Para cuando el campamento se tranquilizó, ya estaba saliendo el sol. Tendida sobre la viga, temblando de frío a pesar de las numerosas camisas que tenía puestas, Halcón de las Estrellas tuvo mucho tiempo para pensar. Las ratas mantenían la distancia —cuando no había nadie abajo, y nadie podía escucharla, las golpeaba con la espada— pero las cucarachas y las arañas no. Después de lo que había pasado esa noche, ella apenas lo notaba. De vez en cuando, los gritos le decían que los hombres de Zane habían encontrado a alguien del entorno de Ari, o a una de las mujeres o niños que les pertenecían. Supuso que, ahora que Ari estaba vencido, la mayoría de sus hombres se habrían pasado al enemigo, que los aceptaría aunque sin confianza. ¿Quién podía culparlos? Pero los amigos cercanos de Ari nunca convencerían a Zane de que habían olvidado a su capitán.
Y ella, por supuesto, podía darse por muerta apenas la encontraran.
Se preguntó cuántos de sus amigos sabrían que había sido Lobo del Sol el que había abierto las puertas.
En la madrugada había oído el clamor furioso y medio borracho de la fuerza expedicionaria que salía hacia Wrynde. No les llevaría mucho tiempo acabar con la resistencia de la ciudad. Y ésta estaba demasiado lejos para haber percibido el fragor de la batalla por encima del ruido de la tormenta la noche anterior. Los de la aldea no estarían preparados para el ataque.
La lluvia había acabado casi en el mismo momento en que había caído el fuerte, y por el olor del aire que se colaba en el interior cada vez que alguien entraba al salón, supo que había una niebla húmeda y saturada sobre las tierras altas y yermas, la suficiente para ocultar la columna de hombres que avanzaba entre los viejos muros derruidos y surcos de arroyos que rodeaban la ciudad. Cuando los vieran, sería demasiado tarde. La niebla calentaba levemente el aire; era de suponer que sin ella se habría congelado. Fueran cuales fueran sus habilidades en otras cosas, Purcell era un mago excelente en todo lo que tuviera que ver con el clima.
Halcón de las Estrellas suponía que Zane dejaría una fuerza bastante numerosa en el campamento, pues en el caso improbable de que Ari se las hubiera arreglado para reunir a los suyos, huidos en desbandada —eso si podía encontrarlos en los páramos—, aprovecharía la ocasión para atacar. Seguramente, los guardias que cuidaban las murallas serían bandidos o amotinados de Louth, porque Zane no había tenido tiempo material de comprobar que los hombres que se habían pasado a su bando no fuesen espías de Ari, y por consiguiente les asignaría tareas de menor confianza.
Eso le dio la semilla de un plan.
Apenas calculó que las tropas de Zane habrían salido por la puerta, se dejó caer de la viga y fue hasta el baúl en donde había escondido la ropa. Tenía las piernas color púrpura de frío, y la carne de gallina —al nivel del suelo hacía mucho más frío que arriba, en el techo—. Se puso los empapados pantalones de cuero y las botas, deseando poder hacerlo sin tener que tocar la parte interior.
El campamento había sido su hogar durante ocho años, y conocía todas las paredes, todos los caminos. Era muy peligroso salir al espacio abierto para llegar a los barracones, pero la niebla la ayudó, junto con el hecho de que los hombres se habían demorado en las inmediaciones de la puerta para charlar un rato, cosa habitual cada vez que una fuerza grande salía en misión de ataque. Halcón se deslizó por la puerta trasera de la casa de Teta Grande sin problemas.
La prostituta no estaba allí; ninguna de las mujeres que vivían en aquella parte de los barracones parecía estar allí. Halcón de las Estrellas podía imaginar los motivos, y aunque eso suponía un contratiempo, no había tiempo para pensar en otro plan. Se desnudó con rapidez y buscó lo que necesitaba entre las cosas de las mujeres: un corsé escotado de seda rosada y polvorienta, una falda con adornos de oro, unas impresionantes enaguas, guantes con lentejuelas turquesa y un conjunto de bufandas y cinturones llenos de borlas. Se dejó las botas puestas. Iba a tener que caminar mucho, y además no había forma de que le entraran las pequeñas sandalias de Teta Grande.
Encontró cosméticos en la cómoda y, mejor todavía, varias pelucas de distintos tonos. Seleccionó una roja y la combinó con una bufanda de lentejuelas en una especie de turbante sobre la cabeza rapada, con el fin de ocultar en lo posible la cicatriz de la mejilla. Con bastantes dudas —aunque había visto cómo se hacía, nunca lo había intentado por sí misma— se pintó los ojos y los labios, y se cubrió con maquillaje lo que asomaba de la cicatriz. El resultado no la alentó mucho. La mujer que la miraba desde el espejo de marco de bronce no se parecía a ella, pero nadie creería que fuese capaz de ganarse un cobre atrayendo a los hombres a su cama.
Por otro lado, pensó Halcón, ni Suciedad ni Glotona parecían tener la menor dificultad en encontrar clientes. Más segura, se metió tres dagas y los hierros para los nudillos en el cinturón y las botas, buscó un chal de seda que pudiera servir para acompañar a un garrote, se colocó otro pequeño cuchillo en el pecho, agregó todas las joyas que pudo encontrar, y se echó encima una capa púrpura de brillante tafetán con ribetes de piel amarilla.
Volvió a mirarse en el espejo y pensó: Las cosas que una es capaz de hacer por amor.
Una luz rancia y gris llenaba el cielo ahora que la niebla se estaba levantando. Halcón se preguntó si era debido a que Purcell ya no la necesitaba —una vez que se llegara a la lucha casa por casa en Wrynde, la niebla trabajaría en favor de los defensores más que de los atacantes— o porque había un límite en el tiempo que un mago, aunque fuera hábil, podía soportar el esfuerzo de dominar el clima y obligarlo a tomar formas que no correspondieran ni al lugar ni a la época del año. A través de una grieta en la persiana, veía que el campamento volvía a la normalidad con lentitud. Parecía estar mejor de lo que ella lo había visto al regresar, con más guardias en los muros y más hombres y mujeres moviéndose entre los edificios. Así que en lugar de deslizarse pegada a las paredes, atravesó discretamente pero con determinación el terreno encharcado en sangre del extremo oeste de la plaza, hacia la cocina donde el humo blanco señalaba que la primera comida del día se servía ya a todos los que se acercaran, guerreros, seguidoras del campamento y esclavos.
