12

En las tres semanas siguientes, hubo veces en que Halcón de las Estrellas se preguntaba vagamente para qué ella, Lobo del Sol y los demás se habían ejercitado tanto en asuntos menores como ballestas defectuosas, torres de asalto que se desploman y túneles que se inundan. Todo eso era una estupidez comparado con el infierno sin sueño del viaje a Wrynde en medio del invierno.

Hundida hasta la rodilla en pantanos medio congelados, con la lluvia fría cayéndole sobre la cara, medio muerta de hambre y medio descompuesta por la mala comida, las manos llenas de sangre mientras arrastraba con los músculos destrozados los arneses de carretas que se atascaban en lo que dos años antes había sido suelo firme, tenía que admirar la capacidad del mago para producir tal racha de mala suerte. La mayor parte de su tiempo lo pasaba diseñando mentalmente muertes lentas para aquel hombre, pero de todos modos tenía que admirarlo.

Sin Lobo del Sol, pensaba, todos hubieran muerto antes de cruzar el Gore.

El error que había cometido Ari al no matar a Zane se había hecho evidente a medida que pasaban las horas. El campamento se había dividido y se había esparcido el rumor de que Ari había ganado porque, como escupió Louth en algún momento del caos que siguió, «tenía a un asqueroso vudú, un adorador de la Madre, de su lado». Para entonces, hasta matar a Zane habría sido insuficiente para acabar con el motín, y Ari, apuntalado contra el dolor y la pérdida de sangre a base de cantidades masivas de ginebra, había sido incapaz de impedir que trescientos hombres se fueran hacia el fuerte del Señor del Gore con la intención de atacarlo mientras el tiempo se mantenía estable.

Ari se las había arreglado para quedarse con la mayor parte de las carretas, aunque había tenido que luchar por ello. Había tenido que luchar por todo: la división de la comida; el baúl de monedas de plata de peso Stratus que constituía la paga final por el asalto a Vorsal; la cocina portátil de Puerco y Puerco mismo, porque los buenos cocineros eran raros y los buenos herreros todavía más; la taberna de Bron; Carnicera y la enfermería; Hombre de Azúcar, el mercader de drogas y sus depósitos; las mulas y los bueyes, el alcohol y las piedras de afilar y, sobre todo, las mujeres.

A la primera luz del alba, cuando las balsas de carretas rotas empezaron el difícil cruce del río, estaba lloviendo, una lluvia gris y leve que caía con fuerza a pesar de los esfuerzos de Lobo del Sol por retrasar la tormenta que se acercaba. Sentada sobre el baúl de dinero en el umbral de la tienda de Ari, con la espada desnuda sobre las rodillas, a Halcón de las Estrellas le llegaba el murmullo crujiente de la voz de Lobo desde las sombras del interior. Había sido meticuloso al levantar sus defensas, como en la casa de Kwest Mralwe; y sin embargo, ella estaba lista para saltar e ir en su ayuda apenas sintiera el menor fallo en el susurro del cántico. Él había dicho que era difícil trabajar el clima contra la tendencia natural. Incapaz de poner todo su espíritu en el asunto, incapaz de dejarse ir por miedo a quedar atrapado en el estado de trance cerca de la mano de sombras, Halcón dudaba que pudiera detener la corriente del río más de unas pocas horas.

Y eso, pensó mientras escuchaba el salvaje ruido de una enésima discusión en la fragua enloquecida del campamento, tal vez no sería suficiente.

—Demonios, ¡no me importa lo que ella quiera! Es mi mujer y se viene conmigo…

—Bastardo hereje, estás llevándote todas las buenas espadas…

—Necesitamos esas mulas…

Después la voz de Ari, no demasiado fuerte, pero cortante como el acero a través del remolino como si sonara sobre el fragor de la batalla.

Dos de las tres putas del campamento, y Hombre de Azúcar, habían decidido quedarse con Zane, pero cierto número de sus prostitutas, tanto mujeres como muchachos, querían unirse a Ari; y como si eso fuera poco, varios esclavos y concubinas de hombres de los dos bandos estaban tratando de unirse al contrario. ¿Más maldición?, pensó Halcón de las Estrellas, mirando los acantilados allí donde el cañón de Gore se estrechaba, corriente arriba. Creyó haber visto allí las sombras oscuras y vigilantes de los hombres del Señor del Gore.

Después había llegado Zane, desde las barcas, arrastrando a la bailarina Opium por el cabello.

Le sostenía las muñecas con una mano. Ella luchaba, medio doblaba en dos, incapaz de enderezarse por el dolor; por el moretón que traía en la cara, ya le había pegado antes. Zane tenía el rostro tan hinchado y lastimado por la lucha con Ari que era difícil decir si ella lo había arañado con las uñas o no. Opium sollozaba:

—¡No! ¡NO!

Lágrimas de furia le corrían por las mejillas. Malaliento y Chupatintas, que se apresuraban en otra dirección con un par de mulas, se detuvieron un momento, pero después siguieron andando hacia las balsas lo más rápido que pudieron. Después de todo, las mujeres no ayudan a empujar las carretas. Halcón de las Estrellas estaba empezando a levantarse, espada en mano, cuando sintió a sus espaldas la sombra del robusto cuerpo de Lobo del Sol en el umbral.

—Déjala, Zane.

Zane empezó a arrastrarla en otra dirección. Halcón de las Estrellas lo alcanzó con facilidad. Él se volvió hacia Lobo, la cara una máscara de rabia púrpura e hinchada.

—¡No, demonios! Tú y el guapo de Ari no vais a llevaros a todas las faldas que valen la pena…

Los hombres empezaron a reunirse otra vez, Louth y un amotinado llamado Rosadito, Gran Thurg, Diosa, Suciedad de Gato y otro hombre del que Halcón de las Estrellas había olvidado el bando… Hubo un murmullo de acuerdo. Lobo del Sol dio un paso fuera de la tienda.

—Ella es libre, Zane. —La cara de Lobo tenía una mirada introspectiva en el marco desmayado del cabello color león. Incluso en unas horas, las líneas de la fatiga se habían marcado ya como cortes de cincel en el costado del único ojo—. Tiene derecho a elegir.

—¡Al infierno con eso! ¡Al infierno contigo! —La voz de Zane sonaba turbia por la rabia y las magulladuras que le mortificaban los labios—. Necesitamos mujeres, no solamente esas putas asquerosas que nos dejáis… ¡Tenemos derecho a llevárnoslas!

