—No lo entiendo, Jefe. —Ari se puso de pie y llenó hasta el borde las tazas que esperaban sobre la mesa de caoba tallada, tazas de laca verde y oro que, como la mesa, la tienda y la silla de cuerno de ciervo con junturas de oro en la que se sentaba el joven capitán, habían pertenecido a Lobo del Sol. Halcón de las Estrellas, acomodada en silencio sobre el asiento de roble oscuro en forma de aspa que habitualmente había sido la suya: notó la lentitud de los movimientos de Ari, como los de un hombre obligado a trabajar al filo de su resistencia en alguna labor física muy dura, de sol a sol y a veces en la noche, un hombre cuyas fuerzas se estuviesen agotando. En sus ojos, bajo las cejas espesas, vio que él también lo sabía. Fuera la lluvia golpeaba con frenesí la tela de la tienda. Penetraba en el interior a través de una docena de agujeros y rajas y costuras mal terminadas, chapoteando levemente sobre el barro húmedo, sin alfombra, que tenían bajo los pies. En aquella atmósfera deprimente, los braseros llenaban el aire de humo sin calentarlo siquiera un poco.
—Las cosas fueron de mal en peor desde el saqueo. Nos fuimos a la velocidad del rayo apenas nos pagaron. Ni siquiera esperamos a dividir lo que habíamos tomado, solamente lo contamos y levantamos las tiendas. Pero nunca vi tantas cosas que salieran mal al mismo tiempo.
El líquido de las tazas no era vino. Era Muerte Blanca, el grado más barato de ginebra mezclado con agua caliente. El vino, supuso Halcón de las Estrellas, se había puesto rancio en los odres a uno o dos días de Kwest Mralwe. Y también la mayor parte de la harina que habían comprado para el viaje a Wrynde, un viaje que debía llevarse a cabo en un tiempo récord y que en lugar de ello había estado marcado por todas las complicaciones imaginables de equipo, bestias o seres humanos.
—¡Te lo juro, Jefe, rompimos siete ejes en un día! —Ari hizo un gesto con una mano vendada, una herida que había recibido en el saqueo y que todavía no curaba—. Después del tercero, revisé personalmente todas las carretas y carros de la caravana, y pongo a los Tres Dioses por testigos de que se hallaban en buen estado. Nunca estuve tan cerca de llorar y patalear como un niño en toda mi vida. ¡Y tres al día siguiente, y los hombres discutiendo todo el tiempo, echándose la culpa unos a otros, robándose el pan y la bebida…! ¡Hasta los esclavos que tomamos del saqueo se pelean! ¡ENTRE ELLOS, por todos los Dioses! Los caballos y los bueyes enferman como si estuvieran envenenados… y juro por lo que más quiero que no lo están… Se caen árboles en el camino, los puentes no existen, la cerveza descompuesta nos tuvo a todos vomitando por tres días… Para cuando empezaron las lluvias no estábamos ni siquiera en el Puente de Narewitch.
Lobo del Sol se quedó callado, el ojo sano entrecerrado, pensando.
Por su parte, Halcón recordaba bien su suspiro de alivio cada vez que la tropa atravesaba los tres arcos de piedra del primer puente en ruinas. El Narewitch marcaba el límite norte de los Reinos Medios. En las gargantas de lava de las malas tierras del Río Gniss y sus tributarios, el camino era más duro —arroyos crecidos, huellas desaparecidas, deslizamientos de rocas— pero por lo menos la tropa estaba fuera del peligro de demora por algún cambio de última hora en la política religiosa de los Reinos Medios. Para ella, ese puente siempre había significado la libertad: libertad para descansar, para meditar, para entrenarse, para ser lo que era durante un invierno entero antes de que el verano volviera a pedirle que retomara su trabajo de asesina. Era la primera señal de terreno familiar en el camino a casa.
El ruido atronador de la lluvia aumentó. El oído ejercitado de Halcón de las Estrellas distinguió el rugido del río, el Gore, no el Khivas, que era el peor de los afluentes del oeste. Ella y Lobo por poco habían muerto tratando de cruzarlo el día anterior.
El campamento estaba en el extremo elevado de una bahía, sobre los acantilados rojos y negros, en el sitio en el que el tajo brutal del Gore se ensanchaba sobre un cruce rocoso. Los pastores del Fuerte de las Tierras del Gore llevaban a pastar allí sus rebaños en primavera, hasta que alguien les informaba de que se acercaban los mercenarios en su viaje anual hacia el sur. El Señor Gore —dueño nominal de aquel rincón desnudo y vacío de malas tierras— los dejaba tranquilos, y ellos, a su vez, no molestaban a los pastores extraviados ni a los mercaderes que se cruzaran en su camino. En la primavera, lo atravesarían de nuevo a la carrera hacia el sur o hacia el este, rumbo a la guerra en la que fueran a combatir ese verano. En otoño, cuando las colinas protegidas ya no tenían pastos y el Gore recorría bajo y serpenteante el laberinto rocoso de su lecho, pasaban hacia el norte tan rápido como podían para llegar a Wrynde antes que las lluvias.
