—Son cinco cobres.
—Es un robo, demonios, eso es lo que es —gruñó Lobo del Sol entre dientes, pero miró la parte inferior de la espalda de Opium con ojos llenos de admiración cuando ella se agachó para tomar el libro de créditos detrás de la barra y marcar su página—. Eso es lo que cuesta un trago de cerveza verdadera —agregó mientras ella lo miraba con ojos divertidos a través de mechones de cabello lustroso.
—Sería una gran cosa —murmuró Malaliento, sentado a la mesa de póquer mientras tomaba cuatro piezas de madera de Chupatintas— que pudiéramos pagar con dinero de verdad.
Lobo del Sol no contestó. Sabía que Malaliento lo había dicho para que él lo escuchara, aunque no con malicia.
Opium cerró el libro de créditos de golpe.
—El crédito que habéis derramado sobre el campamento, querido mío, suma más dinero del que has visto en toda tu vida, así que aprovéchalo. —Tocó la manija del barril y soltó un arroyo de seda color castaña en la jarra de peltre que Lobo del Sol tenía para sí en el local. Apoyó la cerveza en la barra frente a él. Durante un instante, los ojos de los dos se encontraron. Ella todavía era hermosa, hasta quitar el aliento, pero él ya se estaba acostumbrando. El hecho de que ahora viviera con Bron ayudaba un poco: satisfacía algún tipo de instinto territorial masculino que parecía sentirse ofendido ante la idea de una hembra sin hombre. Aunque tal vez todavía jugaba con la idea de arrastrarla al suelo y poseerla bajo el mostrador, ya no tenía que luchar para contenerse cada vez que ella entraba en la habitación. O por lo menos no mucho.
Tal vez se debiese a que Opium estaba más contenta con su vida allí, contenta con Bron y con su habilidad para hacer dinero —o por lo menos, lo que se convertiría en dinero cuando el dinero volviera a aparecer por el campamento—. Como Bron y Opium realmente tenían provisiones que vender, buena parte del monto del crédito del campamento pasaba lentamente a sus libros, y los chismes decían que Opium era una de las inversoras más importantes del consorcio que manejaría las minas de alumbre cuando se reabrieran. Algunos de los hombres agregaban que se había vuelto insoportable y malvada desde que se había hecho rica —lo que significaba que ya no bailaba en la taberna y que la fragilidad oscura, la vulnerabilidad que había atraído los instintos protectores de Lobo había desaparecido, reemplazada por una paz confiada y tranquila. Pero si Lobo del Sol añoraba el encanto de aquella muchacha inofensiva y sola, por lo menos no le criticaba lo que había ganado a cambio.
Todavía se movía con la ligereza de una bailarina y se detenía un segundo frente al espejito de la barra para ajustarse la flor de seda del cabello, como ahora antes de acercarle la cerveza.
—¿Y tú? —le preguntó con suavidad—. ¿Van mejor las cosas, Lobo?
Él permaneció callado, mirando la espuma blanca como el mármol en la jarra que había entre sus dos manos llenas de cicatrices. ¿Realmente iban mejor las cosas?
Se obligó a asentir.
—Sí —dijo—. Sí.
Las cejas negras de ella se hundieron en un gesto de preocupación y amistad.
—¿Crees que alguna vez…?
—Repito que estoy bien.
Ella tomó aliento para disculparse, o preguntar, o tal vez para expresar una preocupación genuina por su bienestar, y él se concentró en mantener las manos sobre la jarra y no darle una bofetada o gritarle que se callara la boca, mierda. Pero la mujer no usó el aire que tenía en los pulmones. Después de una pausa incómoda, Lobo se tomó la cerveza y le dirigió una sonrisa que esperaba no pareciera falsa.
—Gracias —dijo, y se fue.
Su magia no había vuelto.
El invierno había entrado con fuerza en el campamento. Al cruzar la plaza, el barro congelado crujía resbaladizo y traicionero bajo sus botas, lleno de huellas y manchado de nieve sucia. El viento gemía alrededor de las paredes de la fortaleza, suave ahora, pero por las noches crecía como un alarido terrible entre las altas vigas de la casa de Lobo del Sol, en los depósitos de la taberna de Bron y en los improvisados techos del hospital y los establos. En el hospital no importaba mucho. Los que no habían muerto en la epidemia, no por enfermos que estuvieran, habían empezado a recuperarse apenas Purcell pereció en las llamas del Depósito de Armas.
