16

—Tú sabes cuál. —Los ecos húmedos se llevaron las palabras de Lobo hacia la claustrofóbica oscuridad. Moggin se detuvo en el momento en que trataba de colocar una antorcha en una antigua cavidad de la pared del túnel de la mina; los hombros inclinados, llenos de tensión.

Después suspiró, y toda la tensión pareció escapar de su cuerpo, llevándose con ella la poca fuerza que le quedaba. Susurró con ironía:

—Claro. —Después inclinó la cabeza contra la resbaladiza superficie de la roca y Lobo del Sol vio temblar el cuerpo largo y delgado—. ¿Qué otra cosa podríamos usar?

Al oír el tono quebrado, sollozante, de la voz de Moggin, Lobo cruzó la distancia entre ambos, una cuestión de apenas dos pasos entre la pared de roca y el borde del agua cenagosa que anegaba el resto del túnel, buscando una oscuridad más profunda. Las dosis de Siempre-Despierto que le había dado Ari —droga sin la que la mayoría de los hombres no habría podido sobrevivir desde el ataque— lo llenaban de una inquietud de oropel bajo el dolor cada vez más pronunciado del geas, pero no anulaban los instintos largamente cultivados de un comandante que oye a uno de sus hombres hundirse bajo el peso de la fatiga prolongada. Tomó a Moggin de los hombros con sus grandes manos y el otro empezó a reírse en un ataque de histeria.

Si hubiera sido alguien de la tropa, Lobo lo habría sacudido, golpeado y maldecido hasta acallar la oleada de sollozos entrecortados que siguió a la risa incontrolable. No tenían tiempo para risas y llantos; Lobo lo sabía. Sentía cómo crecía en él la fuerza del geas, y sabía que las cosas se pondrían peores cuando Purcell se despertara de nuevo y empezara a trabajar conscientemente. Se le estaba haciendo cada vez más difícil aferrarse a la protección de los Ritos Sishak, que además entendía sólo a medias. Cuando las Siempre-Despierto se diluyeran en su sangre, dormiría como un tronco muerto, y entonces el geas lo devoraría. No había tiempo para debilidades.

Pero lo único que hizo fue estrechar fuertemente a Moggin contra su cuerpo y dejarlo llorar.

Porque, y los dos lo sabían, el ritual que necesitaban era el que había visto hacer a Moggin en la última noche que había pasado el estudioso con su familia, el que lo había convencido de que Moggin era el mago que había echado la maldición a la tropa: el hechizo que conjuraba el poder de los huesos de la tierra.

Despacio, muy despacio, se dejó caer de rodillas y sentó a Moggin a su lado, los dos con la espalda contra la superficie húmeda de la roca de alumbre. Moggin sollozaba; la dureza controlada, retenida, de lo que había soportado se hacía pedazos en su interior: la huida del djerkas; el sadismo de Zane; la violación y la muerte de su esposa y sus dos hijas ante sus ojos. Lobo del Sol recordó las voces que bajaban por las escaleras de la cocina mientras permanecía en la oscuridad del sótano, aterrorizado de miedo por el peligro que corrían la vida de Halcón de las Estrellas y su propia libertad. Sabía qué había en la mente de Moggin: las dos muchachas rubias y la mujer cuya sonrisa había estado tan llena de dulzura y serenidad a pesar de los cinco meses de sitio, las tres en sus camisones blancos en la cocina oscura, mientras Moggin daba rápidas explicaciones sobre la razón por la que todos parecían creer de pronto que él era mago.

Sin saber cómo, Lobo supo que aquélla había sido la última conversación entre los cuatro.

Había visto a hombres derrumbarse en pedazos bajo la tensión del combate o el sufrimiento, y Moggin no tenía la dureza física ni emocional de un soldado. Mientras sentía que el geas se agitaba en su interior, flexionando la fuerza aterrorizante de sus brillantes espirales, Lobo se preguntó si se estaría ablandando. Era una locura permitir que el más vital de los eslabones de su plan se partiera de ese modo, sobre todo porque sabía que su propia capacidad de resistencia podía medirse en horas.

Pero habiendo estado a punto de perder a Halcón de las Estrellas, no podía decirle a otro hombre: Trágatelo, soldado. Si a sus antepasados no les gustaba, que se buscaran otro descendiente.

