—No soy mago —susurró Moggin con voz desesperada—. Juro que no soy mago. —Pero no sonaba como si esperara que lo creyeran.
Las manos, largas y delicadas donde no estaban raspadas hasta la carne viva e hinchadas por un trabajo desacostumbrado, temblaron cuando las apretó contra la boca, como para ocultar su movimiento. Durante un largo rato, no levantó la vista; la cortina sucia de su cabello escondía unos ojos de un gris verdoso hundidos de fatiga. La tienda de Ari, adonde lo habían llevado, estaba tranquila, excepto por el tamborileo de la lluvia y el gotear permanente e irritante en los charcos bajo los agujeros. El campamento se había calmado. Los mercenarios agrupados a su alrededor —Halcón de las Estrellas, Malaliento, Ari—, con las caras arañadas y la mirada huidiza, parecían el grupo de asesinos más salvaje que pudiera encontrarse desde las tierras desiertas del norte a las junglas del sur, pero cuando Moggin levantó la cabeza para mirarlos, Lobo no vio terror en sus ojos sabios, solamente desdicha y cansancio y parálisis.
Después, el esclavo siguió hablando con algo más de compostura:
—Me doy cuenta de que es una acusación casi imposible de rechazar, pero no es cierto. Drosis me dejó sus libros y parte de su equipo médico cuando murió hace unos años, eso es todo. Lo único que puedo decir en mi defensa es que si hubiera tenido poder… cualquier clase de poder, lo habría usado para salvar… para salvar a mi hija. El… el Rey de Kwest Mralwe…
—Sabemos lo del Rey de Kwest Mralwe —dijo Lobo del Sol cuando la voz del estudioso se quebró de pronto—. Supuse que estaríais mintiendo por miedo.
Los ojos color de mar se abrieron más, esta vez por el asombro.
—¿Miedo? ¿De qué? Cualquier cosa que pudiera hacerme la Iglesia hubiera sido mejor que…
—Miedo de otro mago —dijo Lobo, la voz áspera, baja, crujiente—. Un ladrón de almas. Trató de esclavizarme a mí mientras yo trabajaba en uno de mis hechizos. Yo mismo no sé si dejaría que un hijo mío muriera para no tener que volver a pasar por eso, sabiendo que probablemente iban a matarlo de todos modos. Además, siempre existía la posibilidad de que vos supierais algo que yo ignoraba.
La cadena que rodeaba el cuello de Moggin tintineó levemente cuando levantó la vista, con el ceño fruncido entre las cejas oscuras. Era como si, por primera vez desde la toma de la ciudad, estuviera emergiendo de un estado de semiinconsciencia nebulosa.
—Vos sois el hombre que trató de matarme aquella noche, ¿verdad? —preguntó—. ¿Sois mago entonces?
Lobo asintió. Después de un momento, Moggin pareció recordar lo que había estado haciendo al comienzo de todo el asunto, y dejó caer la cabeza sobre las manos. Suspiró, vencido.
—Dios.
—Y si no sois mago —siguió Lobo—, ¿queréis explicarme los círculos que estabais dibujando en el suelo?
—¿Hace falta todo esto? —dijo Ari con tranquilidad. Miró a Lobo por encima de la cabeza inclinada del esclavo, los ojos castaño grisáceos, fríos y muy cansados—. La cuestión no es si es o no es mago, sino si podemos darnos el lujo de arriesgarnos a que siga viviendo. Y con las cosas como están, Jefe, no podemos.
Moggin tembló un poco, pero no levantó la vista, no habló. Al mirar su cabeza inclinada, Lobo del Sol supuso que las cosas no podían ponerse mucho peor para él, que lo que se decidiera aquella noche no importaba. Sabía que Ari tenía razón. La tropa estaba al borde de la destrucción, y estaba claro que la maldición, fuera cual fuera su causa, no había terminado.
Pero si aquel hombre era mago, y si no era el mago cuya mano de sombras había tratado de esclavizarlo en las redes pegajosas de runas de plata, no podía dejar que muriera.