Xanchus, el alcalde de Wrynde, había enviado a dos comadronas para ayudar hasta que Carnicera se recuperara. Ninguna de las dos era maga ni tenía poderes curativos, pero ambas comprendían la magia de las abuelas y Lobo del Sol, humildemente, había hervido agua y buscado hierbas a sus órdenes mientras trataba de aprender lo que ellas quisieran enseñarle. Moggin había ofrecido sus conocimientos de medicina, pero un día, mientras molía hierbas, la mayor de las dos abuelas le confió a Lobo que su ayuda había sido con mucho la más útil. Los escasos hombres que se habían reído de él al verlo ayudar a dos viejas decrépitas, rápidamente se arrepintieron. Cuando más tarde Lobo del Sol les propuso intercambiar algunos golpes de entrenamiento con él en una de las clases de Ari, lamentaron estar vivos. Cuando ellas se fueron, Lobo aprovechaba los días en que el clima se calmaba un poco entre una tormenta y otra, para cabalgar quince kilómetros hasta Wrynde y seguir mejorando sus conocimientos sobre hierbas y curaciones. Ahora comprendía que tal vez nunca volvería a la magia, que eso y las curaciones que estaba aprendiendo de Carnicera eran lo único que le quedaba. De día, comprendía que tenía suerte de haber sobrevivido a la magia de la tierra. Despierto en la noche, era otra cosa.
En los sueños volvía, una y otra vez, a su primera y antigua visión de la magia; al pequeño naos de madera detrás de la casa larga de la aldea donde vivían los Antepasados. En esos sueños, él no era un hombre, no era el muchacho que había sido, pero el lugar era el mismo. En la selva umbría de los postes espirituales del otro lado de la zanja de sangre maloliente, veía todavía el brillo leve de las calaveras colocadas a lo largo de la pared posterior, y distinguía los nombres de los antepasados tallados toscamente sobre los troncos manchados. Los recuerdos de sus vidas mortales —generalmente un cuchillo o un casco, a veces solamente unos pocos mechones de cabello, un pedazo de cuero trenzado, o un manojo de paja entretejida— parecían moverse, inquietos, con el crepitar del fuego sobre el altar de piedra, donde las llamas brillaban como antaño en las Fiestas de los Muertos. Pero era un fuego más alto, más caliente, más feroz que cualquiera que él hubiera visto en la vida, y aullaba, salvaje, hacia las vigas, como si el viejo Muchas Voces hubiera espolvoreado secretamente la corteza de abedul que guardaba en sus mangas largas hasta el suelo.
Pero el viejo chamán no estaba allí, y sin embargo las llamas eran cada vez más altas, aunque Lobo no veía qué era lo que se quemaba en ellas.
El corazón de ese fuego lo llamaba, como en sus sueños de infancia, y su mano se tendía hacia él. En su antigua visión había tocado la llama, había sentido la agonía del dolor cuando el fuego le quemaba la carne y dejaba solamente los huesos que blandían el centro brillante como una espada. Unas noches después de la lucha con Purcell, cuando el sueño volvió por primera vez, había sentido que la esperanza le daba un salto en el pecho porque aquélla era la espada que había usado en su primera visión para liberarse de la mano oscura de Purcell. Apretando los dientes, había tendido la mano para tomarla de nuevo. Un dolor desgarrador, desesperante, atravesó sus entrañas como una espada, pero lo que había tomado de las llamas no era un esqueleto de mano sujetando el centro mágico de su poder, sino solamente una rama ennegrecida y chamuscada.
La pista de entrenamiento estaba tranquila cuando llegó. Había habido una clase esa mañana, dirigida por Ari como Lobo la había dirigido años atrás, empujando e insultando, obligándolos a enfrentarse a las complicaciones pragmáticas del combate armado y del combate sin armas, para que cada reflejo, cada reacción, cada golpe y cada ataque fueran tan rápidos e inconscientes como el parpadeo de los ojos ante una ráfaga de polvo. Trabajando al fondo de la pista con el aire congelado de la galería abierta sobre la espalda y el vapor del aliento y el calor del cuerpo bajo el alero, Lobo del Sol había recordado lo que era entrenar a los hombres, sentir el fuego de sus espíritus moviéndose como un arma en delicado equilibrio entre sus manos.
