13

—¿Habéis visto al Jefe? —Halcón de las Estrellas tuvo que gritarle la pregunta a Malaliento, las manos alrededor de la boca para hacerse oír por encima del aullido del viento. La tormenta helada había pasado las colinas del norte unas horas antes del amanecer, y la lluvia se había convertido en barro, y el lodo bajo los pies, en aguanieve amarga y resbaladiza. Al contemplar la plaza desde la protección de la torre de guardia, sobre las puertas, Halcón veía sombras que se movían de un lado a otro entre las franjas de luz más abajo, donde los hombres todavía trabajaban en la reparación del hospital y los graneros. Todo eso la intranquilizaba. Resultaba muy improbable un ataque en tales condiciones climáticas, por lo que Malaliento era el único que hacía guardia en el circuito de la muralla y sus doce torres medio derruidas.

—¡Hace un rato estaba en el Depósito de Armas! —aulló Malaliento, los extremos de las trenzas como látigos enloquecidos bajo las diversas bufandas de colores enrolladas alrededor de su cuello—. Se fue allí cuando volvió de no sé dónde al amanecer. Dios sabe dónde andará ahora…

Ella frunció el ceño y aguzó la mirada para ver mejor la torre ciega y maciza a través de la oscuridad arremolinada. Supuso que Lobo del Sol estaba siguiendo la pista de los orígenes de la maldición, porque la mayor parte del equipo de la campaña estaba almacenado en aquel complejo de galerías y depósitos. O tal vez solamente buscaba soledad.

Durante los últimos cuatro años de su vida en la tropa, Halcón de las Estrellas había vivido en una de las grandes habitaciones del Depósito de Armas. Eso había sido después del último de sus breves e inestables amoríos, interrumpido bruscamente con la muerte de su compañero en el sitio de Laedden. En los tiempos en que dormía allí, se había dado cuenta de que los hombres y las mujeres, los guerreros y las prostitutas del campamento, iban a veces a sentarse durante horas enteras en una de aquellas habitaciones pequeñas y mal iluminadas, entre los repletos estantes y aparadores, a trabajar a solas en algún proyecto: nuevas correas para una armadura, el filo de un cuchillo, o tal vez a arrojar un hacha de mano contra uno de los blancos de la larga galería principal. Era un lugar tranquilo.

Pero el recuerdo de lo que había pasado en la casa de piedra rosada de Kwest Mralwe le rondaba la mente, y se sentía inquieta ante la idea de que Lobo estuviese a solas durante mucho tiempo.

Por eso, a medianoche, cuando la relevaron, bajó por las escaleras retorcidas de la torre y rodeó la plaza al abrigo de la muralla. Dejó el refugio de la vieja columnata medio derrumbada y luchó contra el viento a través del terreno abierto en dirección al Depósito de Armas. La única puerta que daba a la gran torre cuadrada y sus laberintos se alzaba a unos tres metros del suelo, baja y angosta, lo suficiente para que hombres grandes como Chupatintas o Gran Thurg tuvieran que atravesarla de costado. Para entrar había que subir por una desvencijada y estrecha escalera de madera que temblaba y se sacudía bajo los pies a cada ráfaga de aquel vendaval ártico.

En el interior, el aire estaba quieto y muy frío. El quejido del viento a través de las vigas de las habitaciones del piso superior era un recuerdo fantasmal y alarmante de las salas de piedra de la ciudad embrujada de Benshar, cuando los demonios deambulaban por ella en la estación de las tormentas. Halcón de las Estrellas se quitó la capucha de cuero verde de la cabeza y levantó la pequeña lámpara de bronce que había traído consigo para iluminar mejor el lugar. Suponía que el Jefe no había traído nada parecido. En épocas anteriores, nunca salía sin yesca o un cuerno donde llevar fuego y un par de carbones encendidos. Había abandonado esa costumbre cuando dejó crecer en él los sentidos de la magia y aprendió a conjurar la luz azul.

Brillos metálicos respondieron al movimiento de la lámpara: estantes repletos de espadas, alabardas, lanzas, y los cerrojos de cofres y arcones. El Depósito contenía no sólo armas y equipos de campaña, sino también la mayor parte de los suministros del fuerte: clavos comprados en el sur, o rescatados con meticulosidad de las vigas de todo edificio que se derribara en el fuerte; cadenas mohosas y oxidadas y cualquier cosa que pudiera usarse en las ballestas; y vastos anillos de cuerdas, enroscadas como serpientes somnolientas. En las habitaciones interiores había cueros escondidos, si es que no se habían podrido ya con el tiempo, cosa más que probable dada la suerte que estaban teniendo. Cerca de éstos había martillos, alicates, hebillas, remaches y tenazas saqueados de todas las ciudades que habían tomado y de las casas de los mercaderes a los que habían atacado, retales de malla que Puerco —cuya fragua anidaba en el costado oeste del edificio— podía usar para reparar cofias y cotas. En otros lugares había blancos de madera y paja para afinar la puntería, sacos de arena para ejercitar los puños y armazones de tablas para torneos, y todo el metal y el cuero necesarios para arreglarlos; aros de ruedas, bastidores y enormes laberintos negros de cable y poleas.