Dos de los guardias de Zane descansaban en la puerta, pero ninguno la miró. El comedor, una habitación larga, baja, inundada de humo, estaba medio vacía. Gente sentada en toscos bancos, sobre todo esclavos, vigilados por un hombre que ella no conocía, y que por lo tanto debía de pertenecer al grupo de Louth, y un llamativo puñado de seguidoras del campamento que charlaban en una mesa. Algunos guerreros pululaban alrededor de las ollas, de donde Puerco y Correntada servían judías y pan y ginebra aguada. Puerco no tenía expresión en la cara, pero la posición de sus hombros casi gritaba: «Me importa un carajo quién maneje esta tropa, pero no se metan en mi cocina, demonios». La nariz de Correntada estaba hinchada y los ojos tristes ennegrecidos a golpes. Tenía los dedos envueltos en vendajes. Se los habían roto. Halcón apretó los dientes. A pesar de las veces en que había deseado que alguien hiciera algo así mientras lo oía cantar, nunca había pasado de ser una broma, un pensamiento. De Bron no había ni rastro y ella se preguntó si habría intentado defender a Opium de Zane.
Una cosa cada vez, se recordó. Si tratas de ayudar a todos, vas a terminar tú en la trampa. Mientras sentía que todos la miraban, caminó hasta el frente de la habitación con los ojos bajos y se sirvió un bol. Si Puerco la reconoció, no dio señal alguna. Correntada murmuró como al pasar:
—Hola, Torta de Ángel —mientras le daba un plato de té muy malo con manos torpes. Ella tomó la comida y la llevó a un rincón desierto de la gran habitación húmeda. Dedujo que, pasara lo que pasara, era evidente que la maldición todavía reinaba en la cocina de Puerco.
Esperó allí, mirando entrar y salir a la gente, hasta que llegó otro grupo de esclavos. Entre ellos reconoció a Moggin.
Iba muy mal vestido, desprotegido contra el frío, y tosía de una forma que a ella le pareció de muy mal agüero. Seguramente se había metido en uno de los grupos de trabajo del campamento aprovechando la confusión, como había hecho en el sitio de Vorsal, según le había contado días atrás. Tenía los brazos desnudos cubiertos de barro y serrín, como los demás miembros de su grupo, por lo que Halcón de las Estrellas supuso que los habían puesto a trabajar en el arreglo de la zona quemada de los barracones para beneficio de los conquistadores recién llegados. Esperó a que él recibiera su comida y se instalara en otra mesa desierta, moviéndose lentamente como si le doliera algo. Cuando lo vio sentado, se levantó a por otra ración de bazofia de Correntada y fue a su encuentro. Él la miró con amabilidad y volvió el rostro, encerrado en sus propios pensamientos.
—No seas tan exigente con tu compañía, tontito; tú también serás comida de gusanos cuando Purcell te reconozca. —La cabeza del hombre se alzó como un látigo. Los ojos de ambos se encontraron, los de él ariscos, llenos de miedo. No la había entendido—. Tenemos que dejar de vernos así —dijo ella con suavidad, e hizo el gesto de un beso en el aire—. Lobo del Sol está empezando a sospechar.
Él tragó saliva, tartamudeó algo y después volvió la atención al bol.
—Lo vi con ellos —dijo con suavidad y en voz baja.
—Está bajo un hechizo de algún tipo, un geas, lo llamó Purcell.
Moggin asintió.
—Sí, eso tendría sentido si lo necesitaran para hacer magia. —Tosió de nuevo; ella vio cómo los músculos de sus costados y su espalda se preparaban en vano para contener el impulso. En las sombras grises del comedor, se le veía muy mal.
Halcón tragó un poco de té mientras esperaba. Estaba horrenda.
—¿Hay alguna forma de romper el geas?
—Con un árbol de runas morfológico como puente —dijo el filósofo, pensativo—, pero necesitaríamos otro mago para hacerlo. —Se detuvo, acunando el bol sucio de madera entre sus manos partidas, manchadas, y contemplando la distancia con una concentración de estudioso detrás de un mechón de cabello que caía como una cortina grisácea y mugrienta, y Halcón de las Estrellas se maravilló ante su mente pedagógica—. Veamos, el Ritual Sishak ofrece protección para eso, pero necesitaríamos un mago para trazar los Signos y construir un refugio etérico para Lobo del Sol. Parece que siempre tenemos un mago de más o uno de menos…
—Eso no importa ahora —dijo Halcón—. ¿Dónde trabajas? ¿En los barracones?
Moggin asintió, y volvió a tomar una cucharada de gachas con dedos temblorosos. Se detuvo y tosió de nuevo. No le sería muy útil, pensó Halcón metódicamente, a la hora de matar guardias, robar libros o llevarse caballos o armas a la carrera; estaría de suerte si no tenía que sacarlo a rastras del campamento. Pero por lo menos podía contar con que haría exactamente lo que ella le dijera.
—Escucha. Escápate del equipo de trabajo apenas puedas y métete en cualquiera de las habitaciones que quedan cerca de la zona quemada de las barracas. Todas ventilan hacia el hipocausto. Está inundado y horrible, pero puedes arrastrarte por ahí hasta el horno en ruinas del otro lado de los establos. Espérame allí. Con ese geas o como se llame, ¿qué parte de su propia voluntad conserva Lobo? ¿Purcell está dentro de su mente, ve lo que él ve, o solamente lo controla como a un muñeco?
