17

Lobo y Ari se encontraron sobre las ruinas de piedra del camino que llevaba de Wrynde al campamento; Lobo del Sol apareció de entre los arbustos como el fantasma enloquecido de un oso demoníaco. Los hombres lo vitorearon y el ruido de las voces lo desgarró por dentro, y sintió rabia de nuevo y una violencia desatada en la locura de la magia que lo dominaba, como el brillo sin color de la luz del día nublado y el gemido y las garras del viento. Controlaba lo suficiente su cuerpo para poder levantar el puño hacia ellos en el viejo gesto de triunfo, pero cerró el ojo, lleno de dolor, cuando los gritos se renovaron. Solamente Ari, con la cota de malla pintada de negro de un bandido, miró con miedo el ojo dorado lleno de salvajismo que lo observaba desde el hueco de la cara bajo el cabello desordenado; y Halcón de las Estrellas, otra vez en pantalones y cota y con el aspecto de haber desollado hombres desde los cinco años, desmontó con la preocupación pintada en el rostro.

Él no podía hablar, pero hizo un gesto violento para alejarla. Entre la fuerza de la magia de la tierra y el tirón brutal del geas en su interior, no se atrevía a hablarle, no se atrevía a recordar que estaba contento de ver que ella había hecho su parte en la liberación de Wrynde sin que la mataran. Se sentía como un hombre que sostiene de las riendas a dos potros salvajes dispuestos a partirlo en pedazos, al menor paso en falso o distracción. Trató de no pensar en las horas que le faltaban para poder dejar todo aquello y echarse a dormir.

Malaliento le trajo un caballo y después lo ayudó a montar junto con Halcón de las Estrellas. Como si los mirara a través del agua, como cuando había visto a Moggin en la mina, a la luz del fuego, no parecían los mismos, como si pudiera verles los huesos, las vísceras, todo rodeado por un pálido resplandor. Muy en su interior, parte de él esperaba que comprendieran la razón por la que no les prestaba atención, esperaba que todos vivieran lo bastante para poder explicarse y pedirles perdón. Se las arregló para hacer un gesto de despedida a Moggin, al que dejaron solo en medio de la desolación de arbustos mojados y rocas, tosiendo como si se le fueran a partir los pulmones, mientras el grupo galopaba hacia el campamento. Frente a ellos, en las colinas que ocultaban el campamento, había empezado a flotar un hilo de humo blanco.

Al pasar junto a los cimientos derruidos de las torres de guardia que una vez habían vigilado el paso entre las colinas, Lobo sintió a los hombres de Ari, tendidos bajo los arbustos, esperando la señal para atacar los muros. Estaban agachados, invisibles en el paisaje como él les había enseñado, pero ahora podía olerlos como un animal, y el hedor fétido lo ahogaba. Veía el fuego fantasmal de sus pensamientos danzando sobre los arbustos que escondían sus cuerpos.

Y al mismo tiempo, los jinetes de Ari remontaban la pequeña cuesta, y vio el bloque de granito opaco con la muralla partida y las torrecillas como cajas cerradas; sintió que la magia de la tierra que había en él cedía y cambiaba, que la locura golpeaba hasta las entrañas de su alma y que el dolor empezaba de nuevo.

Su instinto le dijo que era el principio del fin.

¡Por la Abuela de Dios, no AHORA!

Las puertas del campamento estaban cerradas cuando llegaron. Puerco —que sin su barba y con la armadura de Louth se parecía algo a éste, que acababa de morir— aulló:

—¡Abrid las puertas, maldición!

El hombre de la torrecilla le contestó también a gritos.

—¡El bastardo del contrapeso se atascó…! Tendréis que entrar por el postigo.

—Bonita maldición —gruñó Ari al tiempo que desmontaban.

El postigo estaba abierto; el guardia que los esperaba dijo:

—Por el corsé de la Reina del Infierno, parece que todo se viene…

Le cambió la cara al ver quiénes eran, pero no tuvo tiempo de emitir un sonido antes de que Ari le cortara el cuello con un golpe de revés que casi le arrancó la cabeza. La sangre salpicó a todos en el angosto pasadizo, y de repente llegaron corriendo los defensores desde la plaza.

Con un aullido inarticulado de rabia y desesperación, Lobo del Sol arrancó la espada de manos del guardia muerto y se hundió en el fragor de la lucha.

