Voces. Voces que pronunciaban su nombre.
¿Demonios? ¿Los demonios de Benshar? ¿Formas azules sin cuerpo susurrándole desde la oscuridad vibrante de una nueva alucinación del azúcar de los sueños?
¿O Purcell?
Otra vez no, pensó, cerrando el ojo como había cerrado la mente, enterrándose en el pozo negro de su oscuridad interior. Por favor, por todos los dioses del infierno, otra vez no.
—¿Me oyes, Jefe?
No. No, no, no.
Pero cada vez que se volvía hacia el refugio negro de la mente, veía las runas, los hilos de plata enredados que lo ponían bajo el dominio de Purcell. Lo desgarraban, bebían de su fuerza, se le retorcían más y más alrededor de los huesos y el cerebro y el corazón. Y en el oscuro ínterin aguardaba el recuerdo de lo que había hecho.
—No puedo alcanzarlo…
¿La voz de Halcón de las Estrellas? ¿O una que sonaba como la de ella, una voz amiga como las que emplean los demonios para atraer a la gente? Confuso, retorcido de dolor y horror y azúcar de los sueños, recordó a medias la cara de ella quemada por el viento, enmarcada en la oscuridad de un umbral, el cabello húmedo, rubio, de punta como el de una cría de erizo; recordó haberle arrojado el hacha al corazón. No recordaba si el hacha había dado en el blanco.
Había demasiadas imágenes, demasiados hombres a los que había visto con los hombros inclinados hacia adelante, las cabezas cayendo mientras la flor de la sangre brotaba alrededor de la hoja del hacha. Era demasiado fácil ver la cara de Halcón en esos hombres, ver el horror en los ojos grises muy abiertos…
El dolor volvió a encogerlo, arrastrándolo, de un modo que no tenía nombre, y se enroscó para defenderse de él. Tenía algo de poder ahora, como el agua enlodada que aparece de nuevo en el fondo de un pozo seco. Pero no era suficiente, ni de lejos. Tenía la mente confusa, un caos fragmentario de imágenes: los ojos desorbitados de Ari cuando se habían encontrado cara a cara frente al edificio del Depósito de Armas, iluminado por las antorchas; el momento en que había cortado la garganta de Cara de Goma, el guardia de la puerta principal, y la de aquel inofensivo hombre de la milicia de Wrynde que vendía mulas a la tropa, horrorizado, luchando por detenerse, cómo había tratado de que su mano no tomara la daga de Purcell para llevarla a su propio cuello. Pero sobre todo lo demás, estaba el recuerdo de la voluntad de Purcell, una voluntad que acababa con todas las defensas, el recuerdo de la parálisis asfixiante, de la agonía que le comprimía los órganos y se los quemaba, del horror de mirar cómo se movían sus manos sin que él lo deseara, a pesar de sus esfuerzos por impedirlo.
Se sentía sucio por esa violación, y comprendió la razón por la que las mujeres se mataban después de haber servido de diversión a una tropa. Entendía, por primera vez, el odio que sentían después contra cualquiera que tuviera el poder de volver a hacerles algo parecido.
Cerró la mente con un esfuerzo grande, tratando de hundirse en la oscuridad, donde las voces no lo alcanzaran. Pero allí estaban los hilos de plata, hilos de poder, colgando de su mente, tirando y torciendo, murmurándole que no había esperanza, que nunca podría huir.
—No te hundas, Jefe —decía la voz de Halcón—. Sube. —Y después, un aparte—: ¿Está bien así?
—Sí. —Esa voz que apenas percibía su conciencia, sonaba vagamente familiar, pero él la rechazó. ¿La voz de Purcell?
Todas las voces sonaban un poco como la de Purcell.
Tuvo miedo y trató de hundirse todavía más, pero la voz de ella lo siguió, un eco en la negrura de su mente llena de niebla.