Lobo del Sol cubrió la distancia que los separaba sin apresurarse, los brazos a ambos costados del cuerpo, las manos llenas de cicatrices, forradas en vello de oro, vacías.

—¿Por qué? —preguntó con la voz tranquila—. ¿Es que piensas que al fin y al cabo no podrás tomar ese fuerte con todas sus mujeres dentro?

Zane dio un paso hacia atrás, tirando con brutalidad de los rizos negros de Opium, una mano aferrada sin esfuerzo sobre las muñecas morenas y menudas. La sangre y la saliva saltaron por sus dos dientes rotos cuando habló:

—Lo tomaremos, no te preocupes por eso, Lobo. —Se volvió para alejarse, pero Lobo del Sol se puso delante; se movía con facilidad y, en cambio, los movimientos de Zane quedaban dificultados por el paso de la mujer que quería llevarse.

—Zane —dijo el Jefe afablemente, aunque el ojo brillaba con una luz peligrosa—, si tuvieras algo de cerebro pensaría que estás tratando de retrasarnos hasta que el río suba de nuevo para que Ari no tenga más remedio que unirse a ti en ese ataque estúpido.

Los ojos azules se desviaron, los labios hinchados se torcieron hacia atrás como los de un animal.

—No estoy seguro de que seas lo suficientemente inteligente como para pensar en algo así, pero si eso es lo que está pasando, te puedo asegurar que es un truco muy estúpido.

—¡No tan estúpido como el tuyo! —La voz de Zane tenía una nota aguda, histérica—. ¡Es la segunda vez que nos dejas en la estacada, con todas esas grandes palabras tuyas sobre la magia! ¡Todavía tengo que ver tus grandes encantamientos, Gran Mago! ¿Qué pasa, quieres a esta perra para ti, para variar un poco después de Ari? —Volvió a retorcer el pelo de Opium y sonrió levemente al oírla aullar en un sollozo ahogado.

Ari acababa de llegar, con Pequeño Thurg y Serrucho de Batalla pisándole los talones; Halcón de las Estrellas vio el movimiento de la mano del capitán hacia el puño de la espada, pero había demasiados hombres de Zane en la multitud que se estaba congregando alrededor. Si Ari lo atacaba, esta vez no sería un combate individual.

—¿Qué? —dijo Lobo, una risa irónica en la voz quebrada—. Creéis que no podréis tomar ese fuerte solos, ¿verdad? Pensáis que necesitáis una ayudita de magia…

—¡NO! —escupió Zane inmediatamente—. Podemos tomar cualquier cosa, ganar lo que sea, sin ayuda, sin un vudú asqueroso que usa la magia para hacer lo que no puede hacer como hombre porque no tiene madera para ello… Tú eres el que necesita la magia, viejo, para darte lo que ya no tienes. ¡Vete, llévate a tu muchachito y al que quiera seguirte por los viejos tiempos para morir en el desierto! Ya mandaremos a un par de rastreadores en primavera a buscar vuestros huesos. ¡Vamos, marchaos! —Sonrió con una mueca torcida a través de labios hinchados—. ¿O es que vas a hacer algún truquito de abracadabra antes de irte, para darnos una lección?

—Zane —suspiró Lobo con paciencia—. Nunca pudiste aprender ni una sola lección… no podrías aprender tu nombre aunque Meacascos te lo escribiera en la espalda.

La rabia flameó en los ojos azules y las manos de Zane buscaron la espada, exactamente lo que Lobo había querido que hiciera, pensó Halcón de las Estrellas. Opium se retorció para soltarse del todo y desapareció en medio de la multitud. Zane dio un paso hacia ella pero Halcón de las Estrellas y Diosa, que probablemente pesaba noventa kilos sin armadura, le bloquearon el camino.

Más tarde, mientras cargaban las balsas bajo la lluvia inclinada, Halcón de las Estrellas vio el vestido de seda a rayas de Opium bajo la chaqueta verde y sucia y la capucha de Correntada, el bardo, que Bron llevaba en brazos. Bron, un hombre delgado que pasaba inadvertido con facilidad, con el cabello gris antes de tiempo, no era el caballero andante de los sueños de nadie, pero, suponía Halcón, una dama en apuros tenía que aprovechar lo que pudiera. Conocía lo suficiente al dueño de la taberna como para saber que no iba a pedir pago alguno por su protección. Aunque se muera por hacerlo, pensó para sí misma, al ver una pierna fugaz y morena de la bailarina.

Ella y Lobo del Sol fueron de los últimos en cruzar, el ojo puesto en los fardos que permanecían en la orilla por si a Zane se le ocurría cambiar de idea. Mientras arrastraban su balsa hasta el otro lado, el río comenzó a subir con rapidez, blanco y malvado sobre las rocas hundidas y negras. Azules y arenosos, los acantilados de piedra arenisca, retorcidos y extraños, se acercaron a ellos como las escamas agujereadas del cadáver de un monstruo, con las nubes rozando la línea quebrada que daba contra el cielo, el agua color de espigas de trigo chamuscadas bajo sus pies. Aferrada a la borda, con el crujido de las rocas bajo la madera que pisaba, Halcón de las Estrellas se preguntó con filosofía si, después de todo lo que había sucedido, no iría a morir ahogada.

Eso sería típico, pensó con amargura, mirando el rostro adusto de Lobo del Sol, empapado de rocío del río y de lluvia del cielo, y luchando contra un impulso infantil por aferrarse a él en lugar de al costado del bote. Se preguntó con curiosidad académica si la maldición se dividiría o permanecería con uno solo de los dos grupos.

Pero si se había dividido, no tenía menos fuerza que antes; y si había elegido solamente un grupo, pronto se hizo evidente cuál era.

Perseguidos por una lluvia amarga que nunca era lo suficientemente fría como para congelar el barro gris amarillento y pegajoso que parecía estar en todas partes, golpeados por los vientos si trepaban sobre los bordes pedregosos en los que cualquier rastro de fertilidad había desaparecido hacía ya mucho bajo la erosión, los hombres de la tropa habían disminuido la velocidad hasta convertirla en un arrastrarse lento y trabajoso como el de los reptiles. Lo que había sido una vez el camino principal de Gwenth hacia la capital del norte, Wrynde, había entrado en decadencia años atrás, y ahora apenas quedaba un sendero medio borrado atravesado cada tanto por corrientes de agua bajo la lluvia copiosa y constante. Las zarzas y los troncos partidos de los brotes de los pinos poblaban aquellos húmedos parajes, y se enredaban en las ruedas y los pies de hombres y bestias, u ocultaban agujeros y grietas hasta que era demasiado tarde para evitarlos. Dos veces lobos y una vez bandidos salieron de las frondas oscuras para atacar la caravana, y se llevaron su parte de ganado, heridos y agotamiento. La podredumbre y el moho acortaron todavía más las raciones, al igual que cientos de retrasos por uno u otro motivo, que hicieron un mes de lo que debía haber llevado diez días. La poca comida que quedaba, a pesar de los esfuerzos de Puerco, sólo podía calificarse de comestible por comparación. Con razón, pensó Halcón de las Estrellas, acurrucada de noche junto a un brasero humeante de carbones húmedos en la taberna de Bron, con razón la gente había estado dispuesta a matarse en refriegas después de un verano así. Ella estaba lista para asesinar a Correntada si volvía a cantar la Caída de Naxis y Salopina.