Y vio en los ojos de Ari que éste sabía lo que estaba pensando. Una cosa era negarse a ayudar a sus hombres porque la vida de Halcón de las Estrellas estaba en peligro. La despedida entre él y Ari no había sido mencionada cuando el joven capitán, la lluvia cayéndole sobre el cabello negro, salió a su encuentro, junto a las hileras de caballos atados del campamento, con un abrazo de oso y una alegría sincera. En cierto modo, los dos sabían que no tenía importancia.
Esto era completamente distinto.
Él sabía que, dijera lo que dijera, Moggin iba a morir.
Y lo peor era que Ari tenía toda la razón. Atrapado entre las crecidas, con el motín que sentía en la piel cada vez más próximo tras la refriega de la taberna, y la horrenda plétora de posibles desgracias, no podía arriesgarse. Si él hubiera sido comandante, ni siquiera habría hecho la pregunta.
Pero no era comandante. Era un mago sin entrenamiento, frente a un enemigo que sabía que era más que él, y Moggin era un maestro.
Eso, claro está, si no era el enemigo mismo.
Despacio, se volvió hacia Moggin.
—¿Qué estabais haciendo la noche en que entré a mataros, si no sois mago?
El estudioso suspiró y se pasó la mano sobre parte de la cara envejecida por la barba de dos días y desfigurada por un labio hinchado bajo el cual se veía que faltaba un diente. En una voz baja, derrotada, dijo:
—Trataba de conjurar magia. —Levantó los ojos hacia los de Lobo otra vez, ojos sabios, sin esperanza pero con una especie de diversión irónica ante sí mismo—. Sabía que era una estupidez. Drosis me había dicho cientos de veces que yo no tenía ni la más mínima pizca de poder, y que todos los hechizos del mundo eran inútiles en mis manos, pero… No sé. Los hechizos estaban allí, en sus libros. Durante semanas trabajé en el clima, tratando de llamar a las tormentas, cualquier cosa para que terminara el asedio. Sabía lo que se venía… creí que lo sabía. No estoy seguro de lo que habría hecho si hubiera pensado que…
Se quedó en silencio, mirándose las manos hinchadas. Lobo del Sol sabía lo que él mismo habría hecho de haber sabido antes que la mujer que amaba y las hijas que eran su vida morirían como habían muerto las de Moggin. El estudioso debía de tener su misma edad, y en esos cuarenta años había vivido de las riquezas que había heredado en una comodidad tranquila y conformista. No cabía duda de que nunca había matado a nadie y de que no sabía cómo hacerlo.
Después de un rato, Moggin suspiró y se echó hacia atrás el cabello grasiento.
—Bueno, tenía que intentarlo… con el éxito que veis, porque está claro que no llovió ni una gota. Y debo decir que me sentí absolutamente estúpido, plantado en el estudio en plena noche, murmurando encantamientos rodeado de velas… además de que, si alguien me veía, podía costarme la vida. Dos o tres personas de la ciudad habían terminado linchadas por brujería y, como yo era amigo de Drosis, habían hablado de mí durante años… Rianna… —Se le quebró la voz, y la mandíbula y las manos destrozadas se apretaron con fuerza—. Se burlaban de mis hijas en la escuela, pero antes del sitio eso no era grave.
—Lo que estabais haciendo no era magia de clima —dijo Lobo con suavidad.
—No. —Moggin meneó la cabeza—. Era… era un encantamiento para sacar poder de los huesos de la tierra, para agregar ese poder al de un mago en un momento de necesidad extrema. En los libros de Drosis figuraba rodeado de advertencias, pero para entonces yo sabía… sabía que las defensas de la ciudad no podían seguir en pie. —Miró a Ari—. No era para volver el poder contra vuestros hombres, Capitán. No… no creo que pudiera hacer eso… incluso hoy no creo que pudiera… Era para poner a mi familia a salvo. De todos modos, no habría funcionado…
—Claro que no —dijo Lobo—. No si no sois mago de nacimiento, para empezar.
Moggin hizo un sonido lastimero, un sonido quebrado que tal vez fuese una risa.