Detrás de sí oía los aullidos de los asaltantes, atrapados en la estrechez del postigo y tropezando con el umbral demasiado alto. Ari y Puerco seguían a Lobo, tratando de abrirse paso hasta la plaza antes de que llegaran refuerzos, pero cada vez aparecían más hombres y todos gritaban pidiendo ayuda. Las vigas bajas del techo de piedra repetían el rugido de los gritos, los chillidos, las palabras de la multitud excitada, amplificándolo hasta convertirlo en un aullido dentro del cráneo de los combatientes. Los olores a carne abierta y sangre derramada, a confusión y rabia y miedo, estremecían la mente de Lobo del Sol mientras la magia oscura que había en su interior se transformaba lentamente en agonía, como si el poder estuviera cavando agujeros en su carne en un esfuerzo por escapar de su cuerpo. Luchó desesperadamente por abrirse camino en el campamento antes de que la magia de la tierra lo abandonara, emitiendo su grito de batalla pero peleando con frialdad, por instinto, con todo el entrenamiento y la habilidad que le había proporcionado una vida de batallas.

Desde más allá del umbral del portón que trataba de alcanzar, le llegaba el olor a fuego y el caos de los gritos. Sentía los caballos que corrían en medio de la multitud, y los hombres que dejaban de perseguirlos y buscaban armas para luchar, el combate generalizado en todo el campamento, los alaridos furiosos y el estrépito de la madera al derrumbarse. Mientras se abría paso con la espada por delante, cortaba manos y abría caras en gritos frente a la suya, era consciente de un vasto caos desatado a su alrededor, y sobre la tormenta inmediata de miedo y presión y rabia de la batalla, sus sentidos al rojo vivo lograron distinguir una confusión tan grande de odio ciego y violencia y resentimiento que tuvo la sensación de que la mente se le partía en pedazos, y se encontró gritando como un loco mientras luchaba.

Un minuto más tarde estaban retrocediendo, atrapados en el pasaje. Y al siguiente, media docena de hombres del campamento cayeron sobre los defensores por detrás, aullando el nombre de Ari, y los atacantes abandonaron la puerta hacia los espacios abiertos de la plaza embarrada en medio de la confusión. Los recibieron las flechas, lanzadas al azar desde los muros, pero la mayoría se partían, podridas, entre los dedos de los arqueros; una mula pasó al galope, los ojos blancos de terror, dispersando hombres a su paso. Ari aullaba:

—¡Tomad la casa de guardia! ¡Tomadla! ¡La casa de guardia!

Después, Lobo del Sol sintió que el geas se le hundía en las entrañas con un dolor asesino. El frío que le retorcía las tripas le hizo creer por un momento que le habían clavado una espada; después, fue Malaliento el que impidió que pasara justamente eso, porque el brazo de Lobo se aflojó en el momento en que un defensor le lanzaba una estocada. Lobo del Sol cayó contra la pared, sin aliento, sudando, la visión nublada, cada vez más débil. Durante un instante desatado, sintió el impulso casi irresistible de volverse y atacar a los que lo rodeaban, a Malaliento, a Ari, a Chupatintas. Se aferró a la magia de la tierra, que cada vez era más débil, y que ahora era dolor y no locura, pero la agonía del geas no disminuyó; eran dos cuerdas cruzadas tirando una de otra con el cuerpo de Lobo entre ambas.

Gritó una maldición, un chillido ronco como el de un animal con las entrañas desgarradas, y su mente se aclaró un poco. La locura cedía lentamente y la oscuridad salvaje del poder con ella. Pronto no quedaría nada. Más hombres salieron de las sombras de la puerta hacia la plaza, el estruendo de las espadas, el olor de la sangre y el humo como una hoja de cuchillo hundida en su nariz hasta el cerebro. Oyó cómo más hombres corrían a lo largo de la parte superior de la muralla, y vio que un cuerpo se derrumbaba; el resto de los hombres de Ari, junto con todos los que había podido aportar Wrynde, tratarían de escalar los muros. Y en ese momento, sintió de nuevo el geas, las runas de plata temblando frente a su vista oscurecida, y con ellas la rabia, la necesidad de matar a Ari y a los otros como un pedazo de trapo que lo ahogaba. Purcell, pensó a ciegas, ahora, rápido…

Sin preocuparse de si alguien lo seguía, salió a la carrera hacia la casa de Ari, atravesando la plaza.