Frente a ella, sentado a la misma mesa, Malaliento preparaba un solitario con cara triste y desapacible. Poca gente tenía la energía necesaria para el póquer en esos días, aun considerando que lo más que se podía ganar en el juego eran unos cobres. Durante el sitio, Bron había prohibido el juego en la taberna: era causa de demasiadas peleas; pero al mirar a su alrededor a los hombres cansados, cubiertos de barro hasta las cejas y demasiado agotados hasta para evitar la lluvia si estaban sentados bajo una gotera, Halcón de las Estrellas dudaba que muchos de ellos tuvieran la fuerza necesaria para luchar.

Tanto mejor.

Un tono de voz duro cortó el ruido general de voces bajas, y Halcón vio que unos hombres se congregaban en la entrada, los gestos rabiosos y llenos de disgusto. El nivel de ruido en los bancos que tenía a su alrededor era tan grande que no podía oír cuál era el problema. Y casi tenía miedo de adivinarlo.

Un momento después, vio que Moggin se desprendía del grupo y se acercaba con cuidado hacia ella, dos jarras de cuero hervido con agua de fuego —ginebra caliente y té— en las manos. Una semana antes, posiblemente alguno de los hombres se habría retirado con desconfianza apagada, pero ahora a nadie le preocupaba si aquel hombre había sido mago o esclavo.

—Aio, Moggy —lo recibió ella con el típico saludo mercenario.

—Y un buen aio para ti, Dama Guerrera. —Y le alcanzó la jarra.

Parecía cansado, peor en cierto modo de lo que había estado la noche en que Lobo y ella lo habían rescatado de Zane. Sin quejarse, hacía su parte de trabajo en el montaje y desmontaje de la atestada tienda de Malaliento, en la carga de las mulas, en el rescate de las carretas que caían en agujeros llenos de barro; aunque todavía tenía la cadena de esclavo, ninguno de los de la tienda —Malaliento, Gata de Fuego, Chupatintas, Lobo del Sol, Halcón de las Estrellas— lo consideraban otra cosa que un compañero en el trabajo infernal de salir de todo aquello con vida. Pero al mirarlo ahora, Halcón de las Estrellas se dio cuenta de la forma en que le pesaba el esfuerzo.

A diferencia de ellos, él no era un guerrero entrenado, inmunizado contra tiempos como aquéllos. Por debajo de la mezcla de ropa prestada —un par de pantalones de Halcón de las Estrellas, el segundo de los mejores chaquetones de Bron y camisas que había tomado Carnicera de sus muertos— estaba bajando de peso; por debajo de su inalterable cortesía, Halcón sentía el agotamiento y la presión que le suponía el seguir en pie día tras día.

Halcón hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta:

—¿Podría saber…?

—Han vuelto los exploradores de la aldea de Sauce Botón, donde Ari quería reabastecerse… —Moggin dejó de hablar en un ataque de tos, profunda y fibrosa y áspera, que venía del fondo de sus pulmones. Después continuó—: La encontraron quemada y desierta… bandidos, supongo.

—¿Por qué será que no me sorprende? —Halcón de las Estrellas tomó un trago del horrible mejunje que tenía en la jarra. Por lo menos calentaba, lo que no podía decirse de los carbones del brasero—. No, no me sorprende —agregó sin ironía esta vez—. Esa aldea y las granjas de los alrededores deben de haber estado colgadas de los dientes durante los últimos cuarenta años. Ari dice que la tierra ya no da más, y yo sé que los atacaban dos veces por año, una nosotros y otra los bandidos… Pero, obviamente, tenía que ser ahora…

—Los exploradores dicen que fue hace unas seis semanas…

—Eso es ahora para nosotros…

Unas pocas mesas más allá, entre alaridos y risas de su público, Correntada estaba de rodillas tratando de lamer la ginebra que había volcado Oso Rizado en el agujero de la mandolina. Aunque Halcón de las Estrellas comprendía a la perfección los sentimientos de Oso Rizado —estaba dispuesta a asesinar al bardo si volvía a gemir pidiéndole un trago— suspiró con disgusto y dijo en voz bien alta:

—Ah, vamos, ¿queréis que suene peor que antes? —Tiró un cobre a los pies de Correntada—. Anda, cómprate una ginebra y tómatela bien despacio en un rincón y, por favor, no hagas ruido. —Había pensado tomar otra ella, pero al infierno con todo. Era una bebida tan horrenda que provocaba lástima hacia aquellos que, como Correntada, se veían obligados a tomarla.

El bardo inclinó la cabeza con una floritura mientras la ginebra caía de su instrumento al suelo.

—Dama Guerrera, voy a celebrar vuestra generosidad con una balada en vuestro honor…

Con un estremecimiento, ella se volvió hacia Moggin mientras el Oso y sus amigos se tiraban al suelo de risa e improvisaban sobre el tema de las baladas conmemorativas de Correntada.

—No sé si el hecho de que ese pobre tonto esté aquí es peor suerte para nosotros o para él. Y a propósito… —Hizo una pausa mientras Moggin tosía de nuevo y se tomaba otro trago—. ¿Crees que el vudú podría ser alguien del campamento? Estuve jugando al póquer y tirando dados contra mí misma durante dos semanas y no conseguí nada. La única forma de ganar un solitario es haciendo trampa.

—Eso parece indicar —dijo Moggin, pensativo—, que lo que está operando es absolutamente automático. Si la maldición hubiese sido puesta en la tropa por venganza, como creo, no habría necesidad de que el mago siguiera la tropa y se ocupara de que se cumpliera.