—Sigue mi voz, Jefe. Trata… trata de ver la luz si puedes, pero sigue mi voz. Sube, no bajes. Puedes construirte un refugio, hacerlo con… —Murmullos incomprensibles…— con el segundo y el séptimo signo de los Ritos Sishak. Están escritos aquí, abre el ojo, mira…
Nunca había oído hablar de los Ritos Sishak, y no quería oírlo ahora. Lo único que quería era negrura, y paz, un lugar donde los dientes del dolor y el horror ciego del remordimiento no pudieran alcanzarlo. Era un truco, pensó con amargura, un truco para atraparlo, para obligarlo a hacer cosas todavía peores de las que ya había hecho…
—¡Abre ese ojo, cerebro de queso, y mira los malditos signos, mono bárbaro!
¿Halcón de las Estrellas?
Sentía la lengua hinchada y deforme sobre las palabras.
—¿Halcón de las Estrellas? —Sentía el roce de ella sobre la muñeca.
—Abre ese ojo comemierda, Jefe, o te lo saco yo misma, demonios.
Él abrió el ojo. Vio la cara de ella, clara y extraña, como bajo un nuevo ángulo de luz, un ángulo hermoso pero sin sentido, como las cosas que se sueñan. Y tal vez era solamente un sueño. Pensó que conocía al hombre que estaba con ella… pensó que ese hombre debería haber llevado la túnica larga y negra de los estudiosos y el cuello de seda gruesa, no aquella chaqueta vagamente familiar cubierta de barro… debería haber sido más joven… el cabello más negro, no gris… no sabía por qué. Como en un sueño, no sentía calor ni frío, aunque el aliento de Halcón formaba un vapor leve en el brillo débil de la fogata que tenían cerca. Un refugio primitivo de brotes de olmo y arbustos reflejaba la luz temblorosa, a escasos centímetros del cabello corto y transparente de Halcón. Lobo miró hacia abajo, y vio signos incomprensibles dibujados en el polvo de barro ante sus rodillas.
El otro hombre, el que no reconocía, dijo algo que casi no oyó, un murmullo vago y distorsionado, como le llegaban la mayoría de las voces desde donde se encontraba. Halcón de las Estrellas habló de nuevo, vacilante:
—¿Ves los signos, Jefe? Sus nombres son Enyas y Ssa, la Capa-Nada y la Fuerza del Aire. Puedes hacerte un refugio con ellos, puedes protegerte contra las runas, pero tienes que ponerles tu magia. ¿Lo harás?
Magia. El geas le hacía difícil recordar que había magia en su interior. Su mente se movió hacia los signos y, apenas lo hizo, el dolor del geas aumentó alrededor de la cabeza, el corazón, los genitales. Lobo jadeó, retirándose hacia la oscuridad del interior de su mente, pero las manos de ella se cerraron con fuerza sobre el cuello de su camisa y lo sacudieron con un bofetón brutal en la cara.
—Vamos, asqueroso cobarde de mierda, había monjas en ese maldito Convento comeojos que eran más duras que tú… ¡Míralos, demonios!
Lo apretaban bandas de hierro, espadas le desgarraban los pulmones. Lobo jadeó, tratando de gritar, lleno de rabia e impotencia, rabia contra Purcell, contra Halcón de las Estrellas, contra su padre… Ahora veía cómo se podían unir los signos para formar un escudo, cómo podía usar los sonidos de esos signos. Retorciéndose por dentro, arañando la médula de sus huesos, los trazó con los dedos y brillaron en la penumbra humeante, con una vida luminosa, plásmica, titilante. El reflejo fantasmal parecía devolverle energía a través de los dedos al tiempo que extraían más de ellos. Las runas de plata dentro de su mente tiraban y se estrechaban, como una herida mal curada, cortando, aplastando…
Se despertó con un sollozo y abrió el ojo. No sabía cuándo había vuelto a cerrarlo ni si alguna vez había estado abierto.