Había hechizos de miedo alrededor de la vieja casa del gobernador, acechando como fantasmas entre las sombras de las ajadas cariátides de la columnata. Aunque Lobo sentía el poder de los hechizos de una manera objetiva, la magia de la tierra que todavía había en él los apartó a un lado, deshaciéndolos como telas de araña. Olió a Purcell antes de verlo, olió la debilidad estéril, jabonosa, de su carne, y sintió la metálica frialdad de su mente avara, y supo por el tirón del geas dónde debía buscar al mago. Volvió la cabeza y vio el temblor de una sombra que se alejaba por el terreno baldío hacia el Depósito de Armas.

Con un grito ronco, se volvió y señaló, al darse cuenta de que Malaliento y Halcón de las Estrellas lo habían seguido y aguardaban, las caras grises, más allá de los hechizos de protección de la columnata. Pero cuando volvieron la cabeza comprendió que no veían nada. Todavía incapaz de hablar, Lobo se lanzó otra vez a la persecución.

El espacio de terreno a su alrededor era escenario del caos más absoluto: hombres de Zane que luchaban contra los de Ari; hombres de Zane que luchaban unos contra otros; proveedores del campamento que saqueaban, enloquecidos, los cuarteles de los soldados, y muleros que perseguían a los caballos y las mulas que corrían de un lado a otro en medio de la confusión con los ojos blancos y aterrorizados. Cerca de las barracas, dos seguidoras del campamento se destrozaban el cabello una a la otra y aullaban en el centro de un círculo de mujeres, que ni siquiera prestaban atención al desenfreno general. Había hombres luchando sobre los muros, sin propósito, sin orden; otros corrían de un lado a otro llevados por el pánico, sin pensar.

Será mejor que sea rápido, pensó Lobo del Sol con la parte de su mente que una vez había dirigido hombres. Si Zane los domina, Ari no podrá con ellos.

¿Dónde estaría Zane, por cierto?

Un escuadrón de guardias los interceptó en el Depósito de Armas, junto a la puerta, al mando de la mujer Uñas. Estaba armada con una alabarda de un metro y medio que era mucho más larga que la espada de Lobo del Sol, y además estaba por encima de éste, sobre los escalones de la entrada. La locura que había en Lobo, lo llevó hacia adelante; no quería más que una cosa: terminar con todo, terminar o morir antes de que se desvaneciera el poder que había tomado prestado. Gritando palabras incomprensibles, cortó, atacó y se agachó para evitar la respuesta de la mujer. La acorraló antes de que ella pudiera hacer girar el palo para hacerle perder pie. La mató cuando la daga de ella ya le había cortado el cuero de la ropa; detrás de él, Halcón de las Estrellas y Malaliento se habían vuelto para cuidarle las espaldas de la media docena de hombres que subían los escalones a toda carrera.

Lobo arrojó el cadáver de Uñas a la plaza, una caída de tres metros hasta el barro, se volvió y se arrojó con todo su peso contra la puerta. Por la forma en que se sacudió, supo que la puerta debía de tener pasador pero no aldaba. Tal vez la aldaba también dejó de funcionar, pensó en medio de su confusión, golpeando otra vez con el hombro. Ésta es la última vez que me meto con una maldición. Esas cosas se escapan de las manos.

Quizá, pensó a través de un halo de dolor y locura, quizá fuese la última vez que hacía cualquier cosa.

El humo le quemó los ojos. Volaba por todas partes, espeso y blanco en el aire húmedo; Lobo sentía que le ardía la cabeza, que la magia cruda le quemaba la carne palpitante. Termina con esto, se gritó por dentro. ¡Termina con esto antes de que esto termine contigo! Afirmó los pies y golpeó otra vez la puerta con todo el cuerpo. La puerta cedió al mismo tiempo que la escalera bajo sus pies crujía una vez y se derrumbaba de un solo golpe.