Y, de todos modos, probablemente tendrán que hacerlo.

Finalmente, los sollozos de Moggin se detuvieron, y el filósofo se separó de él, secándose la cara ennegrecida por los golpes con dedos temblorosos que sólo sirvieron para convertir la suciedad de las lágrimas en barro.

—Lo lamento —susurró, y tosió, una tos fuerte y agónica—. Es que…

—Lo sé —dijo Lobo con suavidad. Y por primera vez en su vida, sí lo sabía.

—Sé que puedo superarlo. —Moggin inclinó el hombro contra la piedra húmeda de la pared, la espalda medio vuelta hacia Lobo. Como la mayoría de los hombres estaba avergonzado por haber dejado que otro hombre lo viera llorar—. Quiero decir… la gente sigue viviendo… —Se secó las mejillas con el principio de barba gris, las manos torpes, y estornudó con fuerza. Siguió hablando hacia la oscuridad bajo el brillo rojizo de la antorcha que ardía desde su cavidad por encima de las cabezas de ambos—. Creí que iba a morir en el viaje. Esperaba morir, en realidad. Suena estúpido decir que todo esto… —Hizo un gesto a su alrededor, no hacia la oscuridad anegada del final del túnel, sino, y Lobo del Sol lo sabía, pensando en el terrible viaje al norte, en el cansancio de la marcha, en la esclavitud, en el esfuerzo aniquilador de la huida, en la larga pesadilla de Purcell, en la maldición y en la tensión de vivir con la punta de una espada apoyada en la espalda—. Todo esto ha hecho que sea más fácil para mí seguir viviendo. —Se volvió para mirar cara a cara a Lobo, el fantasma de su vieja lejanía filosófica en los ojos—. Uno no medita mucho sobre la muerte cuando está tratando de salvarse, ¿sabes?

Lobo sonrió y dijo de nuevo:

—Lo sé.

Moggin suspiró; el aliento, un crujido doloroso y pesado. Luego, tras un momento de quietud agotada, se secó la cara de nuevo con los dedos rotos y se apartó los largos mechones de cabello grasiento.

—Voy a dibujar los esquemas del círculo y a decirte cómo es el ritual, pero tú eres el que tiene que hacerlo. Es diferente de otros Círculos de Poder que encontré en los libros…

—Es diferente de todo lo que yo haya visto —dijo Lobo, la voz serena—. Ésa es una de las razones por la que nunca me gustó. Está en el más viejo de los demonarios de Benshar, un círculo roto, retorcido. Supongo que proviene de una magia más antigua, un poder extraño. Esas cosas se pueden sentir, y nunca me gustó lo que sentía cuando pensaba en este rito.

—Ya veo. —Moggin hizo una pausa; el pedazo de tiza que había buscado en su chaqueta, detenido en el aire entre los dedos delicados—. Así que por eso… Estaba rodeado de advertencias en el libro de Drosis…

La página del demonario pareció formarse en la oscuridad, más allá del chisporroteante resplandor de la antorcha; los negros trazos de la escritura común y, a su alrededor, línea tras línea, la fina caligrafía shirdana. Lobo no podía leerlas, pero había adivinado que eran advertencias. Era uno de los hechizos que había resuelto no usar nunca. Sintió que se le erizaba la piel.

—¿Advertencias? ¿Qué decían?

El poder corre en dos sentidos. El mago debe ser más fuerte que el empuje de la tierra. Y: Cuando la magia de la tierra desaparece, toda la magia se va, y el mago se apaga como una vela reducida a humo.

Lobo del Sol se quedó callado, pensando.

—Pero tú lo intentaste.

Moggin asintió, y el dolor de aquella última noche y la desesperación que había sentido volvieron a sus ojos.

—Imaginé que, careciendo de poder, el mismo ritual me mataría. Solamente quería la fuerza necesaria para sacar a mi familia de la ciudad. —Se las arregló para sonreír, temblando—. Así que no me asustaba ni siquiera la visita de un asesino. Es más, creo que hasta sentía algo ambiguo al respecto, tal vez incluso lo deseaba.

Lobo del Sol rió entre dientes, pero al mismo tiempo tembló de pies a cabeza.

—¿Y no hay forma de resguardarse de esa posibilidad?

—Si la hay —repuso Moggin—, Drosis no la describió aquí.