Huellas de barro cruzaban la pequeña habitación de la entrada hacia una estrecha puerta interior, Halcón de las Estrellas las siguió, descendiendo media docena de escalones de crujientes planchas de madera hasta la gran galería, una larga estancia con cortinas de sombras a modo de centinelas deformes y sin mente. El olor del moho la invadió cuando alzó la lámpara en el aire.

—¿Jefe?

Un movimiento en la oscuridad le llevó el corazón a la boca. Vio una forma maciza en el arco oscuro del otro lado de la habitación, y el brillo de un solo ojo amarillo. Durante un instante fue como si se hubiera encontrado con un desconocido que la acechara en aquellas habitaciones oscuras que sólo tenían una salida. Se le detuvo el corazón. Luego, lo sintió latir de nuevo, a toda velocidad. Pero entonces vio que era, realmente, Lobo del Sol, el fino cabello colgando en mechones húmedos sobre la cara agotada, el ojo brillante y extraño bajo el cepillo espeso de la ceja.

Tenía la voz lenta, el ritmo de las palabras pausado, casi como si tartamudeara, como si al hablar hiciese fuerza para vencer algún obstáculo oculto en su garganta.

—Aquí estoy, Halcón de las Estrellas.

Ella hizo un movimiento hacia él, pero él tendió la mano y dio un paso hacia atrás.

—¡NO! —Durante un momento a ella le pareció que se encogía, como si le tuviera miedo. Después, le habló de nuevo con la voz estrangulada—. Necesi… necesito estar solo. —Se frotó el parche del ojo y siguió hablando con más soltura—. Quiero echarle otra mirada a parte del equipo de guerra, eso es todo. Ya he revisado centímetro a centímetro de toda esta porquería con mercurio, auligar, heléboro y fuego, y no hay ni una sola marca, no encontré nada. Tal vez me quede hasta tarde. No me esperes.

—¿No quieres compañía? —A pesar de que la inquietud se alejaba ya de su mente, a Halcón de las Estrellas seguía sin gustarle la idea de que él se quedara allí solo.

Él meneó la cabeza.

—Ahora no.

Ella vaciló. Él estaba temblando, un movimiento casi imperceptible; Halcón podía ver la vibración de los harapos que colgaban de la bata que llevaba sobre el jubón. Cierto que la habitación estaba fría como la muerte: el aliento de ambos formaba frágiles burbujas de vapor en los rayos ámbar de las lámparas. Pero el blanco brillaba alrededor de la pupila topacio del ojo de Lobo; el dolor y la tensión que había en aquel ojo contrastaban con la tranquilidad de la voz.

—Ten cuidado, ¿me oyes? —le dijo ella con cautela, y se volvió para marcharse. En ese momento, fingió que tropezaba y se le caía la lámpara. Se arrodilló, maldijo, se inclinó para tomarla y usó ese movimiento para ocultar el espejito de metal que sacó de la bolsa que llevaba en el cinturón. Cuando se levantó, lo enfocó hacia él.

Pero el reflejo le mostró únicamente a Lobo del Sol, de pie en la gran boca negra del arco.

Se volvió para mirarlo de nuevo, preocupada. Y vio, con más claridad que antes, el dolor, la pena y el horror, y una mirada perseguida que nunca había visto en ese ojo amarillo. A pesar del frío que coloreaba el aliento de sus labios, había rastros de sudor en la frente ancha. Halcón abrió la boca para hablar, pero él meneó la cabeza con impaciencia y le hizo un gesto para que se alejara.

—Estoy bien, demonios. —Su voz era cortante, de pronto—. Es sólo que… Estoy bien.

Durante un momento, ella se preguntó si no le estaría escondiendo algo para mantenerla fuera de peligro. Eso no parecía propio de él, pero ¿quién sabía lo que había descubierto?

Decidió confiar en él y se alejó lentamente por la galería; el crujido de sus botas sobre las tablas gastadas se mezclaba con los ecos de los gruñidos del viento sobre sus cabezas.