Cayó como la cabaña de un campesino en un huracán, arrastrando a todos consigo: a Halcón de las Estrellas, a Malaliento, a sus atacantes. Lobo del Sol, con medio cuerpo a cada lado de la puerta, se quedó sin aliento cuando golpeó el umbral con el vientre, pero se las arregló para alzarse hasta el interior. El laberinto oscuro del Depósito de Armas estaba lleno de humo, ciego, asfixiante, y en ese momento el geas le nubló la cabeza con una oscuridad susurrante. El dolor le comió la carne y le borró la visión. Sintió una compulsión ciega dentro de sí, con la urgencia de la locura: tenía que volver su espada no contra sus amigos sino contra sí mismo. Trató de gritar de nuevo, pero solamente un gemido leve, estrangulado, logró atravesar su garganta, como un niño que tratara de emitir un sonido en medio de una pesadilla. Cuando volvió a avanzar, reuniendo toda la magia de la tierra que le quedaba en el cuerpo destrozado, porque sin ella no podía siquiera poner un pie delante del otro, fue como vadear un río de engrudo.

Una habitación oscura… dos. Conocía el Depósito como su propia casa, pero durante un instante se sintió perdido, desorientado, atrapado en un lugar extraño. Puertas negras y vacíos interminables abrían sus bocas oscuras a los lados, y detrás de cada puerta parecían colgar las runas de plata como cortinas brillantes en el aire. Al alcanzar la galería principal, vio el humo flotando en el viento, azul en la luz enfermiza que caía a través de las altas ventanas de la habitación, y, sobre las planchas del suelo, una espiral cerrada de Círculos de Poder, curvas y dibujos que nunca había visto, como la rueda galáctica que arrastra todas las cosas hacia su brillante corazón.

En el otro extremo de la habitación estaba Purcell, de pie bajo los arcos de la galería, una figura leve, oscura, a la que no parecía tocar luz alguna. Su magia llenaba la habitación como la voz grave de un trueno sin sonido y vibraba en los huesos de Lobo del Sol. La mano oscura de sombras se tendió hacia él llevando el negro en sus dedos esqueléticos. Después, la voz odiada habló de nuevo, suave y relamida y despectiva, desde la penumbra.

—No te acerques, Lobo del Sol.

La rabia que ardió en Lobo al oír el tono frío de sus palabras fue casi nauseabunda. La vergüenza, la furia y la humillación se transformaron en relámpagos entre sus manos, y los lanzó contra la forma oscura. Pero la mano de sombras, con un gesto, repitió la onda de los dedos largos y suaves que salían de la manga de pieles de Purcell. Con un crujido cambiante, el poder se dispersó, fríos rayos diminutos corrieron por las paredes.

Después, Purcell hizo otro gesto, y el dolor se enroscó alrededor de la cabeza de Lobo del Sol, como las bandas con púas que usan los torturadores para arrancar la tapa de la cabeza de sus víctimas. Aunque Lobo no miró hacia abajo, sintió las runas de plata sobre la piel, aferrándosele como gotas pegajosas a los huesos y a los nervios y a la mente; a la vida, al verdadero centro de su ser.

He luchado con cosas mucho peores que ésta en batalla, se dijo a sí mismo. Puedo hacerlo… Se obligó a dar un paso hacia delante; era como separar los huesos de la carne. Purcell hizo un movimiento hacia atrás, como si fuera a salir corriendo. Después dio otro paso al frente. La luz neblinosa destacaba los mechones de cabello gris bajo su gorra de terciopelo, y la frialdad blanca y plateada de sus ojos.

—Veo que has sido tan tonto como para meterte con la magia de la tierra —dijo con voz de hielo—. Bien. Eso lo hará todavía más fácil para mí. Supongo que pensabas que era otra droga. Vosotros, los bárbaros, sois todos iguales. De rodillas… no quiero verte de pie.

Las rodillas de Lobo del Sol empezaron a doblarse en un reflejo pasivo de obediencia. Lobo las detuvo, jadeando por el esfuerzo.

—¡Abajo, digo! ¡ABAJO!

Un temblor le atravesó el cuerpo, pero Lobo del Sol permaneció de pie. En la franja de luz fría, notó que la nariz de Purcell se dilataba de rabia y que el labio superior se le tensaba sobre la boca dura.

—Animal salvaje. Veo que tuve razón cuando decidí que con esa actitud intransigente, no valía la pena hacer de ti ni mi esclavo ni mi aliado. Qué desperdicio de poder.

—Me pregunto… por qué… no… buscasteis en… Altiokis… un aliado —jadeó Lobo del Sol; el sudor de la fuerza que hacía para no arrodillarse le cubría el rostro. Sentía la lengua trabada con el largo silencio de su locura. El pánico atacaba los límites de su mente, la sensación de que el mundo se derrumbaría, de que moriría si no se arrodillaba; y, al fin y al cabo, ¿por qué no arrodillarse?—. Los dos sois de la misma especie.