Una vez, recordaba ella, se retrasaron y tuvieron que afrontar la primera inundación. Los bueyes, los caballos y las carretas de carga fueron barridos por la brusca subida del agua; un hombre que perdió pie chocó contra las rocas y el agua lo arrastró corriente abajo como un insecto en una alcantarilla. Nadie iba tras los que se caían para ver si sobrevivían o no. Cualquier retraso en el cruce solamente podía significar que el río siguiente —el Negro— estaría todavía peor.
Según Ari llevaban atrapados allí, sobre la orilla del Gore, seis días.
—Esas tormentas en las montañas tienen que parar alguna vez. —Ari tomó un sorbo de licor con una desconfianza que Halcón de las Estrellas comprendía perfectamente después de haber probado el suyo—. El río sube y baja. Ayer bajó lo bastante como para intentar el cruce, aunque estaba más crecido de lo que yo lo había visto nunca. Zane trató de pasarlo con una soga para atar las balsas. Volvió. Hay dos metros y medio de agua sobre las rocas más grandes, y avanza como una avalancha. Estuvimos pensando en cruzar el Khivas de nuevo y volver al sur…
—No lo hagáis —dijo Lobo, y apoyó los grandes hombros contra la tela enmohecida de la silla de campaña. Detrás de la cortina divisoria, Halcón de las Estrellas oía a Muchacha Cuervo moviéndose en silencio sobre los maderos colocados sobre el permanente barrizal—. El Khivas bajó un poco también, o Halcón y yo nunca hubiéramos podido cruzarlo, pero estaba subiendo de nuevo mientras lo pasábamos. Ahora debe de ser un abismo. No creo que puedas llevar las carretas por ahí, ni siquiera cuando esté relativamente bajo.
—Maldición. —Ari se quedó sentado y en silencio un momento, mirando la taza que tenía entre las manos, con el cabello húmedo y oscuro cayéndole hacia delante alrededor de la cara enjuta y maltratada. Por encima del tamborileo de la lluvia y el rugido del río, Halcón de las Estrellas oía claramente las voces de las otras tiendas, levantadas muy cerca unas de otras, voces que discutían con cansancio, y en algún lugar el llanto de una mujer con el agotamiento amargo y desgarrado de alguien que ha llorado una y otra vez durante días. Eso hizo que Halcón se pusiera tensa y furiosa, que quisiera golpear algo, al azar, cualquier cosa. Por el olor, las letrinas estaban demasiado cerca de las tiendas, que también se arracimaban unas con otras, una masa laberíntica de telas y cuerdas, carretas e hileras de mulas sobre la colina llena de piedras, con el río hambriento a sus pies.
—¿Quién más está en el campamento? —preguntó.
Ari se encogió de hombros.
—Unos doscientos de los chicos de Krayth se nos unieron. Dijeron que volver a Kilpithie era mucho camino, demasiado. No sé si eran los que se amotinaron u otros que simplemente estaban hartos de todo. El jefe se llama Louth.
—Lo conozco —gruñó Lobo del Sol, dejando de lado la taza cuyo contenido se había negado a probar después de olerla una vez—. Y si él es el jefe, te apuesto a que eran los amotinados.
Ari no dijo nada durante un momento, pero asintió, como si agregara aquella información a otras en su mente, y las líneas de su cara parecieron profundizarse todavía un poco más al brillo pálido de las lámparas. Lobo le había comentado a Halcón de las Estrellas que Ari estaba muy mal, pero de todos modos ella se había impresionado al ver la forma en que había envejecido su amigo. Estaba más flaco y había una cierta tensión en él, la mirada febril de un hombre que vive con los nervios a flor de piel.
—Hay algunos solitarios, y pequeños grupos, algunos del asedio, otros caminantes sueltos, bandidos. Algunos son muy buenos. No causan problemas.
—Eso no quiere decir que no puedan causarlos más adelante. —El ojo tostado de Lobo del Sol brillaba como el de un felino a la luz de la vela.
—Tampoco quiere decir que tengan que causarlos —replicó Ari, pasándose una mano sobre la cara sin afeitar—. Y si el río baja lo suficiente para poder cruzarlo con balsas vamos a necesitar toda la ayuda que podamos conseguir.
