—Empezó con cosas pequeñas. —Malaliento se encogió de hombros e hizo un gesto de impotencia con sus manos grandes y nudosas. Malaliento, que no era un hombre sucio, siempre estaba harapiento; bajo el cuero opaco de su jubón de placas de hierro acechaba un suéter que parecía la obra de un cornudo drogado, y por encima de esa ruina colgaban como algas podridas las raídas mangas de una chaqueta de horrendos colores—. Esas cosas pasan… pasan siempre, en todas las campañas, tú lo sabes, Jefe. Pero esta vez…
—¿Dónde están ahora?
—En Vorsal.
Lobo del Sol maldijo entre dientes, con considerable variedad y sentimiento.
No porque le produjera impresión alguna el asedio de Vorsal. Sabía que habría problemas allí desde que el Duque heredero había desafiado el liderazgo económico de Kwest Mralwe y empezado a tejer y exportar telas locales vía su propio puerto, reducido pero excelente, en lugar de vender la lana cruda a las grandes casas comerciales de Kwest Mralwe. Cuando cualquiera, y especialmente alguien de la nobleza de segunda o tercera clase como Vorsal, se ponía en el camino del más rico de los monopolios textiles de los Reinos Medios, la guerra dependía estrictamente del momento en que el Consejo del Rey la considerara conveniente. Pero que Ari y los mercenarios todavía estuvieran allí a esa altura del año…
—¿Sabe lo poco que falta para las lluvias? —gruñó, atónito—. ¿Qué mierda ha estado haciendo todo el verano? ¡Por la Abuela de Dios, Halcón y yo podríamos tomar esa ciudad en dos semanas con una tropa de monjas y haciendo juegos malabares al mismo tiempo!
—No es tan fácil, Jefe. —Malaliento levantó las rodillas y las rodeó con sus largos brazos, las cejas juntas mientras trataba de ordenar pensamientos que no sabía cómo —ni si— expresar—. Yo nunca creí mucho en todo eso de los vudú —continuó después de un momento—. Esto es, sí, me quedé despierto unas cuantas noches de verano cuando era niño para espiar a las hadas, y lo único que vi fue a los chicos mayores jugueteando en el bosque. Pero ahora dicen que tú… que eres una especie de vudú, y que tal vez hay otros, magos, brujas, vudús, que han permanecido escondidos todos estos años, y que ahora salen porque saben que Altiokis, el Mago-Rey, ya no está para acogotarlos. Y a la mierda si sé qué creer y qué no.
A través de la puerta abierta llegaban las voces del salón bajo la galería, la de la esposa del posadero elevándose de exasperación por encima de las risitas de sus numerosos retoños. A esas alturas del año, tan cerca del invierno, había pocos viajeros en los caminos. Lobo del Sol supuso que la mujer no habría permitido que sus hijos entraran en el salón en tiempos de más trabajo. Por el sonido de las voces, por lo menos uno de ellos ya era lo bastante grande como para que lo convirtieran en esclavo, ya para los pozos profundos de las minas de Benshar o, si era hermoso, Lobo conocía burdeles que tomaban muchachos y chicas de hasta ocho años.
—No son los quebraderos de cabeza habituales de un sitio, Jefe —siguió Malaliento—. No es solamente la mala suerte del soldado, o ese tipo de estupideces. Esto es diferente. No sé cómo explicarlo, pero es diferente. —Se apoyó de nuevo en la pared de madera que tenía detrás y aparentemente se concentró en deshacer y rehacer el último trecho de su trenza izquierda mientras hablaba—. No es que alguna de las flechas salga torcida, o que se pudra la cola que sostiene las plumas, es que son todas las flechas, todas, maldición, y especialmente la que uno usa para tratar de matar al tipo que está a punto de derramar aceite hirviendo sobre la cara de uno. Cajas y cajas que estaban bien en Wrynde. No es que la comida esté en mal estado, es que trata de salirse de los barriles o tiene ese gusto que uno no nota mientras baja pero sí lo nota, y mucho, cuando vuelve a subir media hora antes del ataque al amanecer. Nunca vi tantas cucarachas, chinches y otros bichos, y todas las ratas de los Reinos Medios viven ahora en las cuerdas de las catapultas. Y no hay ni un solo gato en el campamento. Se fueron.
»Así empezó. Después los túneles zapadores empezaron a inundarse. Se nos venían encima túneles que habíamos revisado de arriba a abajo, desde los soportes, sin ver un solo gusano, ni una sola hormiga (lo lamento, Jefe, no quise mencionar las hormigas). Uno de ellos se incendió, y si eres capaz de entender cómo pudo pasar algo así, te doy un caramelo. Después los caballos empezaron a asustarse. Primero por las noches, mientras permanecían atados, pero después comenzó a ocurrir en plena batalla, o cuando íbamos a la ciudad, caballos que nunca dieron problemas en los campos de batalla. Perdimos una docena de hombres, incluyendo a Artefacto —recordarás a Artefacto, el ingeniero— cuando una de las ballestas se derrumbó. Todavía no entendemos lo que pasó, pero yo estaba de guardia la noche anterior y juro por el corsé de la Reina del Infierno que nadie se le acercó.