—¡Claro que no! —replicó Purcell, profundamente ofendido, y una parte de la agonía de Lobo desapareció cuando la atención de su enemigo se desvió hacia su orgullo—. ¡Ese hombre era un borracho, un loco dedicado a la sensualidad, como tú! Reunía poder para gastarlo en sus placeres perversos. Era un bandido, no un mercader.

—¿Qué demonios creéis que son los mercaderes sino bandidos sin entrañas? —Esperaba enojar a Purcell para que lo liberara, pero la escasa energía que podía conjurar no le permitía dar un paso más, ni retener el remolino negro de dolor y locura que se desvanecía lentamente a lo largo de sus nervios y huesos abrasados. Y entonces, el geas presionó de nuevo, ahogándolo lentamente… y se dio cuenta de que temblaba de agotamiento.

Pero la rabia corría por él como un torrente, rabia contra el hombrecillo frío de ropas grises y atildadas, con manos que no habían tocado otra cosa que libros y plumas en toda su vida.

—Vos y vuestro asqueroso Consejo del Rey prefirieron destrozar Vorsal antes que arriesgarse a perder parte del negocio; y vos preferís acabar con mis amigos en lugar de negociar con ellos…

—¿Negociar? —Purcell pronunció la palabra como si fuera una perversión con la que pretendieran ofender su dignidad de mercader—. ¿Con una manada de bárbaros capaces de vender su influencia al primer hombre que les ofrezca bailarinas o drogas? Si voy a controlar el Consejo del Rey, no puedo estar preocupándome mes tras mes por alianzas con gente que no tiene ni la menor idea de lo que es hacer un negocio. No… era la única forma. Espero que lo entiendas. Ahora, fuera la espada.

—Idos a comer ratas. —Lobo luchaba por respirar; el dolor era casi intolerable. Se preguntó si, cuando desapareciera el último rastro de la magia de la tierra, moriría con ella. Pensó en Purcell dominando su ser, en la violación de su mente y de su voluntad, y deseó que así fuera.

El humo se había espesado alrededor de ambos mientras hablaban, una niebla de negrura asfixiante que disminuía la luz natural. Algo cayó detrás de él con un rugido estremecedor, y el calor del fuego le rozó la espalda. Atrapado, fijo donde estaba contra la violenta luz de las llamas, no podía moverse ni hacia atrás ni hacia adelante. ¿El Depósito de Armas se quemaba, o era solamente el calor de la magia de la tierra lo que lo consumía? La voz ronca logró formar las palabras, como arañándolas de la garganta:

—¡Si queréis matarme, venid aquí y hacedlo con vuestras blancas manitas!

—No seas tonto. —La voz odiada estaba llena de calma, como si se dirigiera a un chiquillo.

Una lluvia de chispas giró a través del umbral a espaldas de Lobo. Una de ellas se posó sobre el dorso de su mano; la otra mano quiso sacudirla, pero no pudo moverse. Mientras la aguja de dolor caliente se le hundía en la piel y el humo leve de la carne quemada llegaba a su nariz, Lobo oyó que Purcell decía:

—Sé lo que pasa cuando termina la magia de la tierra… lo que ésta se lleva consigo cuando se va. Ya se está extinguiendo, ¿verdad? El hecho de que podáis hablar me dice que tengo razón. Así que sólo tengo que esperar un poco…

Una locura negra inundó los sentidos de Lobo, ahogando la agonía insignificante de la mano quemada. Con un grito, trató de arrojarse sobre el viejo, de matarlo como mata un animal; el geas pareció explotar en su mente, cegándolo, ahogándolo, apresándolo con fuerza.

Alrededor de él, las chispas formaban líneas de fuego en el suelo, arrastrándose en hebras ardientes hacia las paredes. La magia oscura estalló en su interior y lo aplastó con su fuerza, pero no pudo vencer la voluntad de frío y plata atada alrededor de su mente con las runas brillantes. Se dio cuenta con terror de que Purcell lo mantendría en aquel lugar hasta que lo alcanzara el fuego… de que lo retendría allí, de que no sería capaz de moverse.

—¡JEFE!