—¿Sigues hablando de balsas? —preguntó una voz desde el umbral de la tienda. Halcón de las Estrellas levantó la vista y vio la silueta de Zane contra la oscuridad, despidiendo agua por sus ropas como un gallo ahogado—. Olvídalo, Ari, ese río no bajará hasta la primavera. Y aunque lo hiciera, no hay suficiente madera en este campamento para pasarlo todo.
—Todo de una vez, no —replicó Ari, con tranquilidad—. Pero hay las suficientes carretas para poder hacer una gran balsa atada con sogas, si la gente como tu amigote Hombre de Azúcar las entrega. —Por el nombre burlón y la aspereza llena de desprecio y asco en la voz de Ari, y por lo que ella misma sabía de Zane, Halcón de las Estrellas supuso que Hombre de Azúcar debía de ser uno de los comerciantes en azúcar de los sueños, personajes tan habituales en los ejércitos de mercenarios como las prostitutas. Dos o tres de ellos tenían lujosas residencias de invierno en la ciudad de Wrynde, a una distancia discreta del campamento de Lobo del Sol. Lobo, aunque los despreciaba, nunca había sido tonto y no les decía a sus hombres lo que debían hacer con su propio tiempo, pero la mayor parte de la tropa lo conocía lo suficiente como para no acudir a sus sesiones de entrenamiento o a la batalla bajo la influencia de drogas o de los distintos tipos de alcohol que se vendían en el campamento. Los que no lo sabían, lo aprendían con rapidez o dejaban de ser un problema.
—No es mi amigo —se apresuró a decir Zane—. Pero si le pidieras la carreta te buscarías un problema. Tiene sus propios guardias, a los que paga para que se la cuiden. —Con un gesto curiosamente joven, se apartó los rizos húmedos de los ojos—. Tienes que enfrentarte a los hechos, compañero, estamos atascados y lo mejor que podemos hacer es conformarnos con lo que tenemos.
—No —dijo Ari, con una tranquilidad obstinada que parecía producto de una docena de discusiones anteriores.
Zane se volvió hacia Lobo del Sol.
—¿Qué te parece el fuerte del Señor del Gore, río arriba? —preguntó sin dar más vueltas—. Hace días que trato de decirle a este gruñón que estamos atascados y que nos estamos quedando sin comida, aquí bajo la lluvia, mientras el Señor del Gore tiene un buen fuerte, una buena posición defensiva y comida y mujeres para todo el invierno escondidas a diez kilómetros de aquí.
—Sobre un acantilado —señaló Ari—. Perderíamos la mitad de los hombres que tenemos tratando de tomarlo en la lluvia.
—Tal vez hace unos días —dijo Zane, los ojos azules resplandecientes—, pero ahora tenemos una ventaja. Tenemos a un vudú de nuestro lado… —Sonrió a Lobo del Sol—. ¿No es cierto, Lobo?
Halcón de las Estrellas se encogió por dentro ante el brillo arrogante de aquella voz. En la luz temblorosa de la lámpara, casi veía erizarse el cabello de la nuca de Lobo del Sol.
—No —dijo el Jefe con voz suave—, no lo tenéis. Y ese «gruñón» es tu oficial superior en la tropa.
—¡Ah, vamos, Lobo, todos estamos metidos en esto, no tenemos tiempo para esos remilgos…! —protestó Zane, aunque Halcón de las Estrellas advirtió que desviaba la mirada—. Somos amigos, todos bebimos juntos de la misma botella y vomitamos en la misma zanja…
—Eso no te hace comandante de la tropa —dijo Ari con la voz muy tranquila. No se levantó de la silla de cuerno de ciervo, pero a Halcón de las Estrellas no le hubiera gustado nada que la mirara a ella de aquel modo.
—Lobo… —Zane se volvió hacia Lobo del Sol de nuevo y sólo encontró una mirada amarilla de piedra dura.
—Y no lo hace comandante a él —dijo Ari, con los dientes apretados; la dureza de su voz arrastró la atención de Zane como si lo hubiera tomado del cabello—. Él dejó la tropa y se fue. Ahora es mía, y voy a destrozarle la cara a cualquiera que quiera quitármela. ¿De acuerdo? —Sus ojos castaños se veían duros, ojos que cavaban pozos en los de Zane—. ¿De acuerdo?
