hacia el este, erizaron la nuca de Lobo del Sol mientras cabalgaba con Malaliento a través del silencio de las granjas incendiadas. El olor de las tiendas llegó hasta ellos, espeso y desagradable —letrinas, humo de leña, carne podrida— mientras las formas opacas de los cuervos volaban en círculo como hojas castañas contra un cielo de carbón.

En el campamento mismo, era peor.

—Es extraño, Jefe. —Ari lo guió a través del laberinto de tiendas y refugios con la facilidad de una larga familiaridad, pasando por encima de cerdos y agachándose para esquivar sogas, apartando provisionales tendederos de ropa y tratando de no rozar los montones de basura; los anillos que lucía en las orejas, en los brazos desnudos y en el cabello negro, brillaron con frialdad en aquella luz estéril—. Es extraño. No es sólo que se rompan los arcos, o se caigan las catapultas: una de las torres de asalto se incendió ayer, y desde el interior, por lo que he visto. Dios sabe cómo pudo pasar. —Todavía usaba el caso triple-singular para la Deidad, notó Lobo, un vestigio de la infancia tan inconsciente como poner la mano sobre la espada en un lugar lleno de gente—. Había veinte hombres dentro y cuarenta en las murallas. Y las condenadas escaleras de asalto se rompieron cuando tratábamos de subir para ayudarlos. Por la Abuela de Dios, habíamos usado esas escaleras centenares de veces, ¡centenares! Y no es sólo eso…

No, pensó Lobo, que oía la quietud fantasmal del campamento. Es más que eso.

Conocía el sonido de un campamento como un marinero conoce el murmullo y el rugido del mar, ese medio amado que en cualquier momento puede rebelarse y matar. Más allá del silencio apagado, sentía corrientes subterráneas: hombres que se gritaban unos a otros, la rabia apasionada de sus voces revelando causas mucho más profundas que las de una discusión momentánea; más cerca, la voz de un hombre que maldecía, el sonido de un golpe, los sollozos de una mujer. El campamento olía a mala suerte. Si hubiera sido un extraño, Lobo habría tomado su caballo y se habría marchado sin pasar siquiera una noche en aquel lugar maldito.

—La comida ha sido horrible todo el verano —continuó Ari cuando llegaron a un terreno más abierto, en el centro del campamento—. Chancho se vuelve loco: el pan no leva, la carne salada se pudre, la cerveza se pone mala en los barriles. Una caja de harina que rompimos hervía de gusanos rojos. Hay revientacaballos en las colinas, por todas partes. Las cortamos tres veces cerca de las líneas de los caballos, pero parece que siempre nos descuidábamos alguna planta, porque ya hemos tenido que sacrificar unos treinta caballos. Te lo juro, hasta las seguidoras del campamento han perecido con los casos más variados que te puedas imaginar… No es nada que puedas señalar con el dedo. Sólo son… cosas.

En la penumbra sin sombras de la tarde, Lobo veía líneas en la cara de Ari, líneas que no habían estado allí cuando se habían separado en primavera. El joven había perdido peso; unos centímetros más bajo que Lobo, que medía un metro ochenta, Ari siempre había conservado la sugerencia del huérfano regordete que era cuando Lobo lo conoció, por debajo de su dureza y gracia de pantera. Su bigote, espeso como la piel de oso que llevaba sobre los hombros, tenía trazos grises, a pesar de los veinticinco años del joven capitán, y había bolsitas de fatiga bajo los ojos tibios de un gris amarronado.

—Muéstramelo todo —dijo Lobo—. Todo lo que puedas.

Después de una semana y media en los caminos, se había recobrado un tanto de las vicisitudes de su estancia en Benshar, aunque todavía le dolían las costillas que le habían quebrado los guardias del Rey cuando se movía sin pensar, y algunas veces soñaba con hormigas. Después de haber hecho en litera la mayor parte del viaje al norte, a lo largo del borde rocoso del Macizo de Gorn, el día anterior Halcón de las Estrellas se había sentido lo bastante bien como para montar a caballo, aunque para cuando llegaron a Kwest Mralwe, parecía exhausta y descompuesta. La había dejado en el Convento de la Madre de la ciudad, aunque no se había sentido tranquilo al hacerlo: nunca había confiado del todo en la Vieja Religión. Ahora se alegraba de no haberla traído allí. Había algo enfermo en el aire del campamento. Y en un guerrero con la cabeza herida, eso se pegaría.