Tal vez las Brujas de Benshar lo hicieran, pero él no sabía leer shirdano; y de todos modos, ya no tenía los libros, ahora eran de Purcell. La idea de lo que ese hombre podía sacar de ellos le daba escalofríos. Pero se limitó a murmurar:

—Cerebro podrido.

Moggin se puso de pie y empezó a dibujar de memoria sobre la superficie de la roca más cercana: allí estaba la forma de luna, que en este caso servía como círculo de protección, y las líneas curvas de poder que se dividían y se desvanecían a su alrededor en un movimiento extraño, perturbador. Era evidente que Moggin reproducía solamente lo que estaba en las notas del viejo mago, cosa que ya había hecho en su estudio de Vorsal. Pero Lobo del Sol había trabajado un poco con los Círculos de Poder y Protección, con las líneas que conjuraban fuerza y las líneas que la dispersaban, y sintió que se le erizaba la piel al ver aquel esquema tan claramente enraizado en el caos, un dibujo en el que cada curva y cada forma susurraba palabras de salvajismo, irracionalidad y consecuencias impredecibles, consecuencias que estaban más allá de su capacidad de control o de la de cualquier mago.

En el demonario se decía específicamente que el hechizo debía hacerse dentro del vientre de la tierra, algo que Drosis no había mencionado. Ese túnel, el más lejano y largo de la mina, antes de que los bandidos, las guerras territoriales y las luchas religiosas hubieran roto la columna vertebral del mercado del Imperio en el norte, era lo más profundo que habían podido encontrar.

Alrededor de los dos, en la oscuridad atenta, Lobo del Sol sentía la presencia de poderes y entidades desconocidas en la roca volcánica anegada, en las aguas cargadas de maldad, y en el peso de la oscuridad misma.

Las peligrosas líneas que le mostraba Moggin extraerían la magia negra y suave y radiante de la tierra, como una bestia enorme a la que hay que embridar con una hebra de plata y llevar luego al galope hasta el borde del abismo.

Moggin seguía dibujando; el aliento, una niebla leve en el brillo tembloroso.

—Supongo que, para hacer el hechizo, el mago debe pensar primero en lo mucho que necesita el poder que va a conjurar, y decidir si vale la pena correr el riesgo de perder la vida en él.

Tal vez, pensó Lobo, mirando por encima del hombro de Moggin, los brazos cruzados mientras estudiaba el pequeño círculo escrito sobre la pared, para poder dibujarlo después, en grande, a su alrededor.

Pero además de la posibilidad de la muerte, podía suceder otra cosa. El hechizo también podía quitarle el poder y dejarlo impotente, esclavo del geas de Purcell, esta vez para siempre.

—Ése es el último —jadeó la voz de Ari en la oscuridad—. Temblarán por un par de horas, pero por lo menos, si Zane envía un grupo por nosotros, no nos cogerán a todos en la misma habitación.

Halcón de las Estrellas, de pie bajo la puerta negra de la mina, asintió en silencio. No tenía el poder de los magos para ver en la oscuridad, pero su visión nocturna no era mala; las excavaciones de alumbre abandonadas se extendían a su alrededor en empapada y amarga desolación, erosionadas, medio inundadas y cubiertas de líquenes, y grupos retorcidos de arbustos y rocas. Incluso a la luz del día, estaba dispuesta a apostar, nadie hubiera adivinado que ese paisaje en ruinas escondía un pequeño ejército.

—¿Cuántos?

—Con el último grupo, ciento ocho. Podemos contar con tal vez cien o más que se cambien de bando en medio de la batalla, más los seguidores del campamento: reseros, proveedores, ese tipo de gente, y los que podamos conseguir en la ciudad.

El ceño recto y oscuro de Halcón de las Estrellas se frunció ligeramente, pero no hizo ningún comentario. Los hombres leales a Ari habían estado llegando en silencio toda la noche, llevados por la lógica de usar la mina como cuartel general o, últimamente, guiados por pequeñas partidas que salían en busca de los que no conocían tan bien los pantanos.

Había sido el hecho de que tantos hubieran adivinado con tal exactitud el sitio al que tenían que acudir lo que había precipitado la operación de evacuación; eso y la negativa de Ari a revelar a ninguno de los recién llegados los detalles de su plan. Uno de los grupos, había notado Halcón de las Estrellas con interés, estaba compuesto por tres de los guardias de Zane que habían sido testigos del forzado intento de suicidio de Lobo del Sol.