—Sí, sí, de acuerdo —aceptó el segundo al mando, pero hubo un gesto feo en sus labios doblados como el arco de Cupido. Halcón de las Estrellas lo vio tomar aliento como si fuera a agregar algo, algo como: Perdonadme por hacer que mi humilde sombra cruce vuestro camino, Majestad, supuso, pero la sabiduría o la precaución, que eran raras en Zane, intervinieron antes de que abriera la boca. Se volvió y salió de la tienda, con cada trazo de su espalda y del vuelo de su capa púrpura llenos de insolencia, como si hubiera escupido en el umbral.
—¡Ah, al infierno, Halcón, no estaba discutiendo su maldita autoridad! —Zane tomó un buen trago del odre, un odre con Muerte Blanca evidentemente mucho menos aguada que la de ella. Era obvio que ya no quedaba cerveza en el campamento—. ¡Me entrené con él, demonios! Combatí con él, y, ya que eres tan escrupulosa, hasta le salvé su asquerosa vida, ¡maldición! Para que después venga y diga: «Es mi tropa, así que no hagas preguntas…». —Hizo un gesto de impaciencia y disgusto, con una ligerísima rigidez, algo inoportuno que revelaba que todo aquello había sido calculado y ensayado.
Pero claro, pensó Halcón, ella nunca había terminado aún de discernir hasta qué punto eran espontáneos el comportamiento y las palabras de Zane.
Había ido a buscarlo en la taberna de Bron, que con su docena de lámparas brillando a través de las franjas del percal de las paredes parecía una caja color rubí. En el interior el aire estaba saturado de humo; el suelo bajo los pies, los bancos y las escasas y toscas mesas y la barra, todo húmedo; el hedor de los cuerpos sucios y las ropas llenas de barro del centenar de mujeres y hombres apretados hombro con hombro y sudando juntos, era increíble. A pesar de que era quisquillosa en su fuero interno, Halcón de las Estrellas se había acostumbrado hacía ya mucho al olor de los soldados en campaña, pero esto sobrepasaba sus anteriores experiencias.
También había mucho ruido, y una cierta calidad en el sonido, un matiz beligerante que hacía que se le erizara el cabello en la nuca y le inquietara el pensar en lo lejos que estaba de la puerta. Por lo general, Bron abría los lados de la tienda y las mesas se derramaban hacia el exterior bajo un conjunto de galerías y telas de variadas clases. Así, todos tan cerca unos de otros, Halcón de las Estrellas sintió otra vez los nervios que le producían las multitudes, el deseo irracional de ir a buscar la espada más cercana y empezar a cortar al azar, y supuso que no era la única presa de tales sentimientos en la habitación. En las voces demasiado altas y afiladas de los soldados, en los gemidos petulantes y agudos de las prostitutas, sentía el pulso de la impotencia y la rabia frustrada que espera una salida, una válvula de escape a través de la violencia armada. En las mesas donde se jugaba a los naipes vio a algunos de sus amigos, Malaliento, Gata de Fuego, Serrucho de Batalla, la Diosa, Puerco, con el notorio Meacascos jadeando feliz a sus pies. Nadie parecía estar ganando mucho, pero todos se lo tomaban peor que de costumbre. Hasta Bron, que servía ginebra en la barra, parecía nervioso y consumido. Como le había advertido Lobo del Sol, el bardo —la dentadura llena de agujeros, la cara sin afeitar, y claramente borracho ya a esa hora— era especialmente horrible.
—Vamos, Zane —dijo ella para aplacarlo—, ya sabes que en una batalla no se pueden decidir las cosas por comité.
—No estamos en una batalla, demonios.
—No. —Halcón de las Estrellas observó la taza de madera que tenía entre las manos. No la habían lavado. Bron, como todos los demás, debía de estar llegando a ese estado de cansancio en que nada es importante—. Pero estamos en un peligro mucho peor que el de cualquier batalla en la que yo haya peleado. Si ese río crece un poco más, acabaremos directamente en el agua.
—¡Pero si eso es lo que yo digo! —protestó él con rabia y volvió a llenar la taza con lo que había en el odre de cuero que había traído de la barra—. ¡Podemos tomar ese fuerte! Maldita sea, son solamente un par de pastores, algunos granjeros adoradores de la Madre y un señor de segunda…
—Que lucharán por sus vidas en el territorio que más conocen —señaló ella—. Y en medio de esta lluvia terrible.
—¡Al infierno con la lluvia! ¡Podemos tomarlo! Demonios, Halcón, ¿es contagiosa la cobardía de ese gallina de Ari? Tú eres la que está más cerca de Lobo en estos días. ¿No puedes convencerlo de que nos eche una mano en esto?