—Ya hemos cambiado cuatro veces de lugar el depósito de armas. —Ari levantó la tela que escondía la puerta y dejó que Lobo se agachara antes que él hacia la vasta oscuridad perfumada en la que descansaban de las batallas las flechas, las cuerdas y las armas de repuesto. Cuando la franja de luz solar, una luz enfermiza, cayó sobre los rollos y los mecanismos de madera, unos ojos rojos brillaron furiosos desde las sombras; después desaparecieron con un ruidito de rabia. El lugar olía a estiércol de rata, moho y pieles en putrefacción—. Toca el suelo. —Ari dejó caer la cortina y levantó alto la lámpara de arcilla barata que había encendido en el fuego de la guardia—. Está tan húmedo como la primavera. Estaba seco como los huesos hace cuatro días.

Lobo del Sol se arrodilló; Ari tenía razón.

—Y ratas a luz del día —murmuró. Malaliento había dicho la verdad: todavía no había visto ni un solo gato.

Ari no agregó nada. Pero sus ojos, al mirar por sobre el hombro las sombras que ahora que había echado la cortina se veían opresivas y cercanas a la luz sucia de la lámpara, dijeron más de lo que hubiera podido expresar en voz alta.

—Ten cuidado —advirtió cuando Lobo buscó el carcaj de flechas más cercano—. Hay arañas bailarinas en algunas de esas cajas. Tres o cuatro personas han muerto.

—¿Y no ha caído ningún rayo recientemente? —Lobo sacó la espada y usó la punta para levantar la tapa del carcaj. Algo del color y tamaño de una manzana desapareció corriendo sobre patas largas y delgadas—. ¿Alguna inundación marina?

—Créeme —dijo Ari con pesadumbre—, estoy esperándola.

Lobo del Sol golpeó con la empuñadura sobre el carcaj como medida de seguridad, después envainó el arma y pasó los dedos despacio sobre las tablillas afiladas, entrecerrando los ojos para concentrarse. No había nada sobre la madera impregnada de humedad, nada excepto el polvo y la marca medio oscurecida del fabricante —LGICUS, K.M.— pero sintió algo extraño, que no era calor, ni frío, ni siquiera humedad: simplemente algo, una concentración de las miasmas que parecían flotar por todas partes en el campamento. Inconscientemente se frotó las manos sobre la piel de ciervo de sus pantalones al tiempo que se daba la vuelta.

—Por lo que sé, una maldición como ésta no puede hacerse a mucha distancia —dijo cuando volvieron a agacharse para pasar bajo la cortina y Ari apagó la lámpara y la devolvió al guardia de ojos deprimidos—. Necesita una marca de algún tipo para funcionar, un Ojo. —Aunque no había marca en ellas, ninguna mancha, volvió a frotarse las manos—. Que yo no haya visto nada ahí no significa que no esté. A veces un mago solamente puede ver un Ojo si usa sal, o mercurio, o heléboro en polvo… y probablemente haya otras cosas para otro tipo de maldiciones. Y el Ojo podría estar en cualquier lugar del campamento.

—Por el cubo de pus de la Madre… —murmuró Ari, metiéndose las manos detrás de la hebilla del cinto de la espada al caminar, en una imitación inconsciente de Lobo del Sol que también hacía Halcón de las Estrellas—, hemos tenido guardia permanente en el lugar.

—Eso no significa nada.

—¡Ah, vamos! —protestó Ari—. No he dejado que la tropa se hundiera hasta este punto desde que te fuiste.

Frente a una tienda cercana, una de las seguidoras del campamento, una esclava, a juzgar por la cara sin esperanza y la gargantilla de acero que le rodeaba el cuello, encendía un fuego para la cena del soldado que fuera su amo. Aunque la madera estaba seca, Lobo del Sol, sin cambiar el ritmo de sus pasos, estiró la mente y llamó al humo como si hubiera estado húmeda y, con una ráfaga de viento del aire inmóvil, desvió el humo hasta los ojos de Ari. El joven capitán tosió y tiritó tratando de quitarse de encima la humareda…

… Y cuando abrió los ojos un segundo después, Lobo del Sol ya no estaba.