—Y aunque lo hubiera sido, lo arruinasteis todo eso diciéndole al Duque… Apenas si pude borrar las marcas a tiempo antes de que volvieran sus hombres. Iba a intentarlo de nuevo la noche siguiente… —Dejó de hablar de pronto y volvió la cara a un lado, una cara contorsionada de pena, de horror, de esfuerzo por no llorar. En un silencio amargo, se pasó los brazos alrededor del cuerpo, tratando de no recordar lo acontecido aquella última noche con su familia y los asesinatos de la mañana.
Lobo del Sol desvió la vista, recordando los cuerpos en la terraza, y se encontró con la mirada de piedra de Ari.
—Si no nació mago, no es una amenaza para ti —dijo con tranquilidad.
—Ni una ventaja para ti —replicó Ari con suavidad—. Así que no tiene por qué importarte, ¿verdad? A menos que tengas una buena manera de probar que no está mintiendo.
No lo digas, decían sus ojos, fríos, duros como ágatas. Lobo del Sol se quedó callado, recordando el calor agobiante de los calabozos del Rey de Benshar, y su propia conciencia desesperada al comprender que probarse inocente de una acusación como aquélla era imposible. Miró hacia abajo, al hombre que una vez había pensado que temía y odiaba, desnudo ahora de sombra y misterio, apenas una criatura patética, rendida, poco dotado debido a una crianza de lujo para convertirse siquiera en un esclavo decente. La desolación que había sentido al encontrarse a punto de perder a Halcón de las Estrellas, y el horror de la proximidad de su propia esclavitud a manos del mago desconocido le daban una comprensión profunda de lo que veía, y una lástima intensa que iba mucho más allá de su potencial necesidad de un maestro.
Pero sabía hasta dónde podía ir en contra de Ari. Y sabía que, como comandante, Ari tenía razón. No es justo, demonios, pensó, pero en la médula de los huesos entendía que el hecho de que él no creyera que aquel hombre estuviera mintiendo no probaba nada. Durante un momento le pareció que miraba desde el otro lado de un abismo de oscuridad, no a Ari, sino a sí mismo.
Ari hizo un gesto a Malaliento. Los dos sacaron las espadas y se acercaron a Moggin para ponerlo de pie.
Por primera vez, se oyó la voz de Halcón de las Estrellas:
—¿Quién fue el que trató de nadar en el cruce de los ríos con una soga hace dos días para tender una especie de pase para las balsas o algo así?
—Zane —dijo Ari, deteniendo la mano en el aire sobre el hombro de Moggin para mirarla, un poco asustado porque la frase no parecía tener nada que ver con la escena—. Él es el más fuerte, el más duro, el que nada mejor…
Con una gracia casual, Halcón de las Estrellas dio un paso para ponerse entre ellos y Moggin, lo empujó un cuarto de vuelta sobre el banco en el que estaba sentado y le subió el mono harapiento y manchado de sangre, mientras el estudioso dejaba escapar un gesto de dolor cuando la sangre pegoteada en la tela le tiró de la herida.
—¿Hace cuánto que le hicieron estas marcas, dirías tú?
—Diez días —dijo Ari después de pensarlo—. Dos semanas.
