A la mañana siguiente fueron a caballo hasta la bodega en ruinas donde habían guardado el cofre con el dinero marcado —Ari, Lobo del Sol, Halcón de las Estrellas, Moggin, y por lo menos una docena de guardias—. La nieve había bloqueado la mitad de la entrada —dos semanas antes habían sacado los restos del djerkas para que Puerco los desmantelara pero el interior de la cueva estaba bastante seco—. Durante la primera semana habían apostado un guardia constantemente, hasta que se dieron cuenta de que aquel que se ofrecía voluntario perdía sistemáticamente al póquer, aunque jugara por pedazos de madera. A Lobo del Sol no le importaba que robaran el dinero, aunque había prometido unos buenos azotes por su cuenta, además de los que decretaba el comunicado oficial de Ari para el hombre o mujer que trajera una sola pieza de plata de vuelta al campamento.
—He de reconocer, Jefe —dijo Ari, sosteniendo la antorcha en alto mientras pasaban sobre la nieve enfangada y entraban en el túnel—, que me alegro muchísimo de que hayas recobrado el poder, aunque no sea más que por esto. Nos va a tomar el resto del invierno ver quién le debe cuánto a quién.
—Bueno, espero que nadie haya invertido demasiado en comprarle la deuda de póquer a Malaliento. —Lobo se quedó un momento mirando el cofre en el gris y amarillo de la luz del día y las antorchas. La vez anterior solamente había visto un cofre de dinero en una habitación sucia. Ahora que había recuperado su magia, sentía el olor de la maldición aferrándose a todo como una podredumbre monstruosa.
—Creo que fue Diosa la que compró esa deuda —intervino Halcón de las Estrellas—. Malaliento le gusta muchísimo; dice que le va a dejar pagar en especie.
Lobo del Sol, que sabía muy bien lo que se decía en el campamento sobre los gustos de Diosa, se estremeció. En ese momento Moggin se abrió paso entre los demás, envuelto en largas túnicas de lana castaña y tantos chales y mantos como podía conseguir a cambio de sus servicios como ingeniero de minas del Alcalde, las manos enfundadas en burdos mitones y una canasta de mimbre con las dos gallinas negras que eran parte del rito para borrar ese tipo de maldición. Tenía los bolsillos llenos de frascos: mercurio, lo que quedaba del polvo de auligar —Lobo del Sol, ahora podía hacer hechizos, se había prometido a sí mismo fabricar más— y algo que pudiera identificarse como perteneciente a Purcell.
Lobo del Sol se quitó la capa de cuero de oveja y los guantes, se arrodilló con cuidado sobre el polvo duro y congelado y empezó a dibujar el Círculo de Poder alrededor del cofre.
Todavía estaban allí seis horas después, cuando la luz del día se desvanecía ya sobre las rocas y la de las antorchas derramaba un oro saltarín con las ráfagas nocturnas que soplaban sobre el pantano.
—Esa bastarda no quiere desprenderse.
—Éste no es el momento de hacerse el gracioso, Jefe —dijo Ari con la voz matizada en un tono peligroso. Había cabalgado ida y vuelta unas dos o tres veces entre la bodega perdida y el campamento, y cada vez que Lobo había salido del túnel había más gente dando vueltas alrededor de las ruinas de la villa. Bron había encendido un fuego y estaba sirviendo Muerte Blanca de un gran odre de piel de cabra. Opium, embutida en terciopelo púrpura saqueado años atrás del castillo de una reina del Este, comparaba las anotaciones de los créditos con el Alcalde de Wrynde, sentada sobre un cimiento roto. Meacascos estaba defecando. Hasta Correntada estaba allí, el aliento convertido en una nube dorada a través de la sonrisa sin dientes mientras mezclaba tragos de todo tipo.
—El momento para hacerme el gracioso fue hace seis horas, cuando no estaba cansado ni medio congelado, demonios —le replicó Lobo, frotándose las manos heladas y metiéndoselas bajo las axilas para calentarlas—. Hicimos todos los hechizos que pudimos recordar, y cuando pusimos lo que quedaba de auligar en una pieza de plata, la maldición seguía ahí, como un tatuaje en el culo de un marinero.