—La habilidad no tiene nada que ver.

Ari buscó su espada, pero Lobo se había deslizado con rapidez y sin ruido detrás del cuerpo de su amigo en el momento de la ceguera y se la había llevado. En una clase de entrenamiento, lo habría golpeado con la parte plana, y los dos habrían reído y maldecido por la broma. Ahora, después de un momento de silencio, Lobo se la devolvió con la empuñadura hacia delante.

Durante casi un minuto, Ari no quiso tocarla. En sus ojos, en su silencio, Lobo del Sol leyó incertidumbre y miedo, y peor que esas dos cosas, impresión, sorpresa, susto, sensación de pérdida al ver a su amigo convertido ante sus ojos en un hombre que no estaba seguro de conocer.

Los padres, y Lobo del Sol lo sabía, a veces ven a sus hijos de ese modo, aunque el suyo nunca lo había hecho. Y para Ari, él había sido un padre todos esos años; ser un padre, él lo sabía, tenía que ser siempre el mismo…

Pasó un largo rato hasta que Ari habló de nuevo.

—Es verdad, ¿no es cierto? —No había tono de pregunta en su voz.

—Te lo dije en primavera.

—Me dijiste… —Ari dudó, después estiró la mano y tomó la espada de manos de Lobo. La brisa hizo reflejos plateados en la piel negra de oso de su capa y sacudió los rizos de su cabello oscuro entre las viejas calaveras que le colgaban del hombro; después, pareció pensarlo un poco y se quedó quieto de nuevo—. Me dijiste que necesitabas un maestro, en el caso de que pudieses encontrarlo. Pero habías pasado el invierno hundido hasta los codos en magia, Jefe. Todavía estaba en ti entonces, y yo pensé… —Suspiró y desvió la vista—. Pensé que tal vez lo habías visto como una salida. Una forma de retirarte, de entregarme la tropa, e irte al galope para no terminar comprando una granjita de flores de dos metros en alguna parte. —La mirada firme, castaña y gris al mismo tiempo, se fijó otra vez en la cara de Lobo del Sol—. Y me sentí contento, ¿sabes? Contento de que, ya que era tu deseo, pudieras irte con vida. Porque, seamos sinceros, Jefe, se pueden meter a todos los mercenarios de cincuenta años del mundo en una tina y todavía queda lugar para el jabón… En realidad, no me importaba que te fueras si encontrabas lo que querías. Lo que no me gustaba era la idea de enterrarte. Y lo encontraste, ¿verdad?

Lobo del Sol recordó a Kaletha de Benshar, resultado de su primer año de búsqueda: su orgullo tonto, su mezquindad, su muerte horrenda. Después se volvió hacia las almenas de Vorsal, que apenas se veían sobre la maraña de telas, banderas sucias y humo de leña.

—Sí —dijo—. Lo encontré.

—Me alegro.

Lobo volvió a mirar a Ari, la ceja espesa levantada sobre su único ojo, y el joven capitán le devolvió la mirada con firmeza, sin entender, tal vez, pero dispuesto a aceptar. Era una suerte, pensó Lobo del Sol, que, con el incendio de la posada, el mago de Vorsal le hubiese aclarado de qué lado debía estar.

Pero su boca y sus cejas se doblaron en ironía cuando Ari y él caminaron juntos hacia el espacio vacío en el que se levantaban los equipos de ingeniería.

La tarde se estaba extinguiendo, convertida en un crepúsculo fantasmal, sin viento, contra el que se levantaban las máquinas de asalto como monstruos de historias antediluvianas. Lobo del Sol sintió una punzada de dolor y de rabia contra el mago de Vorsal al recordar que Artefacto había muerto, Artefacto, que había construido aquellas máquinas y muchas otras, que había jugado con nuevos inventos durante los largos inviernos de Wrynde, y había enseñado a Lobo y a quien quisiera escucharlo algo de matemáticas, ingeniería y fuerza de tensión del acero. Su rabia, y su pena también, eran irracionales, y él lo sabía. Todos ellos vivían por la muerte. Todos los que conocía en la tropa podían morir al día siguiente. Y sin embargo, iba a extrañar al pequeño ingeniero, y la rabia lo hacía sentir mejor cuando pensaba en destruir al único mago que había encontrado en todo ese tiempo.