La gran habitación tenía un color plomizo, y los reflejos blancuzcos de la nieve que arrojaban las anchas ventanas cubiertas de pergamino, iluminaban apenas a los diez o doce guerreros que seguían entrenándose con las pesadas armas o corriendo para mejorar tiempos y respiración.
Del otro lado de la vasta habitación distinguió a Halcón de las Estrellas, que instruía con paciencia a Moggin en los primeros rudimentos de la espada. La tos del filósofo respondía lentamente a las hierbas de las abuelas; se había librado por fin de su cadena de esclavo, aunque las cicatrices de los tirones le quedarían para siempre. Parecía estar mejor de lo que había estado nunca desde aquella primera vez en que Lobo del Sol lo había visto en la casa de Vorsal. Había vendido sus servicios como geólogo aficionado a Ari y Xanchus —era el único hombre en el norte con algún conocimiento sobre cómo hacer un horno para cocinar la piedra de alumbre y convertirla en el material que se usaba para el teñido— y había amasado un poco de crédito con eso; además se estaba ganando bastante bien la vida como narrador de cuentos. Ahora que Correntada había encontrado su verdadera vocación como ayudante de Bron en la taberna, la habilidad de Moggin para recordar todos los romances, obras de teatro y poemas que había leído en su vida, entre acogedoras paredes y libros de todo tipo, era un regalo del cielo durante las lluvias y nevadas del invierno que podían durar semanas enteras.
Nunca sabemos dónde iremos a parar, pensó Lobo con ironía. Probablemente, un año antes Moggin nunca hubiera creído que trabajaría como narrador de cuentos en una taberna en los márgenes de la creación. Y unos meses antes jamás hubiera pensado que sobreviviría hasta la primavera, o que pudiera desear seguir con vida.
Con un taparrabos solamente y temblando por el frío salvaje, Lobo empezó con el precalentamiento en los rincones oscuros de la habitación, donde el calor acumulado de la mañana todavía seguía en el aire. En otro tiempo había pensado que seguiría siendo el capitán de la tropa, el mercenario más rico del Oeste y el mejor maestro de armas del mundo.
Más adelante, había creído que sería mago.
Trató de dejar de pensar en lo que había sentido cuando tenía los vientos entre los dedos.
Tomó una espada de madera de uno de los baúles de cedro y empezó a trabajar los esquemas de entrenamiento, primero despacio, después con creciente intensidad, como un poseso. A medida que su cuerpo se movía buscando precisión y perfección, su mente se aquietaba gradualmente y se hundía en la meditación, tan abajo como le había enseñado Halcón de las Estrellas en los meses que habían pasado en el camino.
—¿Me culpa? —le preguntó a Halcón de las Estrellas esa noche mientras yacían entre las pieles que habían arrastrado hasta los tibios ladrillos del hogar. El carbón siseaba en su lecho de arena blanca; la luz de la llama, perdida en la penumbra entretejida de las vigas más arriba.
Ella meneó la cabeza. Sabía de qué le estaba hablando.
—Tú fuiste su maestro —dijo con suavidad—, pero no la razón por la que son guerreros y asesinos. Y lo mismo puedo decir de mí. Tú no me hiciste lo que soy, Jefe. Solamente me ayudaste a ser lo suficientemente buena para poder sobrevivir. —Los huesos del hombro de Halcón se movieron contra los pectorales de Lobo—. Y él lo sabe, sabe que aunque hubiera sido capaz de usar una espada ese verano, su familia habría muerto de todos modos. Más bien se trata de que, como yo, no piensa dejar que nadie lo convierta en su víctima. Decidió que sus principios filosóficos contra la idea de matar no comprenden el dejarse matar porque uno es incapaz de impedirlo.
Y así pasaron meses.
Era bueno, pensaba Lobo del Sol a veces, que, entre otros efectos del paso de la magia de la tierra por su cuerpo, se hubiera dado una hipersensibilización de su sistema al alcohol. En otros tiempos, quizá se habría consolado de la pérdida sufrida como con otras pérdidas anteriores, emborrachándose durante días, pero en su estado actual, más de una sola cerveza lo descomponía, y no compartía la necesidad desesperada que llevaba a Correntada a seguir bebiendo mucho después de haber alcanzado el estadio del vómito. También era bueno que Ari hubiera quemado todo el hachís y el azúcar de los sueños de Purcell. Sin contar las dosis que el mago le había dado, no había probado drogas desde los veinte, pero no le gustaba pensar en el cómodo olvido que prometían.