—Probablemente no. —Dejó pasar el resto de lo que había dicho Zane porque había aprendido hacía ya mucho que si uno discutía sus actitudes, solamente conseguía que la conversación se alargara sin llegar a ninguna conclusión final.
Él hizo una mueca. Al otro lado de la sala, el bardo había terminado, por suerte —evidentemente Chupatintas le había traído unos cuantos tragos en pago por dejar de cantar—, y ahora estaba ayudando a Bron a mover bancos y a poner más madera sobre el suelo empapado. Halcón de las Estrellas vio que una mujer se adelantaba, una bailarina que echó hacia atrás la sábana aceitada de seda negra que había protegido de la lluvia su vestido púrpura y la masa negra como pluma de cuervo del cabello lustroso. Después de una rápida mirada al espejo que llevaba en el cinturón, la mujer se inclinó un poco, y con un gesto increíblemente íntimo, increíblemente lleno de gracia, levantó un pie para sacarse un zapato. Desde la mesa del juego de póquer se oyó la voz de Malaliento:
—¿Necesitas ayuda con eso, Opium?
—No de ti, cachorrito —sonrió ella con dulzura; las campanillas de oro de sus aros, un tintineo leve cuando se enderezó—. Me los devuelves todos pegajosos.
Chupatintas afinó una mandolina, que también parecía estar afectada por la maldición, y la mujer, Opium, se estiró como una gata, relajando los músculos, los huesos y la piel. Entonces empezó a bailar.
—Sí —dijo Zane con amargura, pero no estaba mirando a Halcón de las Estrellas; sus ojos seguían a la mujer de rojo—. Se las arregló para no estar allí cuando entramos a Vorsal, ¿no es cierto? —Había una acidez en su expresión tensa, distinta de las rabietas, los pucheros y las muecas de otros tiempos. La luz caliente en sus ojos, que seguían fijos en la bailarina, era como una fiebre—. ¿Qué mierda le pasa, Halcón? No es el hombre que era.
—No —replicó ella con calma, sabedora de que en cierto modo aquella frase era absolutamente cierta, aunque no en el sentido que le estaba dando Zane—. Y no estaba en Vorsal porque estaba cuidándome a mí.
Eso llegó hasta Zane, parapetado detrás de su silencio hostil. La miró de nuevo, con los ojos abiertos en una disculpa cómica, y durante un momento fue otra vez el hombre que ella había conocido.
—Aquí tienes al Sorprendente Metelapata en acción. —Zane sonrió y palmeó la mano de Halcón—. Pero podría… no sé. Hace dos años habría encontrado una forma de salvarte a ti y estar con nosotros también.
Halcón de las Estrellas no dijo nada. No pensaba discutir hechos que no había vivido, momentos en que había estado inconsciente, pero conocía el punto de vista de Zane sobre el mundo lo bastante para saber que solía hablar sin evidencias, sin apoyo real, solamente por lo que él mismo deseaba y por su conocimiento instintivo de las cosas que podían dolerle al otro. Tal vez diez años atrás Lobo del Sol hubiera tratado de hacer dos cosas de ese tipo al mismo tiempo, pero ella estaba dispuesta a apostar que por lo menos en una, probablemente en las dos, habría fallado.
En lugar de eso, dijo:
—Pero tú sobreviviste a lo de Vorsal, ¿verdad?
Él hizo un gesto grave, como si el tema no tuviera importancia, la mirada otra vez fija en la bailarina, los labios medio partidos bajo el bigote dorado que, como muchos de los hombres del círculo más íntimo de Lobo del Sol, se había dejado crecer para imitar al Jefe. No era el único que miraba como si nunca hubiera visto dos senos en su vida. La bailarina era buena, se movía con soltura, sensual sin ser provocativa, mientras jugueteaba con su velo bordado en oro. Al otro lado de la habitación, hasta Oso Rizado, cuyo aprecio por los jovencitos era público y notorio, la estaba mirando; los dos o tres guardianes que cuidaban del hombrecillo seco que debía de ser el proveedor de drogas del campamento ese año, el Hombre de Azúcar, supuso Halcón de las Estrellas, la estaban observando con admiración franca, y hasta Hombre de Azúcar había dejado de contar su dinero y sus papelitos de polvo. Junto a ella, Halcón oyó cómo se apresuraba la respiración de Zane y sintió la rabia, además del deseo sexual, en el aliento del hombre, tan visible como la leve espiral de humo que se elevaba de su capa roja y sus mangas revestidas de bronce color narciso a medida que el calor de la habitación las iba secando.