Estaba en un refugio construido en una especie de depresión del suelo, cerca de unas grandes piedras que reconoció por las estrías de cuarzo: eran las piedras del Peñasco Pulvren. El refugio era de brotes de olmo y arbustos cortados, tal como el que había soñado en algún momento. Hacía un frío terrible, a pesar de la pequeña hoguera encendida en el centro, y seguramente en el exterior el aire era mortal. A través del humo cegador —se preguntó por qué no le había molestado antes— distinguió la silueta de Halcón de las Estrellas y la de Moggin, en cuclillas frente a él, y el dibujo arañado de los signos que se entrecruzaban sobre el polvo húmedo. Le dolía el brazo; no estaba afeitado y olía como un gato montés en celo.
—Purcell —susurró, los labios como si se los hubiera pedido prestados a Correntada—. Es Purcell. Esas minas al norte de la aldea…
—Alumbre, ya lo sabemos —dijo Halcón con su acostumbrada sonrisa fugaz—. Son noticias muy viejas. Purcell debe de haber encontrado los registros de este lugar en alguna parte, aunque en aquellos días debían de mantenerlo tan en secreto como ahora. Se le ocurrió que lo único que tenía que hacer era librarse de la tropa. No contó contigo.
—Lo lamento. —Durante un momento, a Lobo le pareció que la vergüenza de lo que había hecho, el tratar de matarla, el traicionar a sus amigos, el haber entregado la villa a los hombres de Zane, estaba más allá de lo que podría tolerar, y sintió que no lograría seguir viviendo con ella.
—Ya te moleré a palos cuando tengamos tiempo —le prometió ella.
Después se abrazaron, apretados uno contra el otro; el temblor del aliento de la mujer como fuego a través del cuerpo del hombre.
—Ari y algunos de sus muchachos escaparon —dijo ella, después de algunos minutos en los que Moggin fingió con cortesía que no estaba allí, lo cual no era fácil en un refugio de metro cincuenta por metro cincuenta—. Te vi en el Depósito de Armas y pensé que había algo raro en ti… Ari estaba despertando a los hombres cuando empezó el ataque. Supongo que estarán reagrupándose en las minas, porque son los únicos lugares donde han podido ocultarse, ahora que Zane ha conquistado la aldea.
—Ah. —Lobo del Sol se rascó un lado del ralo bigote. Por primera vez se daba cuenta de que Halcón había salido del campamento disfrazada de prostituta. Tenía los ojos manchados de kohl como si la hubieran pegado, y la capa que llevaba sobre los hombros era de un color que nunca le había visto usar en su vida, con restos de joyas todavía adheridos, incongruentes con el cabello corto y el aspa quebrada de la cicatriz sobre la oreja izquierda—. Lo sepan o no, estarán muy seguros allí. Purcell nunca dañaría esos túneles. Me di cuenta de lo que pasaba y fui a echar un vistazo a las cosas que siempre pensamos que eran hornos de fundición. En realidad son hornos para cocinar la piedra cruda y transformarla en alumbre para embarcarla.
—¿Cómo te diste cuenta de que era él?
—Encontré los Ojos. Están escritos sobre la paga del asedio que le dio a Ari, y hay más en el pago final, maldito bastardo. Como tesorero era el único, además de Renaeka Strata, que pudo tener acceso al dinero durante tiempo suficiente como para marcarlo, y Renaeka no tenía ninguna razón para desear librarse de nosotros, y no necesitaba una maldición para hacer el trabajo. La maldición salió del dinero y se expandió por todo el campamento como la gonorrea.
—Una prueba más de que la Hermana Kentannis tenía razón cuando me dijo que el dinero es una maldición. —Halcón sonrió—. Ese hijo de puta debe de haber sido mago durante años.