—Por mi parte, demonios —les había dicho uno de ellos a Ari y a Halcón en la oscuridad temblorosa de la cámara de acceso—, no tengo nada contra Zane, pero al infierno si pienso quedarme en el mismo campamento con un vudú. Árbol Santo, si pudo hacerle eso al Jefe, ¿qué sería capaz de hacerme a mí la próxima vez que no le guste la forma en que escupo? —Y el hombre escupió en un rincón del salón, como para ilustrar lo inofensivo del gesto, y se rascó la entrepierna.

—No está mal —murmuró ella ahora. Muchos de ellos, como Puerco, con un protector Meacascos metido bajo el brazo, solamente habían estado esperando su oportunidad para escapar. Otros habían venido en realidad con el único fin de saber cuáles eran los planes de Ari: si tenía fuerzas suficientes como para atacar el campamento, o si sus hombres pensaban dispersarse y vivir como mercenarios libres, porque no toleraban la idea de estar bajo las órdenes de Purcell. Pero cuando Ari les señaló el hecho de que era muy improbable que Purcell dejara escapar mano de obra esclava barata, o que una palabra de lo que había hecho allí llegara a sus rivales del Consejo del Rey, lo habían pensado de nuevo y la mayoría, les gustara o no, habían aceptado que el ataque al campamento era la única posibilidad.

—Podemos hacer pasar la voz en el momento en que el Jefe dé la señal —continuó Ari, cruzando los brazos y echando un vistazo al terreno arruinado de las antiguas excavaciones. Allí, en el pozo abierto, los vientos del pantano eran menos fuertes, y se limitaban a agitar la piel negra y pesada del cuello de piel de oso y los rizos trenzados que lucía sobre los hombros, el cabello escalpado de los hombres que habían asesinado a sus padres cuando él tenía once años, durante una de las interminables luchas fronterizas del norte por la posesión de unas tierras que ahora eran inútiles. Por encima de sus cabezas aullaba el viento, desolado, con olor a lluvia y a barro. Después el capitán se volvió hacia Halcón en la penumbra, los ojos llenos de preocupación.

—¿Podemos confiar en él? ¿Cómo saber si podemos confiar en él?

Halcón de las Estrellas lo miró a los ojos y meneó la cabeza.

—No lo sé. No sé cómo podremos advertir si Purcell lo domina de nuevo o no. No sé si podremos estar bien seguros de que no vamos de cabeza a una trampa.

Por la expresión de Ari, se dio cuenta de que el comandante, y probablemente todos los soldados de la tropa, ya lo habían pensado o lo pensarían tarde o temprano. Diosa ya había señalado una alternativa: vender a Lobo del Sol a Purcell, una solución simple. Si Lobo lo vencía, excelente; si no, podían seguir adelante con la emboscada, la distracción y el resto de la Rutina Tres.

—Me parece muy bien —había dicho Ari—. Pero entonces Zane sabrá que tramamos algo, y el Jefe tendrá que enfrentarse a todo un campamento de imbéciles que no tienen otra cosa en qué pensar.

Diosa no había admitido que estaba equivocada, eso no, pero había murmurado una serie de cosas sobre los antepasados de Zane y sus hábitos personales, y después, había dejado de hablar del asunto.

Sin embargo, Halcón de las Estrellas tenía que admitir que la mujer no iba del todo errada. El plan dependía enteramente de la fuerza de Lobo del Sol para vencer a Purcell frente a frente, de que lograra conjurar al menos el poder necesario para impedir que ese mago más hábil y experimentado se metiera otra vez en sus pensamientos y en sus planes. Sintió un escalofrío.

—Lo sabremos cuando contemos los muertos. Es confiar o morir.

—Siempre es confiar o morir —dijo Ari con voz tenue, metiendo las manos detrás del cinto de la espada, como hacía Halcón de las Estrellas y la mayoría de los discípulos de Lobo del Sol. Su aliento era una espiral blanca, la nubecilla de vapor de un arroyo surgiendo de debajo de su bigote de mamut. Sacó un frasco de concha de tortuga muy gastado de debajo de la capa y se lo ofreció. Halcón de las Estrellas sintió que la ginebra la calentaba con fuerza hasta los dedos congelados de los pies—. Demonios, si se tratara de cualquier otra persona, nos estaríamos dando golpes en la cabeza y gritando: ¡No confíes en él, estúpido cerebro de mosca!