—Un poco de todo —dijo Moggin en voz baja, con una mirada preocupada hacia el guardia más cercano, que estaba flirteando con Teta Grande—. Como yo lo entiendo, teóricamente el geas es una extensión del espíritu de Purcell en fibras etéreas, que envuelve la conciencia y el sistema nervioso de Lobo del Sol. Está parcialmente submaterializado astralmente, pero por lo menos tiene una parte física; obedece a órdenes de la conciencia, no a la voluntad inconsciente. Los libros de Drosis contenían instrucciones para que el amo del geas se uniera con las percepciones del esclavo en un trance mediúmnico, así que no parece que haya una unión sensorial automática.
—¡En pie! —aulló un capataz—. ¡Vamos, Lengüita, ese vómito que estás comiendo no es tan bueno como para darle tantas vueltas!
Moggin se puso de pie inmediatamente, y dejó el bol sin terminar. Hablar en lugar de comer le había costado una buena mitad de lo que probablemente era el único alimento del día. El capataz lo engrilló y lo envió a empujones detrás de otros esclavos. Halcón de las Estrellas se quedó sentada con la cabeza gacha, sin atreverse a mirar. Tenía miedo de llamar la atención del guardia. Había pasado años viendo cómo trataban los hombres a las mujeres en la excitación de la victoria, y el miedo que sentía ahora era nuevo para ella. Con el disfraz que llevaba, no podría matar con demasiada facilidad a un posible pretendiente, y ni siquiera, con aquellas ropas que la proclamaban propiedad de cualquier hombre, dar a entender algo parecido. Había matado literalmente a cientos de hombres, generalmente por dinero, pero nunca había sabido desenvolverse ante una solicitud amatoria a la que ella no correspondía. El corazón le latió con más fuerza cuando oyó los pasos de un hombre a sus espaldas. Trató de fingir que no se daba cuenta y se puso de pie para alejarse.
—No tan rápido, Torta de Ángel —dijo la voz de Correntada a su espalda. Halcón de las Estrellas se quedó helada al sentir el roce de la mano vendada sobre la capa que tenía apretada con fuerza alrededor de su cuerpo—. Te olvidas de tu ropa limpia.
—¿Eh? —Ella se volvió y miró directamente a aquellos ojos tristes, rodeados de golpes. Él le tendió la mano. Los dedos rotos apenas podían sostener un pequeño atado de ropa que parecía realmente provenir de la lavandería pero que, por la textura, debía de llevar por lo menos un pan, y tal vez queso y pasas escondidos en su interior.
—Ah… gracias —tartamudeó ella, atónita y conmovida ante tal prueba de inteligencia del pequeño borrachín. Y después, consciente de los guardias que remoloneaban cerca, se acercó y le dio un beso, con bastante torpeza—. Te debo un trago, Correntada.
Él meneó la cabeza.
—Ya me invitaste a muchos en el camino.
Cuando pasaba junto a la puerta del comedor, el guardia le dijo una obscenidad en voz alta. Halcón de las Estrellas sintió una punzada de miedo poco familiar, y se preguntó qué haría si aquel hombre la seguía; sin contar con el disfraz que insinuaba su disposición a irse con cualquiera, en caso de pelea, ella era una y los otros, muchos. Aunque ningún soldado de una tropa era tan tonto como para tratar de violar a una mujer soldado —si ella misma no lo mataba, no había duda de que cuando volviera a subir a un muro en una ciudad enemiga, lo matarían sus amigas o Carnicera—, las mujeres soldado generalmente consideraban a las putas una clase completamente distinta y no las protegían.
Pero el hombre se limitó a reírse ante la ocurrencia de sus propias palabras y se quedó donde estaba. La niebla se desvanecía fuera y el día se hacía más frío. Las faldas empapadas de Halcón le golpeaban las botas mientras cruzaba la plaza y trepaba los escalones de ladrillo hacia la puerta de la casa de Lobo del Sol.
Tal como temía, los libros ya no estaban. La casa de Ari, pensó, mientras recogía la gran soga que solía guardar el Jefe bajo la cama y una chaqueta bien abrigada para Moggin. Naturalmente Purcell, como mago que era, se había llevado los libros.
Ató el paquete de comida al cinto bajo la capa, cruzó el espacio de terreno abierto entre la casa de Lobo del Sol y la de Ari. Lobo del Sol había construido su jardín de rocas en parte de ese terreno, pero detrás de la casa de Ari solamente había un baldío lleno de ruinas, arbustos y enredaderas, en el que se pudrían restos de muebles desvencijados y basura. Desde allí identificó la ventana del dormitorio de Ari, y después de escuchar con atención y no oír nada, se subió a un contrafuerte medio derruido para mirar adentro.
Se detuvo, congelada, una rodilla contra el alféizar.
El djerkas yacía acurrucado en el centro de la habitación.
Si no hubiera sabido por la descripción de Lobo del Sol lo que era aquello, probablemente habría entrado, porque la cosa no parecía viva en absoluto. Era como una vieja pieza de una máquina, algo de acero, un telar o algún instrumento de poleas, que brillaba con una luz mate bajo los fríos rayos del día, las garras como navajas escondidas tras el laberinto de cables y contrapesos. Más allá, sobre la mesa baja contigua a la cama laboriosamente tallada de Ari, vio los libros de Lobo del Sol.
Maldijo con considerable pasión, y se descolgó por el muro de granito roto hasta el jardín rocoso. Allá siguió maldiciendo.
—De acuerdo, si quieres jugar así, juguemos.
Siempre en el jardín, el terreno baldío y las paredes, fue hasta el viejo horno donde Moggin había de encontrarse con ella más tarde y guardó la soga y la chaqueta. El paquete de comida lo mantuvo atado al cinto, con una consideración instintiva de las prioridades en el caso de una huida fuera de plan. Tomó harapos y paja húmeda del vertedero de la cocina; de la casa de Lobo del Sol, un jarro de ginebra y un cuerno para transportar fuego, en el que puso unos cuantos carbones brillantes que tomó del hogar y el suficiente musgo seco de la caja de yesca para asegurarse de que el fuego seguiría encendido durante unas horas. Trató de localizar un arma arrojadiza de algún tipo —un arco, una lanza o un hacha— pero esas cosas estaban confiscadas, lo cual no fue una sorpresa para ella. Solamente quedaba deslizarse otra vez hacia el terreno baldío cerca de la esquina de la casa de Ari, acomodarse detrás de una pared rota y esperar.