»Algo está pasando allí, Jefe, y la tropa está empezando a asustarse.
Lobo del Sol apenas oyó las últimas palabras. Un mago. Algo dentro de él dio un salto, un salto excitado, grande, como un niño que viera cómo su padre limpiaba en secreto un compartimiento extra en el establo una semana antes de su cumpleaños. Un mago en Vorsal.
Llevaba un año, desde que lo habían exilado de Mandrigyn, donde vivía su maestra potencial, buscando un maestro mago, alguien que hubiera recibido entrenamiento en el uso de los terribles poderes, alguien que pudiera adiestrarle. Durante un año había rastreado rumores que no llevaban a ninguna parte, y seguido hasta el fin cada rastro que a su parecer pudiera llevarlo hasta otro mago, hasta alguien que pudiera enseñarle lo que era y lo que podía llegar a ser. El último de esos rastros había terminado en la ciudad muerta de Benshar, en ensangrentados jirones de tela negra y cabello rojo y una línea tambaleante de rojas huellas de manos que llevaba hacia una penumbra teñida de polvo.
Por debajo del hombro de Malaliento, Lobo buscó los ojos de Halcón de las Estrellas. Pero ella no dijo nada; siguió sentada a la mesa, en silencio, mezclando y volviendo a mezclar las cartas.
El único ojo de Lobo volvió a posarse en Malaliento.
—¿Y por qué Ari no lo deja? ¿Por qué no se da por vencido, toma su dinero adelantado y lleva su bonito trasero rosado hasta Wrynde, antes de que las lluvias conviertan las tierras malas en una trampa mortal de agua blanca y lo encierren todo el invierno en los Reinos Medios? —Gata de Fuego y Pequeño Thurg, que habían llevado las sillas hasta la chimenea, miraron las jarras de arcilla pintada y no dijeron nada—. Recibió dinero por adelantado, ¿verdad?
—Bueno, no lo suficiente como para comprar comida para todo el invierno.
Lobo del Sol volvió a maldecir, un insulto amplio y espeluznante que incluía a varias generaciones de los descendientes de Ari y a todos sus desafortunados antepasados.
—Fue una especie de pacto con el Consejo del Rey —prosiguió Malaliento, sin dejarse perturbar por la elocuencia de su excomandante—. Chupatintas dijo…
—¡Chupatintas debería haberlo pensado mejor antes de meteros en una posición de la que no podríais salir, maldición! —Lobo hizo un gesto de furia y jadeó y el dolor del hombro herido y la costilla partida que había traído de Benshar agregaron lo suyo a la discusión.
—Así están las cosas, Jefe —dijo Malaliento—. Por ahora no podemos salirnos de esto. Sin el dinero, moriremos de hambre en Wrynde, si es que llegamos, y si no conseguimos que Vorsal se rinda nos pillarán las lluvias y entonces estaremos perdidos. Sí, tal vez Kwest Mralwe, y digo tal vez, nos alimente durante el invierno, o tal vez se vuelva contra nosotros, pero de todos modos, para la primavera, Laedden o Dalwirin se meterán en esta historia y mandarán un ejército contra nosotros, y no estaremos en condiciones de defendernos. Y de todos modos —agregó con tranquilidad—, si hay un vudú metido en un agujero, allí, en Vorsal, tal vez ninguno de nosotros llegue a la primavera.
Lobo del Sol se apoyó contra la almohada de paja, delgada y bastante sucia, que tenía a la espalda, los grandes brazos cruzados, el único párpado sano entrecerrado sobre el ámbar brillante del ojo. Las tormentas de invierno estaban llegando tarde; las tormentas de polvo y arena habían empezado hacía semanas en el desierto. En los huesos, extendiendo ligeramente los sentidos de la magia, en alerta animal, Lobo sentía el clima, oía el gemido de tempestades lejanas susurrando detrás del viento que golpeaba los pesados postigos de las ventanas. Los estudió a todos: el hombre castaño y delgado, sentado con las piernas cruzadas sobre el pie de su cama envuelto en un desaliñado amasijo de mangas; la mujer maciza y robusta de cabello rojo de la silla cercana, sorbiendo su cerveza y mirándolo a la cara con ansiedad; Pequeño Thurg, que se examinaba las manos gruesas, cruzadas; hasta Halcón, absorta al parecer en un intento de que las dos mitades del mazo de naipes se entretejieran exactamente una a una. Había pasado años con esa gente y los conocía mucho mejor que a cualquiera de la multitud de hermosísimas concubinas que hubieran llenado su cama. Él los había entrenado para luchar, había cruzado espadas con ellos en la escuela que había dirigido durante largo tiempo en Wrynde, y había bebido con ellos después de muchas batallas; conocía sus defectos, sus bromas, sus amores, y hasta los tonos más íntimos y extraños de sus voces. Hacía dos días le habían salvado la vida, y no era la primera ni la segunda vez que lo hacían, arriesgando la propia y, a veces, perdiéndola, como le había pasado a Chico del Coro.