No agregó la conclusión evidente a la que habían llegado él, Halcón de las Estrellas y Moggin, en cuclillas alrededor del noveno o décimo Círculo que habían hecho en la privacidad de la bodega: que sin lugar a duda era la fuerza enloquecida de la magia de la tierra la que había fijado la maldición al dinero y que la había fijado para siempre.
—Después de todo —había señalado Halcón de las Estrellas una vez decidieron no darle la noticia a Ari—, todavía quedan seis semanas de invierno.
—¿Significa eso que ahora ni siquiera podemos saber si la maldición sigue ahí o no? —preguntó Ari.
—Claro que podemos —interrumpió Malaliento, que bajo el ojo azul y vigilante de Diosa, era el único que parecía vagamente aliviado por las noticias—. Después de cada intento, que alguien juegue una partida de póquer cerca. Os aseguro que así lo sabremos muy rápido.
—Bueno, a menos que quieras arriesgarte a perder más gallinas —gruñó Lobo del Sol—, creo que hasta aquí hemos llegado. —Tres de los rituales de limpieza pedían sangre en sacrificio y, en pleno invierno, las gallinas no eran baratas—. Te lo repito: lo hemos intentado con todos los métodos que conocemos. Esa maldición no se va.
—Te das por vencido demasiado pronto —murmuró Ari con rabia—. ¿Qué vamos a hacer? Le debemos la mitad del campamento al viejo Xanchus…
—Bueno, será mejor que no le pagues con ese dinero, si piensas asociarte con él en la explotación de las minas.
—Donémoslo al altar de la Madre en Peasewig —sugirió Malaliento con los ojos brillantes—. Esos herejes se lo merecen.
—¿No podríamos fundirlo? —sugirió Opium, que se acercó al grupo por la boca arqueada del túnel y se ajustó con cuidado una peineta enjoyada en el cabello—. ¿Fundirlo y vender la plata?
—¿Y dejar que el que la compre se las arregle con la maldición?
Ella se encogió de hombros.
—Tal vez si lo fundimos, la maldición desaparezca.
—¿Y si no?
La voz de ella se puso a la defensiva.
—Entonces, no es asunto nuestro.
De pronto, Lobo sintió que la amaba considerablemente menos que antes.
—No en mi fragua, eso sí que no —interrumpió Puerco, acercándose como un oso polar en su gran chaqueta blanca.
Meacascos, que lo seguía moviendo la cola, olisqueó con curiosidad el cofre que descansaba sobre el umbral, pero retrocedió rápidamente y no prosiguió con sus atenciones habituales.
Tal vez sea incontinente, pensó Lobo, que era el único que lo había notado, pero no tonto.
—De acuerdo —dijo Opium—. Que Chupatintas use ese dinero cuando vaya al Sur a comprar equipo de minería y empezar las negociaciones con Kwest Mralwe. Tú mismo dijiste que las maldiciones se vuelven contra el que las fabricó.
—Nunca llegaría al Sur —señaló Lobo, y siguió otro silencio incómodo en el que todos digirieron las funestas implicaciones de la maldición.
Ari estuvo insultando al aire durante quince minutos.
Después, todos volvieron al campamento al galope.
Esa noche, mientras Ari explicaba a las tropas reunidas en la pista de entrenamiento que el crédito con que habían comerciado todo el invierno carecía de valor, se levantó un viento amargo del nordeste y, unas horas después, empezó a caer aguanieve. Eso era algo perfectamente natural en pleno invierno, y algo que podía volver a suceder la tarde siguiente, pero Lobo del Sol no quería correr riesgos y necesitaba una noche de sueño. El aguanieve siguió cayendo durante todo el día siguiente.
La villa derruida a la que él y Halcón volvieron unas horas antes de la caída del sol era como una avanzada de los Infiernos Congelados, un lugar de hielo sucio y muerte con unos cuantos pilares caídos y un par de bancos de granito apenas reconocibles bajo la capa de nieve vieja y barro duro como el hierro. Al brillo leve de la bola de luz mágica que flotaba sobre su cabeza, Lobo veía su propio aliento, el de Halcón de las Estrellas y el del poni de carga cubierto de pesadas mantas, como nubes harapientas y blancas. El frío lo atravesaba como una lanza de batalla a través de la bata gastada que llevaba sobre la chaqueta y la capa que se había puesto encima.