—¿Y Zane no se ahogó? —Ella volvió a ponerle el mono en su lugar, cubriendo los hombros caídos, cubiertos de golpes, con un toque sorprendentemente leve—. Creo que te equivocas de hombre. Y también diría que… ya que estoy aquí tan atascada como vosotros, en medio de los mismos peligros, y que por tanto esto también es asunto mío, que deberías pensarlo dos veces antes de matar a una de tus fuentes de información sobre el mal de ojo y los vudús y todo eso, puesto que, sea mago o no, este hombre leyó todos esos libros…
—Gracias —dijo Moggin con voz débil, mientras Lobo del Sol lo ayudaba a meterse en una de las muchas camas improvisadas en medio del caos increíble de la tienda de Malaliento. Una o dos ya estaban ocupadas por Chupatintas, a juzgar por el aspecto de los rizos feroces que se veían sobre una manta, y Gata de Fuego, con su tétrica armadura de cuero y las cadenas de joyas manchadas de barro arrojadas a los pies de otra. La colección desordenada de tótems rotos y reliquias religiosas de Malaliento había sido casi totalmente recogida para el viaje, pero quedaban unas cuantas cintas y el guante blanco de una mujer colgando de la parte interior de la tienda, una jungla en estado de podredumbre que acabaría siendo reemplazada por otras cosas cuando se destruyera por completo. Malaliento había buscado otro jergón y se había dormido inmediatamente, vestido de arriba a abajo con la horrenda chaqueta amarilla que había tomado en el sitio. Una punta de la tela sobresalía ahora por debajo de las mantas como la pata de un bicho aplastado bajo un ladrillo. Lobo del Sol conjuró un puntito desmayado de luz azul en el aire, sobre su cabeza, y se sentó a los pies del jergón que Malaliento le había ofrecido a Moggin con toda generosidad. Era típico de Malaliento, pensó Lobo del Sol: estaba igualmente dispuesto a matar a un hombre que a dormir con él en la misma tienda una vez el asunto se hubiese aclarado. En el camino, los hombres generalmente dormían en hamacas, pero tras pensarlo un poco comprendió el por qué se había abandonado tal costumbre. Demasiadas cosas podían salir mal cuando se estaba bajo la influencia de un hechizo.
—Fue idea de Halcón —dijo Lobo del Sol cuando la tenue fosforescencia se instaló entre los harapos y el ajo que colgaban del techo, transmitiendo a todo un brillo opaco y azul—. Y además, estoy en deuda con vos. —Sacó de dentro del jubón la trefina de bronce y la puso a la luz con dedos anchos y torpes. El bronce parecía suave y radiante a su toque, entibiado por antiguos hechizos de curación y de vida—. Aquella noche robé esto, algunos polvos y otras cosas, entre ellas tres de los libros de vuestro amigo, antes de irme.
—Yo os habría dejado ir, ¿sabéis? —Moggin se sacó el pelo gris y enredado de la frente—. No es por decirlo solamente… es cierto. Estaba aterrorizado. Tenía miedo de que el Duque os encerrara en la cárcel de la ciudad, donde podríais hablar en mi contra, aunque no entendía de dónde podíais haber sacado información. Mi único pensamiento era que debía ocultar los libros, y después dejar la puerta abierta accidentalmente…
Lobo del Sol suspiró.
—Y yo que pensé que estabais contento porque me teníais en vuestro poder… Pero recordé que habían dicho que Drosis sabía curar. Ésa es la única razón por la que Halcón está viva hoy. Así que ambos estamos en deuda con vos.
Moggin jadeó algo que tal vez fuese una risa, y susurró:
—Creo que me acordaré de decirles eso a los filósofos elteraicos la próxima vez que afirmen que no hay Dios.
Lobo del Sol volvió a guardar el instrumento y cruzó los robustos brazos:
—¿Drosis no tenía más discípulos?
Moggin asintió, y se abrigó con la colcha de seda sucia que le había proporcionado Halcón de las Estrellas. Aunque la tienda se había calentado con el calor de los cuerpos, el estudioso temblaba de frío. Se tocó la cadena que le rodeaba el anillo de moretones del cuello.
—Una chica que se llamaba Kori, la hija de una lavandera, creo. Eso fue hace veinte años, cuando yo lo conocí. Murió en un accidente… se cayó de los muros de la ciudad. Después no quiso tener a nadie.
Lobo y Halcón de las Estrellas intercambiaron miradas. Halcón dijo:
—Altiokis, seguro.
—No hay duda. —Lobo se volvió hacia Moggin—. ¿Nunca mencionó a su maestro?
—Estoy seguro de que sí, pero no me acuerdo. —Con todo lo que le había pasado, Lobo no se asombró. Lo que sí lo sorprendía en cierto modo era el que Moggin pudiera hablar con tanta coherencia, si bien recordó que también había mantenido la cabeza tranquila en el momento de la inesperada acusación de brujería.