Durante un instante, todo fue como había sido entonces, y él entendió que, como sucedía con Halcón de las Estrellas, él seguía siendo el comandante en sus corazones… y en el suyo propio.
Pero ahora había magia en sus venas. Y el hombre que podía hacerla florecer, el que podía darle lo que más deseaba, estaba en Vorsal, y usaba la magia para defender la ciudad contra ellos.
—¿Crees que podrás montar a caballo mañana? —continuó Malaliento, levantando la vista cuando el peso del silencio se hizo opresivo—. Es una semana de viaje a caballo… Cinco días, si apretamos el paso.
Esperaba que Lobo dijera, como hubiera ocurrido un año antes, Entonces apretémoslo. Lobo se sentía débil y cansado, pero había peleado en batallas en peor estado. Todo era tan familiar, tan fácil, que a punto estuvo de dar una respuesta automática. Pero pensó y no dijo nada. Después de un momento vio que no había cambiado la expresión de la cara de su amigo.
—¿Jefe? —No se le había ocurrido siquiera que Lobo del Sol pudiera decir que no.
Porque confiaban en él. Confiaban en que él iría allí por ellos, en que iría hasta los fríos portones del Infierno y más allá, como ellos harían por él.
Suspiró.
—Sí. Estaré listo para salir por la mañana.
El alivio se reflejó en la cara de Gata de Fuego y de Pequeño Thurg, como niños que después de una pelea oída por casualidad, se convencieran de que sus padres todavía se amaban y que en realidad nada había cambiado. Pero la duda recorría todavía la mirada preocupada de Malaliento cuando salieron de la habitación para investigar la fuente del olor a cerdo asado que ascendía con creciente insistencia desde el salón de la planta baja. Y en cuanto a Halcón de las Estrellas, que se levantó la última para seguirlos por la puerta, siempre había sido difícil leer sus enigmáticos ojos grises.
Un mago en Vorsal.
De niño, por las noches, Lobo del Sol había salido a rastras del cobertizo que compartía con las reservas de la casa para caminar por la helada oscuridad hasta la casa de Muchas Voces, el chamán de la aldea. La casa del chamán tenía una puerta que daba hacia el muelle; Lobo se escondía bajo el refugio lleno de líquenes de un menhir caído y miraba cómo aquel hombrecillo vivaz mezclaba hierbas, experimentaba con humos e incienso, o dibujaba los Círculos del Poder en el polvo del suelo. Su padre lo había atrapado en tales menesteres y lo había breado a golpes más de una vez. Muchas Voces era un charlatán, le había dicho, un estafador cuyas maldiciones no servían para nada a menos que las apoyara con un poco de veneno. Finalmente, el gran guerrero, que había querido un hijo guerrero como él, contrató a Muchas Voces para que echara un mal de ojo a las cabras de un vecino, y una noche lluviosa se sentó con su hijo y permaneció vigilante hasta que atraparon al chamán con las manos en la masa, mezclando estramonio con la comida de los animales.
Lobo del Sol, que tenía siete años en aquel entonces, nunca había olvidado el desesperante ardor de la vergüenza ante su propia credulidad, ni la risa desatada de su padre frente a la rabia impotente de aquel niño engañado. Había sido el fin de sus sueños conscientes sobre la magia.
Como su padre —como la mayoría de la gente en los tiempos de Altiokis, el Mago-Rey, y su gobierno de ciento cincuenta años—, había llegado a creer que la magia era solamente un truco, una destreza manual, y que las sombras de poder y de fuego que hechizaban sus sueños no eran otra cosa que las semillas amenazantes de la locura. Se había transformado en lo que su padre quería que fuera y había sido el mejor.
Y después, las semillas habían florecido. El fuego de la magia, sin educación, sin enseñanza, había estallado en él como magma surgiendo de la cáscara de las negras rocas volcánicas, y con él el deseo, el ansia de aprender y comprender.
Un mago en Vorsal. Una semana de camino, cinco días, si se daban prisa. El estratega, el luchador, tal vez el comandante que sus hombres conocían y en el que confiaban, era capaz de urdir medios y maneras en la mente sin inmutarse, pero el mago no entrenado, como el músico nato al que no dejan poner las manos sobre un instrumento, o el artista natural que ni siquiera ha oído hablar de la pintura, sentía que se le aceleraba el pulso ante la idea. Había encontrado un mago después de todos aquellos meses estériles…
El reflejo del fuego contra el techo del salón de la posada, visible más allá de la puerta abierta, había cambiado. Cuando terminó de caer la noche, el gruñido del viento sobre las paredes se hizo más agudo, y ahora la sequedad inquieta del aire le ardía sobre la piel. A través de la puerta y allá abajo, en el salón, oía la voz flexible y grave de Malaliento, que subía y bajaba por los valles y colinas de alguna historia que estaba tejiendo, interrumpida por la fuerte risa de Pequeño Thurg; más cerca, alcanzó a oír el sonido breve de las voces de los niños mientras la esposa del posadero arreaba a su tropa hacia los desvanes en los que dormían por alguna escalera posterior. Lobo del Sol se preguntó si estarían allí los depósitos de la posada y si esos chicos se despertaban en la noche como él había hecho en su infancia para ver los ojos rojos de las ratas reflejando el brillo de la luna. Después, sintió el leve crujir de las maderas del suelo de la galería, al otro lado de la puerta, pasos que identificó con facilidad como de Halcón de las Estrellas, e instantáneamente retiró el brazo que había extendido para buscar la espada que siempre tenía junto a la cama. Una forma oscura contra las vigas teñidas de rojo afuera, un rayo de luz en el cabello sin color; después, ella estaba con él. Le disgustaba quedarse plantada en el umbral de una puerta, tanto como dar la espalda a un espacio abierto.