—Ahora que lo pienso, me sorprende muchísimo no haberme dado cuenta antes. —Moggin se les acercó, con las manos débiles tendidas hacia el calor del fuego—. Alguna vez sospeché que Drosis podía tener otro discípulo del que nunca me había hablado, por miedo a Altiokis. Recuerdo que en cierta ocasión dijo que se sentía obligado, forzado casi, a pasar sus habilidades a otra persona que hubiera nacido maga, para que sus conocimientos no murieran con él… —Dejó de hablar, y luchó por no toser, la cara convertida en un gris cadavérico por el esfuerzo. El espasmo llegó finalmente, dejándolo débil y jadeante. Después de un minuto, continuó—: Y ahora que lo pienso, la Casa de Cronesmae, que era una casa menor hace quince años, ha tenido varios golpes de buena suerte desde entonces, como el que a un barco rival se le agrietara el casco, gracias a lo cual la carga de Purcell llegó la primera al mercado. El tipo de cosas que pueden pasarle a cualquiera. O aquella ocasión en que todos los lotes de teñido de la temporada de los Greambii se estropearon en las tinas y casi los arruinaron. El hermano de Purcell siempre tuvo una reputación de hombre sin escrúpulos. Hasta su muerte, Purcell no era más que el administrador principal de la rama de Vorsal.
—Y ahí conoció a Drosis —dijo Lobo del Sol, pensativo—. Y tengo una idea bastante aproximada de lo que le pasó a su hermano. —Un mercader de hábitos sedentarios, viejo como debía de haber sido el hermano mayor de Purcell, no podía tener los reflejos necesarios para salvarse de un accidente—. Me pregunto si estaba empezando a sospechar… Cuando Purcell volvió a Kwest Mralwe, seguramente le resultó fácil mantener el contacto con Drosis. Y como en Kwest Mralwe quemaban a los brujos, no se habría atrevido a coger los libros, no si sus rivales en el mercado tenían espías en su casa. Pero supongo que hizo copias en clave a lo largo de los años, desde mucho antes de que Drosis muriera. Yo lo habría hecho, desde luego.
Se quedó callado, mirando la semilla caliente del fuego y escuchando el aullido del viento entre las rocas. Se sentía extraño, la cabeza liviana, como si tuviera fiebre. Mantener la protección que le daban los Signos de Sishak pesaba sobre el escaso poder que tenía, y sentía que no sería suficiente contra otra tentativa fuerte de dominarlo. Tal vez si supiera el Rito completo, o entendiera la forma en que trabajaban los Signos… Pero no. El geas todavía estaba en su interior, incrustado como un piojo en el tejido de su mente, la red mortífera de runas oscura pero aún viva, uniéndolo a Purcell.
—Imaginando cómo irían las cosas en los Reinos Medios si nuestro amigo el Rey pudiera conseguir un mago para sus propósitos —observó Halcón de las Estrellas, mientras agregaba otro trozo de madera de olmo al fuego—, comprendo perfectamente la razón por la que no les gustan los magos. Tiene sentido hasta el hecho de que hayan quemado a la madre de Renaeka Strata. No puedo culpar a Purcell por esconderse detrás de una máscara de cordero todos estos años.
—Sí, supongo que Drosis también lo vigilaba —agregó Moggin—. Purcell fue muy cauteloso mientras Drosis vivía, en parte por miedo a Altiokis, que mató al otro discípulo de Drosis, pero en parte por miedo a Drosis mismo. Drosis no pudo haber sido su maestro sin adivinar al menos en parte el tipo de hombre en que se convertiría si no lo vigilaban. El verdadero poder de los Cronesmae apareció después de la muerte de Drosis. En aquel momento, no relacioné las dos cosas, pero ahora que lo pienso, me pregunto por qué fui tan ciego.