No era aún mediodía cuando oyó que la compañía regresaba. Durante esas horas el frío había ido aumentando, la nubosidad gris se había cerrado en un techo tenebroso, y en el aire agudo se los oía venir desde muy lejos. Por el sonido, supo inmediatamente que habían triunfado en la conquista. Y la gente de Wrynde, por otra parte, no habría podido enfrentárseles, incluso después de que se dieran cuenta de que Lobo del Sol los había traicionado, pensó Halcón con amargura.
Tomó un trago de ginebra y mantuvo los dedos medio congelados alrededor del cuerno caliente, tratando de no pensar en las muchas y excelentes razones por las que Purcell podía haber ordenado la muerte de Lobo apenas terminara el combate por la aldea, siempre suponiendo que el Jefe hubiera sobrevivido a la lucha. Por lo que había visto durante la batalla en el campamento, no parecía que el geas hubiera dañado su habilidad de guerrero. Escuchó con más atención pero no oyó el aullido grave y profundo de su voz elevándose sobre el clamor general. Por otra parte, esa voz había cambiado radicalmente desde la última vez en que la había oído a la vuelta de una batalla.
El miedo de plomo que había en su interior no se alivió hasta que se inclinó con cuidado para mirar al otro lado del rincón de la hilera de columnas rotas y lo vio, de pie detrás de Purcell, un poco alejado de la ruidosa multitud que entraba por las puertas.
Los hombres reían, manoseando a las prostitutas que se habían reunido para recibirlos, agitando los sacos de comida, las botellas de alcohol y cerveza y las capas de pieles y lana que habían saqueado de la ciudad. Algunos de ellos llevaban mujeres también, golpeadas y exhaustas, las ropas rotas y las camisas llenas de sangre. Louth empujaba a una muchacha de unos dieciocho años, a la que Halcón de las Estrellas conocía ligeramente, y se la arrojó a Zane, que rió de un modo desagradable y meneó la cabeza. Después, Purcell y Zane miraron a través de la plaza hacia la casa de Ari. Purcell chasqueó los dedos y Lobo del Sol fue tras él, seguido por cuatro de los guardias.
A medida que se acercaban, Halcón de las Estrellas oía cada vez mejor las palabras de Purcell:
—… claro que no. Yo te había elegido como posible socio desde el principio, Zane. Era evidente que necesitaba un espía en quien pudiera confiar dentro de la banda y era igualmente evidente que tú eras el único con la fuerza suficiente para mantenerlos unidos y acabar con Ari.
¿Ah, sí?, pensó Halcón de las Estrellas en tono cínico. La próxima vez vas a decirnos que no querías lastimar a nadie. Ahora que estaban más cerca, vio que Lobo del Sol estaba herido en un brazo, aunque él no parecía notarlo. Se movía con más lentitud que antes de la batalla en el campamento, y una vez tropezó sobre el barro pegajoso y resbaladizo de la plaza. Tenía la ropa cubierta de sangre y suciedad, y la cabeza se le balanceaba sobre los hombros.
¿Estaba Moggin equivocado?, se preguntó ella, repentinamente aterrorizada. No le gustaba la forma en que Lobo se movía, no le gustaba nada. ¿Tal vez el geas se comía el cerebro poco a poco, a pesar de lo que había dicho el filósofo? ¿Era solamente cuestión de tiempo, entonces…?
—Podríais haber hecho contacto un poco antes, ¿sabéis? —dijo Zane, con un rastro de malhumor en la voz—. Podrían haberme matado durante el sitio, o en el viaje al río Gore, o…
—Zane. —Había paciencia tolerante de padre en la voz de Purcell, una diversión amable en su sonrisa. Habían doblado la esquina de la hilera de columnas y estaban a menos de diez metros del escondite de Halcón de las Estrellas. Pero los guardias de Zane, que remoloneaban sin hacer nada a cierta distancia de las sombras del pórtico de columnas, estaban armados con arcos: era evidente que a Zane todavía le preocupaba la presencia de espías en el campamento y en la tropa. Halcón de las Estrellas rodeó con mucha cautela la parte posterior de la casa, en dirección al refugio del contrafuerte en ruinas. La voz de Purcell llegó hasta ella mientras sacaba unas pocas ramitas secas del cuerno y arrojaba ginebra sobre la bola de paja y harapos…— ¿Piensas que no te protegía? ¿Por qué crees que no te pasó nada?
—¿De veras? —Había una gratitud y maravilla infantil en la voz de Zane; Halcón de las Estrellas tuvo ganas de darle una bofetada por su simpleza. Solamente alguien tan consentido como Zane podía creer que lo habían apartado del desastre general por ser quien era. Halcón encendió la bola de harapos, que ardió inmediatamente. Después tomó la piedra que había atado a ella y la arrojó a través de la ventana. La bola rodó sobre el suelo de baldosas, pasó junto al djerkas, que evidentemente había sido preparado para montar guardia contra intrusos humanos y nada más, y fue a parar a las cortinas bordadas en oro y adornadas con joyas de la ridícula cama que Ari había saqueado del castillo del Duque de Warshing cinco años atrás—. No se me había ocurrido —seguía diciendo Zane, mientras ella miraba la bola—. Me elegisteis desde el principio, ¿eh?