La habilidad para ver en la oscuridad más completa había sido una de las primeras cosas que habían venido con su nuevo poder de mago. La observó cerrar la puerta, buscar a tientas el rollo de su cama de campaña y extender silenciosamente las mantas. A continuación la mujer se deshizo de la espada y la dejó en el suelo, a su lado, extrajo media docena de dagas y una funda de hierro para los nudillos de distintas partes de su persona, y se plegó con cuidado hasta la posición de sentado para sacarse las botas.
—No estoy tan mal, demonios.
La sonrisa de ella fue breve y tímida en la oscuridad.
—Tenía miedo de que me acuchillaras si te despertaba de pronto.
—Ven aquí y ya verás cómo te acuchillo. Te aseguro que no vas a olvidarlo en toda tu vida.
Ella rió con suavidad, reunió sus armas, y fue a sentarse en la cama. Solamente cuando tendió la mano hacia abajo para localizar el borde, Lobo comprendió que Halcón no podía ver en la intensa penumbra. En esa época del año, se abrían los postigos una vez al día para airear la habitación, pero Lobo sentía a través de la pared contigua al hombro que el aire exterior era helado. Con la mano sana, guió la cara de ella hacia la suya y se besaron, larga y profundamente, en la oscuridad.
Ella se quitó con rapidez el jubón y los pantalones de piel de ciervo y él abrió las mantas con dificultad para dejarla meterse en el estrecho espacio a su lado.
—Tuve miedo por ti —dijo ella después de un tiempo, la voz baja, ronca y vacilante—. Pero en ese momento, no podía permitirme pensar en ello. En realidad nunca puedo permitírmelo. Tienen razón los que dicen que enamorarse es una tontería. Uno se asusta… No quiero perderte.
—Nunca me gustaron los bichos —gruñó él, y levantó la manta para cubrirlos a ambos.
Ella rió con suavidad, dejando de lado el recuerdo del miedo, y dijo:
—Entonces no elegimos la posada adecuada.
Él estaba demasiado cansado y demasiado dolorido para sentir deseo por ella, pero era bueno estar juntos en una cama, sentir el calor de aquel cuerpo huesudo y largo a su lado, oír la voz fría de Halcón y ver la silueta borrosa de su nariz delicada y rota contra la oscuridad.
Después de un momento, ella preguntó:
—¿Vas a matar a ese mago de Vorsal?
Así es Halcón, pensó él, y suspiró. La pregunta había estado nadando, como un tiburón, bajo la superficie de sus propios pensamientos durante horas.
—No lo sé.
—Si ayudas a la gente que está tratando de saquear su ciudad y acabar con su familia y sus amigos, no creo que tenga muchas ganas de enseñarte, ya lo sabes… —Él sentía el acero en la voz leve de ella, como una daga fina que se flexionaba, y deseó que Halcón no pusiera el dedo en la llaga con tanta precisión.
—No dije que fuera a ayudarlos.
—Eso es lo que te pide Ari —le señaló ella—. Que uses tu magia para ayudarlos a terminar el sitio y tomar la ciudad.
—No —dijo él con tranquilidad—. Me piden mi ayuda contra un mago, y contra la maldición de un mago. Es diferente.
—¿Y estás dispuesto a explicar esa diferencia a nuestros amigos cuando lleguemos? ¿O a él?
Ella hizo una pausa, y volvió la cabeza con rapidez al oír unos pasos rápidos sobre la galería, junto a la puerta. Se relajó cuando la voz temblorosa de un niño susurró con urgencia:
—¡Niddy, vuelve aquí! —Se oyó la risita alegre de un crío y Halcón de las Estrellas sonrió a su pesar, cuando un niño más grande alcanzó al fugitivo, lo alzó en brazos haciendo caso omiso de sus protestas y lo llevó por las crujientes escaleras hacia el desván. Un poco antes, Lobo los había visto pasar corriendo frente a la puerta de su habitación, dos cabezas rubias con las toscas batas de paño de los niños campesinos, y había oído cómo su madre los regañaba para que no se acercaran al salón ni a los huéspedes.
Y hacía bien, pensó Lobo. Malaliento y Gata de Fuego tenían el aspecto de los que se partían un bebé para la cena y después alimentaban con los restos a los cerdos.