Bien, pensó. No tenemos competencia. Casi deseaba que el Alcalde de Wrynde, que no le gustaba, se lo robara, pero el dinero —y la maldición que iba con él— se filtrarían muy rápidamente de vuelta al campamento si lo permitía, además de acabar con todo el proyecto de extracción de alumbre, que prometía traer mucha riqueza al empobrecido norte.
Con cuidado, usando una taza de peltre como cuchara, aunque ahora sabía cómo sacarse los restos de maldición pegados a las manos con facilidad, pasó el dinero del cofre a las mochilas que habían traído y Halcón de las Estrellas las llevó una a una hasta el caballo. Cuando la noche anterior él le había confiado lo que pensaba hacer, su único comentario había sido:
—Será mejor que no nos atrapen…
Y si se ponía a pensarlo, no tenía más remedio que darle la razón. Si los atrapaban, sería el infierno.
Cuando terminaron, Lobo del Sol incendió el cofre, levantó las últimas dos bolsas, caminó por el corto túnel que llevaba al frío aire exterior y se tropezó con Ari en la puerta.
—Jefe —dijo su discípulo con voz llena de reproche—, nunca lo hubiera creído de ti.
Pero la desaprobación de la voz era una caricatura, como la expresión orgullosa que Lobo veía en su cara, medio oculta detrás de las bufandas y la capucha bajo la luz temblorosa de la lámpara que llevaba colgada.
—¿Ah, sí? ¿Y tú qué estás haciendo aquí? ¿Vas a comprarte una villa en Dalwirin y retirarte?
—No quiero ni imaginar el tamaño de las termitas que tendría ese lugar —le replicó Ari con una sonrisa. Lobo del Sol vio a Halcón de las Estrellas de pie cerca del poni, y junto a ella otra silueta más alta, delgada, y una de las mulas de carga. Después, con mayor seriedad, Ari le dijo—: ¿Qué vamos a hacer con esto?
—Llevarlo a los Pantanos Kammy y meterlo en la arena movediza. Y no todo en un lugar. Es una semana de viaje a esta altura del año pero no creo que sea peligroso. Y allí nadie puede tener mala suerte. Solamente los demonios.
Los vientos estaban amainando. Al abrigo de la colina el aire estaba casi quieto, excepto alguna ráfaga que movía de vez en cuando los harapos de la larga capa de Lobo y le mordía las orejas a través de la capucha.
Ari asintió.
—Yo había pensado en el río de Amwrest, pero los pantanos me parecen mejor. Hay demasiada gente en el campamento que querría arriesgarse a pasárselo a otra persona.
Como Opium, pensó Lobo. Ahora que la conocía mejor, después de los últimos dos meses, se había dado cuenta de que era vanidosa en su belleza —tenía razones para serlo— y bastante mercenaria. Considerando el hecho de que el dinero era su protección contra las maldades del destino, era comprensible.
Pero el saberlo, como la confianza cada vez mayor que hacía que ella dejara de querer serlo todo para todos los hombres, había erosionado su deseo erótico.
Una lástima, pensó, pero así era.
—¿Puedes explicar los motivos de mi ausencia? —preguntó a su discípulo—. Halcón iba a quedarse a cubrirme, pero…
—Jefe —dijo Ari razonablemente—, si desapareces y alguien viene aquí y busca el dinero y el dinero tampoco está, y fuiste tú el que dijiste que la maldición no se había borrado, no habrá forma de que pueda explicarlo. —Se encogió de hombros e hizo un gesto… Halcón de las Estrellas y la otra figura embozada se acercaron con la mula cargada—. Pero si Malaliento desaparece por dos semanas, ahora que Diosa lo está buscando por todo el campamento, nadie se sorprenderá.
En la penumbra saltarina del brillo de la lámpara, los dientes de Malaliento brillaron en una sonrisa. Sus largas trenzas negras sobresalían entre las bufandas y la capucha como cuerdas de campaña, y el oro que había trenzado en ellas brillaba ligeramente bajo la luz.