El geas aflojó apenas un poco cuando Purcell miró más allá de Lobo, hacia la habitación anterior, envuelta en humo. Lobo del Sol oyó, o sintió por debajo del crujido hambriento de las llamas, el salto leve de las botas de Halcón de las Estrellas. Trató de aullar una advertencia, y el geas se enroscó en su garganta como la mano de un estrangulador. Un momento después, Halcón de las Estrellas estaba a su lado; la luz salvaje de las llamas, roja sobre la hoja amenazante de su hacha arrojadiza, levantada sobre su cabeza. Después, ella gritó, doblándose en agonía, las rodillas flojas mientras se aferraba la cicatriz en aspa de la cabeza lastimada. El hacha se deslizó al suelo desde sus dedos sin fuerza; ella se aferró a la pared, tratando de mantenerse en pie.

Purcell sonrió.

Y Lobo del Sol, como si la mujer que languidecía, sollozando a su lado fuera una extraña más de las muchas que había matado a lo largo de su vida por dinero, pensó solamente: No son sólo negocios para él. Está disfrutando.

Y la rabia de su furia se enfrió, y cayó hacia el interior de su cuerpo, una estrella negra que devoró la luz a su alrededor.

Con frialdad, con deliberación, conjuró lo último que quedaba en su interior de la magia de la tierra, porque no podía traspasar los límites del geas. Pero con toda esa fuerza, con toda la fuerza que él mismo tenía, arrastró el geas hacia sí, hacia su mente, hacia su alma, hacia su vida; lo aferró con los mismos hilos que lo unían a la voluntad de Purcell… y con el geas se aferró a Purcell.

—Halcón de las Estrellas —dijo con voz tranquila, y ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas por el dolor y el humo—. Toma el hacha. Mátame.

Purcell había sentido el cambio en el geas, el tirón de la falta de resistencia; dio un paso hacia delante, como llevado por una tensión física que se hubiera aflojado.

—¿Qué ocurre? —jadeó, y Lobo del Sol sonrió: ahora sentía la fuerza del geas desde el otro lado. Apretó el geas contra él, usó toda la magia de la tierra para unir esas sogas de plata a su vida.

—Vos queréis que muera, Purcell; de acuerdo, pero vos venís conmigo. Ahora. Hazlo, Halcón.

Él no sabía si ella entendía o no lo que estaba tratando de hacer, pero Halcón nunca había desobedecido una orden procedente de sus labios. Con la mano temblorosa, levantó el arma de nuevo y se puso de pie, tambaleante.

—¿Qué haces? —aulló Purcell—. ¡Te lo prohíbo! Te ordeno…

—¿Que os suelte? —dijo Lobo del Sol con suavidad. Tal vez no lo dijo, no estaba seguro. Tal vez las palabras sonaban solamente dentro de su cabeza, pero sabía que el maestro mago lo oía perfectamente bien—. No. Vos soltadme a mí, o venid conmigo. Hazlo, Halcón. —Sintió que el geas mordía, se retorcía y giraba como un buey aterrorizado atado a una soga. Pero su misma naturaleza lo mantenía ligado a la mente y el alma de Lobo, y Lobo lo retenía con todas sus fuerzas.

Junto a él, Halcón se puso de pie, los ojos dilatados por el dolor que le golpeaba el cráneo.

—¡Estás loco! —aullaba Purcell—. Suéltame…

Lobo del Sol no contestó. Miraba a Halcón, deseando que ella pudiera vencer el dolor que le oprimía la cabeza. Él le había enseñado cómo hacerlo, le había enseñado a obedecerle hasta los Infiernos Fríos y más allá. Como una silueta negra contra las llamas en el umbral, la mujer tenía los ojos invadidos de Infierno y de Frío. La magia de la tierra se evaporaba en la carne de Lobo; sentía que la fuerza se le acababa y se aferró más todavía al geas de Purcell, a la mente de plata que rodeaba la suya, para llevarla con él hacia la muerte.

Con el rostro transfigurado en la cara fría y sin alma de la batalla, Halcón de las Estrellas levantó el hacha. Purcell gemía:

—Suéltame…

Suéltame tú, demonios…, pensó Lobo, pero lo único que pudo gritar fue:

—¡Hazlo, Halcón! ¡AHORA! ¡Es una orden!

Ella aulló y blandió el hacha con toda su fuerza.