—Endiablado asunto —dijo Lobo del Sol en voz baja—. Tener el poder y el conocimiento que solamente puede transmitirse a los que nacen magos, que únicamente los que nacen magos entienden, y ser una puta avarienta. Me pregunto de dónde sacó el djerkas… —Las cejas espesas se fruncieron cuando una imagen desmembrada flotó de vuelta hacia él desde la irregular oscuridad de su mente, una imagen de Halcón de las Estrellas con un palo en la mano, clavándolo en la pesadilla de unas garras de metal. Tenía golpes en la cara, pero en los viejos días de combate también los había tenido. No parecía haberse lastimado en la toma del campamento, y él sabía que no debía preguntarle nada a menos que estuvieran solos—. ¿No nos siguió? —le preguntó, desconcertado—. Me pusiste una venda…
Ella asintió.
—Pulverizamos el cristal que lo impulsaba —dijo—. El cuerpo era demasiado grande para sacarlo de allí, y había que irse rápido del lugar, porque Zane conoce todos los escondites. Pero le sacamos todos los cables de las patas y los arrojamos a distintos arroyos, y aplastamos las junturas con rocas. Aunque Purcell tuviera un cristal de repuesto, le llevaría un buen tiempo arreglarlo.
Lobo del Sol suspiró y se pasó las manos grandes y torpes por el cabello enredado. En algún lugar de su interior, el geas se alteró y tiró de él de nuevo. Él buscó su fuerza, casi temeroso de intentarlo por miedo al dolor, y el geas se oscureció de nuevo. Pero él sabía que todavía seguía allí.
—¿Sabes cuántos se escaparon con Ari?
Ella meneó la cabeza.
—Sé que Purcell registrará los pantanos. Aunque no se hayan salvado los suficientes como para causar verdaderos problemas, necesitarán todos los esclavos que puedan conseguir para hacer funcionar esas minas. Pero te lo advierto, Jefe: saben que fuiste tú el que los traicionó.
—Sí. —La vergüenza lo inundó de nuevo, desgarradora, profunda hasta el alma, y durante un instante Lobo del Sol deseó matarse, cauterizar el recuerdo de su memoria como una vez había quemado el fuego de un gaum dentro de su ojo…
Y al instante siguiente, cuando la rabia y la impotencia quebraron su concentración, la mano fría y dura de cristal, la mano del geas, le aferró la mente, arrastrándola hacia una oscuridad cómoda. Con un jadeo, Lobo se liberó, pero el dolor lo sacudió de arriba abajo, como una línea de pólvora a lo largo de sus nervios…
—¿Jefe? —Abrió el ojo y vio a Halcón de las Estrellas y a Moggin, cerca, a su lado, la preocupación en sus pálidos rostros. Meneó la cabeza, tratando de olvidar el dolor, la herida oscura de la vergüenza que lo había hecho vulnerable de nuevo.
—Estoy bien —susurró, consciente de que tenía los labios, los dedos y los pies fríos como el hielo por la impresión—. Es que… no podemos esperar. No. Ni ellos, ni yo. Tenemos que volver a tomar el campamento. Tenemos que matar a Purcell. O moriremos todos.
—¿Y esperas que nos creamos esto? —Los brazos cruzados bajo la raída capa negra de piel de oso, Ari miraba a Lobo del Sol con una furia sorda en los ojos castaños.
Lobo del Sol, que habría preferido que lo vendieran desnudo entre los eunucos del mercado de esclavos de Genshan a enfrentarse de nuevo con sus amigos, dijo con voz serena:
—En realidad, no.
Si Halcón de las Estrellas no hubiera estado con él, de pie sin llamar la atención junto a Moggin, dudaba que hubiera tenido el coraje de entrar en la oscuridad anegada del pozo de la mina. También dudaba que alguno de los hombres reunidos alrededor de las fogatas en la cámara de acceso a los túneles lo hubiera escuchado si Halcón no hubiera tenido ese aire de estar dispuesta a arrancarle la cabeza y escupirle por la garganta al primero que hablara.
Chupatintas dijo:
—¿Pu-Purcell puede ver por tus ojos? ¿Ver dónde estamos, y que somos tan pocos?
—No —contestó Lobo. De eso, por lo menos, estaba seguro.