Cuando la mujer terminó la danza y reunió el cobre y la plata que le lanzaron, Zane se puso de pie y se abrió paso a codazos a través de la habitación en dirección a la puerta, casi sin despedirse de Halcón, que se quedó revolviendo la taza sin apenas tocar lo que tenía entre las manos, y pensando, malhumorada, en aquel joven tan apuesto y tan arrogante.
Lo había conocido durante tres años, había luchado contra él en los ejercicios de entrenamiento, con la habilidad agudizada al máximo por la desesperación, porque era uno de esos hombres que sentía su hombría amenazada frente a una mujer de armas. Fuera de la pista de entrenamiento, era un compañero agradable, generoso cuando pagaba las rondas y escrupuloso en la forma en que la trataba, aunque ella no estaba segura de si era por respeto genuino, por miedo o por algún motivo desconocido en un juego que solamente él entendía. Una vez, estando ambos muy borrachos, le había pedido que se acostara con él, algo que ella no tenía las más mínimas ganas de hacer; Halcón se había reído y el asunto había pasado sin más problemas. Excelente luchador, Zane había subido con rapidez hasta el puesto de jefe de escuadrón, y ella suponía que había llegado a segundo cuando Ari tomó el mando de la tropa.
Pero nunca había confiado en él. Ni entonces, ni ahora.
Desde el otro lado de la habitación, se alzaron voces furiosas. La cabeza de Halcón giró violentamente con el ruido. Un hombre torpe, de cara informe, que ella no reconoció —¿tal vez alguno de los de la antigua tropa de Krayth?— sacudía un yelmo bajo las narices de Puerco y aullaba. Un momento después sacó un cuchillo y se estiró hacia Meacascos, que se escondía con gesto culpable detrás de las piernas de su dueño. Eso fue un error. Puerco lo empujó para alejarlo y se levantó bruscamente. Eran más de dos metros de piel negra y robusta…
Halcón de las Estrellas se puso de pie y empezó a deslizarse entre los demás en dirección a la puerta.
No llegó a tiempo. Surgió un juramento casi aullado de entre la multitud que tenía delante, el sonido de maderas al quebrarse y el grito de una prostituta. Después, como la leche que se deja demasiado tiempo sobre el fuego, toda la habitación hizo erupción en un hirviente estallido de violencia.
Halcón de las Estrellas maldijo, esquivó un banco que uno de los jugadores de póquer había arrojado a Malaliento, y saltó hacia atrás para evitar a un par de luchadores abrazados que venían saltando por encima de las cabezas de la multitud directos hacia ella, como dos gatos en cópula rodando por un tejado. Un odre voló por el aire y la golpeó entre los hombros; el cuero cocido saltó sin hacerle daño sobre el jubón de piel de cordero, pero la bañó una lluvia de Muerte Blanca; el que había atacado a Malaliento casi cayó sobre ella, con Gata de Fuego aferrada a su espalda, los brillantes brazaletes enjoyados en el aire, escupiendo maldiciones y golpeándole la cabeza con los puños apretados. Junto al mostrador, el bardo había empezado a cantar de nuevo, una sonrisa de delicia ebria en la boca sin dientes, la voz desafinada hundida en una canción de batalla mientras golpeaba con el pie sobre la pista improvisada de Opium, totalmente fuera de ritmo.
El ruido era increíble. Alguien tomó a Halcón de las Estrellas desde atrás, un golpe que ella esquivó más por instinto que por raciocinio. Después lo devolvió lo más fuerte que pudo clavando una rodilla en los testículos del desconocido. El hombre se dobló con un gruñido de dolor. Su compañero —esos hombres siempre atacaban con compañeros— se volvió contra ella con un grito incoherente, y ella desvió su puño y le dio un codazo, lo tomó del pie y lo derrumbó sobre su amigo con una eficiencia nacida de un deseo de salir de aquella situación con rapidez. Después se lanzó hacia la puerta, pero la bloqueó una masa de guerreros, una o dos mujeres pero sobre todo hombres, muchos de ellos empapados por la lluvia, que habían acudido a la carrera, atraídos por el alboroto.
Halcón vio de reojo a tres de las seguidoras del campamento apiñadas tras la mínima protección del mostrador; a Bron, que retiraba las lámparas mientras Chupatintas y una mujer llamada Uñas, tan grande como él o más, se trababan en un combate mortal contra el poste de la tienda, haciendo que toda la estructura se estremeciera; a Hombre de Azúcar, acorralado en un rincón mientras sus guardias combatían contra lo que Halcón de las Estrellas suponía que eran clientes insatisfechos, se metía las bolsas de dinero y las bolsitas de azúcar de los sueños en la parte delantera de su túnica. Al infierno con todo esto, pensó ella, y sacó de una bota uno de los cuchillos que llevaba escondidos, a pesar de que la primera regla de Bron prohibía entrar con armas en su taberna. Este lugar estará en llamas en dos minutos y yo no quiero quedarme al asado.