—Estoy dispuesto a arreglármelas con la maldición en el camino a los pantanos, Jefe, pero desde ahora te lo digo: si me atacan los bandidos, pienso darles las bolsas. Y todavía creo que deberíamos haberlas donado al altar de la Madre en Peasewig.
—Eso —comentó Halcón con voz oscura— es solamente porque la Madre nunca se enojó personalmente contigo. No te gustaría nada que lo hiciera, te lo aseguro.
—¿Estarás bien? —le preguntó Lobo.
Malaliento se encogió de hombros.
—Toda mi vida ha sido una carrera contra la mala suerte. No es algo con lo que no pueda enfrentarme. A ver qué puedes hacer con Diosa para cuando vuelva.
Y desapareció en la oscuridad de aguanieve, llevándose a la mula, de aspecto deprimido, de la brida. Lobo del Sol tenía la suficiente técnica para controlar los efectos de una tormenta en su área inmediata, pero no para detener una por completo, y menos durante el invierno; volvió con Ari y Halcón al campamento en secreto. Para cuando acalló los vientos hasta convertirlos en lentas y monótonas ráfagas, sus huellas estaban lo bastante cubiertas como para que nadie en el campamento sospechara lo que había pasado.
—Fui un ingenuo. —Lobo del Sol se sentó sobre el banco cubierto de pieles y apoyó los brazos sobre el murete que hacía de respaldo—. Toda esa habladuría altruista que estuve escupiendo hace un año, eso de que tenía que encontrar un maestro porque no quería lastimar ni matar a nadie por ignorancia… Mis antepasados debían de estar muertos de risa. Lo que necesito es un maestro que me diga cómo lograr que no me esclavicen de nuevo, tal vez durante más tiempo la próxima vez, tal vez para siempre.
—Eso si —señaló Halcón de las Estrellas, acodada sobre las pieles del banco— el próximo maestro que encuentres no trata de esclavizarte él mismo.
Lobo del Sol la miró ofendido y levantó la jarra de cerveza.
—Sabes que no tenía ninguna necesidad de oír una frase como ésa…
Aunque el solsticio de invierno había pasado hacía ya dos semanas, la oscuridad descendía temprano todavía. La última luz gris moría al otro lado de las pocas ventanas que carecían de postigos, y la pequeña habitación desnuda estaba casi a oscuras. Fuera había antorchas encendidas a lo largo de la ruinosa columnata, y en la pista de entrenamiento, donde los que quedaban de la clase de la tarde seguían golpeándose con espadas de madera y palos y gritándose con voces que se oían a través de la pared oeste.
Lobo del Sol sentía otras conversaciones a lo lejos: esclavos que recogían el material después del trabajo en la reconstrucción del Depósito de Armas, mujeres que charlaban sobre la moda venidera en el corte de mangas mientras cruzaban la plaza congelada hacia el comedor de Puerco, y dos muleros frente a la casa de Ari que admiraban el caballo bayo de tendones vigorosos de un mensajero del Sur que había llegado al campamento dos horas antes. El viento gemía levemente a través de las vigas y las grandes piedras de granito escamoso del jardín de piedras de Lobo del Sol. Era el tiempo del deshielo, antes del inviernillo de marzo que llevaría a su vez a la verdadera primavera.
—Es lo que yo haría —comentó ella rodando sobre el vientre, el mentón entre las manos, los pies embutidos en sandalias por debajo de la bata suave de lana blanca que se había puesto después del baño—, si fuera egoísta y ambiciosa y tuviera hechizos que pudieran esclavizar a otros magos. Ahora que Altiokis no está aquí para hacerme caer de una pared en algún lugar, empezaría a decirle a todo el mundo que estoy lista para enseñar a todos los cachorritos de magos que pueda haber en los alrededores.
—Eres realmente una mala mujer.
Ella se encogió de hombros.
—Ah… Nueve años en un convento te hacen dura. —Con el mechón de cabello marfil, fino como el de un bebé, cayéndole sobre los ojos grises como el humo entre las sombras, nunca había parecido menos dura. Él le dio la cerveza y volvió la cabeza hacia el sonido suave, familiar, de los pasos de Moggin sobre la galería de madera.