—¿Venganza por qué? —preguntó Malaliento, realmente indignado, y Halcón de las Estrellas le dio un puntapié bajo la mesa—. Espera un minuto, no somos nosotros los que empezamos las guerras. Eso es como juzgar a un cuchillo por asesinato. —Y cuando Halcón de las Estrellas levantó una ceja en un gesto profundamente irónico—: O juzgarlo por ser cuchillo.

—Bueno, tiene cierta razón —aceptó Moggin, que evidentemente tenía ganas de discutirlo desde un punto de vista filosófico—. Pero el hecho de que un hombre, o una mujer, sea mago o maga, no significa que sea un filósofo determinista, o un ser particularmente racional. Los hombres no matan solamente al mensajero que trae las malas noticias, también al caballo que usó. Tal vez no sea justo, pero refleja los sentimientos del que lo hace.

—Si es así —dijo Halcón de las Estrellas—, ponerle una maldición al campamento tal vez cumpla con sus fines, pero si yo buscara venganza, querría aliviar mis sentimientos y vendría para escupirle en la cara al último moribundo. El Jefe estuvo por todo el campamento con ese auligar de Drosis. Dice que encontró la sustancia pegajosa, el roce de la maldición en todas partes, pero ni un solo Ojo en las tiendas, ni en las carretas, ni en las cajas, ni en los fardos. Y no te olvides de que alguien trató de esclavizarlo allá en Vorsal, y ante su fracaso, envió al djerkas a matarlo. ¿Te suena a venganza directa?

—Es posible —dijo Moggin con tranquilidad—. Si es la venganza contra él lo que quiere ese otro mago. Y, a propósito, ¿dónde está el Jefe?

—Con Carnicera —contestó Halcón, la voz de pronto débil, mientras volvía la cara para mirar el brillo apagado de los carbones del brasero.

Lobo del Sol salió de la tienda hospital moviéndose con lentitud, como un viejo. Y como un viejo o como un doctor o un estudioso de la Universidad, llevaba una bata larga sobre el cuero de cerdo rojo de su jubón —una bata hecha jirones, pero como estaba forrada de piel, era lo más tibio que había encontrado— y la capa, que se agitaba con las frías ráfagas que le revolvían el cabello mientras permanecía de brazos cruzados, mirando el infierno húmedo de oscuridad y lluvia. ¿Era viejo?, se preguntó, con el desinterés lejano que había experimentado a menudo en los momentos de peor peligro. No había duda de que se sentía viejo; viejo e impotente.

Ahora comprendía que trabajar contra el clima en invierno era cuando menos una tarea inútil. Cuando concentraba toda su energía en desviar el viento y la lluvia, nunca sabía si las tormentas que los bañaban, los vientos que los lastimaban, el frío que aumentaba todas las noches, eran menos crueles de lo que hubieran sido sin su esfuerzo. Se limitaba a repetir los encantamientos, noche tras noche cuando ocasionalmente paraba de llover el escaso tiempo de recorrer unos kilómetros, y esperar.

Sin descanso, sin tiempo, ni siquiera para extraer de Moggin el contenido de los libros de Drosis más allá de lo imprescindible para su odiada e interminable ronda de curaciones y tejidos del clima. Después de dos semanas, la tensión sobre sus poderes saturados estaba empezando a hacerle sentir náuseas, como si la energía que había puesto para salvarlos fuese arrancada de su cuerpo y drenada de sus venas.

Cerró el ojo derecho y sintió que el parche de cuero se torcía con la bajada de sus cejas largas y rizadas. Las nubes se movían con rapidez formando un techo bajo sobre su cabeza, navegando en todas direcciones alrededor de la ladera alta de la colina en medio de la oscuridad correosa. Se sentía perforado de un modo salvaje y desgarrador por el olor de la lluvia, el perfume frío que se elevaba de la tierra, y los aromas del viento y la libertad y la piedra. Todos quedaban enterrados bajo el hedor del campamento, el horror de los baños y el sudor, y desde la tienda que había quedado a sus espaldas, aferrados a los pliegues de su manta remendada y al cuero de sus mangas, los otros olores que odiaba: el de la carne mortificada por heridas que se negaban a sanar, el de las hierbas aplastadas, el de las drogas que no tenían efecto sobre las innumerables fiebres que habían empezado a vagar por el campamento como las Mujeres Grises de las leyendas que se contaban alrededor del fuego, y que venían a llevarse a cuantos deseaban.

Oyó a Ari hablando con Carnicera en las profundidades de la tienda mientras la médico vendaba, una vez más, la herida todavía abierta que le había dejado Zane en el brazo. Demonios, ya debería estar suave como el culito de un bebé… Había trabajado con hechizos de curación sobre ese brazo todos los días, había puesto todos sus poderes en ello al igual que con el chico de las mulas, que había muerto el día anterior de fiebre, con el esclavo del mercader, el brazo partido en un absurdo accidente con una de las carretas, y con la prostituta que había muerto de parto para dar a luz un bebé que tendrían que ahogar porque no podía sobrevivir solo en el camino que les quedaba hasta Wrynde. Sentía que el poder se extinguía en su interior, sabía que el breve descanso de la noche no sería suficiente para recuperarlo, no más que la noche pasada, o la anterior.

Pero había salvado a Halcón de las Estrellas: no podía darle la espalda a los demás. Cada vez que tocaba el brazo de Ari para hacer la magia de curación que parecía no servir de nada, sentía la podredumbre debajo, la gangrena que esperaba como una jalea negra bajo la piel. El día que dejara de poner su energía en esos hechizos, la herida se pudriría como fruta en el verano del trópico.

Y sentía la maldición en todas partes. Con los ojos cerrados, como si pudiera ver el campo en la oscuridad, brillando bajo la lluvia como pescado podrido.

Unos pies chapotearon en los charcos con suavidad. Demasiado tarde, olió un perfume familiar. Ahora no, demonios, pensó, ciego, agotado. Por la abuela de Dios, estoy demasiado cansado para enfrentarme a esto ahora. Vete, mujer…

Pero a pesar de su cansancio, se le calentaron las palmas de las manos con el recuerdo de aquel cuerpo.

—Me has estado evitando.

En una caravana de dos mil personas no había sido fácil. Él abrió el ojo y la vio allí donde las sombras eran más profundas, la capa sacudiéndose en el viento como humo, y en el límite de luz amarga de la tienda, un resto del eco de la llama anaranjada del vestido que había debajo. La lluvia susurraba sin que nadie la oyera a su alrededor, como el murmullo del viento en el burdo brasero.

—Sí —dijo él con voz tranquila—. Así es.

Ella dio un paso en su dirección y él retrocedió, agachándose para eludir una cuerda, tratando de mantenerse a salvo del más mínimo roce.