Manejar una pérdida sin algo que le quitara el filo —tragos, drogas o una docena de amoríos pasajeros— era algo nuevo para él, y lo encontró inesperadamente difícil.
No volvió a enseñar, pero se entrenaba con los demás a las órdenes de Ari. Mañana y tarde trabajaba con Ari y Halcón de las Estrellas, y aquellos que querían entender algo más sobre la disciplina de la espada: Malaliento, Chupatintas, Serrucho de Batalla, un mercenario de palabras lentas llamado Suciedad de Gato y su mujer, Isla, que, como Moggin, ni siquiera era guerrera, y Moggin, naturalmente. Algunos de los hombres protestaban, pero Lobo del Sol descubrió, un poco sorprendido, que ahora lo que pensaran sobre él le importaba mucho menos. Antes no se había dado cuenta de hasta qué punto eso le había preocupado. Ahora estaba mucho menos inclinado a la camaradería fácil que había tenido una vez con su tropa, pero su amistad con unos pocos, Ari, Moggin, se había profundizado.
Leyó, lentamente, con cuidado, los diez libros de las Brujas, recuperados de las habitaciones medio quemadas de Ari; trabajó en su jardín de rocas hasta que las nieves se lo impidieron, arreglando y volviendo a arreglar las piedras, buscando la corrección sin palabras de una belleza para la que no podía encontrar otra forma de expresión. Se entrenaba y meditaba hasta muy tarde en la noche; a solas en la pista de entrenamiento, con pequeñas luces sobre los pilares, porque hasta su habilidad para ver en la oscuridad lo había abandonado; o charlaba con sus amigos con una cerveza entre las manos y se hundía en las enloquecedoras partidas de póquer por piezas de madera y créditos, el único dinero del campamento ahora que las monedas hechizadas estaban fuera de circulación. Muchas noches, él y Halcón de las Estrellas se iban a las habitaciones de Moggin, las tres cámaras de techo bajo en el corazón de la sección intacta del Depósito de Armas que antes habían sido de Halcón de las Estrellas; otras, cuando Halcón de las Estrellas se hallaba con Carnicera y Serrucho de Batalla, Lobo y Moggin hablaban sobre magia, tiempo, sobre cómo pasaban las cosas y por qué.
—No sé —suspiró Moggin—. Había tantas cosas que no tenían sentido para mí en los libros de Drosis… Las cosas que no tienen sentido son mucho más difíciles de recordar. —Se acomodó sobre las pilas de viejas mantas y telas de lana que servían como asientos y se puso uno de los seis gatos adoptados sobre la túnica larga y polvorienta. Su espada —que había sido de Gata de Fuego— colgaba sobre la cama angosta, y la mesa improvisada estaba atestada: un astrolabio, un planetario roto, y todos los instrumentos de astronomía que había podido encontrar entre los años de saqueo amontonados en varias habitaciones del Depósito de Armas. El cabello largo, colgando sobre los colores chillones del manto que tenía sobre los hombros, estaba casi completamente gris, pero el dolor en los ojos era menos intenso que unos meses antes.
—Malditos sean esos estúpidos que quemaron la casa. —Lobo del Sol empujó el manoseado cuaderno de Drosis sobre el suelo atiborrado—. Toda esa biblioteca maravillosa convertida en humo…
—No lo sé. —Moggin acarició automáticamente la cabeza rojiza, dorada y chata del gato que tenía sobre el regazo—. Me habían golpeado en la cabeza y pensaron que estaba inconsciente, y ciertamente cuando empezaron a pelearse por el botín casi lo estaba, así que no lo recuerdo demasiado bien, pero mi impresión es que la casa no se encontraba en llamas cuando yo me arrastré para esconderme entre los otros cautivos. Hubo una gran parte de la ciudad que no ardió hasta el día siguiente. Se me ocurre que Purcell debe de haberse preocupado mucho por salvar lo que quedaba de la biblioteca, porque se hallaba en mejor posición para ocultar los libros que cuando murió Drosis. Cuando llegue la primavera, tal vez valga la pena volver a Kwest Mralwe y registrar la casa de Purcell.