Con la voz tenue en la oscuridad, Halcón de las Estrellas siguió hablando:
—Los muchachos no van a verlo así, Jefe. Son mis amigos… Diría que son mis hermanos, si mis hermanos no hubieran… Bueno, son mis hermanos. Pero en el último año también me hice amiga de la gente que vive en las ciudades que antes saqueábamos. Eso es algo en lo que no se puede pensar si uno es mercenario, y tal vez por eso será que los mercenarios solamente se hacen amigos de otros mercenarios. Cuando incendias una casa, no puedes explicarle a la mujer que tiene los hijos atrapados arriba mientras a ella la violan seis soldados, que eso es parte del trabajo y nada más. Tú haz lo que quieras, Jefe, y sabes que cuando finalmente bajes al fondo de los Infiernos Fríos, estaré contigo. Pero yo, personalmente, dejé la guerra para siempre. No pienso volver.
—Nunca te pediría que lo hicieras —dijo él con suavidad. Después, en un arranque de sinceridad—: Bueno, a menos que me encontrara en un buen lío… —y ella rió suavemente, una vibración leve a través de los huesos del pecho del hombre, que despertó en el alma de Lobo una ternura extraña y apasionada. Ella estaba tendida junto a su lado ciego, y tuvo que volver la cabeza para mirarla a la cara—. Y necesito un maestro. ¿Te acuerdas de aquellos ardientes muchachos que acudían a la escuela de Wrynde, los que parecían haber nacido con una espada en la mano…? Ésos eran los peligrosos, los que dejaban un reguero de muertos e inválidos hasta que entendían lo que estaban haciendo… hasta que aprendían cuándo había que dejar la espada en su vaina.
»Así soy yo, Halcón. No es solamente que quiera un maestro, que lo necesite…, que necesite a alguien que me muestre lo que es la magia. La mayoría de los que nacieron magos reciben algún tipo de instrucción antes de que la Prueba les dé la suma de sus poderes. Yo tengo poder y, por todos mis antepasados, ya vi en Benshar lo que puede hacer el poder sin disciplina. Pero le debo algo a Ari, les debo algo a mis hombres. Estaría muerto ahora si no fuera por ellos. Tú también, porque sola no podrías haberme salvado, y probablemente lo habrías intentado.
Ella no dijo nada. Apoyada contra los músculos cubiertos de cicatrices y el vello dorado del pecho de Lobo, su cara seguía impasible, ojos grises abiertos en la oscuridad, meditabundos. En los ocho años de hermandad que habían precedido al momento en que se convirtieron en amantes, él había llegado a conocer aquellos silencios, pensamientos que se escondían con obstinación tras la armadura de acero que ella llevaba enroscada alrededor del corazón. En el último año, a Lobo le había sorprendido el que Halcón emergiera algunas veces desde detrás de su armadura para decirle que lo amaba.
Y era una gran cosa que lo hubiera hecho, reflexionó ahora. Él nunca habría tenido el valor de confiárselo a ella.
—Suena mal, Halcón —dijo con dulzura—. No sé lo que voy a decidir cuando llegue, pero sea lo que sea, no puedo dejar de ir.
—No estoy diciendo que no debas ir. —No volvió la cabeza para mirarlo; siguió observando la negrura que tenía ante sí, impasible, como si Ari, Malaliento, Gata de Fuego y los otros no fueran sus amigos y no estuvieran también a punto de perder sus vidas—. Pero tarde o temprano, tendrás que elegir, Jefe… él o ellos.
La mano de la mujer se tendió, dedos largos y hábiles que siguieron al azar los montículos cubiertos de costras de los mordiscos de los demonios sobre los duros músculos de las manos de Lobo.
—Cuando nos entrenabas, nos decías siempre que el hombre que sabe lo que quiere en una pelea tiene ventaja sobre el que no está seguro; el que es capaz de matar es el ladrón que toma su decisión mucho antes de los cinco segundos que le lleva al dueño de la casa pensar si está dispuesto a matar a alguien para proteger lo suyo. Solamente te digo que será mejor que pienses lo que va a pasar, y que lo pienses pronto, porque hay muchas posibilidades de que para cuando llegue el momento de tomar la decisión, él ya esté tratando de matarte.
Halcón tenía razón, por supuesto. Generalmente la tenía, pero eso no le daba a Lobo ninguna clave sobre cómo debía actuar, ni hacía su indecisión más llevadera.
El aliento de Halcón de las Estrellas cambió de ritmo hasta convertirse poco a poco en el susurro casi inaudible del sueño, pero Lobo del Sol siguió despierto, el único ojo abierto en la oscuridad. Después de un tiempo, oyó la risa fuerte de sus hombres que remontaban la escalera de madera de la galería… Claro, ¿por qué iban a callarse? ¿En atención a un aguafiestas que se iba a dormir a horas tan tempranas? El clamor arrogante disminuyó cuando se instalaron en la habitación que ocupaban, contigua a la de Lobo y Halcón. Después, y por un rato, escuchó los movimientos de la esposa del posadero y sus sirvientes, que se habían quedado despiertos para limpiar las jarras vacías y la cerveza derramada, apagar los fuegos de la cocina y barrer la chimenea donde se habían librado batallas con el beneplácito de las cajas de leña que ahora yacían desparramadas por el suelo. Mediante las leves vibraciones y crujidos, Lobo los siguió escaleras arriba, por la galería y más allá, hacia las oscuras alturas de los pisos superiores.