—¿No vas a dejar que te dé las gracias por salvarme de Zane? —Desde debajo de la capa, salieron las manos, pequeñas y morenas como las de un pequeño vendedor de naranjas, y se apoyaron en la cuerda que había entre los dos. La poca comida y el esfuerzo físico resaltaban la fragilidad salvaje de su cara perfecta, y aumentaban el deseo de Lobo de protegerla y abrazarla. Sería tan fácil tomar aquella mandíbula delicada, tocar el hoyuelo infantil que se abría debajo del pómulo… Dentro del marco de la capucha, la lluvia bañaba de diamantes la cabellera negra y magnífica; durante un segundo, las manos de él acariciaron la idea del oro tibio y las joyas ásperas que decoraban el corsé de Opium.

Respiró hondo y afirmó la ronca voz con cuidado.

—Te hubiera rescatado aunque fueras fea y tuvieras cuarenta años, Opium —dijo—. Lo hice por ti, no por mí.

Aunque ella no se movió de donde estaba, él sintió que la tensión de los músculos de la mujer cedían, como si se hubiera alejado un poco, y algo cambió en las lagunas oscuras de sus ojos.

—¿En serio? —Podría haber convertido la pregunta en parte de la seducción, pero no lo hizo. Sonaba un poco sorprendida, si es que sonaba a algo, incapaz de creer que él la hubiera rescatado de Zane por cualquier otra razón que no fuera el deseo de tomarla para sí.

¿En serio? A decir verdad, no estaba seguro de que le hubiera importado un ardite que Zane quisiera violar a una mujer si ésta hubiese pesado dos veces más que él o tenido una marca de nacimiento del tamaño de una fresa en medio de la nariz.

Ah, entonces sí que se hubieran reído.

Asintió.

—En serio —dijo, sabiendo que ahora era verdad, o casi, aunque probablemente no lo hubiera sido en el momento—. Lamento que hayas creído otra cosa.

Ella desvió la vista. Contra la oscuridad, él veía solamente el perfil de la nariz, pequeña y respingada y perfecta, más allá del borde de la capucha de la capa, pero era suficiente: la rabia y la frustración brillaban allí, en el ritmo de la respiración. Se sintió atado, incapaz de decir una palabra, y vagamente irritado consigo mismo, con Halcón de las Estrellas, y con el destino que le había hecho comprender lo que le podría costar el tomar a esa mujer y dejarla ahíta de sexo contra la tienda más cercana. Enojado porque conocía el coste y no podría pretextar ignorancia más tarde, cuando tuviera que enfrentarse a las consecuencias.

Después, la línea dura de los hombros de la mujer se relajó; la vibración suave de la capa, como el eco de una derrota interior.

—Lo lamento. —Opium respiró hondo, y lo miró de nuevo, y durante un momento pareció tan torpe y llena de incertidumbre como él. Torció la boca suave, seca—. La señora Wyse, nuestra patrona en la casa de Kedwyr, solía decir que uno conseguía lo que pedía en las plegarias. Toda mi vida esperé que hubiera un hombre en el mundo al que una mujer pudiera creerle cuando dijera «nadie más que tú». Y aquí está. Pero, obviamente, mi suerte quiso que fuera de otra.

Se volvió para irse.

—Opium…

Ella se detuvo y se volvió, como un pájaro al borde de la huida, y cuando el viento le levantó la capa y la separó de la seda rayada y anaranjada de su vestido, Lobo vio la pregunta en sus ojos. Ignorando con firmeza la parte de la mente que gritaba: ¡Tómala ahora, lunático! ¿Qué te pasa, eres impotente?, dijo:

—Hay otros… si eso es lo que quieres.

Y ella se relajó de nuevo y rió entre dientes, una risita tibia y enojada y perezosa.

—Si alguna vez supiera lo que realmente quiero —dijo—, no me metería en tantos problemas. —Tenía una sonrisa suave y, por primera vez, él vio no a una mujer hermosa y deseable, sino a una persona como él, hábil en las artes del amor pero no en el amor mismo—. Lamento haberme enojado contigo, aquella noche en el depósito de ingeniería. Es que… —Dudó, tratando de expresar la fuente de su dolor sin sonar demasiado consentida, sin decir: Era la primera vez que alguien me decía que no.

—Fue culpa mía. Era la primera vez que rechazaba a alguien. Soy nuevo en esto. No lo hice muy bien.

La luz irónica volvió a los ojos de Opium cuando se vio al mismo nivel que él, con los mismos problemas de orgullo.

—Ya mejorarás con la práctica —dijo, y agregó con una sonrisa burlona—: Si es lo que realmente quieres. —Luego se volvió, movió las caderas para él y se desvaneció en la oscuridad.

Él se encontró deseando con un fervor extraño que la maldición no cayera sobre ella al día siguiente.

—¿Jefe? —Parte de su mente había registrado ya los pasos de Ari desde la tienda que quedaba a su espalda. Se agachó bajo la soga, y volvió el ojo dorado hacia la cabeza del joven capitán que emergía por la abertura en la lona. Durante un momento, al ver la mirada en los ojos de Ari, Lobo del Sol sintió una punzada de amargo resentimiento, contra Ari, contra la maldición, contra Opium, contra sus propios antepasados, contra los hombres y mujeres que morían en aquella tienda y contra las noticias, malas evidentemente, que Ari estaba a punto de comunicarle. En el brillo amarillento, su amigo parecía derrotado, agotado por el doble peso del mando y del dolor permanente del brazo herido. No se había vuelto a poner la manga de la camisa ni el jubón sobre las vendas, tan gastadas que a pesar de una docena de lavados parecían del color de su carne. En sus momentos de paranoia, Lobo a veces sospechaba que Ari trataba de impedir la curación deliberadamente.

Obligó a su voz a tener calma.

—¿Qué?

—Carnicera quiere que mires a ese desgraciado que trajeron anoche con tanta fiebre. Está hirviendo. Carnicera cree que es la peste.

Halcón de las Estrellas se despertó unas horas antes del amanecer, cuando Lobo del Sol se deslizó congelado y tembloroso y agotado, entre las mantas, en la oscuridad absoluta de la atestada tienda. El jergón era pequeño, lo que, con aquel frío, era más bien una ventaja. Aunque los dos seguían vestidos de pies a cabeza, la piel de Lobo parecía de hielo.