Halcón rió, con cariño hacia todos ellos. En cierto modo, el año que había pasado en los caminos con Lobo del Sol había sido muy solitario.

—Ah, maldición, si cualquiera de nosotros tuviera cabeza nos dedicaríamos a otro negocio y no a éste. Pero cuando cojamos a esa partida de refuerzo, por amor a la Madre, mata a alguien de mi tamaño y consígueme ropa decente… ¡Enfundada en estas cosas me siento como un actor vestido de mujer!

Ari frunció el ceño y la contempló: la espada metida en el cinto y el frufrú de las faldas bordadas, anudadas a la altura de las rodillas.

—Justamente iba a preguntarte… ¿qué haces vestida de mujer?

—¡Soy una mujer, demonios! No podría… —Desde la oscuridad del túnel de la mina llegó el crujido suave de unos pasos. Ella se volvió, la espada en la mano.

Era Moggin, solo. Apretaba contra su cuerpo la chaqueta negra del Jefe para calentarse; contra el abismo que había a su espalda, su silueta estaba encorvada, como si estuviera cansado más allá de lo descriptible, pero cuando habló su voz sonó mejor que antes del ataque al campamento.

—El Jefe dice que empecéis. Él revivirá la maldición apenas la partida de refuerzos salga del campamento a apagar la revuelta en Wrynde. Os encontrará en el camino de vuelta al campamento, cuando hayáis emboscado a la partida.

—¿Está bien? —preguntó Halcón. Ella también recordaba las advertencias ininteligibles escritas en el antiguo demonario y la inquietud de Lobo del Sol cuando hablaba de alguno de aquellos extraños hechizos.

Moggin dudó un rato largo antes de contestar:

—Es… es difícil decirlo —decidió—. Sobrevivió al conjuro del poder, y supongo que eso es algo que no todos consiguen. —Le tembló un poco la voz, como si todavía estuviera impresionado por lo que había visto.

Ari miró el cielo, chato y bajo y de color carbón sobre los dientes de hierro rotos del borde del pozo de la mina.

—¿Cuánto durará? —preguntó con suavidad—. A Halcón le llevará por lo menos dos horas llegar a Wrynde, matar a los guardias y liberar a los hombres para que empiecen la revuelta; digamos una o dos más para que el que permitan escapar llegue al campamento, y eso dependerá de si es lo bastante inteligente como para robar el caballo que vamos a dejar sin vigilancia. ¿Tendrá poder para ayudarnos cuando la partida llegue a la emboscada?

Ése era el problema con la guerra, pensó Halcón desapasionadamente: ella también estaba pensando en el Jefe en términos de la fría economía de su fuerza, lo pensaba como parte de la batalla y suprimía esa parte de su ser que gritaba: ¡Al infierno con eso! ¿Va a sobrevivir o no? Era algo para lo que Moggin no tenía respuesta, y algo, en cierto modo, irrelevante por el momento.

—Eso creo —dijo la voz suave de Moggin desde las sombras.

—¿Necesita más Siempre-Despierto? —Ari también se preocupaba por el Jefe, Halcón lo sabía. Pero en ese momento, lo que realmente le importaba —lo que tenía que importarle— eran sus hombres y el éxito de la operación. Ya habría tiempo para llorar después, si la contribución de Lobo del Sol a todo aquello terminaba siendo su vida.

Y, sin embargo, una parte de ella, una parte pequeña, deseaba abofetear a Ari por la frialdad e indiferencia de su tono de voz.

—No —dijo el filósofo—. No, eso… eso se quemó en el poder del hechizo. —Tosió, y la tos sonó fea, y se quedó en silencio por un largo momento, mientras Ari daba la señal de partir a Pequeño Thurg, el más cercano de los mensajeros del grupo. Después, el filósofo dijo—: Me pidió que os dijera que os ama, a los dos, por si acaso no vuelve a veros.