El hospital estaba tranquilo cuando entró. Los hombres trabajaban todavía en un extremo, sobre todo los esclavos del campamento que habían sobrevivido a la marcha hacia el norte. Estaban colocando pedazos de tela sobre los agujeros y fijándolos con arcilla, pero la mayor parte de la tarea ya estaba terminada. Allí el aire era un poco más tibio. Los braceros puntuaban la penumbra intensa con las cúpulas intermitentes de luz ocre que temblaban de vez en cuando con las ráfagas burlonas, y había más cubos con agua alrededor de las paredes de los que ella hubiera visto nunca. Ari no quería correr más riesgos. En un extremo de la habitación, Teta Grande y dos de sus chicas sacaban la paja sucia de debajo de los pacientes en peor estado y la reemplazaban por paja más o menos fresca. Temprano, esa misma noche, Malaliento le había dado las malas noticias sobre Gata de Fuego. Ella miró la cama en la que había pasado una hora ese mismo día, sentada junto a su amiga. Gata de Fuego no la había reconocido. La muerte de la mujer no fue una sorpresa para Halcón, pero sintió un dolor amargo al ver el lugar ocupado por otro. Aunque no había visto a Gata durante todo el año anterior al encuentro en las áridas colinas de la Columna del Dragón, después de eso y durante todo el viaje había sentido que, en realidad, no se habían separado nunca.

Se quitó la capucha de la cabeza y caminó en un silencio instintivo entre los jergones malolientes.

Encontró a Ari sentado en el borde de la cama de Muchacha Cuervo, en medio del pasillo, sosteniéndole la mano y tratando de introducir un poco de guiso por sus labios hinchados. Era evidente que no sabía cómo hacerlo. La muchacha de cabello negro, de diecisiete años y siempre muy delgada, estaba gastada y hundida como una vieja, el cabello largo cortado para evitar los piojos del hospital; la cara desnuda y consumida sobre la almohada. Durante un momento, Halcón de las Estrellas se quedó allí plantada, mirándolos, mientras la muchacha volcaba el guiso una y otra vez, y Ari, con paciencia infinita, juntaba los restos con un trapo y volvía a darle otra cucharada.

Esperó a que terminara con la tarea y dejara a un lado el plato y la cuchara. Pero Ari permaneció allí sentado durante un rato, mirando las motas amargas de las sombras sin verlas en realidad. Entonces Halcón preguntó en voz muy baja:

—¿Cómo está?

Él levantó la vista y escondió instintivamente la cuchara y el trapo bajo la sábana.

—Mejor, creo —dijo—. Vine a verla. —No se había dado cuenta de que Halcón había estado mirando—. La Vieja Lenta le abrió los forúnculos hoy. Parece que eso ayudó algo.

A Gata de Fuego no le sirvió, pensó ella con resentimiento, y después trató de olvidar que lo había pensado. Gata de Fuego podía haber muerto en batalla cualquiera de los últimos seis veranos.

—¿Se han acostado ya los hombres?

Los ojos de Ari se aguzaron en un gesto de disgusto.

—Halcón, por si no te has fijado, tienen la espalda y los nervios destrozados.

—Creo que algo va muy mal.

Un filo de rabia exhausta brilló en la voz del Comandante.

—Yo creo que algo irá mucho peor si saco a toda una guardia de su sueño solamente porque tú creas… —Dudó, después meneó la cabeza y se frotó la huella oscura de la barba sobre el rostro con su enorme mano—. ¿Como qué?

—No lo sé. El Jefe… Se encerró en el Depósito de Armas… Sabe algo que no quiere decir, creo yo. Tal vez presienta que haya algo en camino.

Cuando oyó el nombre de Lobo del Sol, algo indefinido cambió en los ojos de Ari.

—Cuando sepa que la cosa está cerca, sé que nos lo dirá.

—Quizá quiera protegernos y prefiera que no lo sepamos. —Después, al ver que la cara de Ari seguía mostrando su determinación a dejar el asunto de lado, agregó—: Ari, no seas cabeza hueca. Si lo perdemos, la Madre sabe lo que puede pasarnos, a ti, a ella… —y señaló a la muchacha dormida en el jergón—. A toda la tropa. Todavía no sabemos qué hay detrás de esta maldición, y no quiero correr riesgos inútiles, yo por lo menos.

—Excelente. —Ari saltó sobre sus pies, sacudiendo el largo cabello. A la luz de la lámpara, tenía la cara manchada del hollín del desastroso incendio de la noche anterior; el pecho, alcanzado en algunas partes por las llamas, enmarcado por los jirones de su camisa desteñida—. ¿Se lo digo a los hombres cuando los sacuda para sacarlos de la cama, eh? Halcón, en los últimos tres días no he dormido más de tres horas, y ellos tampoco. Estáis exagerando un poco en el tema de cuidaros mutuamente, sin importaros lo que eso suponga para los demás.