Había tres hombres en los lazos corredizos de acero, esclavos que terminaban el trabajo en una catapulta rota; un hombre que Lobo reconoció como uno de los ayudantes de Artefacto discutía con Zane el Dorado, lugarteniente de Ari.

—Mira —estaba diciendo Zane en aquel tono de voz razonable que Lobo recordaba bien—, no te pregunté cuánto cuesta el hierro de la mejor calidad. No te pregunté cómo se rompió esta cosa. Hay tragedias en todas las vidas sobre la tierra; todos tenemos que aguantarlas y seguir adelante. Pero vamos a atacar a esos tipos de la pared, ¿ves la pared allá adelante?, y lo vamos a hacer en cuatro días, y realmente ayudaría mucho si tuviéramos una catapulta con la que disparar.

Ari sonrió y avanzó hacia ellos. Lobo estuvo a punto de seguirlo, después lo pensó de nuevo y se quedó donde estaba. Ahora era la tropa de Ari. El hecho de que muchos de ellos, como Malaliento y Pequeño Thurg, todavía lo consideraran su comandante no ayudaría a Ari, y era mejor no ponerse siquiera en una posición en la que alguien pudiera volverse hacia él y pedirle su apoyo en lugar de solicitarlo del nuevo Capitán.

Pero, observándolos desde lejos, algo en su corazón sonrió y sintió una tibieza extraña al ver los gestos extravagantes de Zane, que se movía como un actor que posara para una estatua de sí mismo —tan lleno de vanidad como un pavo real, con sus rizos dorados hasta la cintura y aquella naricita perfecta que todos lo acusaban de proteger con un dispositivo de hierro en batalla— y a Ari, que tranquilizaba con paciencia el ánimo exaltado del ingeniero. Ari, que antes había sido algo rápido de lengua, había aprendido tacto en su primer año de comandante. Halcón de las Estrellas siempre había sido la diplomática: era bueno ver que Ari estaba aprendiendo otras cosas relacionadas con el mando, además de llevar a los hombres a la batalla.

Algo en él suspiró y se tranquilizó. Era bueno estar en casa.

Después, a su espalda, bajo la sombra de una de las máquinas de asalto, le llamó la atención un movimiento.

No era una rata, aunque había demasiadas de ellas en el campamento, incluso de día. Ésta era una sombra furtiva que se deslizaba en la penumbra vasta del esqueleto de la gran torre de sitio que había ardido. Estaba oscureciendo; los esclavos encendían antorchas a distancia prudencial de cualquier cosa remotamente combustible; los guardias de la noche entraban ya en el lugar bajo el mando de una mujer, de cara rosada y músculos duros, a la que llamaban Serrucho de Batalla.

Usó los hechizos de dispersión de la atención que acababa de practicar con Ari. Un esclavo bajó la cabeza, preocupado por un lazo que se había encallado de repente en la base de una antorcha; un guardia se golpeó el dedo gordo del pie y se agachó para frotárselo, y Lobo del Sol pasó junto a ellos y se disolvió en la oscuridad confusa de la torre.

El interior era como una improbable casa de naipes: vigas chamuscadas, tablones rotos y postes quemados, todos inclinados unos contra otros en una especie de loca ratonera que cualquier viento podía derrumbar de un plumazo. Sobre él colgaban peligrosamente retazos de la escalera en espiral que llegaba hasta las alturas, como pedazos de basura sobre una tela de araña rota; tablas negras y esqueléticas formaban una destartalada reja contra el cielo apagado. Olía a cenizas y carne quemada, como la posada unos días antes. Pero allí, en la torre, habían muerto más.

Una mujer merodeaba por la pared interna en ruinas, con una rama de algo en la mano.

Estaba envuelta en una capa, con una capucha sobre la cara. Inmóvil en la tela encantada de la ilusión, Lobo olió el perfume de aquel cuerpo, aromas mezclados de flores de otoño y mujer, y el leve olor punzante de lo que Lobo reconoció como heléboro. De vez en cuando, la capa se retiraba un poco con el movimiento del brazo al pasar la rama a lo largo de las vigas chamuscadas, y bajo su sombra brillaban las joyas sobre el terciopelo. Durante unos momentos la contempló en silencio, con los grandes brazos cruzados sobre el pecho, respirando despacio y sin hacer ruido. Después, avanzó.