Después oyó solamente el gemido del viento y el golpeteo fantasmal de las ramas contra los postigos, sintió el leve oscilar del elevado edificio de madera en las ráfagas profundas; el lento deslizarse de la posada hacia el sueño era similar a un gran barco negro fondeado en una noche de viento. Iría a Vorsal, sí, pero no sabía qué haría cuando llegara.
En la oscuridad, recordó a Ari como lo había visto por primera vez, un chiquillo gordo con el agua corriéndole por el cabello largo y oscuro, de pie al borde de la pista de entrenamiento en el campamento de invierno de Wrynde, con el pico y las flechas de su padre balanceándose sobre sus hombros. Lobo del Sol recordaba miles de tardes y noches de invierno en aquella pista, con la lluvia golpeando el tejado alto sobre el enrejado abovedado de las vigas, mientras él ordenaba a sus hombres que tomaran posiciones o que se agacharan y esquivaran al Gran Thurg o a Halcón de las Estrellas en un ejercicio de práctica. Les había gritado, los había perseguido, maldecido y, cuando había sido necesario, golpeado hasta ponerlos azules para educarlos en la obediencia instantánea y la confianza absolutas. Malaliento, Chupatintas, Halcón, Gran Thurg y Pequeño Thurg, Serrucho de Batalla, Diosa, y aquel guerrero negro, Ryter, con el que había sido tan divertido y tan fácil beber y que había muerto con una flecha en el ojo en alguna estúpida batalla en Gwarl…
Él los había convertido en asesinos, los había conducido en las matanzas… había forjado en ellos el tipo de hermandad que sólo la guerra puede forjar. Había sido duro dejarlos y elegir la búsqueda solitaria de otro arte, otra necesidad. Y ahora, tener que elegir de nuevo, matar por ellos a la única persona que podía darle lo que necesitaba…
¡Maldición!, clamó contra los espíritus de sus antepasados, ¡no es justo!
Pero el aullido seco del viento no le trajo más que la sospecha de una risa cósmica.
¡Tal vez ésta sea mi única oportunidad!
Pero sabía ya que no podría abandonar a sus amigos.
Todavía estaba tratando de decidirse, de llegar a alguna conclusión, cuando la posada se incendió.
—¡Asqueroso excremento de lagartija comemierda! —Lobo tosía tanto que casi no podía hablar; el dolor de la costilla partida y el hombro herido lo doblaban en dos a cada espasmo de los pulmones llenos de humo. Casi no podía ver; el ojo y la cuenca vacía del lado izquierdo le ardían con los remolinos negros de humo que llegaban por las escaleras desde abajo. Halcón de las Estrellas, rodeándolo con un brazo, tiraba de él; las heridas y el agotamiento lo habían dejado más débil de lo que creía. El calor era increíble.
Ella aulló por encima de los gritos que venían de abajo:
—¿Quién?
—¡Ese maldito vudú de Vorsal, demonios! ¡Es un…! —Lobo rompió a toser en un nuevo ataque que le desgarró los pulmones como un serrucho y, durante un momento, la caliente luz pareció oscurecerse y el suelo oscilar. Después, el brazo de ella lo rodeó de nuevo con fuerza, y sintió una punzada en las costillas rotas. Iluminada por la tormenta infernal de rojo resplandor y negrura absoluta, la escalera se lanzaba hacia abajo frente a ellos como un pozo negro de carbón directo al Infierno. El recuerdo lo inundó de pronto y entonces se aferró al poste.
—¡Los libros! ¡Los libros de las Brujas!
—Tengo una de las alforjas, voy por la otra.
Él apenas podía ver a través del ardor del humo, pero se dio cuenta de que lo que sentía sobre el hombro eran las tiras de cuero trenzadas.
—Sujétate. Estas escaleras son unas condenadas.
Él se tambaleó, buscando la correa con la mano. La posada era de madera y el viento era seco como hueso. Como mercenario, había incendiado miles de casas como aquélla, y conocía la rapidez con que se consumían. Por debajo y alrededor de ambos, en el brillo y la oscuridad de aquel horno, se oía el rugido del fuego como un bajo, por encima del cual gritos y alaridos imposibles de identificar flotaban como copos de ceniza en un remolino.
—Vuelve a buscarlos ahora. ¡Maldición, son los únicos libros de magia que tenemos…, los únicos de los que hayamos oído hablar! —Se afanó para separarse del hombro de la mujer, tarea difícil, considerando que ese hombro era lo único que lo sostenía—. Este lugar se va a convertir en una pira para cuando lleguemos abajo…
—Estúpido obstinado…
—¡AHORA! —rugió él. Ella se puso tensa, furiosa como una pantera ofendida. Pero durante ocho años, cada vez que él le había gritado así, cada vez que le había pedido que atacara con una espada de madera en la mano a hombres que tenían dos veces su peso y que la esperaban con garrotes, había obedecido, y aquel entrenamiento no había perdido efectividad. Lo dejó caer sin ceremonias en la parte superior de las escaleras, le arrojó las alforjas y volvió por el pasillo. Los velos de humo se cerraron tras ella como una cortina sofocante.