—Deberías dejar que se mueran, ¿sabes? —le susurró ella, con la voz apenas más alta que la respiración ronca de los que les rodeaban en la oscuridad olorosa—. Estás acabando con tu fuerza, te estás quedando sin magia, y de todos modos van a morir. Avanzamos a razón de menos de quince kilómetros por día y Wrynde está condenadamente lejos.

Él le contestó en otro susurro:

—Cállate —y le volvió la espalda, temblando como si él también tuviera fiebre. Ella tenía razón, y era consciente de que él lo sabía. La magia que había en él era apenas una brasa, la magia que la había llamado de vuelta a él desde las fronteras sombrías de la muerte, la magia que era lo único que quedaba entre la tropa y el desastre. No sabían quién la había puesto, ni por qué ni cómo, pero la maldición se estaba comiendo la magia de Lobo y a Lobo mismo.

Así era la magia. Así era lo que él había preferido a la tropa, a sus amigos, a su antigua vida.

Ella no tenía nada que ofrecerle, excepto el roce de sus manos sobre el vello áspero de la espalda a través de la camisa de hilo gastada hasta el límite, casi trasparente. Él se volvió, brusca, convulsivamente, y la tomó entre sus brazos y se aferró a ella, con la cabeza hundida en su pecho.

Llegaron a Wrynde ocho días después; en esos ocho días perdieron casi cien hombres en la epidemia de peste. Lobo del Sol —apaleado, dolorido, agotado física y emocionalmente—, había dejado de pensar en quién podía haber puesto la maldición contra la tropa o en qué lugar del campamento estaban las marcas; ya tenía bastante trabajando con la magia de curación, tejiendo el clima, arrastrando las carretas para sacarlas de los pozos de barro y ocupándose, como segundo al mando de Ari, de los asuntos cotidianos de la caravana. Cuando Carnicera enfermó de peste a cinco días de Wrynde, tomó también la administración del hospital, ayudado por Teta Grande, la madama, que se había quedado con la mitad de la tropa que seguía a Ari, y por Moggin, cuyas lecturas de los libros de Drosis le habían dado por lo menos un conocimiento teórico de lo que se suponía que estaba haciendo.

Siendo comandante, había entendido su vida como una prenda, en juego por las de sus subordinados cuando los llevaba a la batalla. Esta destrucción lenta de su fuerza, su tiempo, y su espíritu era diferente. Era una responsabilidad sin gloria, y hasta había dejado de odiarla: era simplemente algo que había que hacer y que solamente él, como mago, podía llevar a cabo. Empezó a darse cuenta de que la maldición los destruiría a todos.

Llegaron a Wrynde en medio de la lluvia. Wrynde, el vasto cadáver de una ciudad cuyos miembros esparcidos, paredes, iglesias y villas, habían caído, como los de un leproso, por la falta de circulación, y se hundían en la podredumbre sobre un paisaje quebrado por los pálidos colores de ríos, marismas y granito. Sobre el suelo alto, entre los fríos arroyos de plata que bañaban los restos de la ciudad, se alzaba la aldea, rodeada por una maciza muralla como protección contra los bandidos, ofreciendo protección a los granjeros, pequeños mercaderes y criadores de mulas que lograban sobrevivir en lo que una vez había sido el corazón de las tierras fértiles del norte.

Una pequeña delegación recibió a la caravana de mercenarios, encabezada por Xanchus, alcalde de la aldea y criador de la mayor parte de los animales de la tropa. Xanchus les informó de que la mayoría de la población de la ciudad había caído bajo las garras de una fiebre debilitadora. A esas alturas, a Ari y a Lobo del Sol apenas les sorprendió.

Acamparon en las ruinas de un viejo convento fuera de las murallas de Wrynde, y al día siguiente se esforzaron por acabar los últimos quince kilómetros que los separaban de la vieja ciudadela que una vez había defendido la capital y sus minas, colgada como un viejo dragón incrustado en la ladera de la colina. El Campamento. ¡El Hogar!

Lobo del Sol se arrastró hacia la casa de madera de tres habitaciones que había sido suya durante años, sintiéndose como un viejo perro dirigiéndose hacia un pantano para morir. Durmió como un muerto durante doce horas. Cuando lo despertaron los gritos y alaridos y la información de que el campamento estaba en llamas, lo único que pudo hacer fue sentarse sobre los escalones de ladrillos de la terraza y reír hasta llorar.

El daño no fue grande, porque todo estaba empapado por la lluvia. Pero al volver a remover el fuego de la chimenea, en la hora negra como el hierro entre la puesta de la luna y la primera luz, extenuado hasta los huesos, tuvo una cierta sensación de déjà vu, la sensación de haber dado el círculo completo desde aquel amargo amanecer en casa de la hermana del posadero, sobre las laderas de la Columna del Dragón, cientos de kilómetros hacia el sur.

Sobre la arena blanca de la chimenea, cercada de bancos de ladrillo, el fuego temblaba suavemente. Lobo oía el paso leve de Halcón sobre los escalones de madera que llevaban al jardín demasiado crecido y a la casa de baños. A pesar del frío de la noche, lo primero que había hecho ella después de apagar las llamas del hospital y los establos, había sido calentar agua para un baño. Un momento después, Lobo oyó cerrarse la pesada puerta de cedro y crujir el suelo de roble cuando ella lo cruzó a una distancia prudencial, por si él estaba dormido.

Volvió la cabeza para mirarla cuando ella se sentó con limpieza, las piernas cruzadas, a su lado.

—Toma. —Ella le alcanzó algo plateado, que aterrizó con un ruido brillante, frío, sobre los ladrillos—. Es un viento malo que no hace bien a nadie… recuerdo haber pensado eso hace un tiempo.

—¿Qué es? —Él miró hacia abajo y vio una pieza de plata de peso Stratus.

—Malaliento y yo apostamos sobre lo que pasaría ahora. Yo aposté por un incendio.

—Siempre supe que eras una perra de corazón frío.

El paso callado de Moggin murmuró sobre las planchas suaves de la pequeña cocina.

—Agradece a tus estimados antepasados que no ganara él. Apostó por una ventisca. —Lobo casi se cayó sobre el banco de ladrillo, los labios grises de cansancio y espanto, y levantó sus manos gastadas, lastimadas, hacia el calor del fuego—. Por lo menos un fuego es algo que puede apagarse con un poco de esfuerzo.

—Bueno —gruñó Lobo del Sol con amargura—, ya tenemos algo que esperar mañana.