—Creo que la mayor parte de los libros le pertenecía originariamente, pero Drosis borró su nombre para que no lo descubrieran. Vivía aterrorizado por Altiokis. Le tenía mucho más miedo que a la Iglesia. Hasta tres años después de haberlo conocido no supe que era mago. Era una especie de primo nuestro… un primo de Myla… mi esposa… y mío. —Le tembló la voz porque había dicho algo por costumbre, y el «nuestro» ya no existía, pero se serenó y siguió hablando—. Era médico. El obispo siempre sospechó de él, pero nunca pudo probar nada. Yo creí que eran chismes, como lo de aquella pobre mujer, Skinshab, la de las puertas de la ciudad, de la que decían que era bruja.
—¿Y lo era?
Él meneó la cabeza.
—Una vez se lo pregunté a él. Dijo que no. Que era solamente una vieja sucia y malhumorada que odiaba a los niños y siempre andaba amenazándolos con ponerles el Ojo. Me sorprende que no la hayan linchado durante el sitio… que no la lincharan hace años. Era cuestión de tiempo, supongo…
Un punto a favor del Rey, pensó Lobo del Sol con ironía.
Halcón de las Estrellas interrumpió con voz pensativa:
—¿Sabes? Si era una bruja, tal vez esté entre los esclavos del campamento. Por lo que contó el Rey sobre cómo la habían matado no parece que fueran muy eficaces. Tal vez sobrevivió. ¿La reconoceríais, Moggin?
—Ah, sí. Pero no la he visto…
—Si es lo suficientemente buena para echar una maldición así sobre la tropa —intervino Lobo del Sol—, no la veríais nunca.
—¿Queréis decir que… que podría haber estado aquí todo el tiempo, invisible? —Moggin paseó la mirada nerviosa por la amenazante oscuridad de la tienda.
Halcón de las Estrellas apoyó una bota llena de barro en el extremo del jergón.
—No se te ocurra decir eso en voz alta.
—No, invisible no. Si uno realmente la busca, si uno sabe cómo es, entonces sí, tal vez pueda reconocerla. De lo contrario, sabría que había visto a alguien, pero tendría la impresión de que era la primera vez, o ni siquiera le prestaría atención. La mente pasaría sobre ella sin notarla. Así funcionan esas cosas.
—Fascinante —dijo Moggin—. Sabía lo de la no visibilidad por los libros, ¿sabéis?, pero nunca me explicaron cómo funcionaba.
—Esto se pone cada vez más interesante.
—Ese vudú no tiene por qué estar en el campamento. Lo único que tiene que hacer es marcar algo… —Lobo del Sol sacó del bolso el frasco de vidrio que había tomado del sótano de Moggin, con tres cuartos de polvo de auligar. Lo descorchó, metió los dedos en el interior y se pasó una pizca sobre la piel. Después se estiró y frotó con un roce el poste más cercano de la tienda.
No sabía muy bien qué esperar; en la penumbra total, se veía con toda claridad la película pegajosa de barro verdoso ectoplasmático, y la película se le pegó a los dedos cuando los retiró. Disgustado, se los secó en los pantalones sin pensar y le dejaron un residuo leve, fantasmal, como un fuego fatuo.
Muy bien, pensó, disgustado consigo mismo, acuérdate de lavarte las manos antes de abrir la bragueta del pantalón. Miró a su alrededor y se secó los dedos con una punta de la colcha de Moggin, pero todavía tenía un residuo, una piel de luz sucia y fantasmal.
Se dio cuenta de que tanto Halcón de las Estrellas como Moggin lo estaban mirando con la expresión de la gente que trata de ser amable mientras contempla cómo un lunático conversa con un árbol.
—¿No lo veis?
Moggin meneó la cabeza, sorprendido. Halcón de las Estrellas dijo:
—¿Ver qué? ¿Quieres decir que ya encontraste el Ojo?