Abajo, Lobo oyó el rugido de algo que se derrumbaba. El calor lo golpeó como una oleada, cegándolo, provocándole náuseas. Vio lenguas de fuego correr sobre los tablones del suelo del salón, y como garras tenderse hacia las barandillas talladas de la escalera. El cabello se le erizó en la nuca con terror primario y tuvo que luchar contra el deseo de arrojarse hacia abajo por los escalones y arrastrarse, correr, lo que fuera para no quedar atrapado arriba y perecer quemado.
Pero no podemos perder los libros, se dijo en su delirio. Son solamente cuatro metros… Se aferró a las alforjas mientras la cabeza se le iba en medio de la sofocación y el humo, y el aire recalentado le ardía en los pulmones como arena al sol. Entrecerró los ojos con desesperación en un esfuerzo por distinguir a Halcón de las Estrellas. Más gritos, agudos, desgarradores, atravesaron como una cuchilla el rugido de las llamas con un sentimiento de urgencia que Lobo no podía localizar… Esperaba por todos sus antepasados que hubieran sacado los caballos del establo. Según Malaliento, los hombres de Ari no habían empezado su búsqueda con más dinero que él, y él y Halcón ya casi no tenían nada. Si se quedaban allí, sin caballos…
Abajo, fuera en el patio, chillaba una mujer… Un miedo animal le clavó las garras, pero no quería dejar sola a Halcón de las Estrellas. No podían perder los libros, la única unión con lo que él sabía que era el mundo… ¿Dónde demonios está Halcón…?
Volvió en sí, jadeando, tosiendo, las ropas y el aire a su alrededor fétido de humo, bosta de caballo húmeda y paja bajo su cuerpo. Por el ruido y el viento caliente que le golpeó la cara, supo que estaba en el exterior. Rodó sobre algo suave y vomitó lo poco que tenía en el estómago. Hasta él llegó el olor dulzón de los pinos en llamas.
Luchó contra los espasmos de los pulmones hasta que logró detenerlos; pareció llevarle un siglo. Un caos tormentoso de ruido sin sentido giraba a su alrededor: el rugido hambriento del fuego; las voces agudas; el goteo leve del agua del pozo del patio de la posada y su frío olor a piedra; el relinchar enloquecido de los caballos en el infierno del establo en llamas. Otro chillido desgarrador, agudo de terror y desesperación… y esta vez, recordando algo que le había dicho Halcón de las Estrellas, lo identificó. Venía del desván, donde dormían los niños de la posadera.
Horrorizado, rodó sobre su cuerpo y abrió el ojo.
Las llamas giraban diez metros por encima del tejado de la posada; las chispas llegaban todavía más arriba, una cascada invertida que caía sobre las estrellas. Más allá, el cielo latía con una luz febril, y un rugido bajo, como el mar en un lugar angosto, le hizo estremecer. Los árboles de la ladera de la montaña, a su espalda, también estaban en llamas. En un claroscuro salvaje de oro y tinta, distinguió las caras de la fila que se tendía entre la posada y el pozo: Malaliento y Gata de Fuego estaban entre ellos, desnudos hasta la camisa, pasando baldes que se derramaban y convertían el suelo en una alfombra procesional de barro brillante. Lobo mismo estaba tumbado sobre paja mojada en la pila de basura del establo, a una distancia segura lejos de los edificios, entre un extraño amasijo de camas, ropas, bolsos, jarras de plata y muebles. Por lo que sentían sus dedos, era evidente que habían mojado la paja en el pozo.
No había más que un par de alforjas a su lado.
El estómago vacío de Lobo se convirtió en plomo.
—Halcón de las Estrellas…
Trató de levantarse, pero la debilidad provocada por el humo y la fatiga le revolvieron la cabeza y volvió a dejarse caer, dando arcadas. Alguien se paró a su lado. Levantó la cabeza y vio la silueta de Pequeño Thurg contra el fulgor del establo en llamas.
—Halcón de las Estrellas…
La cara redonda se arrugó en un ceño.
—¿No estaba contigo, Jefe? Te encontramos en las escaleras…
—Volvió a buscar los libros. —Mierda, unos cuatro metros, no más… Debería haber entrado y salido en un instante…
—¡Vaya una estupidez! —Pequeño Thurg miró por encima del hombro y Lobo del Sol vio que tenía las riendas de tres caballos con los ojos vendados con la tela de las bolsas de grano. Allí donde no estaba cubierto de carbón, el pecho redondo del mercenario brillaba de sudor, como si se lo hubiera engrasado—. Te aferrabas a ellos como si fueran tu última esperanza de poder cenar —agregó, anudando las riendas a un gran escritorio de roble sobre la pila de muebles (una monstruosidad tan cargadamente tallada y pintada que Lobo la habría arrojado personalmente a la casa para que se quemara). Con un movimiento rápido, Pequeño Thurg quitó las vendas de los ojos de los animales, se las metió debajo de un brazo, respiró hondo y se lanzó de nuevo hacia los establos.