—¡Adelante! —dijo, y unos instantes después entró el filósofo, envuelto en un sucio albornoz y una capa a cuadros.
Como siempre, tenía el aspecto de una planta de interior que alguien hubiese dejado fuera en la primera nevada del año. Tenía una espada de madera en la mano y era bastante obvio que había llevado la peor parte frente a quienquiera que hubiera estado practicando con él.
—A la velocidad con que estoy aprendiendo —declaró con dignidad, dejándose caer de piernas cruzadas frente al hogar—, estimo que para cuando tenga el entrenamiento suficiente para poder defenderme de uno de tus hombres, habré muerto unos cuarenta y tres años antes.
—Por lo menos te enterrarán con una espada en la mano —dijo Lobo para consolarlo.
—Ah, muy bien. Otro deseo de toda la vida que se hace realidad. —Moggin sacó una botella de cuero con cerveza de debajo de la capa, llenó la jarra de Halcón de las Estrellas y tomó un trago largo y lento del frasco—. Pero no he venido a hacer planes para mi funeral, sino a deciros que creo que sé cuál era el nombre del maestro de Drosis. Gran Thurg fue uno de los que se llevaron parte de lo que había en la casa de Zane cuando éste murió. Hoy ha vendido todo lo que le quedaba (piezas de plata al peso, sobre todo) a Opium, para conseguir crédito en la taberna, y Chupatintas, que estaba allí en ese momento, se dio cuenta de que algunas eran piezas de un astrolabio. Drosis tenía un astrolabio de plata, que estaba entre mis cosas. Zane debió de tomarlo de mi casa.
Mientras hablaba metió la mano en el bolso plano de cuero que colgaba de su cinturón, y Lobo del Sol recordó la voz de Malaliento en la penumbra de la habitación de Halcón de las Estrellas, con el carnaval de la caída de Vorsal resonando desde el exterior… Así que ese condenado de Zane se dedicó a recorrer la casa mientras todos los demás estaban en el patio…
Por el tono de la voz de Moggin, Lobo del Sol se dio cuenta de que el filósofo no había reparado en el momento en que Zane se había hecho con el instrumento, y no quiso decirle nada.
Moggin le tendió un pedazo de metal. Estaba abollado y bastante maltratado, pero Lobo del Sol reconoció el rete de un astrolabio grande. Por una cara se discernían vagamente las posiciones de las estrellas, grabadas sobre el metal suave. Por el revés —el lado que quedaría oculto contra el círculo del astrolabio mismo cuando se ensamblara el instrumento— distinguió el nombre de Metchin Mallincoros en letras de trazo muy delgado.
—¿Estás seguro de que es el maestro de Drosis, y no el constructor del astrolabio?
Moggin asintió.
—En primer lugar, Drosis me dijo que su maestro había hecho el astrolabio, y puedes ver que la ortografía es la misma que en el frente, donde están grabados los nombres de las estrellas. La unión de las letras «tch» en «Metchin» es igual a la que se ve aquí, en la estrella Atchar. Es característica de…
—Te creo —dijo Lobo—. Metchin de Mallincore. —Se acarició el bigote, pensativo—. Nunca llegamos hasta las Tierras de Neblina, ¿sabes? Es un principio… si, como dice Halcón, él o el discípulo que lo haya sobrevivido no nos salen con otro tipo de geas para usar con magos aprendices.
—Bueno —dijo Moggin inquieto—, recuerdo por lo menos dos tipos más de hechizos de esclavización mencionados en el Libro Ciamfret, aunque no…
—Esto se pone mejor a cada segundo que pasa…
—Si vamos a Mallincore, espero que te guste el ajo —interrumpió Halcón de las Estrellas, mientras se sentaba—. Jefe, creo que estás enfocando mal todo este asunto.
Él tomó la jarra, de la que ella no había derramado ni una gota, a pesar de que había sido llenada hasta el borde.
—Considerando lo que ha pasado este último año, no pienso discutírtelo —gruñó—. ¿Tienes algún plan alternativo?