Halcón de las Estrellas lo estudió en silencio un momento, furiosa y al mismo tiempo consciente de que ambos estaban demasiado cansados para sostener una discusión. Ella también había dormido apenas unas horas entre el baño y la guardia. Las quemaduras de las manos y el cuello le dolían mucho bajo la piel de oveja, el hierro del jubón y las camisas, varias, que se había puesto debajo. Sentía los ojos como si los hubiera frotado con arena, los huesos como si alguien les hubiera chupado la médula, hasta dejarlos como cañas vacías.

Pero seguía sintiendo el cabello erizarse en la nuca, como un animal ante un peligro inminente.

Ari suspiró, el cuerpo compacto ligeramente relajado.

—De acuerdo —dijo, la voz tranquila—. Veré a quién puedo reunir. Pondré otro hombre en la puerta principal, y a otro en los muros. Pero mañana en el desayuno les diré quién es el responsable.

—Estoy absolutamente de acuerdo. Me alegrará oírlo, si es que desayunamos mañana por la mañana —replicó Halcón, que apreció el tono del enojo casi extinguido por debajo del cansancio de la voz del hombre.

Él sonrió bajo el bigote chamuscado, y le hizo un saludo militar a medias. Ella le devolvió ambas cosas. Levantó la lámpara que había dejado junto a la puerta, maldiciéndose por la paranoia que la obligaría a perder una noche de sueño persiguiendo algo que tal vez no existiera.

Y entonces, desde la oscuridad de la hilera de columnas, vio a Lobo del Sol, que cruzaba el patio.

Lo vio solamente como algo muy borroso, porque la noche estaba profundamente oscura: las antorchas que a veces se encendían bajo techado por todo el campamento se habían extinguido hacía ya mucho, y el cielo furioso estaba invisible tras una nube amenazante. Pero la herida breve del rayo de su lámpara y la leve luz parda de la puerta del hospital delinearon su maciza silueta cuando se abrió paso en el viento desde el Depósito de Armas hacia el pórtico de columnas frente a la casa de Ari, una figura inclinada en el viento en dirección a la puerta principal. Avanzaba envuelto en su bata forrada en piel, con una bufanda alrededor de la cara, pero, desde el primer segundo en que lo vio, Halcón supo quién era: aquel andar era inconfundible para ella.

Con la claridad de la luz, comprendió de pronto lo que había sucedido. Había visto algún signo del otro mago, algún portento, algún desafío. Iba a encontrarse con él, y se había librado de ella para mantenerla fuera de peligro. Iría solo.

¡Estúpido cerebro comido por los gaum, después de una semana luchando contra la peste no tienes magia ni para encender una vela! Furiosa, Halcón de las Estrellas se puso la capucha sobre la cabeza y corrió por la hilera de columnas del hospital para interceptarlo en la puerta. Recordó de pronto la escena en el Depósito de Armas. Había ido allí a hacer el conjuro, claro, algún oscuro encantamiento de los libros de las Brujas… No había querido que ni ella ni Moggin lo supieran. Cabeza de puerco, patán, macho de mierda orgulloso…

El viento abofeteó la lámpara que llevaba en la mano cuando dejó el amparo del pasillo de columnas. Maldijo con toda su fuerza, giró en redondo y siguió adelante, medio cegada por las ráfagas de aguanieve, a lo largo de la pared del hospital, hacia la bajada iluminada por la luz de la caseta de guardia de la puerta. Si Lobo llegaba a los pantanos antes de que ella lo alcanzara, nunca lo encontraría, sería demasiado tarde. Espérame, estúpido bárbaro sin cabeza…

Llegó a la Casa de la Torre justo a tiempo para ver cómo Lobo le cortaba el cuello al guardia.

Era evidente que el hombre no estaba preparado. Se había levantado, dejando las armas —espada, arco y flechas, y el hacha arrojadiza— sobre el banco, junto a la copa de Muerte Blanca, para saludar con una sonrisa al hombre al que todos ellos seguían considerando en cierto modo el Jefe. Lobo del Sol lo había tomado del cabello con una mano y le había cortado la garganta hasta el hueso con la daga que llevaba en la otra; desde la oscuridad de las sombras de la puerta, Halcón de las Estrellas vio, a través del estallido de sangre derramada, el blanco nacarado de la columna. Lobo arrojó el cuerpo convulso a un lado con un gesto indiferente, y abrió la pequeña puerta.

—¡Jefe! —aulló Halcón de las Estrellas.