¡Halcón, no!, pensó Lobo del Sol, paralizado. No, por favor…
Cerró el ojo, como si eso borrara de su mente la imagen de Halcón alejándose y los remolinos de humo negro cerrándose tras ella.
Después oyó maldecir a Pequeño Thurg y aullar a una mujer y volvió a abrir el ojo.
Los postigos de la habitación más alta de la posada se abrieron desde dentro de una patada. El humo fluyó hacia el exterior y la parte inferior de la nube oscura reflejó el brillo de las llamas como la luz del sol sobre un árbol de verano contra la negrura del cielo. Algo cayó desde la ventana, girando y retorciéndose… un par de alforjas. En el trayecto se soltó un libro que se estrelló boca abajo sobre el barro negro del patio. Lobo del Sol ni lo miró.
Como todos los demás en el patio, tenía los ojos fijos en la ventana por la que acababa de asomar Halcón de las Estrellas, subida a horcajadas sobre el alféizar.
Un chico de unos cuatro años se aferraba a ella como un mono a su madre, desnudo excepto por un jirón de camisa, la piel quemada al descubierto. Halcón de las Estrellas se inclinó hacia la boca llena de humo negro del interior y ayudó a subir a una niña de ocho o nueve, desnuda pero ilesa, con un bebé atado a la espalda con lo que le quedaba de camisón. Halcón señaló la punta del tejado y las vigas, iluminadas por las llamas que salían de todas las ventanas de los cuatro pisos que los separaban del suelo.
Sobre el silencio horrorizado de todos, se oyó aullar la voz ronca de Malaliento:
—¡Que alguien busque una manta, demonios!
La niña empezó a bajar.
Solamente Halcón, pensó Lobo, podía haberle dado a una niña la confianza para hacer algo que hubiera hecho dudar a la mayor parte de los adultos. El humo de la ventana que quedaba a la espalda de la mujer estaba iluminado por el brillo del fuego del interior de la casa y las chispas salían girando hacia el viento. La luz ocre mostró su rostro, las cicatrices negras de humo y hollín y la piel cubierta del aceite del sudor, pero tranquila, como él la había visto en miles de batallas. Recortados en la suciedad, sus ojos parecían muy pálidos. El techo que tenía encima ya estaba en llamas. No pasaría mucho tiempo antes de que se derrumbaran las vigas, arrastrando suelos y paredes con ellas…
Le estaba dando a la niña todo el tiempo posible, por si acaso ella misma perdía pie.
Cuando la niña bajó lo suficiente como para que una posible caída no la matara, Halcón se descolgó con cuidado de la ventana y empezó a bajar también. Se movía despacio, entorpecida por el niño en la espalda. En algunos lugares los extremos de las vigas estaban ardiendo, los postigos lanzaban lenguas de fuego contra las paredes ennegrecidas.
Hubo un alarido agudo y la niña resbaló y cayó, tratando de aferrarse como un animalito a las vigas del primer piso cuando la golpearon. Nadie en el caos del patio se las había arreglado para conseguir una manta, y la niña golpeó sobre el suelo con fuerza. Un nudo de gente se la tragó inmediatamente y los sollozos ahogados de una mujer se oyeron por encima de los demás. Halcón de las Estrellas, arriba en el muro, se detuvo un momento, la cara negra apretada contra la pared y el viento caliente del fuego agitando las blancas mangas de su camisa y el pálido brillo del cabello. Ni ella ni el niño que llevaba a la espalda dejaron escapar un sonido. Después el grito del bebé se alzó sobre el ruido en un gemido de espanto y dolor. La luz del fuego golpeó las bocas abiertas, la hilera de cubos abandonada sobre charcos de barro.
Se oyó la voz de bajo de Malaliento como un estallido:
—Está bien. Ahora sacadla del medio, maldición.
La multitud se dispersó, arremolinándose en su incertidumbre. Alguien llevaba a la niña, otro al bebé, lejos de la pared en llamas.
Lobo consiguió ponerse de pie. Con las rodillas flojas, soltando paja y barro de los pantalones remendados, se tambaleó desde el estercolero hacia el calor tembloroso de la pared de la posada. Malaliento, Gata de Fuego y una mujer gorda que debía de ser la madre de los niños estaban lo suficientemente cerca como para sentir dolor por el calor intenso, pero no retrocedían. Cuando Lobo del Sol se unió a ellos, la niña, todavía desnuda, corrió desde la multitud para ponerse a su lado, con la cara vuelta hacia arriba. Halcón de las Estrellas bajó otros pocos metros; era evidente que la pared le quemaba las manos.
Una voz aulló:
—¡CUIDADO!
Con un rugido como el del estallido de la pólvora, el techo de la posada se derrumbó. La pared tembló, se quebró, se partió, el fuego se coló por las grietas. Hombres y mujeres se alejaron corriendo en todas direcciones, negros contra los torrentes de llamas. En la lenta irrealidad del horror, Lobo del Sol vio cómo todo el edificio se desplomaba, tragándose a Halcón de las Estrellas y al chico que llevaba en una bola de vigas ardientes.