En la selva desordenada de pieles y colchas de seda a cuadros de K’Chin que cubrían la cama de pino, esa noche Lobo soñó con Opium. La vio como la había visto por primera vez, moviéndose a través de las sombras blanquinegras de la torre de asalto quemada, con las manos llenas de la dulzura amarga del heléboro, la cadena dorada de esclava brillándole en el cuello y la capa que se abría para mostrar la seda púrpura como sangre del vestido que había sido el último regalo de su hombre. Vio a la Dama Princesa como una orquídea en un sueño febril envuelta en perlas y zangalete color narciso, riéndose mientras sostenía en las manos su vinagrera de cristal, y detrás de ella, como una sombra, una mujer de ojos de ciruela y largo cabello negro, una mujer a la que habían acusado de bruja…

Después Halcón de las Estrellas lo despertó y Lobo volvió al hospital en una aurora empapada, para arrodillarse en medio de las corrientes húmedas que susurraban a través de los parches de las lonas chamuscadas, mientras él trataba de sacar los últimos vestigios de magia de la médula de sus huesos para ayudar a los moribundos.

Y odiaba lo que hacía.

La lluvia caía como un río equivocado, firme y constante a través del remendado techo de tela. Las manos de Lobo del Sol temblaban de cansancio mientras trazaba las runas de curación sobre la carne mortificada, y su mente reducía las constelaciones del poder a tartamudeos de repetición constante. Se preguntaba la razón por la que había creído que transformarse en mago era algo que deseaba hacer, y sentía un deseo ferviente de que murieran todos los que lo esperaban en el hospital, porque de ese modo, él podría irse a su casa y echarse a dormir.

Cerca de la puesta del sol se dejó caer en el suelo, hambriento, descompuesto, la cabeza ida por la fatiga. Durante un tiempo, ni siquiera tuvo la energía necesaria como para bajar tropezando por los escalones de planchas hacia la ciénaga de la plaza central del campamento. Lo único que podía hacer era quedarse de pie bajo la luz débil de la columnata protectora que recorría el frente del hospital, mirando sin ver el color gris y húmedo de la tarde.

Desde el otro lado de la plaza, la gran casa de ladrillos de Ari, que antes había sido el cuartel del gobernador del fuerte, adornada con una hilera de cariátides obscenamente deformes, estaba a oscuras. Muchacha Cuervo yacía en el sótano de techo bajo de la guardia del hospital, a sus espaldas, los labios partidos llenos de palabras alucinadas. A la izquierda, el bloque alto y cuadrado de la torre del Depósito de Armas se alzaba contra el cielo color paloma, rodeado por un laberinto de galerías, chozas de piedra, galpones y paredes; la gran pista de entrenamiento y la fragua de Puerco apenas asomaban por detrás. Bajo el susurro leve de la lluvia mística, todo parecía medio en ruinas, en decadencia, como la ciudad que rodeaba Wrynde, como las villas de piedra, las capillas y las viejas minas esparcidas por el campo cerca de la vieja capital, o como el mundo mismo, que se hacía pedazos bajo la presión del frío y la guerra y los cismas.

Lobo inclinó la cabeza contra un pilar. Buen mago estás hecho…, pensó con amargura. Había puesto toda su fuerza, toda su magia para salvar la vida de Gata de Fuego, como había salvado la de Halcón de las Estrellas unas semanas atrás, como había logrado salvar las de otros, y no hacía diez minutos que ella había muerto entre sus brazos. Los demás se estaban repartiendo sus armas, su armadura, y las joyas doradas que había lucido en las batallas. Tendría que decírselo a Halcón de las Estrellas cuando ésta acabara la guardia sobre los muros.

No sabía quién quería destruirlos, pero quienquiera que fuese, iba a triunfar a pesar de todos sus esfuerzos.

Por el otro lado del patio vio aparecer a Ari entre las sombras tendidas sobre las piedras talladas del dintel. Parecía peor que muchos de los pacientes que acababa de ver Lobo del Sol. Tenía el brazo todavía vendado, la herida sin sanar. Chupatintas venía detrás, un cadáver en su traje negro y ruinoso, y junto a él caminaba Xanchus el Alcalde, un hombre nervioso de edad madura envuelto en una capa larga y verde con un cuello de piel de ardilla, un hombre que, a pesar de la pobre cosecha del año, no había logrado librarse de su panza. Su voz se elevó con fuerza en el aire amargo:

—… tal vez vos tengáis todas las espadas y las lanzas, capitán, pero muy mal estaríais sin nuestras mulas, sin nuestras granjas… —Una ráfaga brusca de viento se llevó el resto de sus palabras, pero Lobo del Sol sabía lo que iba a decir: «nuestras fraguas y nuestras casas de cría…». Había oído el mismo discurso incontables veces, cuando él era el comandante de la tropa.

Un relámpago rojo le tocó el ojo, y luego uno dorado. Volvió la cabeza y vio a Opium que cruzaba el patio. La ráfaga de viento agitó la oscuridad de su capa y dejó ver la seda color púrpura de su vestido. A su lado iba Teta Grande, enfundada en la misma tela color narciso que la Dama Princesa. El vestido de la madama era muy ajustado, en parte para mostrar la belleza de sus formas y en parte porque cualquier cosa de ese color debía de valer literalmente su peso en oro y había que ahorrar tela por todos los medios. Pero, pensó Lobo del Sol, si uno tiene…

Y su pensamiento se detuvo allí, como un pájaro que sube en el aire y recibe de pronto una flecha que lo clava en ese sitio para siempre.

Los postigos cubrían la mayoría de las ventanas de la casa. En la parda y misteriosa penumbra los libros de las Brujas parecían brillar levemente como sucedía de tanto en tanto con el síquico efluvio azulado de su contenido. Lobo del Sol sacó un frasco con lo que quedaba del polvo auligar de la bolsa de cuero lavado que había junto a ellos. Mojó los dedos en el polvo y cruzó hasta el hogar.

La moneda que le había mostrado Halcón de las Estrellas la noche anterior todavía estaba allí, abandonada sobre los ladrillos calientes. La tomó y la frotó con cuidado, contento de que el polvo también tuviera magia; en su cansancio, hasta el pequeño esfuerzo de ese simple hechizo era una agonía.

El Ojo estaba escrito en la moneda.

Lobo buscó en el bolsillo de su jubón y encontró otra pieza de plata peso Stratus, parte del dinero del frente de Vorsal que había ganado en las infrecuentes partidas de póquer en que se veían más de unos cuantos cobres sobre la mesa. Leve y verdosa, la marca brilló de pronto sobre el dibujo del Corazón Partido.