—¿Para qué quieres un maestro? —dijo ella con lentitud—. ¿Por qué no tomarte tiempo para aprender lo que ya tienes? Para estudiarlo a fondo, para trabajar… para practicar lo que sabes que sí puedes hacer. Tienes a Moggin, él puede ayudarte; tienes los libros de las Brujas; tienes los libros de Drosis, los tres que hay aquí y todos los que se puedan sacar de la casa de Purcell. Sí, necesitas que te enseñen… pero también necesitas tiempo para aprender. No te estás dando ese tiempo; te pasas la vida corriendo de un lado a otro buscando a alguien que te convierta en un buen mago… Necesitas convertirte en un buen mago y tienes que hacerlo tú mismo, Jefe. Tienes que empezar contigo. Después, si todavía sientes que quieres encontrar un maestro, quizá puedas defenderte mejor.
Él se quedó en silencio durante un largo rato, mirando el corazón del fuego y preguntándose por qué sentía miedo. ¿Miedo de que si no lo lograba, no tendría ninguna razón para explicarlo, ninguna excusa? ¿Era eso lo que había estado buscando, alguien que tomara la responsabilidad de su fracaso o su éxito como mago?
La magia, como el combate, necesitaba un maestro, uno no podía aprender a manejar el poder de los libros como no podía aprender a nadar sin explicaciones. Pero también necesitaba práctica, y trabajo permanente, soledad, paciencia y cuidado.
Recordó su cansancio en el camino hacia el norte desde la Columna del Dragón hasta Kwest Mralwe, viajando todo el día, jurándose que buscaría en los libros algún tipo de cura para Halcón de las Estrellas y quedándose dormido después de cada día de cabalgata. Recordó la calma tranquila de los últimos meses, la lectura y el estudio, el intento por sacar la verdad de los libros y la sensación de que el tiempo era suyo. No meses, pensó, años.
Levantó la vista y vio los puntos de luz rosada reflejados en los ojos de Halcón de las Estrellas.
—¿Aquí?
—A menos que pagues a un agente para que te busque ofertas de trabajo en los Reinos Medios.
—Tendremos que volver a Kwest Mralwe, una vez por lo menos, para ver qué hay en la casa de Purcell.
Ella asintió.
—Y apenas se limpien los caminos, antes de que otro vudú emprendedor tenga la misma idea. Pero…
Unos pasos sonaron con fuerza en la galería, rápidos, marcados, y Lobo del Sol apenas tuvo tiempo para identificarlos antes de que ella se deslizara por la puerta.
—Lobo…
Cruzó el suelo de planchas con la gracia rápida de siempre, levantando el terciopelo color vino de sus faldas.
Para sorpresa de Lobo, Halcón de las Estrellas la recibió como a una amiga. Claro, pensó él. Todo el invierno en la taberna… ellas también tuvieron tiempo de conocerse. Opium se detuvo frente a ellos y preguntó:
—¿Has visto quién ha llegado al campamento esta tarde?
—Un mensajero de Ciselfarge, ¿no? —Lobo conocía los escudos de armas de todas y cada una de las pequeñas ciudades mercantiles de los Reinos Medios y la Península de Gwarl, y había identificado el castillo blanco sobre el cuadriculado en verde y rojo tejido sobre la tabarda del cortesano, incluso bajo las varias capas de barro incrustado—. Eso es asunto de Ari. Yo no tengo nada que ver.
—Adivina. —Una luz leve bañaba los rubíes bárbaros de los broches de su vestido bajo la capa ribeteada de piel, broches que Lobo del Sol recordaba haber visto robar a Pequeño Thurg en la Península años atrás. Sin duda los había vendido ese invierno cuando se quedó sin crédito en la taberna—. Después de todo lo que ha pasado este invierno, sabes que la tropa está corta de hombres… unos seiscientos más o menos. Me refiero a hombres que puedan pelear. Ari aceptó la oferta de Ciselfarge…
—¿Kedwyr los ataca? —Opium pareció sorprendida ante tal muestra de rapidez—. Lo he estado esperando desde que firmaron el acuerdo de no agresión el verano anterior.