Durante un primer instante de confusión había tenido la impresión irracional, imposible, de que Lobo iba a salir y no quería que nadie lo supiera, de que tal era la razón de aquel asesinato. Pero cuando él se volvió, tomó el hacha del guardia y se la arrojó con toda su fuerza, comprendió. Los reflejos que él le había enseñado en el entrenamiento fueron lo único que la salvó; eso y la rapidez paranoica con que siempre había sabido reaccionar. El hacha silbó lo bastante cerca de su pecho como para arrancarle las placas del hombro, que cayeron rodando en la oscuridad más allá del umbral cuadrado y chato de la puerta interior. Al instante siguiente la espada estaba en las manos de Lobo del Sol, que avanzaba hacia Halcón, los ojos inundados de frío instinto asesino.

El cuerpo de Halcón pensó por ella. Se agachó y cruzó la puerta hacia la plaza que quedaba detrás; el viento la desgarró cuando sacó la espada y la sostuvo entre las manos. Pero él no la siguió.

En ese momento oyó el crujido de la gran puerta al abrirse y el eco de las voces de otros hombres en las bóvedas bajas del portón.

No había tiempo para detenerse a pensar qué estaba pasando, y ella ni siquiera lo intentó. Corrió por la absoluta negrura de la hilera de columnas, aullando el nombre de Ari lo más fuerte que podía, pero el gemido del viento se llevó el sonido de sus labios y lo hundió en el remolino de la oscuridad. Los hombres venían tras ella desde la puerta, en todas direcciones, a lo largo de todas las paredes, a tientas. Y entonces, se dio cuenta de que Ari y los suyos, exhaustos, enfermos, debilitados por la peste, el hambre y la cadena más increíble de desgracias que nunca se hubiera dado entre ellos, tenían la misma oportunidad de sobrevivir que una bola de nieve en el infierno.

Atravesó las puertas del hospital a la carrera, gritando el nombre de Ari, pocos segundos antes que el primero de los atacantes, pero Ari ya no estaba. De repente se alzó un griterío en los cuarteles y barracas: los alaridos que hacen los hombres cuando les cortan la garganta en la cama mezclados con los juramentos y gemidos de las batallas. Sonaron pasos detrás de ella, en la galería, y ella se arrojó sobre la cama vacía más cercana, rodó sobre las colchas pestilentes, las sábanas manchadas y pegajosas, y se las puso sobre la cabeza en el momento en que irrumpía una docena de hombres por la puerta.

Lobo del Sol estaba con ellos, la espada en la mano y nada en el ojo. La sangre del guardia le cubría el cuerpo hasta la cara; el ojo miraba fijamente a través de aquella sangre, amarillo en rojo, los dientes blancos como los de una bestia bajo la suciedad que le bajaba por el bigote.

Junto a él estaba Zane, la nariz torcida, algunos dientes menos, jadeando y sonriendo a través de una barba dorada cubierta de hielo, y también Uñas y Louth.

Y con ellos, la figura envuelta en una capa gris del tratante de drogas, Hombre de Azúcar, la capucha forrada de piel echada hacia atrás y la cara serena y rosada y terriblemente familiar enmarcada por el cabello gris y rizado.

Ella lo había visto antes, en la tienda de Bron, la noche del motín. Y ahora se daba cuenta de que no había sido la primera vez. Se preguntó por qué diablos no lo había reconocido como el tesorero de Renaeka Strata, Purcell.

Después, con un ruidito casi audible, sintió que muchas cosas encajaban, que el rompecabezas se resolvía en su mente.

Claro que no lo reconociste. Es mago, estúpida.

Y es obvio que, si tiene algo de inteligencia y está usando a Zane como instrumento, no puede dejar de venir él también para asegurarse de que su enviado no se salga con algún estúpido plan sin importarle las instrucciones recibidas.

Oh, Jefe.

Porque ahora que miraba la frialdad ciega, petrificada, de aquel ojo de guerrero feroz, se daba cuenta de que había pasado lo que él tanto temía: la mano oscura, la mano de Purcell, lo había atrapado. El Jefe era un esclavo.

—Mirad en la otra habitación —ordenó Zane rápidamente. Louth y Uñas corrieron entre las camas, con las espadas desenvainadas. Fuera, sobre el aullido del viento, crujían los gritos de la batalla contra el gemido del aire y el aguanieve. Halcón de las Estrellas deseó con todas sus fuerzas que Ari hubiera logrado despertar a la mayoría de los suyos en los pocos minutos entre la conversación y el ataque—. ¿Y ellos? —Zane tendió una mano hacia las figuras en las camas.