—Por favor, perdóname el engaño —contestaba Purcell, obsequioso como nadie, después de años de práctica en el Consejo del Rey. Mientras tanto, Halcón se deslizaba de nuevo por las enredaderas y caminaba lentamente hacia ellos. En realidad, puestos a adivinar, supuso que Purcell se había acercado a Zane después de la división de la banda junto al río y antes de que Zane pudiera organizar el ataque suicida al fuerte del Señor del Gore, apenas comprendió que le convenía contar con ayuda militar para librarse de la banda que controlaba los alrededores de las minas de alumbre, y no sentarse a esperar a que la maldición terminara su trabajo—. Los hombres suelen ser muy obstinados, Zane, sobre todo en lo que se refiere a aquellos que fueron sus maestros. Tú eres lo bastante inteligente como para saberlo. Nunca te habrían seguido a menos que estuvieran absolutamente hartos, convencidos de la inutilidad del liderazgo de Ari, de su debilidad… y de él. —Y señaló hacia Lobo del Sol, que se balanceaba sobre sus pies, mirando sin ver los retorcidos árboles de laurel que escondían en parte el jardín de piedras que había construido en inviernos anteriores.
—Queréis terminar con ese problema, ¿verdad? —dijo Zane, con un gesto del pulgar—. Supongo que llenarlo de azúcar de los sueños antes de la batalla no fue tan buena idea después de todo, ¿eh?
—Al contrario, fue más que necesario —replicó el mago, con un rastro de enojo agudo en la voz ante aquel hombre plantado allí como un gallo campesino dorado que se atrevía a criticar la forma en que él había juzgado la situación. Qué lejos, pensó Halcón con interés, del conejito-sí-señora que había rondado a Renaeka Strata con su voz lisonjera. A pesar de su paciencia de mercader, cómo debía de odiar a la Dama Princesa… cómo debía de soñar con aplastarla a ella y a su poder de un plumazo.
Purcell bajó la voz para excluir de la conversación a los guardias que esperaban en el pórtico.
—Ahora que no dedica sus poderes a curaciones y manejos del clima, a medida que los fuera recuperando, me habría resultado más difícil dominarlo sin la droga. Y yo no tenía intención de meterme en una batalla de voluntades con él cuando teníamos una ciudad por conquistar.
—¿Queréis decir que podría zafarse de este… este geas que le habéis puesto? —Zane echó una mirada súbita y preocupada a su antiguo maestro.
—¡Claro que no! —ladró Purcell—. No tiene ni la habilidad ni el entrenamiento… Pero sí la fuerza para volverse impredecible y difícil de controlar.
—Así que habéis de mantenerlo bajo el azúcar. —Zane dio un paso hacia Lobo, y lo estudió como si se tratase de una estatua notable. Pero con odio en el fondo del corazón, Halcón vio en la posición de sus hombros anchos y su espalda llena de gracia que estaba nervioso, con miedo incluso, miedo de lo que podría hacerle Lobo, como un chico que se para frente a un oso encadenado y trata de reunir el coraje suficiente para empezar a hacerle burla.
—No —dijo Purcell con voz indiferente—. Voy a matarlo. —Buscó bajo su capa vasta, forrada de piel, y sacó una daga. Se la tendió a Zane—. O puedes hacerlo tú, si quieres…
A unos diez metros de distancia, bajo el contrafuerte derruido, el corazón de Halcón de las Estrellas se congeló en su pecho. La distancia era demasiado grande, moriría en el momento en que la vieran salir de su escondite. A pesar de lo mucho que tendía sus sentidos en el aire, no olía el humo en el interior de la casa. Maldición, se dijo con desesperación, no puede haberse apagado, no…
Una luz extraña y brillante tembló en los ojos de Zane, una expresión adolescente, la de un muchacho que acude a los juegos de gladiadores por primera vez o a una ejecución pública por tortura.
—No —dijo con suavidad—. Quiero ver cómo lo obligáis a que lo haga él mismo.
En la sonrisa de Purcell, Halcón de las Estrellas vio cómo anotaba mentalmente nuevas formas de mantener el interés de Zane.
—De acuerdo —contestó—. Lobo del Sol…
Halcón de las Estrellas echó una mirada rápida a la ventana de Ari; un hilillo de humo blancuzco había empezado a colarse por allí, pero colgaba inmóvil en el aire quieto. Maldición, pensó ella. Maldición, maldición, maldición…
Lobo del Sol miró la daga que le tendía Purcell. Le tembló la mano, después la cerró en un puño. Ella casi podía oír el jadeo desgarrado de su aliento.
—Tómala —dijo el mago con suavidad.
Lobo del Sol ladeó la cabeza, como si tratara, sin lograrlo, no mirar aquellos ojos grises y fríos. A pesar del vapor humeante de su aliento en el aire, una capa de sudor le cubría el rostro. Contra la sangre y la suciedad, el ojo, muy abierto y casi negro por la dilatación causada por las drogas que le habían dado, mostraba el blanco alrededor de la pupila. Le tembló la mano, la retiró, volvió a extenderla. El olor del humo golpeó la nariz de Halcón de las Estrellas; ahora salía con más fuerza de la casa, pero la concentración de Purcell estaba puesta en la lucha con la voluntad borrosa de su víctima y Zane y los cuatro guardias estaban demasiado absortos en lo que veían para advertir otra cosa. ¡Estúpidos cerebros de queso!, gritó Halcón de las Estrellas en silencio. ¿No oléis un fuego debajo de vuestras propias narices? Si fuera mi casa la que estuvierais cuidando, os haría apalear y despellejar, lo juro…
—Tómala —susurró Purcell, y Lobo del Sol jadeó, el cuerpo retorcido por un dolor interno. Un sonido leve, desesperado, se le escapó entre dientes; la mano que tendió hacia delante temblaba como si tuviera paludismo. ¡No te rindas!, deseó Halcón con desesperación. ¡Danos un poco de tiempo, demonios! Tienen que oler ese humo en algún momento… El temblor se detuvo cuando los dedos se cerraron alrededor de la daga.