Ella jadeó cuando las manos del hombre agarraron sus brazos por encima de los codos, dejó caer la rama que llevaba y trató de volverse y golpearlo, pero no hizo ademán de buscar un arma. Se le cayó la capucha y una cascada de bucles negros se liberó alrededor de su rostro.

—¡No! ¡Soltadme! ¡Por favor! —Las manos de Lobo apretaron con más fuerza y ella se quedó quieta.

Decir que tenía los ojos castaños hubiera sido cual describir los profundos lagos volcánicos del macizo Gorn como azules: exacto sólo hasta cierto punto. En la oscuridad cruzada de la torre de sitio parecían casi negros, enormes en el delicado modelado de la cara más exquisita que Lobo del Sol hubiera visto nunca. Las puntas de su cabello se enredaban en las muñecas por donde él la sujetaba; si lo hubiera aplastado entre sus manos ese cabello, habría saltado hacia atrás, pensó distraído.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —La voz de Lobo, que nunca había sido melodiosa y se había puesto peor después de la Gran Prueba, sonó más ronca que nunca en sus propios oídos.

Ella levantó la vista hacia él durante un momento, los ojos asustados, alerta como un gato salvaje en la penumbra. Alrededor del cuello, brillando contra la piel oscura, se veía el acero delgado de una gargantilla bañada en oro, un collar de esclava demasiado delicado para incomodar seriamente la mano acariciadora de un amo cariñoso. Lucía otro adorno, una perla barroca colgada de una cadena. En el sitio en que se había deslizado la capa hacia atrás, Lobo vio un hombro muy blanco medio desnudo sobre un corsé de seda color sangre y el fruncido de una puntilla sobre la camisa. La soltó con suavidad y se inclinó para recoger las hierbas que ella había dejado caer.

—Heléboro blanco —dijo con tranquilidad—. Las raíces son venenosas.

La mano de la mujer, que se había estirado para tomar la rama, volvió a su lugar con rapidez.

—No lo sabía. —Tenía el acento suave y arrastrado de la Península de Gwarl, sobre cuya costa oeste habían estado peleando el invierno anterior—. Dicen en el campamento que la torre estaba hechizada. Mi abuela me decía que el heléboro muestra las marcas de los brujos.

—Solamente a otro brujo. —Las cejas de ella, líneas de mariposa negra, se alzaron un tanto, rompiendo la belleza etérea de la cara con algo infinitamente más humano y tierno.

—Ah, maldición —jadeó, con rabia, y se mordió el labio con unos dientes pequeños y blancos como si estuviera pensando. Después, frunció el ceño y levantó la vista hacia él en la penumbra—. ¡Maldición dos veces! ¿Vos sois el mago?

Él sonrió ante la incredulidad que había en su voz.

—Sí, pero me olvidé la barba y el caperuzón en la tienda.

Eso hizo que ella riera en voz baja, y después suprimiera la risa con rapidez; todavía había pequeñas arrugas en las comisuras de su boca cuando dejó caer la mirada, confusa. Él peleó contra el impulso de tender una mano y tocarla. Por la cadena, era esclava de otro hombre. Se preguntó de quién.

—Lo lamento. —Ella levantó la vista de nuevo, los ojos llenos de diversión traviesa—. Me dijeron que vos erais el comandante de la tropa. Claro que no podríais haber sido comandante si… —Se mordió el labio de nuevo, un gesto pequeño que no perturbó aquella mancha oscura de pétalos de rosa.

—¿Si fuera lo bastante viejo como se supone debe ser un mago?

Ella bajó la cabeza de nuevo.

—Algo así.

—¿Y tú eres…?