—El Ojo no. Pero la maldición se ve. Es una especie de brillo, como madera podrida. Probablemente está en todos lados. Cada vez que alguien toca la marca, o las marcas, porque supongo que son más de una…
—No es solamente por el roce —agregó Moggin con rapidez. Los dos mercenarios lo miraron, y un color leve tiñó las mejillas del estudioso bajo la suciedad y los golpes—. Tal vez revelando lo que hay en esos libros me esté incriminando, pero… Realmente los leí. Lo leí todo, sí, y siempre tuve buena memoria. La influencia de la maldición se extiende gracias a las marcas. Sin las marcas se iría gastando por la fricción de las energías de las vidas de la gente del campamento. Pero con las marcas aquí, y normalmente se ponen varias en la casa de la víctima, se renueva una y otra vez.
—Suena como un caso de gonorrea —murmuró Halcón de las Estrellas.
—Sí, si queréis decirlo con esa elegancia, es así, muy parecido. O como los piojos, o las cucarachas… —Lobo del Sol ya había visto que las tiendas de Ari y Malaliento, y probablemente todas las del arracimado campamento, estaban infestadas de insectos—. Hay que rastrear la maldición hasta la fuente y borrarla.
—Bueno, podemos usar el polvo de auligar mañana y ver lo que encontramos —dijo Lobo, cambiándose de jergón y sacándose las botas. El suelo hizo un ruido de agua bajo sus pies; fuera la lluvia seguía cayendo sobre las tiendas arracimadas, llenas de goteras—. Eso si el río no crece otro medio metro en la noche y nos barre a todos.
—No le des ideas a Dios —le advirtió Halcón de las Estrellas, que empezaba a desabrochar las hebillas de su jubón—. ¿Y qué me dices de Zane? Querrá que le devolvamos su esclavo.
—A la mierda con Zane —dijo Lobo—. Ya nos ocuparemos de eso por la mañana.
Pero por la mañana, Zane había organizado un motín y el campamento estaba en armas.
En lo más profundo de la noche, Lobo del Sol oyó que la lluvia se calmaba un poco, y unas pocas horas después, todavía en la oscuridad húmeda y congelada, se despertó del todo, preguntándose qué lo había sacado del sueño. Halcón de las Estrellas dormía más profundamente desde el accidente de la posada, pero o eso también estaba pasando o la atmósfera de un peligro sin nombre en el campamento había pesado más que la suave tranquilidad de una casa de ciudad y el ruido de los sirvientes en movimiento. Fuera como fuera, la voz suave y ronca de ella le llegó por el aire a través de la oscuridad:
—El río está bajando.
—Bien. —Él ya estaba buscando los pantalones.
El aliento de Halcón era una corriente de humedad, a pesar de la relativa calidez de la tienda.
—Sólo la Madre sabe cuánto tiempo tenemos. Tú despierta a Ari. Yo a los demás.
En el final oscuro, confuso de la noche, el campamento se ponía en movimiento.
—Podría empezar a crecer de nuevo en cualquier momento —dijo Ari. Él y Lobo estaban de pie sobre la banda de un metro de ancho de cantos rodados más allá del primero de los apiñados refugios del campamento, cantos rodados que cuatro horas antes habían estado bajo diez centímetros de espuma furiosa y veloz. En la oscuridad, apenas se vislumbraban, a través del río, los acantilados estriados, las bahías leves y tortuosas, las columnas y los taludes de las laderas que se achataban en una única negrura. Por encima, la luna tardía formaba una mancha blanca y leve entre las nubes. Lobo del Sol sentía que el frío le cortaba el aliento.
—¡Maldición! Faltan por lo menos dos horas hasta la salida del sol. El agua podría subir de nuevo para entonces… Hasta con antorchas sería demasiado peligroso para tender una cuerda…
—Me doy cuenta. —Lobo entrecerró los ojos sobre el agua. No le gustaba mucho. Aunque estaba bajando, el río corría como una avalancha; las rocas del recodo se clavaban como dientes rotos sobre una espuma enloquecida de negrura en la oscuridad—. Empezad a formar balsas con las carretas. Que vengan un par de hombres con una soga gruesa, algo de grasa y antorchas, y yo la cruzaré. De todos modos, me hace falta un baño.
—¿Qué? ¿Ya ha pasado un año desde el último?
Lobo del Sol le dio un codazo.