Lobo del Sol jadeaba; lágrimas de esfuerzo, rabia y desesperación se mezclaban con el sudor que bajaba por su cara sucia cuando levantó el cuchillo hacia su cuello. Una espiral de humo blanco fluía de la casa, vagando sobre la leve brisa fragante, pero nadie lo notaba… Lo verían, pensó Halcón con amargura, si ella salía de su escondite para atacar a Purcell. Se preparó, calculando el tiempo de sus pasos sobre los diez metros de terreno abierto que la separaban de ellos; el más grande de sus cuchillos, listo en la mano. Lobo del Sol trató de retirar la cara de la mirada helada de Purcell, el aliento en sollozos, los dientes apretados con tanta fuerza sobre el labio inferior que la sangre le corría en un hilo por el mentón. Zane lo contemplaba con la boca abierta y los ojos llenos de una ansiedad brillante, casi sexual. La navaja de metal brilló al tocar el cuello de Lobo.
Purcell muere primero…
¡¡¡FUEGO!!!
La cabeza de Zane giró como un látigo hacia un lado. Durante ese primer segundo, lo único que había en sus ojos era disgusto por la interrupción. Purcell se estremeció, no tanto por el grito de fuego que había dado alguien en la plaza, pensó Halcón de las Estrellas —los estúpidos guardias todavía no lo habían advertido—, sino por el olor del humo. Se volvió en redondo, aún medio perdido en las garras de su propia concentración, como un hombre al que sacuden en medio de un sueño, y le llevó un segundo reaccionar ante la humareda blanca que salía de la casa de Ari. La expresión que invadió su rostro, primero de sorpresa, después de comprensión súbita y finalmente de furia, fue casi graciosa, cuando se dio cuenta de que el djerkas no sólo no iba a apagar el fuego sino que no dejaría que nadie entrara en la habitación para apagarlo. Con un alarido sin palabras se lanzó hacia la casa, seguido por Zane y sus guardias.
Halcón de las Estrellas salió de su escondite antes de que ellos estuvieran fuera de su vista, y se lanzó a través de las piedras irregulares hacia el lugar donde permanecía Lobo del Sol, la daga todavía apretada contra la yugular, el ojo cerrado, jadeando por el esfuerzo y la tensión.
Ella le dobló el brazo y se lo bajó, aunque no pudo hacerle soltar la daga. El ojo de él la miró, ciego, negro por la dilatación de la pupila. No le pareció que la reconociera. Vaya sorpresa, pensó, mientras lo arrastraba con violencia por el sendero. Las faldas y las enaguas entorpecían su marcha, el cabello de la peluca se le metía en la boca y Lobo del Sol se retorcía como un chico que no quiere ir adonde lo llevan. Los hombres que convergían de todos lados hacia la casa de Ari ni siquiera los miraban al pasar. Halcón de las Estrellas se preguntó cuánto tiempo le llevaría a Purcell darse cuenta de que el fuego no era más que un elemento de distracción.
Moggin la esperaba en el viejo cono de ladrillos del antiguo horno, con la chaqueta de Lobo del Sol ya puesta y la soga por encima de los hombros. Tomó el otro brazo de Lobo del Sol y la siguió, tosiendo con fuerza mientras lo empujaba para que subiera la desvencijada escalera que una vez había llevado a las almenas, y, una vez arriba, por la irregular muralla hasta el armazón de una torre derruida. La soga no alcanzaba el suelo desde allí, pero la caída final no llegaba a los dos metros.
—Gracias a Dios que este lugar está pensado para que la gente no entre y no para que no salga —musitó Halcón con tono malévolo—. Jefe, baja por la cuerda. ¡Por la cuerda, estúpido cerebro de queso!
Él se balanceaba a ciegas sobre sus pies, desde la profundidad del sueño del azúcar y el geas, la daga aferrada en las manos. Los hombres se movían como hormigas alrededor de la casa de Ari; por el color del humo, debían de haberlo apagado ya. Purcell encontraría los restos de la bola de trapo y comprendería…
Halcón puso un tramo de cuerda en las manos flojas de Lobo del Sol, después, con un movimiento rápido de hombros y pies, lo empujó por encima de la almena. Moggin dio un alarido de horror, pero Lobo del Sol, como ella había supuesto, reaccionó a pesar de su cerebro embotado y dejó caer la daga para aferrarse a la soga. Ella arrojó a Moggin después, al tiempo que obligaba a Lobo a bajar en lugar de subir de nuevo; la superficie del muro era lo bastante irregular para que un trepador débil y sin experiencia como el estudioso pudiese salir airoso del apuro.
Qué rescate, pensó con acidez Halcón, levantándose las faldas turquesas para seguirlos. Dos hombres grandes y fuertes, ¿y quién tiene que hacer todo el trabajo? Después algo metálico brilló entre las almenas de las paredes, a su izquierda. Algo que se movía con un paso rápido, torcido, semejante al de un cangrejo. El estómago de ella se dobló en dos.
Se arrojó sobre la pared A TODA VELOCIDAD, y el salto del último tramo le golpeó con fuerza la cabeza a medio curar.
—El djerkas —jadeó al tomar el brazo de Lobo del Sol en una mano y el de Moggin en la otra mientras los empujaba a la carrera—. ¿Puede seguirlo, rastrearlo? Si Purcell los domina a ambos…
—Ponle una venda en los ojos.
Halcón de las Estrellas se detuvo el tiempo suficiente para arrancarse un pedazo de bufanda y atarlo sobre el único ojo de Lobo del Sol. Después corrieron de nuevo, tropezando sobre el granito partido de la colina rocosa de la fortaleza. Ella conocía perfectamente el pantano que rodeaba los tres lados del pequeño valle en el que habían crecido Wrynde, sus minas y su fuerte de guardia, y también el laberinto de ruinas de lo que una vez habían sido las aldeas y las granjas de los alrededores, cada roca, cada grieta, cada abismo, cada arroyo y cada bosque lastimado por el viento.
Había pensado en ir a algún lugar más cercano, pero con el djerkas tras sus talones solamente se le ocurría un sitio.