—Opium. —Las cejas delicadas se flexionaron hacia abajo otra vez; algo cambió en los ojos oscurecidos por el kohl. Como si sintiera la mirada de Lobo, volvió a ponerse la capa sobre los hombros y, con un gesto casi instintivo, levantó una hebra de su cabello caído y enderezó la perla en su cadena—. Mi hombre murió en ese fuego. —Había una nota que no era del todo defensiva ni del todo desafiante en su voz—. Fue uno de los que quedaron atrapados en la muralla cuando se quemó la torre, y murió cuando los de afuera no llegaron a tiempo. Dicen los que salieron vivos de la torre que el fuego empezó debajo de las pieles. Las habían empapado para que no se incendiaran con las flechas que lanzaban desde las murallas de la ciudad. Sé que tenían guardias en el campamento y aquí, cerca del equipo, pero pensé… ¿y si se tratara de alguien que estuviese en el campamento? ¿Un espía, o alguien que trabajase para ellos? Se habla cada vez más de brujería. Quería ver… no sé qué.

Miró el heléboro que todavía tenía en la mano, después alzó los ojos hacia la cara de Lobo, como tratando de leer lo que ahora no era más que una forma borrosa de luz y oscuridad en la penumbra. Él volteó la rama entre las manos, jugando con las flores verdosas. No parecía haber razones para dudar de la historia de la muchacha; después de todo, nadie podía volver a utilizar la torre.

—Será mejor que tengáis cuidado. No os conviene que os vean por ahí con cosas como ésta —dijo con suavidad—. Sí, cada vez se habla más de brujería; si esto sigue así, las cosas se podrían poner muy duras en el campamento. No sois la única que piensa en un trabajo desde dentro. —No agregó que la idea se le había ocurrido a él apenas la vio entrar a la torre.

Más allá de las vigas chamuscadas que tenían sobre la cabeza, el cielo se había puesto del color del acero y las manchas enloquecidas de la luz amarilla de las antorchas se deslizaban, erráticas, a través de las grietas de la pared de madera.

—Será mejor que vuelvas a tu tienda. —Si habían matado a su hombre el día anterior, se encontró pensando Lobo, seguramente dormía sola.

Ella se puso la capucha sobre los rizos negros y se acomodó los pliegues de la capa sobre los hombros. Durante un momento, Lobo creyó que iba a decirle algo más… que estaba buscando, como él mismo estaba haciendo, palabras desesperadamente. Incluso en aquel silencio e incertidumbre, irradiaba una inmensa vitalidad, una especie de salvajismo brillante más allá de la belleza que desafiaba cualquier descripción, atrayéndolo como atrae el calor del fuego a los viajeros en el frío. Con las manos metidas detrás de la hebilla del cinto de la espada, Lobo se volvió y bajó la cabeza para entrar de nuevo en el tembloroso resplandor de las antorchas que iluminaba la zona del depósito de equipos de guerra.

Durante un momento se quedó allí, mirando cómo los esclavos guardaban sus herramientas. Tres o cuatro hombres y una mujer, demasiado corriente para servir de prostituta, se movían con rapidez a las órdenes del ingeniero. De pensar en la muchacha pasó a meditar sobre lo que le había dicho.

Después de un año de búsqueda sólo había encontrado una maga, pero a lo largo del camino había visto de vez en cuando magia de abuelas, coqueteos primitivos y torpes con los límites del poder en manos de gente que no entendía muy bien lo que hacía, que ni siquiera sabía nada de la Gran Prueba, diseñada para romper las barreras que protegen al alma de sí misma. Cómo había señalado Opium, el mago de Vorsal tal vez no estuviese en Vorsal. Había gente en el campamento que probablemente odiaba a sus amos, sirviera en la cama de un hombre o en la de muchos, o limpiase las letrinas. Entre ellos, podía haber uno que supiera un hechizo duradero y efectivo.

Pero bien adentro, en sus entrañas, Lobo no lo creía. Fuera lo que fuera lo que había en aquel campamento, lo que había sentido en la tienda del depósito de armas era más grande y más mortífero que eso.

Ari y Zane llegaron hasta él a grandes zancadas, jóvenes animales bajo la luz dorada y negra. A diferencia del jubón de cuero tachonado y la camisa desvaída de Ari, la ropa de Zane mostraba que había aprovechado el viaje a los Reinos Medios para vestirse de los colores brillantes por los que era famoso: un jubón partido color azul, pantalones rayados en escarlata con la entrepierna decorada con la cara de un demonio con la lengua bífida.

—¡Jefe! —sonrió Zane encantado—. ¡Sabía que vendrías!