Ahora Purcell era consciente de su presencia. En algún lugar de su interior, Lobo del Sol lo sabía: el pequeño y frío mago tendía en el aire su mano oscura, apretada en el puño de un trance mágico, sentado en las sombras anteriores a la aurora en el centro de la habitación que había sido de Ari, meciéndose entre las cortinas quemadas de la cama, susurrando palabras que nunca llegaban del todo a la superficie de la conciencia de Lobo del Sol, las palabras de la debilidad, de la derrota, de la sumisión. Pero Lobo sólo sabía todo eso en abstracto.

Lo que sí sabía, lo que veía, lo que sentía, era la oscuridad a su alrededor, la oscuridad dentro de su propio cuerpo y mente, la oscuridad en la que se torcía la mano oscura, aferrando y arrastrando los hilos de hechizos que cortaban los nervios y los huesos de Lobo como alambre al rojo vivo. Sentía, olía casi, la mente de Purcell enredada en la suya, y la odiaba como odia un animal el olor de la muerte.

Y dentro de él, y a su alrededor, como un halo de llamas negras, rugientes, poderosas, la magia de la tierra le consumía la mente.

Era consciente a medias de que estaba de rodillas sobre el barro resbaladizo de la mina. Sus sentidos estaban magnificados, gritaban fuera de toda proporción conocida; cada guijarro era el filo de un cuchillo que le quemaba la piel de las rodillas; cada grieta en el cuero de sus pantalones, cada pliegue de su camisa en el sitio en que el jubón se apretaba contra el cuerpo desnudo lo aprisionaba como una soga poderosa; los pasos de Ari y los de Halcón de las Estrellas, que se alejaban por la superficie sobre su cabeza, se le metían en los huesos y las entrañas, y luchó para no gritar de dolor, de rabia ciega. La magia de la tierra se había alzado a través de sus manos, a través del suelo y a través de los anillos de tiza sobre el suelo del túnel, derramándose sobre él y a través de él en un torrente de negrura, arrancando los alambres de su alma hasta que sintió que su mente flotaba en el aire como una vela llevada por vientos sin nombre. Solamente cerrando su mente como un puño de luz en el centro de su ser podía recordar quién era y por qué había deseado ese poder; pero en ese centro, aferrado como una garra a su vida, estaba el geas.

El sonido de los pasos de Moggin fue una agonía para él; el olor del hombre, como el suyo propio, un hedor compuesto de viejo sudor seco, telas sin lavar, grasa de cocina, masculinidad y basura, todo mezclado de modo nauseabundo con el humo de la antorcha, el agua estancada y fétida a apenas unos pasos, y el aliento aterrorizante de las cosas invisibles que vivían bajo la superficie. Con la mente aullando al rojo vivo, se puso de pie y giró en redondo. La cara de Moggin le resultaba apenas reconocible, una mezcla de formas, carne y cabello y más abajo el cráneo, y el alma todavía más adentro, en el brillo ululante de la luz de las antorchas y la oscuridad.

Moggin le tendió las manos, sin llegar a tocarlo, sin querer iniciar el horror del contacto; después de un segundo, Lobo también tendió las suyas y se tocaron, y la sangre hervía bajo la debilidad de la piel frágil. La rabia que había en Lobo, la locura apenas contenida del fuego de la magia de la tierra, le susurraron que podía deshacer a aquel hombre en pedazos con las manos y deshacerse a sí mismo o a cualquier cosa que se le atravesara en el camino, y el geas de Purcell se enroscó y presionó en respuesta, como un gusano escondido y negro que se le aferraba por dentro. Moggin susurró:

—¿Puedo traerte algo? —como si se diera cuenta de la forma en que el mundo, el viento de la superficie y el goteo del agua chillaban y golpeaban y castigaban los sentidos de Lobo del Sol.

El Jefe, la boca paralizada, hizo un gesto para que apartara la antorcha y se volvió, tambaleante, hacia el agua. La idea del agua y de las cosas que detectaban sus sentidos en las profundidades lo aterrorizaba, pero necesitaba un medio donde mirar, y el solo pensamiento de utilizar el fuego era más de lo que podía tolerar.

Casi no lograba ni tenerse en pie; Moggin tuvo que tomarlo del brazo y llevarlo hasta el borde de la laguna maloliente, donde lo ayudó a arrodillarse.

—¿Quieres estar solo? —le susurró.