Estaba a cinco kilómetros de distancia. Una vez había sido una villa, el lugar de descanso de algún gobernador imperial, en una cañada por debajo de Peñasco Frío, una cañada que una vez había sido fértil. De la tierra que había dado vida a su arroz y a sus robles y manzanos, no quedaba nada: sólo la garganta rota por el aullido del viento y el cercano y húmedo pantano; de la casa misma, bien poco. Pero las bodegas de vino habían sido excavadas en la roca de la colina, y había un pequeño cuadrado, resto de un antiguo jardín, donde crecían todavía unos cinco olmos negros, incongruentes en esas tierras vacías del norte. Era el único lugar donde podrían tener alguna esperanza, pensó Halcón, al tiempo que tiraba de su impedimenta masculina hacia el refugio rocoso de un arroyo profundo hasta la rodilla… eso siempre que el djerkas, o los hombres de Zane, no los atraparan primero.
Para cuando llegaron, Moggin se tambaleaba de fatiga. En el trabajo duro era un aliado casi inútil, criado entre almohadones y con los efectos de una malnutrición prolongada y un abuso físico extremo. Y Lobo del Sol, aunque avanzaba con su acostumbrada energía, a pesar de la venda seguía tratando de detenerse como si a cada minuto se le ocurriera que lo más correcto era volver al campamento. Mucho antes de que llegaran a la villa, Halcón de las Estrellas tenía ganas de estrangularlos a los dos.
—¡Moggin! —Arrojó a Lobo del Sol por delante hacia la puerta estrecha que daba a la vieja bodega, y tomó el brazo de Moggin justo en el momento en que el estudioso se derrumbaba, la cara blanca bajo la suciedad. Moggin cayó de rodillas sobre la roca cubierta de hielo—. Moggin, mierda, ¡no te me desmayes ahora! ¡Moggin! —Lo arrastró por los faldones de la sucia chaqueta hasta el charco de lluvia más cercano, le metió la cabeza en el agua y lo levantó, sollozando de fatiga, el agua congelada corriéndole en arroyos cabello abajo—. ¡Escúchame, demonios! Dime algo del djerkas. ¿Cómo lo detengo? ¿Qué le da vida? Maldición, nos seguirá hasta aquí…
—Cristal —musitó él—, el mago medita… en el cristal… Hechizos, su propia sangre…
Se le cerraron los ojos, el cuerpo se le dobló en dos en un ataque de tos. Madre Santa, pensó ella, se está muriendo. Lo sacudió de nuevo, con energía.
—Esa cosa tiene una especie de torrecilla de metal en el lomo. ¿Ahí está el cristal?
Él asintió, débil. Ella lo puso en pie y lo aplastó contra el tronco del olmo más próximo, sosteniéndolo con los puños casi paralizados de frío.
—Mira, te desmayas después, ¿vale? Te mueres después. En este momento me hace falta tu ayuda. Necesitamos madera, ladrillos, rocas, cualquier cosa de este tamaño… —Lo soltó para indicar algo del tamaño de una hogaza de pan. Se sorprendió cuando vio que él se tenía en pie—. Llévalo todo al depósito de ahí dentro y ponlo a ambos lados de la puerta. Y CORRE. Esa cosa viene detrás de nosotros y ésta es nuestra única oportunidad. —La cara de Halcón estaba blanca en el marco rojo de la peluca y los velos; la voz fría y agresiva, la voz de un soldado. Al parecer, el tono surtió su efecto, porque el estudioso se alejó tambaleante, tratando de recobrar el equilibrio tocando los brotes que crecían al amparo de los padres olmos. Parte de Halcón de las Estrellas sintió una pena infinita por él, pero estaba concentrada en conseguir velocidad y eficiencia para su operación, y apenas se detuvo a pensar: Éste no va a servirme de nada, demonios. Se quitó la más larga de las dagas del cinturón y empezó a cortar los brotes. El depósito no era grande pero tendría que servir: era un lugar cerrado y solamente tenía una entrada.
Mientras llevaba los brotes por el angosto pasillo hacia la pequeña habitación, se preguntó qué peso tendría el djerkas. Los golems de las leyendas eran de piedra, y podían aplastar a un hombre, pero entonces debían de ser terriblemente pesados y muy difíciles de maniobrar. El djerkas había sido construido sacrificando ese poder impenetrable en favor de la velocidad y la sorpresa. ¿Quién habrá fabricado ese cuerpo mortífero?, se preguntó Halcón mientras apilaba los ladrillos y piedras más grandes a la izquierda del arco interno de la cámara. ¿Y cuánto tiempo habrá sobrevivido ese artesano una vez lo terminó?
El pobre desgraciado debe de haber muerto el día en que Purcell recibió la primera factura por su trabajo.
Miró a Lobo, acurrucado allí donde ella lo había dejado, la cara hacia la pared interna, la llamativa bufanda anaranjada atada todavía alrededor de la cabeza. A través de la manga desgarrada, la herida de su brazo parecía fea y sucia —tendría que ocuparse de eso bien pronto— y la carne lastimada a su alrededor casi fucsia del frío. Temblaba, en parte por el viento helado y en parte por la reacción del cuerpo frente a los horrores de las últimas dieciocho horas; ella luchó contra un impulso por ir a su lado, abrazar sus hombros anchos y decirle que estaba a salvo.
No está a salvo, replicó la parte práctica de sus pensamientos. Y dado cómo estaban las cosas, haría mejor uso del tiempo asegurándose de que los brotes más largos que había cortado sirvieran de palanca sobre el punto de apoyo que estaba construyendo a la izquierda de la puerta.
Uno de estos días voy a descubrir cómo convertirme en una mujer tierna y amante, pensó mientras ayudaba a Moggin a apilar otra brazada de ladrillos rotos y pedazos de viejos postigos y alféizares. Hasta entonces, lo que voy a hacer es tratar de que lleguemos a la puesta de sol con vida.
Mientras derramaba un poco de ginebra en otra bufanda y envolvía un trapo en ella para formar una antorcha, explicó su plan al estudioso.
—Ah, no tenemos por qué esperarlo —señaló Moggin. Lleno de barro, empapado y temblando, parecía muy desgraciado, pero de alguna forma lograba que su voz conservara la calma pedagógica—. Si le sacas la venda a Lobo del Sol, reconocerá dónde estamos, y entonces el djerkas vendrá por él.