El geas soltó su mente como si se hubiera roto una soga, de un modo brusco, salvaje, confuso. Lobo apenas pudo girar de costado para esquivar el hacha. Pero los reflejos de Halcón, a pesar del dolor y la locura, eran tan rápidos como los suyos. Su inercia había sido quebrada antes de que él le quitara el hacha de la mano. En ese mismo instante, Lobo se volvió y arrojó el arma, y aunque solamente tenía un ojo —si es que apuntó con la vista, y no con el instinto o la magia o el odio—, acertó el blanco.

El hacha golpeó a Purcell en la base de la columna. Pareció partirse por la cintura y se dobló hacia delante. Se desplomó en el umbral donde lo había encontrado; y en ese mismo momento hubo otro ruido y una viga del piso superior se vino abajo, incendiando lo poco que quedaba del techo. Cayeron chispas y el suelo se inundó de llamas. Lobo del Sol, al ver que Halcón apenas se tenía en pie, la tomó del brazo y ambos corrieron entre las chispas y el humo asfixiante, y a través del horno de las dos cámaras hacia el blanco rectángulo de la puerta de salida.

Sabía que la escalera ya no estaba, pero no le importaba. Él y Halcón se arrojaron por la puerta y durante interminables minutos, o así le pareció, flotaron hacia afuera y hacia abajo… para aterrizar en un montón de barro y basura y cadáveres.

La magia de la tierra lo abandonó al saltar. Golpeó la pila de tablas y muertos totalmente flojo y sin músculos, mientras lo que quedaba de la negra tormenta se desvanecía como el vapor, llevándose incluso su propio recuerdo. Su magia, la suya propia, la que había dormido en sus huesos desde la infancia, el poder para tejer los vientos y conjurar a los vivos para que volvieran de las tierras sombrías que son la frontera de la muerte, se había desvanecido también. No sentía nada en su interior, solamente un vasto agujero blanco, un vacío que llenaba el mundo. Después le dolería. Lo supo incluso entonces.

Durante un largo rato, yació allí, de espaldas, preguntándose si iba a morir, y mirando cómo el humo subía hacia el vientre gris del cielo desde el Depósito de Armas en llamas.

Después la voz de Halcón de las Estrellas preguntó:

—¿Estás bien, Jefe? —Ella le tendió la mano para ayudarlo a incorporarse; tuvo que poner el hombro bajo su brazo para ayudarlo a cruzar la plaza hacia donde los esperaban Ari y sus hombres junto a la gran puerta principal.

Zane no había aparecido para guiar a sus hombres, darles órdenes y dirigir la lucha en la que superaban en número a los atacantes. Sin Purcell, Louth o cualquier otro líder, la tropa rebelde se había dado por vencida con rapidez. Una vez que Ari y sus fuerzas traspasaron la puerta, había habido relativamente pocas bajas. Muchas de ellas se habían debido a refriegas entre las propias fuerzas de Zane, por leña o dinero o robos diversos, o por las trivialidades y estupideces que habían causado riñas todo el verano, riñas que habían empezado de nuevo apenas la tropa de refuerzo hubo partido hacia Wrynde.

A Zane lo encontraron en su cama. Lobo del Sol levantó la vista del cuerpo mutilado, sin órganos genitales, sin ojos, hundido entre las sábanas sanguinolentas, a tiempo para ver que Ari se volvía también, los labios grises, descompuesto.

—Zane era un bastardo hijo de puta —musitó el joven comandante—. Pero por el Árbol Sagrado, no se merecía una muerte como ésta de manos de ningún hombre.

Había otros en la habitación —Puerco, todavía con la armadura de Louth, el fiel Meacascos pisándole los talones; Chupatintas, con una venda obtenida de algún cadáver alrededor del brazo, y Malaliento, cojeando, aferrado a una alabarda para sostenerse y sonriendo como un muñeco negro bajo una capa de suciedad y sangre. Detrás de ellos, en el umbral, Lobo del Sol vio a Opium, vestida con un traje muy simple color azul demasiado grande para ella, que evidentemente alguien le había prestado; el color negro y aterciopelado del cabello no era suficiente para ocultar del todo los lívidos moretones que tenía en la cara.

—¿Qué te hace pensar que fue…? —empezó a decir Halcón de las Estrellas; después, siguió los ojos de Lobo; miró a Opium durante un momento, pensativa, levantó las cejas, metió las manos detrás del cinto de la espada, y no dijo nada.