—Sí —dijo ella, impresionada. Lobo no hizo comentario alguno sobre el hecho de que Opium tomara parte en las negociaciones. Considerando la forma en que Kwest Mralwe había engañado a Ari y Chupatintas, no era una mala idea—. Ari quiere hacerlo, porque debe dos veces el coste de la tropa a Xanchus y los restantes mercaderes por comida, medicinas y mulas para la campaña de verano. No es una deuda que se pueda olvidar… —agregó con sabiduría la muchacha—, a menos que quiera llevar las tiendas en los bolsillos a partir de ahora. Pero Xanchus dice que quiere que Ari le pague la deuda en especie, y se quede aquí para guardar las excavaciones mientras ellos se establecen.
—A un precio que es más o menos un tercio de lo que le ofrece Ciselfarge —adivinó Lobo y, otra vez, Opium lo miró sorprendida.
—La mitad, creo yo. Así que, como el Alcalde tiene la mayor parte de las deudas de Ari, llegaron a un acuerdo: dejan cien hombres como fuerza de seguridad, y a ti para reclutar y entrenar a otros cien.
Lobo del Sol se sentó bien derecho en el banco, un ojo brillante de furia.
—¿A MÍ?
Tres meses antes, Opium habría retrocedido con un gesto de miedo y lo habría mirado con los ojos líquidos; ahora juntó las manos ante la hebilla enjoyada de su cinturón y señaló:
—Entiendo el punto de vista de Xanchus. Esas excavaciones valen más que dinero, representa poder para el que controle el mercado. Por eso estamos usando mensajeros y conduciendo las negociaciones en secreto, para no tener un ejército de Kwest Mralwe a las espaldas en cualquier momento.
—Eso es asunto de ellos, demonios —replicó Lobo del Sol—. No pienso trabajar para ese asqueroso enanito…
—Pero él es el dueño de la mayor parte de tus deudas —le informó ella—. Estuvo comprando deudas todo el invierno apenas se supo que no había forma de pagar el crédito con dinero real.
La voz de Lobo del Sol se quebró en un ronco rugido.
—¡De ninguna manera voy a pasar aquí el verano como… como guardián de un asqueroso agujero en el suelo! No soy esclavo de ningún comprador de deudas de mierda…
—Debería haberlo dejado encerrado —señaló Halcón de las Estrellas a nadie en particular.
—Legalmente puede comprar las deudas de quien quiera, ¿sabes? —afirmó Opium—. Él dice que fuiste tú el que sentó el precedente, y la falta de pago de una deuda…
—¡Y es cierto, demonios, pero aquello era diferente!
No era diferente, y él lo sabía, lo sabía al tiempo que lo estaba diciendo. El campamento dependía demasiado de la buena fe de la ciudad como para perturbar la economía de esa buena fe.
—Está ahí fuera ahora. —Ella hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta entreabierta, a través de la cual se veían figuras sobre el fondo del ladrillo manchado de humo de la esquina de la casa de Ari, y las estatuas derrumbadas de la hilera de columnas, en una estrecha franja de luz ámbar de antorchas encendidas. Ari, con los anillos de oro en las orejas y el cabello brillando suavemente donde lo alcanzaba la luz, asentía gravemente a la charla inaudible de Xanchus, enfundado como una calabaza en una docena de batas forradas en piel, los ojos agudos y penetrantes mirando detrás del ribete de piel de su sombrero. También estaba Chupatintas, una gorguera blanca y torcida sobre los hombros negros como una margarita aplastada, los libros de contabilidad en la mano y, a su lado, el mensajero de Ciselfarge, con la tabarda heráldica manchada de barro sobre varias capas de lana y un jubón de cuero de oveja—. Si quieres escaparte antes de que pueda preguntártelo cara a cara, puedo cubrirte.
Los ojos oscuros se encontraron con los del hombre y mantuvieron la mirada firme.
—Es un trato justo —agregó, con la sombra de una sonrisa.
—¿Dices eso porque tengo cuarenta años y soy feo? —Él la tomó de las manos y se inclinó para besarla en los labios.
La sonrisa de ella se ensanchó, traviesa, con la idea agradable de que él siempre sería, si no un amante, por lo menos un amigo en quien confiar.