—Bueno, algo es algo. —Halcón de las Estrellas le quitó el jubón a Lobo y lo lanzó sobre la menor de las dos pilas de escombros—. Si tenemos que esperar a que esa cosa nos ataque, moriremos congelados. Necesito esa chaqueta. —Moggin se la dio sin discutir, aunque el mono de tela y los pantalones que llevaba debajo estaban muy gastados y rotos. Ella agregó su capa, se levantó la frívola falda y puso también la mayor parte de las enaguas. Sin ellas, el frío era impresionante, y más aún cuando se quitó la peluca y los velos. Solamente entonces cruzó el depósito para sacar la venda de los ojos de Lobo del Sol.
Él movió la cabeza y parpadeó, mirándola. La carrera desde la fortaleza había despejado su mente del azúcar de los sueños, pero todavía tenía una mirada extraña en el ojo, dolor y tensión y horror.
—¿Halcón? —La mano de él buscó la suya; ella la tomó y la apretó un segundo.
—Quédate aquí. Quédate aquí contra esta pared y, pase lo que pase, no te muevas. Estás en la bodega de la vieja villa, bajo el Peñasco Frío.
Él asintió. Los dientes le castañeteaban.
—Él me llama, Halcón. —La mano apretó con mayor fuerza las manos congeladas de la mujer—. Quiere que vuelva…
—¿Puedes aguantar?
Lobo se las arregló para asentir de nuevo, aunque parecía descompuesto.
—Es Purcell —dijo con la voz confusa de un borracho—. Él…
—Sí —contestó Halcón de las Estrellas—. Eso ya lo sabemos. —Le apretó las manos de nuevo, después se alejó—. Quédate ahí. Estarás bien.
—Ésa es la frase más optimista y menos sincera que haya oído desde que el Duque de Vorsal aseguró al Senado que no podíamos perder la guerra —observó Moggin cuando ella volvió al sitio donde él esperaba, tiritando sin control entre las palancas.
—¿Nunca has oído hablar de una mentira piadosa?
Él iba a contestar, pero Halcón le hizo un gesto para que se callara. Pasaron los minutos en medio de un frío amargo y desesperado. Fuera el viento aullaba sobre la tierra gris; Halcón de las Estrellas se preguntó si tendrían tiempo de reunir madera para un fuego, después decidió olvidarlo. Si uno de los dos salía y moría entre las garras del djerkas, el otro nunca podría vencerlo a solas.
Después, casi inaudible en la quietud, oyó el crujido leve, rápido, y el gemido del metal, casi irreconocible si no hubieran estado esperándolo.
—Aquí viene…
Llegó rápido, un ruido de garras de navaja en el corto pasillo de piedra; ella y Moggin se abalanzaron instintivamente sobre las palancas antes de que la cosa hubiera terminado de atravesar la puerta. Necesitaron de todo el peso de ambos en un solo empuje brusco para voltear al djerkas como a una tortuga. En el segundo siguiente, Halcón de las Estrellas metió una de las palancas a modo de lanza en el vientre inferior de la cosa, y la aplastó, de costado todavía, contra una de las paredes de la bodega. A pesar de la relativa levedad de su construcción, el djerkas era increíblemente pesado; Moggin se arrojó sobre él con la otra palanca y la cosa se retorció para recuperar el equilibrio, mientras Halcón de las Estrellas tomaba un árbol más corto y lo enredaba en uno de los cables de las patas. Moggin metió otro palo en una de las junturas giratorias, la cara blanca casi irreconocible de rabia y determinación.
Con dos miembros trabados, la criatura trató de atacar a Halcón de las Estrellas con las garras. Una de ellas cortó la seda espesa que le cubría la espalda cuando la mujer saltó sobre ella para meter un fragmento de ladrillo en una de las cajas de contrapesos. Luego, saltando a un lado, Halcón tomó otro brote y lo volvió a introducir, esta vez cerca del cable que controlaba la garra. Moggin arrojó el jubón de Lobo del Sol sobre las navajas para darle tiempo a bloquear con algunas de las enaguas las otras junturas, mientras la cosa jadeaba y se revolvía contra ella, sacudiéndose y atacándola con sus miembros de acero. Las manos paralizadas de Halcón se aferraron a la reja metálica que había visto en el centro, retorciendo, desgarrando; unos miembros romos le hundieron el vientre y los costados y una navaja le cortó el tobillo. Con la cabeza baja, ella metió la mano en el agujero existente bajo la grilla, y el inesperado calor de la cavidad casi la quemó. Sus dedos tocaron algo duro y resbaladizo, se cerraron a su alrededor y lo retorcieron…
Sin siquiera un jadeo final, el djerkas se derrumbó, como una silla plegable que hubiera aflojado Malaliento con la intención de gastar una broma. Cayó como si lo hubiera hecho sobre una pila de adoquines. Halcón de las Estrellas permaneció tumbada, con el cristal aferrado entre sus dedos ensangrentados, sin pensar en las puntas y bultos que se le clavaban en el cuerpo a través de la tela leve del corsé y la camisa. Sólo gradualmente notó el hilillo de sangre ardiente que le cruzaba la espalda y las piernas, un calor sorprendente contra una piel que estaba congelada de frío.
Después, una mano delgada la tomó del brazo y la puso de pie con dulzura. La reacción de la adrenalina y el dolor de una sacudida real muy fuerte hizo que se le aflojaran las rodillas, y se aferró a los hombros de Moggin para sostenerse, el brazo de él alrededor de su cintura, un brazo sorprendentemente firme. Se había enfrentado a centenares de hombres antes, pero solamente ahora se daba cuenta de la locura que había sido atacar a aquella criatura de metal y magia.
Moggin tosió y después dijo, con toda seriedad:
—Eso ha estado muy bien. ¿Nunca pensaste en entrar en el negocio de la heroicidad a jornada completa?