—Por ahora no pueden hacer nada. —Purcell se encogió de hombros, la voz aguda. Miró con los ojos entrecerrados el delirio que sacudía a Gran Thurg. Tenía la expresión de un comprador que juzga un buey en el mercado—. Cuando empecemos de nuevo con las minas de alumbre, necesitaremos esclavos, y dado que vamos a llevar en secreto las negociaciones con el Consejo del Rey, pasará un año antes de que tengamos dinero para comprar trabajadores, y además nos hacen falta guardianes para protegernos de ataques extraños. Más tarde decidiremos con quién vale la pena quedarse.

¿Alumbre?, pensó ella. ¿Qué demonios…?

Había estado considerando la conveniencia de hacerse pasar por una víctima de la peste —algo asqueroso pero, como había tenido un ataque moderado de la enfermedad cuando niña, sabía que por lo menos no correría peligro—, pero aquello la decidió. Apenas Zane y los suyos se alejaron —Lobo del Sol los siguió como un perro fiel cuando Purcell chasqueó los dedos— Halcón se deslizó despacio fuera de la cama, levantó una de las telas que cubrían los agujeros producidos por el incendio en el muro de la sala, y apretándose contra las paredes para protegerse del caos ciego del viento y las siluetas en lucha, avanzó a través de la oscuridad del hospital hacia el Depósito de Armas, y luego, hacia la pista de entrenamiento y la casa de Lobo del Sol, que quedaban detrás. En el brillo arremolinado de los faroles, vio el combate sobre los escalones crujientes del Depósito, a Lobo del sol y a Zane, juntos, peleando como dioses de sangre y oro contra los defensores.

No había nada de importancia estratégica en la pista de entrenamiento; cuando Halcón llegó allí, el vasto edificio, parecido a un granero, estaba en silencio. Solamente el viento hacía un eco en el alto tejado, al atravesar el entramado de vigas que había debajo.

No había lucha allí, pero sí cuerdas, cuerdas delgadas para saltar o descolgarse de una ventana o cualquier otra forma de escape. Halcón de las Estrellas ató una daga al extremo de una con el fin de darle el peso suficiente para poder arrojarla sobre la viga más alta. Se había sacado las botas, la capucha, los pantalones y el jubón, que estaban empapados de lluvia y barro, y lo había dejado todo en la galería. Ahora los puso en el fondo del baúl de madera de cedro del que había sacado la soga. Quizá se congelara, pensó con amargura, pero no iba a dejar que la traicionara una gota de agua al caer desde su escondite; agradeció a la Madre el no tener más cabello. Por lo menos no habría de preocuparse por eso. La soga enrollada en la viga le dio el suficiente apoyo para poder caminar hasta uno de los pilares mayores, con los correajes cargados de armas directamente sobre la camisa. Enredó otra vez la soga y tiró de ella con cuidado. Pensó de nuevo: Alumbre.

El alumbre era la base del poder económico de Kwest Mralwe y de la fabulosa riqueza de Renaeka Strata. La madre de la Dama Princesa había dado la vida por conseguir el monopolio de esa piedra, y otros miembros del Consejo del Rey estaban dispuestos a dar muchas vidas ajenas para romperlo, sobre todo si eran vidas baratas, como las de los ciudadanos de Vorsal o las de los miembros de la tropa de Ari.

¡Así que ESO era lo que sacaban de las minas de Wrynde!

Como la mayor parte de los hombres, no se había preguntado demasiado al respecto, y en todo caso, había pensado en oro, plata o gemas preciosas, no en ventajas económicas, políticas o de mercado. Pero sabía que Lobo del Sol sí podía pensar de esa forma.

Allí, bajo las tejas, el aire era más tibio de lo que ella había esperado, y las ratas se mantenían a distancia de su olor, aunque podía verlas en la oscuridad, sobre las otras vigas, mirándola con ojos horrendos y rojos.

Asquerosos roedores, pensó. Si vivo lo suficiente, voy a comprarme un buen gato.

Se quedó tendida sobre la viga de medio metro, escuchando el caos exterior.

No duró mucho, ni siquiera tanto como el saqueo de algunas ciudades en que ella había participado. Ari disponía de algunos minutos, se dijo con una especie de desesperación fría. Habrá despertado a algunos. Habrán tenido alguna oportunidad.

Pero Zane, ella lo sabía, nunca dejaría que Ari y sus hombres más cercanos sobrevivieran, no importaba lo mucho que deseara Purcell esclavos fuertes para extraer su alumbre.

Se pasó una buena parte del tiempo revisando todos los juramentos y maldiciones que conocía.