Cortó un tajo perfecto en el percal de la pared que tenía más cerca, luego en la lona que había detrás, y se deslizó al exterior justo en el momento en que otra sacudida de uno de los postes de la tienda dejaba caer varios litros de agua de lluvia sobre su cabeza.
Por lo menos me quitó la borrachera. Con las botas chapoteando en el barro, Halcón se abrió camino entre las cuerdas de las tiendas y los refugios, la lluvia cayéndole encima como un río. No pensaba volver por su capa. En el camino por el laberinto de tiendas pasó junto a Meacascos, el causante de todo, que olisqueaba interesado la armadura de alguien, apoyada para airearse al abrigo de un toldo de lona. Aquélla no iba a ser buena noche para nadie.
Y no lo fue. Caminando de costado entre dos tiendas y agachándose para esquivar una cuerda de tanto en tanto, oyó la voz de una mujer, alta y furiosa, y el susurro agresivo de una voz que reconoció enseguida: la de Zane. Dudó; sabía que no era asunto suyo. Entre las tiendas, vio lo que parecían ser dos figuras que luchaban bajo la caída marquesina de una tienda. La noche era oscura como boca de lobo, pero un haz de luz de plata de una lámpara cercana atrapó el brillo descendente de la lluvia, la coraza enjoyada de una mujer y el oro del cabello largo y rizado de Zane. Por encima del tamborileo del agua sobre las tiendas, llegó a oír su voz:
—Eres demasiado delicada para ser una zorra esclava…
Después, el sonido de la tela al desgarrarse, y el grito de la mujer.
Halcón había dado ya dos pasos en aquella dirección cuando oyó que una voz protestaba desde dentro de la tienda.
—¡Señor! —Se abrió la cortina y apareció la silueta raída de uno de los esclavos del campamento. La cabeza de Zane giró en redondo y la mujer, Opium, aprovechó la oportunidad para liberarse de las manos que la sujetaban, y darle un codazo con todas sus fuerzas en la cara. Zane aulló: lo habían tomado por sorpresa. Opium lo pateó con fuerza en la rodilla y se fue corriendo como una gacela. Dejó la capa de seda negra sobre un charco, a los pies de Zane. Con un gemido, el hombre dorado se volvió sobre el esclavo que lo había distraído, lo tomó por la nuca y lo pateó, deliberadamente, con fuerza, primero en los testículos, después, cuando el otro se dobló con un gemido, en las costillas, y le propinó la paliza más deliberada y larga que Halcón de las Estrellas hubiera visto en su vida.
Ella lo observaba desde las sombras tejidas de cuerdas, sabiendo que no era asunto suyo, hasta que se dio cuenta de que Zane no iba a detenerse. Entonces sorteó una soga y caminó a terreno relativamente abierto, las botas chapoteando en el barro.
—Vamos, Zane, no seas más tonto de lo que ya eres. —Como las armas estaban prohibidas en la taberna de Bron, había dejado su espada en la tienda de Ari, pero estaba lista para tomar uno de sus cuchillos si hacía falta. La mirada en los ojos de Zane era de rabia profunda y, durante un momento, ella pensó que tendría que matarlo.
Él empezó a decir:
—Tú… —después se detuvo, casi en cuclillas, como un animal. Era tan alto como ella y mucho más pesado, pero en el campamento nadie había atacado nunca a Halcón de las Estrellas sin pensarlo dos veces. Ella estaba de pie, en el límite de la luz de la lámpara, detrás de la cortina de lluvia, el agua cayéndole por el cabello corto y brillante y ennegreciendo el cuero de oveja del jubón, los ojos grises impersonales, letales como la plaga. Casi nunca peleaba por el placer de hacerlo, pero todos sabían que era rápida, decidida y fatal, una asesina eficiente que no retrocedía ante nada.
Zane aulló en una voz que no parecía la suya:
—¡Vosotras, zorras, siempre andáis juntas! —Después de una última patada brutal a las costillas de su víctima, se volvió y entró en la tienda como una ráfaga furiosa.
Halcón de las Estrellas pensó mucho en Zane mientras arrastraba al esclavo semiinconsciente hacia la tienda de la médico.
Carnicera le dio como bienvenida un chorro de obscenidades, que empezó con un:
—¡Por favor, otro no! —y terminó con sugerencias que, como buena conocedora de la anatomía humana, debía de saber impracticables sin previos ejercicios de flexibilización.