—Algo así. Durante el verano veré qué puedo hacer para comprar otra vez tus papeles. Y no te preocupes, no traficaré con ellos. A menos que insistas, claro… Hace semanas que el pobre Malaliento está viviendo en nuestro cuarto trasero con Correntada. Bron va a sacarlo en secreto con la carreta de campaña. Diosa se queda como comandante de los guardias de la mina.
—Eso le enseñará a apostar los mismos veinte strats cinco veces seguidas.
Lobo la besó otra vez y echó una mirada a Halcón de las Estrellas, pero ésta había desaparecido. Un momento después, salió del dormitorio ajustándose el cinto de la espada sobre el cuero grueso y negro del jubón y la chaqueta. Con su eficiencia habitual, ya se había cambiado.
—Ahora sé por qué nunca podría huir en caso de apuro. —Opium rió, soltándole las manos, y caminó hacia Halcón en un frufrú sedoso de faldas en movimiento—. Nunca me lleva menos de una hora vestirme, y eso sin contar el maquillaje… —Halcón de las Estrellas rió y las dos se besaron—. Os daré todo el tiempo que pueda. —Y se marchó, deslizándose por la puerta de atrás hacia el jardín, para que Xanchus y los que negociaban con Ari no se dieran cuenta de dónde venía.
—Halcón, ¿puedes traer los caballos mientras recojo el equipo? —dijo Lobo—. Creo que Pequeño Thurg está de guardia en la puerta esta noche… —Se volvió hacia Moggin, que se había levantado sin que lo vieran en la penumbra del hogar—. ¿Vienes?
El filósofo pareció sorprendido por la pregunta.
—Si me aceptáis…
—Va a ser duro —lo previno Lobo del Sol, pensando en el clima, el frío y la fragilidad de aquella figura gris—. Y Kwest Mralwe tal vez no sea un lugar agradable para ti, considerando lo que pasó.
La boca sensible hizo un gesto de miedo, después el filósofo meneó la cabeza.
—Después de cuatro meses de tranquilidad bucólica en Wrynde, creedme, estoy dispuesto a ir a cualquier lado donde se pueda comprar jabón y libros a voluntad. No creo que ningún lugar sea agradable para mí durante un tiempo —agregó con más tranquilidad—. Pero prefiero estar con amigos, aunque sea en un camino horrendo, que aquí solo. Trataré de no ser una molestia.
—Ve a buscar la espada y el astrolabio. Nos encontraremos en el establo. Y que no te vean. —Lobo fue a la cocina a buscar comida para el viaje, con la mente ya en el camino y en el clima, preguntándose si podría alejar la lluvia que sentía cercana o si sería más útil dejarla llegar para que ocultara las huellas.
En la penumbra junto a la estufa, distinguió a Halcón de las Estrellas, una silueta negra y alargada contra los pocos centímetros de puerta abierta, la luz borrosa de las antorchas desde la columnata como un reflejo confuso sobre el cabello pálido y el metal del jubón, el cinto de la espada y la parte superior de las botas. Llegó hasta ella y vio por qué se había detenido. Xanchus y el mensajero de Ciselfarge estaban de pie en un extremo del pórtico, hablando y señalando hacia la casa. Más allá del hombro de Ari, se advertía movimiento entre las piedras del jardín.
Un momento después, Opium salió por la puerta de la casa de Ari, que les quedaba a la espalda, y dijo algo que les llamó la atención con su voz lenta y grave. Se volvieron para mirarla, y a Lobo del Sol le pareció que Ari hacía un ademán inquisitivo y ella le replicaba con el más leve de los gestos de la cabeza. Después se oyó bien clara la voz del comandante que decía:
—Ah, antes de presentarle la propuesta, quería preguntaros los términos de la compra de las mulas… —Y poniendo un brazo musculoso sobre los hombros de ambos hombres, se los llevó de vuelta hacia las sombras de su propia casa.
Lobo del Sol sonrió, puso el brazo sobre la cintura de Halcón y la besó con fuerza.
—Vamos —dijo—. Podemos estar a quince kilómetros de aquí antes de que se den cuenta de que nos hemos ido.