Durante un segundo, la vieja excitación entibió a Lobo por dentro, la misma ansiedad que había sentido, acostado en aquella cámara lejana de la posada de las colinas, cuando escuchó las noticias de Malaliento y supo que había un mago en Vorsal. Lo golpeó como las ilusiones medio olvidadas de la infancia, seguidas inmediatamente por la bilis amarga de la angustia y el vacío, una sensación horrible, como si le hubieran desalojado el pecho y dejado en su lugar un agujero hueco y sangrante. Se volvió:
—¿Qué sentido tendría?
Esa noche volvió a pensarlo, mucho después de que Halcón de las Estrellas se durmiera en el círculo de su brazo. Era un viaje largo y tedioso hacia los Reinos Medios, y la idea de volver a enfrentarse con Renaeka Strata, el Consejo del Rey y el Rey mismo le daba la misma sensación que si hubiera mordido un pedazo de pan y se hubiera encontrado con un pedazo de metal entre los dientes. Pensó en el modo de decirles que ya no tenía magia, y en lo que podía urdir el Rey para obligarlo a entrar a su servicio.
Una vez había pensado en volver a la tropa, no como comandante —ése era el puesto de Ari, y esa situación se había hecho indiscutible, incluso aunque hubiera deseado lo contrario— sino como una especie de estadista mayor, no del todo involucrado. Pero lo había descartado. Las artes del combate eran una cosa, una meditación, una habilidad, una necesidad que no se podía explicar a quien no fuera guerrero. La guerra era otra muy distinta. Ahora había visto los dos lados, la lealtad y la amistad y el brillo de la vida en la punta de la espada, y, como Halcón de las Estrellas, nunca volvería a tomar las armas contra inocentes.
Pero sin magia, pensó, mirando la composición de cicatrices y huesos de la cara dormida de Halcón de las Estrellas, ¿qué le quedaba?
¿Maestro de armas en alguna modesta corte del sur, o aquí en Wrynde? A la luz de la luna, volvió la mano que tenía sobre el hombro de Halcón de las Estrellas, y vio los músculos gruesos y las cicatrices de las mordidas de los demonios, que se curaban muy lentamente, y la vieja visión de los huesos desnudos que habían tomado el corazón del fuego como se toma una espada. Había perdido lo que había sido, y había perdido también lo que podría haber llegado a ser. La herida del vacío se abrió de nuevo en él y el dolor fluyó por ella y lo cubrió.
Hizo un esfuerzo para rechazarlo, como había tratado de hacer con el dolor de sus muchas heridas físicas. Al menos iré a ver si los libros están allí. Era mejor que dejar que el Rey se los quedara. Y, tal vez, algún día…
¿Cuánto tiempo seguiría esperando antes de que fuera obvio que al librarse de Purcell se había despojado de la fuente más importante de su vida?
Durante un momento, el recuerdo de los vientos entre sus manos lo consumió. Moggin le había dicho que había noches en que se despertaba del sueño sacudido por el vívido recuerdo del cuerpo regordete de su esposa anidado contra el suyo.
Acarició la piel del hombro de Halcón de las Estrellas, fina como la seda, tocó el risco elevado de una vieja cicatriz, después la seda enredada del cabello. Por la mañana le contaría algo sobre el plan de viajar al sur, y vería qué pensaba ella al respecto. Por lo menos, sería algo que hacer.
Ella le había confiado en cierta ocasión que estar con él era todo lo que había querido desde siempre. Pero Lobo sabía que si moría al día siguiente, Halcón de las Estrellas encontraría algo que hacer, volver a su vida de monja, convertirse ella misma en maestra de armas, o tal vez en asesina. Sin su magia, él no podía aferrarse a ninguna otra cosa fuera de esa mujer, y eso, lo sabía, sería el fin del amor entre los dos, como una traición con Opium lo hubiera sido hacía unos meses.
Solitario, asustado y más impotente que nunca frente al destino, permaneció acostado, mirando la oscuridad enrejada de las vigas, hasta que se quedó dormido.
Soñó nuevamente con el fuego.