—¿Puedes probarlo? —preguntó Ari.
—No. —El dolor de ver lo que había en los ojos y las caras que lo rodeaban era como una espada hundida en sus entrañas. Pero como guerrero, había seguido peleando con armas metidas en su cuerpo, y sólo después se había permitido sentir la herida.
Malaliento siguió hablando.
—¿Sabe que te has liberado?
—Si es que se liberó —gruñó Diosa entre dientes, mientras se golpeaba la palma de la mano con la espada desnuda.
—Sí —dijo Lobo, sin darse por enterado—. Tratará de dominarme de nuevo cuando nos enfrentemos. Tal vez lo logre. Si lo hace mientras peleamos por el campamento, quiero que la persona que esté más cerca, me mate. Y eso te incluye a ti, Halcón.
—No te preocupes por eso —murmuró alguien en la oscuridad de las sombras negras como la tinta. La cámara de acceso era grande, excavada en la colina, y con una capa de varios centímetros de espesor de un repugnante mejunje de suciedad, heces de zorros, hojas viejas y agua que bajaba por las paredes. Habían tenido que apilar rocas para hacer una hoguera tan pequeña que un hombre podía cubrirla con las manos. El brillo tembloroso derramaba manchas de oro al azar sobre los ojerosos rostros de los hombres agrupados alrededor de los tres, las hebillas de bronce de la chaqueta de cuero de oveja de Chupatintas y los anillos enjoyados que mantenían unida la enmarañada jungla del cabello de Malaliento; delineaban las cicatrices de Diosa y brillaban como plata sobre los ojos de Oso Rizado. En total, suponía Lobo, los guerreros que habían huido con Ari y se habían puesto de su lado eran unos noventa, ochenta y tres hombres y siete mujeres, sin contarse a sí mismo y a Halcón.
—Creo que si sabe que puedes liberarte —dijo Ari, la voz serena a pesar de la ira que había en sus ojos—, será él el que te mate.
Lobo le contestó con tranquilidad:
—Sé que lo hará. Pero preferiría morir a manos de un amigo.
—Bienvenido al club, cerdo —musitó una voz—. A nosotros ya nos mató uno.
Ari movió un poco la cabeza, los ojos llenos de un brillo peligroso bajo la cortina del enredado cabello negro, y el hombre calló. Un viento amargo gemía a través de la entrada del túnel, y un gruñido más profundo le contestaba desde la negrura del fondo, donde la veta de roca de alumbre se hundía en la colina. No había ningún otro sonido.
—El que quiera irse, puede hacerlo —declaró Ari con la voz baja hacia aquel silencio—. Si creéis que podéis escapar de Purcell y de Zane, y si tenéis adonde ir.
Los miró uno por uno, a los ojos, desafiándolos a decir algo.
—Pero antes quiero señalaros que a Purcell no sólo le interesa tener la mayor cantidad de esclavos posibles para la mina, y que sabe que la mejor manera de impedir que se escape un esclavo minero es cortarle un pie. No creo que quiera permitir que nadie de las tierras del norte vaya con el cuento de que es un vudú al Consejo del Rey. —Después de un momento, se volvió hacia Lobo del Sol; en los ojos, detrás del cansancio duro y la desesperación de veinticuatro horas de insomne fatiga, había palabras muy claras: Lastímame de nuevo y te mataré.
Los hombres se reunieron alrededor de ellos; el olor crudo de la sangre seca, la suciedad, el sudor y el cabello polvoriento, rancios en aquella habitación sin ventanas ni salidas, olores que Lobo del Sol conocía bien de su infancia en los campamentos de guerra. Como un lobo en su manada, se sentía reconfortado por estar con ellos, consciente del apoyo de aquellos lazos de hierro que podían parecer intrascendentes a alguien que nunca los hubiera sentido, lazos que no hacían preguntas y a los que no preocupaba lo que sentía o creía un hombre, solamente el hecho de que era uno más del grupo y de que estaba allí cuando lo necesitaban.