—¡NO! —La palabra salió en un gruñido inarticulado, y Lobo del Sol se aferró a Moggin y le aplastó el brazo entre las manos. Después, haciendo un esfuerzo por dominar la locura del dolor, por obligar a la magia rugiente de la tierra a retroceder un poco, aflojó los dedos y meneó la cabeza. Quería decir: Quédate conmigo, por favor. Pero la locura en llamas del poder lo había dejado mudo.

Vio a Halcón de las Estrellas en el agua. Parte de él sabía que no tenía sentido creer que ella ya hubiera llegado a las murallas de Wrynde, pero él la veía, deslizándose entre las ruinas de lo que quedaba de la ciudad, resbalando bajo los derruidos arcos de ladrillo de lo que habían sido las cloacas, siempre cerca del refugio negro y denso de las paredes en decadencia, donde los pinos negros apartaban las piedras y los arroyos rugían a través de armazones de edificios. Por la luz que había en el aire, supo que donde estaba ella se acercaba el primer brillo de la aurora, en realidad varias horas más adelante… ¿o no? El tiempo parecía haber desaparecido de sus percepciones; no tenía idea de cuánto le había llevado conjurar su imagen en las fétidas profundidades. Tal vez realmente la aurora estaba cerca.

Los muros de Wrynde, que se elevaban sobre ella contra el cielo vacío y yermo, parecían patéticos y absurdos. Los hombres de Ari podrían haberlos tomado por diversión en una tarde. Recordó haber construido las torrecillas y puertas, haberlas reforzado y haberle dicho al alcalde cuáles eran los puntos débiles. A pesar del gran desprecio que hacia ellos sentía la tropa, siempre había sabido el valor que tenían para los mercenarios los granjeros y los habitantes de la ciudad, la necesidad de mulas, comida y un lugar de descanso que no fuera el campamento. Él era el que había ordenado que derribaran la peor parte de las ruinas que rodeaban aquellos muros, para evitar lo que Halcón estaba haciendo en ese momento: aprovechar las paredes, los lechos de los arroyos y las enredaderas para deslizarse por ellos sin que nadie la notara.

Halcón parecía diferente vista de esa forma, a través del medio del agua y la negrura crepitante del fuego más atrás, como si él pudiera ver tanto la belleza huesuda y quemada que había en ella como los brillos fríos y opalescentes de su alma. Más tarde la volvió a ver, en la cámara con olor a tierra debajo de la alcaldía, con la sangre de dos guardias distintos —no sabía cómo las diferenciaba— en las manchas de los llamativos flecos del vestido y el corsé. Vio a los hombres de la aldea encerrados en las celdas tendiendo las manos a través de las rejas para tocarla, y sintió el olor de la rabia que había en ellos, un olor poderoso, terrible, como el crepitar de un fuego negro, a pesar de que le llegaba a través del agua. La visión no tenía sonido, pero él sabía que ella les estaba hablando, con calma, en un tono razonable; en otros tiempos había sido Halcón y no Ari quien se enfrentaba al Consejo de la Ciudad en sus interminables tiras y aflojas con la tropa. La vio inclinarse para tomar la llave del cuerpo de un guardia muerto. Cuando la imagen se desvaneció, los hombres se estaban armando.

Entonces sintió con más fuerza el poder de Purcell, el geas que se inflaba negro y gordo en su mente; la mano oscura se apretó más a su alrededor. El salvajismo sin color de la magia de la tierra mantuvo a raya la voluntad de Purcell mientras él se ponía de pie. Le cedieron las rodillas entumecidas, el dolor de la sangre que volvía a correr por las venas le dio un martillazo inesperado y cruel. Moggin lo sujetó en el momento en que cayó, pero después de unos instantes, con una deliberación extraña y lenta que pareció llevarle minutos, Lobo se soltó de las manos que lo sostenían.

Despacio, dolorosamente, luchando para controlar el frenesí de la locura por un lado y el arrastre agónico del geas por el otro, empezó a borrar todas las marcas de poder y protección que había dibujado sobre la tierra. La magia que fluía de los nuevos círculos que trazaba ahora, los Círculos de la Luz y la Oscuridad, las curvas de la fuerza y la guarda, los limpios poderes del aire, lo asustó. Sintió la inercia de la magia de la tierra detrás de todo lo que hacía, como cuando se hace girar en el aire un arma de peso que apenas puede uno controlar. Sin embargo, se sentía exultante, lleno de una rabia salvaje y una locura que casi no podía mantener a raya; rió y vio que Moggin retrocedía frente al oro de su ojo.