La Madre amaba a sus hijos, decía la Hermana Kentannis. Pero la Madre no creía que el dolor y la muerte fuesen cosas que hubiese que evitar, así que nunca ahorraba tales experiencias a los suyos. Lobo del Sol debía de estar bajo la influencia de Purcell en el Depósito. Repasó precipitadamente posibilidad tras posibilidad, como en un mazo de naipes. ¿Podría liberarlo del hechizo que lo retenía? ¿O el hechizo se había comido su cerebro y nunca podría recuperarlo?

Ni siquiera pensó: voy a matar a Purcell. Eso no había que meditarlo: desde su punto de vista, Purcell y Zane eran hombres muertos.

Y cuando tuvieron el campamento en sus manos, vinieron al campo de entrenamiento.

Zane, con sangre hasta los codos, húmedo y sucio, sonreía con una expresión de triunfo tan llena de odio que hizo suponer a Halcón de las Estrellas que había atrapado a Opium y la había violado en algún momento de la lucha. Louth, Uñas y los restantes bandidos y amotinados estaban harapientos y cubiertos de sangre y polvo, rojos desde el cabello hasta las barbas, los que las tenían. Purcell, aunque tranquilo y recatado, había dejado completamente de lado el aire de servilismo y miedo bajo el cual había ocultado sus poderes a los ojos de Renaeka Strata y demás miembros del Consejo del Rey. Había algo feo en su decoro severo, algo frío y autocomplaciente y absolutamente amoral, como si no pudiera concebir qué tenía de malo provocar una declaración de guerra en el Consejo para llevar a un ejército mercenario determinado, que tenía sus cuarteles en un lugar inconveniente, hasta un sitio en el que él pudiera dominarlo. Su cuerpo delgado tenía los mismos aires que el de Zane: la misma orgullosa presunción, la misma sangre y el mismo barro en el borde de la cálida túnica que no alcanzaba a cubrir la capa gris.

Lobo del Sol caminaba tras ellos. La lluvia había lavado la mayor parte de la sangre de su rostro, y la había reemplazado con barro y mugre. No parecía notarlo. En su cara sucia, el único ojo amarillo ardía, frío y sereno como el de un animal, y las tiras de su parche izquierdo le dejaban rayas blancas sobre la piel. No había nada mecánico en su paso, nada de la forma de caminar de los nuuwa, los hombres sin cerebro, o de los temblorosos gim, los zombies de la leyenda norteña. Parecía ser tal como era después de cada sitio, alerta y mortífero, como una bestia grande, inquieta, lista para matar.

Pero no miraba a su alrededor para ver a quién tenía a los lados o a la espalda, y estaba sucio, cuando en general se bañaba apenas podía después del combate.

—… muertos en los muros sobre la torre de la puerta —estaba diciendo Louth, mientras se rascaba el mentón sin barba—. Al infierno si sé quién lo hizo. Nosotros no, eso es seguro. Los cortaron como con navajas…

El djerkas, pensó Halcón, mientras Purcell decía:

—No os preocupéis. No importa, ¿no es cierto? Lo que importa es que estaban muertos. ¿Y los otros?

—Se escaparon —gruñó Zane y agregó las obscenidades pertinentes—. Eran más de los que pensábamos, y además estaban despiertos. Creí que habíais dicho que estarían dormidos o estupidizados…

—Dudo que nos causen problemas. —El Consejero metió sus finas manos, enguantadas en exquisita púrpura con perlas de oro, dentro del forro de ardilla de las mangas de su capa—. En este clima no creo que duren mucho. Pero eso significa que tendremos que tomar la aldea inmediatamente, mañana por la mañana, sin esperar a la noche. ¿Vuestros hombres son capaces de eso?

Zane sonrió.

—Abuelo, por el dinero que decís que vais a darnos una vez que empecemos esas excavaciones, son capaces de acarrear suficiente mierda de elefante como para llenar la garganta del Río Gniss.

—Bien. —Purcell se permitió una sonrisa leve—. No matéis a los aldeanos, recordadlo. Necesitaremos cada par de brazos que podamos atrapar hasta que el dinero empiece a entrar a lo grande. No podremos reconstruir los hornos hasta la primavera, claro está, pero en mis últimas investigaciones, descubrí que dos de los túneles se pueden usar todavía, en cuanto hayamos sacado el agua.

Paseó la mirada por el salón lleno de sombras y luces de antorchas, olor de cuerpos amontonados, sangre derramada.