Se alzaba ante sus ojos, iluminando el bosque de postes de pino donde brillaban los ojos de los antepasados, y esta vez veía lo que se quemaba en la llama, ciudades ardiendo por completo sobre las colinas: Vorsal, Melplith, Laedden, e innumerables aldeas; la cara de una mujer que había matado en Ganskin, delgada como la de un esqueleto, rodeada por nubes de cabello negro, una vez que las mujeres y los niños de la ciudad reemplazaron a los hombres en los muros; cuerpos apilados, como los que habían puesto en piras frente a los muros de Noh para darles una lección por no rendirse a tiempo, cuerpos que hervían de ratas y cuervos; un mercader que él y otros habían matado a palos por haberlos estafado por el valor de dos tragos; y un niño al que había atropellado a caballo en medio de la lucha, ya ni siquiera recordaba dónde. Giraban todos juntos en la columna de fuego, y el crepitar de las llamas se mezclaba con las risas.
Él deseaba que Halcón de las Estrellas estuviera a su lado, porque ella, como compañera, entendía esas cosas, pero Halcón también se había marchado.
Estaba solo y había fracasado, y no en las cosas en que era bueno —las cosas en que su padre le había exigido que fuera bueno— sino en las que él había deseado desesperadamente: el amor de Halcón de las Estrellas y la magia que había nacido de los huesos de su alma. Desde el fuego se burlaban de él Opium, la niña Dannah con la garganta cortada como una gran boca roja, y la mano oscura de Purcell, que trazaba runas consumidas por el fuego.
Las llamas treparon todavía más alto, las imágenes se desvanecieron cayendo hacia el centro blanco, la risa se fundió en siseo. Sin moverse de donde estaba, sintió que se quemaba en el calor del fuego. Tenía los huesos vacíos de médula, huecos como los de un pájaro; cuando tocaran la llama, se quebrarían y en su agonía le darían solamente la rama muerta y ennegrecida y un mundo de dolor constante.
Pero tendió la mano hacia las llamas, sabiendo lo que pasaría pero ignorando qué otra cosa hacer, y así, temblando, aferró el corazón del fuego.
Halcón de las Estrellas lo oyó gritar en su sueño y se despertó, alarmada, desde las profundidades del suyo propio. No había sido fácil compartir la cama con él durante las últimas diez semanas. No había conseguido acostumbrarse ni siquiera en los buenos tiempos, después de años de dormir sola; entre las terribles pesadillas y los momentos en que él le hacía el amor de un modo desesperado, buscando olvidar la pérdida, la culpa y la pena que sentía, Halcón estaba falta de descanso. Pero respondió a esa mano aferrada a la suya y lo abrazó contra su pecho hasta que los sollozos se detuvieron; la seda leve del cabello de Lobo apretada a sus labios, los mechones largos y rizados de las cejas y el bigote contra la piel suave del cuello, y las lágrimas calientes quemándola, lágrimas de los dos ojos, el vacío y el bueno. No le preguntó nada, no le dijo nada. Con el tiempo, lo sabría todo, de eso estaba segura.
Pero él la apartó y se levantó de la cama, caminó desnudo a la fría luz de la luna que caía a través de las rejas de las ventanas desde la nieve sucia del exterior. Tendió los brazos hacia arriba, hacia el vacío negro sobre las vigas, brazos de músculos duros y vello dorado entrecruzado por cicatrices de heridas de batalla, y las enormes manos de un carnicero. Gritó de nuevo como si le arrancaran el sonido con un gancho de hierro; como el estallido brusco de un relámpago, la luz mágica salió de sus palmas levantadas, se estrelló contra el techo más arriba y cayó luego en riachuelos brillantes, pegajosos, a su alrededor, una luz temblorosa, danzarina, que llenó la habitación de un brillo azul y frío y lo bañó en un esplendor congelado.
Otro grito incoherente salió de su garganta partida y la lámpara que había junto a la cama, las velas junto a sus libros, y el fuego en el hogar de la otra habitación se encendieron con llamas simultáneas. En la locura y el temblor de la nueva luz, ella vio el dolor y la excitación exultante en aquella cara familiar, vuelta hacia arriba. Halcón se sentó, se puso una manta sobre los hombros —él era mago y evidentemente estaba más allá de cosas como el frío, además de ser un bárbaro prácticamente cubierto de vello de pies a cabeza— y esperó, hasta que la luz que rodeaba a Lobo se extinguió, y, después de un largo silencio, él bajó los brazos.
Entonces le preguntó, la voz irritada:
—¿Qué, un terremoto?
Él volvió a la cama a grandes zancadas, como un puma, y le quitó la manta:
—¿Quieres un terremoto, mujer? Te voy a dar uno ahora mismo…
Ella reía como una niña de escuela cuando él la tomó entre sus brazos.