—Y mira bien la cuerda que escoges —agregó él cuando Ari se volvió y empezó a caminar despacio entre el laberinto de tiendas y sogas y sostenes de madera—. No vaya a resultar que sea en ella donde ese vudú escribió la maldición…
Finalmente, llevar la soga a través del río fue menos peligroso y cansado que el cruce del Khivas con Halcón de las Estrellas dos días antes. El cañón del Gore era menos profundo y más ancho, y la tormenta que había alimentado la última inundación en las tierras altas del oeste había agotado ya su furia. Saltando de peñasco en peñasco, Lobo del Sol logró mantener la cabeza sobre el agua la mayor parte del tiempo, aunque la fuerza de la corriente lo desestabilizó dos veces. Llegó a la otra orilla tiritando, congelada la ropa interior, el parche y la capa de grasa; ató la soga firmemente al grupo de robles y piedras que abrazaba el pie de un talud que acostumbraban utilizar cuando el río estaba alto, y, llevando en la mano el otro extremo, nadó de vuelta sin otro daño que la convicción absoluta de que nunca volvería a estar tibio ni seco en toda su vida.
Pero no había ninguna balsa esperándolo sobre los cantos rodados, ninguna pila de trastos o tiendas recogidos en bultos apresurados, solamente una multitud de hombres inquietos reunidos bajo el temblor agonizante de la luz amarilla de las antorchas y el gruñido bajo de las voces que anunciaban problemas con más fuerza que el crujido del río sobre su lecho de piedras. Media docena de los que estaban más cerca de la soga tenían armas en las manos. Su mente lo registró en el mismo momento en que oyó la voz de batalla de Zane, clara, cortante, emergiendo sobre el gruñido de la multitud.
—¡Y yo digo a la mierda con tratar de cruzarlo! Tenemos buen tiempo y terreno fácil hacia el Fuerte del Señor Gore río arriba, ¡de este lado del río! Ese río puede volver a subir en cualquier momento… ¡Ya lo hemos visto bajar medio metro una docena de veces desde que estamos aquí, acabando con las provisiones que deberían habernos llevado al norte mientras tú tratabas de decidirte! Yo digo, ¿por qué arriesgarnos a lo que puede pasar una vez que crucemos el río… si es que lo cruzamos, cuando podemos escondernos todo el invierno en un fuerte muy poderoso y vivir asaltando las granjas de los alrededores?
—Nos arriesgaremos —dijo Ari que, como Lobo del Sol, temblaba violentamente, el largo cabello empapado sobre los hombros desnudos, y se abría paso a través de la multitud de hombres que se interponía entre él y el halo de las antorchas—, porque no podríamos tomar ese fuerte aunque fuera en un soleado día de abril, y porque nunca sobreviviríamos un invierno entero con todo el campo en contra.
—¿Así que crees que un puñado de granjeros y patanes pueden vencernos, maricón?
Había poco sitio sobre la faja húmeda de rocas y charcos, único espacio abierto alrededor del campamento, ahora que el río había bajado. Estaba llena de mercenarios, hombres y algunas pocas mujeres, en armas. Alrededor del espacio que se había abierto entre Ari y Zane, Lobo vio a Halcón de las Estrellas con los que apoyaban al primero. Estaba vestida con el jubón de placas de metal de los guardias del Rey de Benshar, una diadema de cadenas sobre la cabeza y la espada en la mano. Los amotinados estaban de pie en grupos apretados, con Louth a la cabeza, un hombre robusto, de mirada ruda, la cara de eunuco sin cabello como una patata enharinada. Había muchos: hombres que habían dejado la tropa de Krayth; mercenarios libres y bandidos que se habían unido a ellos en el camino al norte; y un puñado generoso de hombres de la tropa misma. A la luz de las antorchas, Zane parecía brillar en su armadura bañada en metal, los pantalones a rayas púrpuras y las botas estampadas en oro, la espada lista en la mano. Ari, la camisa rayada abierta cuando dejó caer la capa, sin armas, excepto el cuchillo envainado, lo miraba con los ojos de un desconocido calculador.
—No seas estúpido, Zane.