El hogar, pensó, y durante un instante comprendió lo crudo y físico del lazo que había logrado a través del contacto sin palabras de la violencia, el lazo que los bailarines encuentran en la danza, el que los amantes, a veces, consiguen en el sexo. Pero al mismo tiempo, veía las paredes quemadas, los cuervos comiéndose a las mujeres muertas en las calles. A la hija de Moggin con la garganta cortada hasta el hueso solamente porque vivía en el lugar equivocado y en el peor momento, y el horror y el asco lo sacudieron, horror y asco por lo que veía y por no haberlo visto antes.
Esa revelación pasó en un segundo, mientras su concentración volvía a lo que estaba diciendo Ari. Ari, que era el comandante. Pero ahora que había visto de dónde surgía el lazo que lo unía al campamento, sabía que éste ya no era su hogar.
—Lo malo es que conocen este territorio tanto como nosotros, Jefe —proseguía Ari—. Zane tiene casi doscientos hombres de la tropa original, más los muchachos de Louth, y pondrá guardias en todos los puestos, los escondites, las vigas de las paredes, todo. Pensamos en conseguir ayuda de la aldea; pero si lo que decís es cierto, los hombres de la aldea también deben de estar encarcelados.
—E-e-so es f-fácil —gruñó Chupatintas—. No nece-cesitamos más que dos para sa-sacarlos de la cárcel…
Ari asintió.
—Sí, eso en casos normales es la Rutina Tres: motín, distracción, Zane manda una tropa y los emboscamos en la Cañada Estrecha porque ellos esperarán que lo hagamos en las Rocas del Cuervo, les robamos las armas y los caballos, etcétera. Pero seguiremos siendo noventa contra un campamento de casi quinientos, más un maldito vudú. No veo la forma.
—Como ellos lo hicieron contra nosotros —dijo Lobo del Sol lentamente—. ¿No te dijo tu madre que las maldiciones se vuelven sobre los que las pronuncian? Sé dónde están los Ojos y sé cómo son. Voy a meterles la maldición hasta la garganta.
Malaliento lo miró y preguntó, en voz muy baja:
—¿Y el mago?
El mago. Purcell. Lobo del Sol tuvo una visión momentánea de aquellos ojos sin color, vacíos incluso de crueldad, y del cuchillo tendido hacia él sobre la mano plana. Frío, pegajoso, como un lazo de alambre ardiendo, el geas susurraba en su interior y el esfuerzo constante de mantenerlo lejos de sí le retorcía los pensamientos como el dolor de la herida en el brazo. Sabía que tenía poco tiempo, y que no se atrevería a dormir hasta que hubiera terminado con todo.
—Tendré que enfrentarme a él. —Su voz sonó más débil de lo que él habría querido.
Miró a Moggin, de pie junto a Halcón de las Estrellas, como en busca de amparo, entre las densas sombras cerca de la puerta.
—Voy a necesitar tu ayuda, Moggin.
—Pensé que habías dicho que era un farsante —protestó Diosa, y Moggin cerró los ojos con una paciencia irónica, cansado de esa interpretación de su falta de poder.
Los ojos de Ari pasaron de la cara blanca y enjuta del filósofo a la de Lobo, preocupados; no como un comandante que juzga un eslabón potencialmente débil de su plan, aunque eso debería haber sido su principal interés, pensó Lobo con infinito cansancio, sino como un hijo que se inquieta porque el hombre al que más quiere está exigiéndose demasiado.
De pronto se dio cuenta de que la rabia entre los dos, las peleas, hasta la traición, estaban más allá de esa preocupación, de ese cariño, en la periferia. A pesar de la fatiga, a pesar del dolor que sentía en el brazo y del horror frío ante lo que sabía que vendría, se sintió reconfortado.
—¿Puedes hacerlo?
Él meneó la cabeza.
—Supongo que ya lo averiguaremos.