—No es un mal lugar —agregó con tono cuidadoso—. Tomaré la casa grande del otro lado de la plaza para mí. Parece la más confiable. Apenas la primavera abra los caminos, volveré a Kwest Mralwe para no despertar sospechas y traer suministros. No quiero que los otros miembros del Consejo sepan de dónde viene el alumbre hasta que mi posición sea más fuerte, pero eso no llevará mucho tiempo. Hay unas cuantas casas mercantiles, por no hablar de la vieja nobleza, que preferirán comprar alumbre a mis precios en lugar de a los de Renaeka Strata. —Los ojos sin color parpadearon, mirando a los hombres que lo rodeaban, hombres sucios como animales, un brillo de filos de cuchillo y dientes en la temblorosa luz de las antorchas. La fina línea de la sonrisa se alteró un poco al verlos, pero la voz siguió afable—. Estoy seguro de que vuestras excelentes tropas encontrarán la batalla de mañana mucho más fácil que la de esta noche.

—Mejor será que así sea —rezongó Uñas, retorciéndose el cabello castaño y lacio para quitarse el agua—. Es la última vez que pienso caminar a través de esta nieve de mierda y luchar bajo esta lluvia repugnante. Será mejor que esa asquerosa comemadre de mina de alumbre valga lo que decís que vale.

Purcell la miró con la expresión con que un obispo rico y sobrio observaría a un borracho vomitar en una alcantarilla y replicó con suavidad:

—Mi querida Uñas, os aseguro que es así. Y os prometo que recibiréis todo lo que os corresponda cuando llegue el momento.

La voz de Zane bajó un poco y sus ojos se desviaron hacia Lobo del Sol.

—¿Y él?

—Ah, lo necesitamos para el ataque a Wrynde, por supuesto. —La sonrisa fría de Purcell se amplió ligeramente, y el brillo leve de triunfo y sorna asomó otra vez a su voz—. Ya hemos visto cuán útil es usar un hombre en el que confían. Fue fortuito que viniera a la mina, aunque me sorprende que se diera cuenta de que la mina estaba relacionada con mi plan. De todos modos, estando su magia tan débil, podría haberle echado el geas a distancia, o llamado para que viniera a mí si hacía falta.

Zane miró inquieto la cara impasible de Lobo, y luego la sonrisa pedante, arrugada, de Purcell.

—¿Nos oye?

—¿Y si nos oye, qué? No puede hacer mucho al respecto. Lobo del Sol… —Con remilgo, Purcell se quitó uno de los guantes teñidos de púrpura y después de pensarlo un poco, lo arrojó al rincón más alejado de la habitación. Los hombres se apartaron a su paso, como hacían con el viejo mago cuando éste caminaba entre ellos—. Búscalo.

Lobo se volvió y avanzó en silencio hacia la prenda.

—No. —La voz de Purcell fue un golpe leve y duro, como el martillazo de remate en una subasta. Lobo se detuvo—. Como corresponde. Con los dientes.

Durante un momento, Halcón de las Estrellas, que yacía sobre la viga, creyó ver cómo se plegaban de rabia los músculos del Jefe. Después éste tembló e hizo un sonido leve, casi como un jadeo agudo en la garganta. Lentamente, se puso a cuatro patas, recogió el guante con los dientes y se arrastró por toda la habitación hacia Purcell.

Alrededor de los dos, los hombres no decían nada, pero hubo un extraño murmullo en la parte posterior de la habitación, un murmullo que Purcell no oyó.

—Si le dijera que se lo tragara, lo haría, ¿sabéis? —El Consejero le sacó el guante de la boca y lo sacudió con cara de asco—. Pero la tintura púrpura es tan cara… De rodillas.

Lobo se levantó hasta ponerse de rodillas. Alguien del fondo hizo una broma cruda, pero en general la habitación estaba sembrada de un silencio violento, desagradable.

Purcell lo golpeó dos veces en la cara con el guante; el sonido del cuero mojado, como el de un látigo sobre madera. Las perlas de oro dejaron una línea de pequeñas marcas sobre la mejilla cubierta de barba y suciedad.

—Aquí tenéis. —Le tendió el guante a Zane—. Adelante.

Vacilante, Zane golpeó. Después ganó confianza y rió, y volvió a golpear, una y otra vez.

Alguien se rió; Louth gritó una sugerencia indecente sobre qué hacer después; pero la mayoría de los hombres callaba.

Halcón de las Estrellas, aunque no podía entender los sentimientos de las multitudes como hacía Lobo del Sol, sentía la inquietud de todos frente a la magia, su hostilidad ante la idea de humillar a otro. Ni Purcell ni Zane parecían notarlo.

Y en cuanto a Lobo del Sol, ni se movió. Pero, mirando desde arriba aquella cara levantada, Halcón de las Estrellas vio en el ojo amarillo la rabia, el dolor y la agonía desesperada de la vergüenza, y supo que, a pesar de la fuerza de la magia que dominaba su voluntad, ésta seguía allí. Esperando a que ella —tras burlar a un mago, una maldición, un ejército y un monstruo metálico, se recordó con ironía— la liberara.