—Mi corazón llora por ti —le contestó Halcón de las Estrellas con calma, mirando a su alrededor. La tienda estaba llena de goteras y humo, y repleta de heridos todavía belicosos procedentes de la revuelta en la taberna de Bron. Dedujo inmediatamente que no era la única que había roto las reglas sobre las armas.
—Bueno, ponle una toalla alrededor y cuídalo tú misma —replicó Carnicera, atando una venda alrededor del brazo de Chupatintas y empujándolo sin ceremonias por la puerta. Como un cocinero que le quita la piel a un conejo, sacó la camisa harapienta de la espalda del esclavo de Zane y maldijo de nuevo cuando vio el supurante de golpes viejos, abrasiones y huellas de látigo de por lo menos cuatro palizas recientes.
—Cuando no se trata de que la mitad de las mujeres de este campamento están con gonorrea, o preñadas y a punto de abortar, entonces son narices rotas y cabezas partidas porque los hombres se pelean por las que quedan —murmuró mientras tanteaba con los dedos en busca de costillas rotas. Echó una mirada a Halcón de las Estrellas con los ojos azules agudos y serenos—. Y las mujeres también… Gata de Fuego le rompió la nariz a esa bruta de Uñas por una putita la semana pasada. Pero no es sólo eso. Las tropas siempre se pelean, pero generalmente no va más allá de los puños y tal vez una silla en el aire. Ahora es serio, Halcón, es odio y rabia. Tuvimos más cortes, más muertes, perdimos una docena de hombres desde que terminó el sitio, y cuatro más en accidentes, cosas tontas como no frenar las ruedas de una carreta antes de ponerse a arreglar el eje o no controlar el correaje de una montura. Y los cortes no se curan bien. Nunca vi nada igual.
Dio vueltas al esclavo con cuidado y le secó la cara. El hombre tenía los ojos cerrados bajo una maraña empapada de cabello negro tocado de gris, la frente arrugada de dolor. Por el anillo negro de golpes bajo el collar de acero de esclavo, era evidente que le habían apretado la cadena varias veces para asfixiarlo.
—Si hay una maldición —agregó Carnicera con tranquilidad mientras trabajaba—, será mejor que tengas la cabeza bien puesta, Halcón, y te vayas apenas sientas un dolorcito en la frente.
—¿Irme? ¿Adónde? El Khivas está detrás, y bien alto. No hay forma de volver. —Halcón de las Estrellas apoyó las manos sobre el cinturón de la espada y miró al hombre de la cama. Lágrimas de cansancio y dolor rodaban despacio a ambos lados de la nariz aguileña, y Halcón de las Estrellas pensó en las pocas veces que había visto una miseria tan abyecta en la cara de un hombre—. ¿Te parece que se pondrá bien?
—No —replicó Carnicera, pasando un harapo con Muerte Blanca sobre las abrasiones en carne viva de los brazos del hombre—. No hasta que Zane consiga que esa mujer se le rinda o alguien lo mate. Le tocaron dos esclavos por el asedio de Vorsal, eso lo sabes. Como a la mayoría de nosotros. El otro, una vieja medio muerta de hambre, como la mayoría, ya murió. Y no fue la única que terminó así por un ataque de rabia de alguien del campamento. —Levantó un ojo para mirar a Halcón de las Estrellas—. Estaba pensando si el mago que puso esta maldición no estará haciendo esto para vengarse. Tal vez él, o ella, todavía esté aquí, como esclavo, y no pueda irse, pero sí vengarse en lo que le quede de vida.
—Eso me parece muy interesante.
Carnicera se había vuelto para buscar una venda, así que no oyó la voz baja y áspera que venía de la entrada de la tienda. Por otra parte, pensó Halcón en el momento en que identificaba el sonido metálico y roto, no se esperaba que la oyera. Miró hacia atrás y vio que había entrado Lobo del Sol, silencioso como un gato. Ahora estaba plantado, con un hombro sobre el poste de la tienda, detrás de ella, mirando al hombre herido que descansaba sobre la cama. Había estado en la taberna de Bron, evidentemente. Tenía una mejilla cortada, y la cara y el pecho, allí donde aparecía bajo la camisa desgarrada, tenían marcas de dientes, uñas y armas improvisadas. El parche del ojo, el cabello, el bigote y la ropa estaban llenos de barro y sangre y ginebra.
—Empezaba a preguntarme si lo habrían matado finalmente o si lo encontraríamos aquí.
—¿A quién? —preguntó Halcón de las Estrellas, intrigada.
Lobo señaló con la cabeza al hombre echado en el jergón.
—A Moggin —dijo.