—Sería un estúpido si…
Y Ari golpeó, con limpieza, rápido, aprovechando la necesidad de Zane de tener siempre la última palabra. Arrancó la espada de la mano de Zane con el dorso del puño vendado, le dio un codazo en el rostro al tiempo que deslizaba un pie por detrás de las piernas de su rival, derribándolo sobre el duro y húmedo colchón de piedras como un meteoro en rojos y dorados.
Zane movió las piernas como una tijera, lo hizo caer hacia atrás y rodó para buscar la espada, limpio, felino y mortífero. Ari fue más rápido y de una patada alejó el arma; alguien le tiró una hoja desde la multitud. Zane se levantó del suelo para ir a su encuentro, un cuchillo brillante en la mano. Ari se retorció, lo evitó y lo golpeó de costado; todos los movimientos, breves y seguros, como habían peleado centenares de veces en la pista de entrenamiento bajo la supervisión y los ladridos de Lobo del Sol, como bailarines que sienten la mente del otro, que saben lo que el otro está a punto de hacer.
Junto a Lobo del Sol, Malaliento dijo con alegría:
—Seis por Ari.
—De eso no hay duda —repuso Lobo, y aceptó una capa a cuadros bastante sucia que le tendió su amigo porque todavía estaba empapado y desnudo tras su paseo por el río. Pero no notaba el frío. Aunque Ari no tenía el salvajismo lunático de Malaliento, o el instinto frío y asesino de Halcón de las Estrellas —había habido momentos en que Lobo había pensado que nunca convertiría a aquel joven en alguien lo suficientemente malvado y tramposo para ser un buen guerrero— Lobo del Sol sabía que era fuerte, tranquilo y técnicamente perfecto. Y como también había entrenado a Zane, había luchado en prácticas con él y lo había llevado a la batalla, sabía muy bien que en el fondo de su corazón, en una pelea de uno contra uno, Zane era un cobarde.
El suelo era irregular y resbaladizo, y se inclinaba bruscamente, salpicado de zonas inundadas de agua y barro. Estúpidos orgullosos, pensó Lobo con amargura, desperdiciando lo que podrían ser las únicas horas de bajante… Pero su instinto le decía que si les gritaba para que se detuvieran, solamente Ari obedecería. La tropa ya no era suya, él ya no era el comandante. El pie de Ari resbaló y Zane se adelantó y cortó el brazo del capitán, el de la espada, del hombro al codo, una herida no muy profunda pero sí sangrienta. La multitud estalló en alaridos y maldiciones. Lobo temió por un terrible momento que estallara una batalla campal, como había pasado en la taberna de Bron. Pero Ari rodó hacia atrás cuando Zane lo presionó con el cuchillo listo para matar, y le golpeó las piernas con precisión. Zane se tambaleó, se deslizó en el mismo charco que había hecho tropezar a Ari, y éste se lanzó de un salto a los brazos del otro y le arrancó la espada y el cuchillo.
La espada voló hacia la multitud, y Ari tomó a Zane por la pechera de la armadura y lo arrojó contra las grandes piedras que tenía a su espalda.
Después, con deliberación, terminó la paliza con los puños, brutal, tranquilo, como un niño más grande que castiga a uno más pequeño y, cuando terminó, lo pateó con fuerza.
—Ahora, vete —le dijo, la voz firme y serena, a pesar de la sangre que le corría por el brazo—. Toma tú el Fuerte del Señor Gore si tanto lo quieres.
Zane, medio inconsciente, se agachó ligeramente ante su voz, y se cubrió la cara. Tenía la armadura dorada medio arrancada y la cara sucia de barro, sangre y sudor, la sangre de Ari y la propia, brotándole de la nariz rota y un labio partido bajo el cual faltaban dos dientes delanteros. Tenía los brazos desnudos color púrpura allí donde las piedras lo habían golpeado.
Ari se volvió hacia los demás.
—Puerco, Bron, traed las carretas aquí en diez minutos. Que alguien vaya a buscar al Hombre de Azúcar y le diga que vamos a necesitar la suya también. Cruzaremos apenas haya luz suficiente.