La noticia llegó al campamento justo antes de la salida del sol: los hombres de Wrynde, los nuevos esclavos, se habían escapado y estaban matando a sus guardianes. Lobo del Sol no lo veía con claridad, de nuevo frente a las aguas negras de la laguna, porque sus esfuerzos por ver el interior del campamento resultaban inútiles. Como si estuviera de pie en una colina distante, divisaba las puertas y el camino, una serpiente retorcida de barro entre gris y amarillo y plata brillante. Veía al hombre que cabalgaba hacia las puertas a todo galope, aunque a él le parecía una velocidad apenas más rápida que la de un paseo, veía la sangre seca entre sus manos, la sangre que llevaba sobre la ropa y el cabello. Cada vez era más consciente de la fuerza de Purcell. Ahora, bruscamente, esa fuerza había cedido y el alivio del dolor fue tan intenso como el dolor mismo. Sonrió. Alguien debía de haber llamado al mago y roto su concentración. Tiempo, pensó con preocupación. Lo único que necesito es tiempo…

Y con tiempo, vio salir por las puertas la partida de refuerzos.

Louth iba al mando, grande y robusto sobre un potro bayo mal cuidado y lleno de mataduras. Eran muchos más de los que había previsto, y bien armados. Evidentemente Zane todavía no estaba al tanto de la cantidad de hombres que habían huido del campamento en las últimas veinticuatro horas, después de jurarle fidelidad. Y aparentemente tampoco se le había ocurrido que la revuelta de Wrynde podía ser una distracción, una trampa para llevar a las tropas a una emboscada. Bueno, tal cantidad de hombres significaría más trabajo para Ari, pensó distraídamente, mientras miraba cómo golpeaban los cascos de los caballos sobre el barro revuelto del camino. Pero también que habría menos hombres cuidando la entrada del campamento.

Después desvió la mente. Desde el fondo de su alma —hueca, aullante, un universo negro que hervía de fuerza salvaje— conjuró el recuerdo del signo brillante que había visto escrito sobre el dinero pagado a Ari por el asedio de Vorsal, y puso todo su ser en la magia del mal.

Como seda que corre a través de las manos, sintió el poder, y sintió su propia habilidad para manejarlo y llevarlo de aquí para allá. Esta vez no serían menudencias, pensó. No que no levara el pan, se perdiera una herradura o se rompiera una cuerda de laúd. No había tiempo para el trabajo lento que pueden hacer mil desgracias pequeñas. Vio, sintió en su piel, que ahora se imponían los grandes males, males que se alzaran en todo lugar donde hubiera dinero o en las cosas y personas que lo hubieran tocado dentro de los muros del campamento: fuego en la paja, en las camas, en los techos; el intestino de un hombre saludable que se desintegra de pronto en medio del más terrible de los dolores; puertas atascadas; suelos que un minuto antes simplemente crujían y ahora se derrumbaban de pronto en los patios; vigas y postes y estantes que cedían; caballos que se volvían locos y escapaban; la rabia y las acusaciones engendradas por la gotita que colma el vaso, la última indignidad, el último insulto verdadero o imaginario, rabia y acusaciones que desatan fuerzas asesinas …

Maldito seas, pensó, recordando la rubia niña muerta en el patio de la posada, recordando a Halcón de las Estrellas con el niño a la espalda precipitándose desde las vigas en llamas de la pared derrumbada, recordando al chico Miris que ni siquiera había tenido tiempo de gritar mientras daba vuelta el caballo enloquecido sobre la hirviente alfombra roja y negra de hormigas. Maldito seas, maldito seas, maldito seas… Planeando como un halcón sobre el círculo de piedras del campamento, vio una mancha moteada en las colinas sin color, no más grande que una pieza de plata. Metió la mano en el agua y la alzó como una moneda. Y en ese círculo, en esa pieza, trazó la marca que había visto.

Como guerrero, nunca había luchado con odio, pero ahora odiaba.

La presión del geas dio un golpe y cedió de nuevo. Purcell, por el momento, tenía otras cosas en que pensar.

Lobo se puso de pie, incómodo, entumecido. La agonía de la locura se aflojó un momento en sus labios, y entonces pudo hablar las palabras espesas como las de un borracho:

—Vamos —dijo.