—Puedes revisar esto mañana si quieres —dijo Ari con suavidad—. Pero todo esto es puro engaño. Vamos a hacer un asalto mayor, el último espero, en tres días, y estamos construyendo las máquinas para la ocasión en el parque de Kwest Mralwe, no aquí.

Lobo levantó una ceja.

—¿De quién fue la idea?

—Mía. Y las vigilamos día y noche. Eso es lo que realmente queremos que revises.

—Sí —convino Zane—. Pero si estamos tratando con un vudú, ¿no las verá en una bola de cristal o algo así?

—Tal vez. —Lobo miró a su alrededor, y sintió otra vez la tensión en el aire, y la escuchó en las voces de los guardias y en el duro stacatto de una discusión en alguna parte del oscuro laberinto de tiendas que se extendía más allá del círculo de luz del depósito—. Pero hay otras formas de esparcir una maldición. ¿Y las demás tropas? ¿Las fuerzas de la Ciudad y las de Krayth? ¿A ellos también les pasa?

—Eso creo —dijo Ari—. Krayth vino aquí hace dos días… Asegura que sus hombres ya han empezado a desertar. Tuvo que poner un guardia con los caballos y el dinero, y no porque haya mucho, te lo aseguro. Si este asalto no funciona, tal vez tengamos que llegar a eso nosotros también. Krayth tiene que viajar más que nosotros, es un infierno hasta Kilpithie. No estoy seguro de que lo logre.

—Si no nos encargamos de ese mago antes de tu asalto —susurró Lobo—, no estoy muy seguro de que tú lo logres.

Más allá del círculo de luz del espacio abierto, Lobo del Sol vislumbró la silueta cubierta de Opium de vuelta hacia las voces y las tiendas suavemente iluminadas del campamento principal. Zane volvió la cabeza cuando la capa de terciopelo agitó los pastos secos con la breve visión de una puntilla blanca de enagua. Como un calor, Lobo sintió, más que vio, el deseo y el cálculo en los ojos del joven mercenario.

El hombre de Opium había muerto. El que la había retenido y usado y ostentado derecho legal sobre ella. Probablemente muchos la mirarían así ahora. Se preguntó cómo viviría cuando se terminara la paga de su hombre, siempre que le hubiera quedado algo. Era algo en lo que nunca había pensado cuando había comprado mujeres en el pasado.

Había caído la noche, fantasmal y quieta para ser otoño tardío, y se hacía cada vez más fría. El brillo de las antorchas y las hogueras enrojecía el cielo sobre el campamento; sobre la tierra oscura y sin forma, diez mil fogatas de guardia palpitaban en la negrura, un ardiente collar de esclavo alrededor del cuello de Vorsal. Pero Vorsal misma estaba oscura, excepto por las lucecitas de los guardias de las murallas; las torrecillas y balcones y tejados ornamentados, una filigrana negra y muerta en el cielo sin viento.

—Vamos a la taberna de Bron —propuso Zane, volviendo los ojos con rapidez una vez que Opium se desvaneció en la oscuridad—. La cerveza se pudrió hace un par de semanas, pero esa vieja Muerte Blanca que tiene todavía funciona. Será como en los viejos tiempos.

Los viejos tiempos… más noches de las que Lobo podía contar en aquella destartalada taberna ambulante con la que Bron seguía a la tropa todos los veranos; la brisa y la luz de antorchas filtrándose a través del laberinto de marquesinas y tiendas abiertas, las eternas conversaciones sobre caballos, mujeres, sobre el arte y la técnica de la guerra, sin conclusiones y sin pausa, hasta muy tarde a la luz de las lámparas. Se preguntó si Opium estaría allí, y la idea le hizo menear la cabeza, recordando otras cosas.

—Mañana, tal vez —dijo—. Fue un camino largo. Halcón lo ha pasado mal, peor de lo que dice, en mi opinión. Creo que debería volver a la ciudad y asegurarme de que está bien.

Zane lo miró sorprendido, extrañado y algo dolido, pero Ari asintió y repuso:

—Mañana, entonces. Cuidado con el lado ciego, Jefe.

Estaría dormida cuando él llegara, pensó. Y aun así, cabalgó hasta Kwest Mralwe bajo un cielo malvado y amenazante, escuchando cómo la canción borrosa del campamento desaparecía en la oscuridad, a sus espaldas.