De pie como una estatua junto a los carbones ámbar del fuego dormido de la chimenea, Lobo sintió que la rabia ardía en él como el calor del brandy. Si hubiera sido venganza, pensó en algún rincón sereno de su alma, lo entendería. Si hubiera sido para que no pasara lo que pasó —la esposa de Moggin, sus hijas, violadas y asesinadas, la ciudad saqueada y quemada—, por mis antepasados que no me habría parecido mal.

Pero no eran ésas las razones. Una parte del alma de Lobo estaba tan furiosa que temblaba de arriba abajo, pero en su corazón se alzaba el fuego frío de la furia congelada, la furia que mata con calma, la furia que no siente. Muy despacio, volvió a ponerse la capa, levantó la capucha sobre el cabello húmedo y enredado. Desde detrás de la puerta tomó un poste de dos metros y medio de largo, coronado con la hoja filosa de una lanza inclinada y salió otra vez a la lluvia.

Descubrió muy rápido lo que buscaba. Siempre había sabido que existía ese lugar: un complejo inundado de pozos, trincheras, túneles y minas hundidas unos pocos kilómetros al norte de Wrynde, en los que todavía podían verse los hornos y los cimientos de piedra. La lluvia se había detenido; las nubes yacían sobre las cimas de las ondas castañas y rojas de la tierra como leche rancia. El frío golpeó la cara de Lobo del Sol cuando ató el caballo y caminó con cuidado entre los riscos de rocas partidas hasta el fondo de la depresión, redonda como un pozo, y tanteó los rincones de lo que una vez habían sido cobertizos con la punta del palo, mientras prestaba atención a los ruidos a su espalda, preocupado y esperando a medias que apareciera el djerkas en cualquier momento.

Encontró lo que deseaba solamente porque sabía qué buscar. Junto al pozo hundido de lo que había sido un horno con paredes de ladrillo había una pila de pedazos de roca, con los que pudo romper el ladrillo y hasta parte de la piedra arenisca de las paredes de los cimientos. En lo que había sido otro cobertizo, encontró enterrados bajo años de moho y suciedad, algunos trozos blancuzcos de una sustancia calcinada que, al golpearla con un pedazo de granito, dejó un leve gusto agridulce, sobre su dedo húmedo.

—Bastardo —susurró. Le parecía que nunca había estado tan furioso en toda su vida—. Bastardo asqueroso, asesino de mierda.

Detrás de él, al otro lado del pozo, el caballo que había traído levantó la cabeza con un gemido de espanto.

Lobo del Sol saltó sobre sus pies, con el palo preparado, y se arrojó contra la pared más próxima. Si podía darle a aquella cosa en el lomo, pensó con amargura, ganaría el tiempo suficiente para llegar hasta el caballo…

Pero la cosa de metal y púas que brilló al atravesar a la carrera la penumbra desde la oscuridad de la entrada medio derrumbada de la mina, no fue por él. Fue por el caballo.

Enloquecida, la bestia volvió a levantar la cabeza y rompió la rienda, giró sobre las patas traseras y huyó a galope tendido. Con la espalda contra la pared cubierta de líquenes del viejo refugio, Lobo miró con horror cómo se lanzaba el djerkas sobre las piedras, saltando con movimientos más y más rápidos hasta que un esfuerzo final lo puso sobre la grupa del animal enloquecido, las garras hundidas en los cuartos delanteros. El caballo gritó y cayó, rodando, los cascos hacia arriba, pero no pudo sacudirse la forma de metal color plomo. Sin inmutarse, el djerkas se abrió paso casi como en un paseo por el cuerpo convulso, encontró la garganta y acabó su tarea.

Cuando la sangre manchó de púrpura el paisaje sin color, Lobo del Sol comprendió lo que iba a pasar, lo comprendió y supo que no había nada que pudiera hacer.

No había tiempo para trazar un círculo de protección o empezar un rito. De todos modos, no tenía magia, la había agotado hasta el final en su batalla interminable contra el clima, la peste, la maldición. Cuando la cosa de metal negro, horrenda, malvada, giró y se acercó a él como una gigantesca cucaracha, supo que de todos modos no podría apartar su concentración de ella ni un segundo. Sin esperanza, tomó la punta del palo que había dejado en la roca junto a él y se preparó para la batalla, sabiendo que estaba perdida.

El djerkas se detuvo a escasos centímetros de la lanza, y trató de alcanzarlo con sus garras de medio metro de acero ensangrentado. Lobo manipuló la hoja de la alabarda para defenderse, y en ese momento vio un rincón de oscuridad, una especie de humo, en la boca de la mina donde el djerkas había estado escondido. Llamó su atención… una mano de sombras que flotaba en la penumbra, tratando de atraparlo…

Entonces la mano entró en su mente, derramándose como humo a través del único ojo sano, a través de su cráneo, a través de sus nervios. Como en una visión interior, la vio flotar hacia él, entrar en su cuerpo, los dedos esqueléticos de la mano oscura trazando runas de plata a medida que avanzaban, runas que recorrían como líquido plateado las fibras de sus nervios al rojo vivo, congelándose en ellos como espirales de mercurio helado. Apenas se dio cuenta de que el djerkas le quitaba la lanza de las manos sin esfuerzo; en aquel horror paralizado, irreal, no podía levantar la mano, no necesitaba hacerlo. Con la mente en un aullido, retorciéndose de desesperación contra el cuerpo totalmente relajado, una parte separada de su mente pensó: No. No va a ser tan fácil. El djerkas no se movía. Lenta, suavemente, la risita de triunfo susurró a su alrededor, cada vez con más fuerza, cada vez con más firmeza.

Sintió que la mano oscura se flexionaba y doblaba los dedos alrededor de su cabeza. El susurro de la risa aumentó hasta convertirse en el retumbar de un trueno de verano mientras la mano se extendía y se apretaba, un gusano oscuro que envolvía su fuerza malvada como una cuerda gruesa y viviente alrededor de las fibras de la columna de Lobo, las runas de plata, espirales que se aferraban a los huesos, a las vísceras, al corazón.

El djerkas se apartó.

—Bien, cachorrito de mago —susurró una voz que Lobo del Sol conocía bien—, ahora eres mío.

Despacio, con la mente confusa, a pesar de la hoguera de rabia que lo desgarraba, Lobo se dejó caer de rodillas. Trató de aullar, maldecir, gritar contra la forma gris que salía de la oscuridad del túnel de la mina, que caminaba hacia él con calma deliberada, la oscuridad de plata de runas y poder como un halo a su alrededor, la mano de sombras casi visible, la mano que lo ponía bajo la voluntad y los deseos de su nuevo amo.