La captura de Lobo del Sol, como él mismo pensaba durante su ejecución, fue una cuestión de simple y estúpida mala suerte, y, como le hubiera dicho Malaliento de Mallincore, lo único que cabía esperar dadas las circunstancias.
La flecha que lo arrojó al suelo al alcanzarlo en lo alto de la espalda había salido de detrás de una pila de piedras que no hubiera podido esconder ni un coyote flaco —Lobo hubiera apostado al respecto hasta su última moneda de plata, que era exactamente lo que llevaba en su bolsa en aquel momento—. Su cuerpo golpeó la arena del arroyo seco en un momentáneo remolino de desorientación, dolor y náuseas, y en el segundo siguiente recibió un puñado de grava en la cara, levantada por los cascos de su asustado caballo. Su primer pensamiento fue: Conque el Rey de Benshar iba a cuidarnos las espaldas…
Entonces, a través de una cortina gris de debilidad, pensó que si se desmayaba era hombre muerto.
El ruido de unos cascos sonó sobre la arena bajo su mejilla sin afeitar. Obligó a abrirse a su ojo sano y, con una claridad extraña, como en un túnel, vio a su compañera, Halcón de las Estrellas, salir en pos de su caballo. Muy propio de ella, pensó mientras la contemplaba inclinarse desde la montura para tomar las riendas que arrastraban por el suelo, perseguir al animal antes de cerciorarse de si su compañero seguía con vida. Eran amantes desde hacía cosa de un año, pero ella había sido mercenaria durante ocho y conocía con precisión la importancia de un caballo en una huida hacia la seguridad a través de las montañas de granito negro de la Columna del Dragón.
Lobo sabía quién los había emboscado, desde luego, y por qué.
Hundido en la arena profunda del arroyo, con una flecha en la espalda, se preguntó la razón por la que había pensado que ese tipo de cosas no formaba parte de lo que uno tendría que tolerar en la vida después de convertirse en mago.
Los guerreros shirdar, hombres de la caballería rápida del desierto profundo, se acercaban ya por la pared del cañón; los caballos saltaban sobre senderos ante los que las cabras habrían exigido un suplemento de riesgo. A esa hora de la tarde, los cañones de las colinas bajas estaban inundados de sombras color paloma, aunque el borde del cielo en lo alto era ámbar caliente. En la luz ardiente, los vestidos blancos de los guerreros flameaban con una lentitud de ensueño. Lobo sabía que estaba a punto de desmayarse, y se esforzó por no perder la conciencia y respirar profunda y acompasadamente, así como para no saltar y salir corriendo. Además de que tal cosa lo habría convertido en un excelente blanco —y eso suponiendo que pudiera ponerse en pie— hallándose Halcón tan lejos solamente conseguiría malgastar sus fuerzas. Una larga experiencia en heridas en las batallas que había librado por cuenta de otros durante la mayor parte de sus cuarenta años le decía que no podía desperdiciar energía alguna.
Hechizos de curación, pensó un poco tarde. Se supone que soy mago, demonios.
Su mente tropezó con las palabras para conjurar fuerzas y disminuir la velocidad de la sangre que se deslizaba despacio sobre los fuertes músculos de su espalda y sobre la gastada piel de oveja de su chaquetón, pero el dolor de la herida le confundía las ideas y le dificultaba la concentración. Era muy diferente de curar a otros, sin olvidar que, cuando había usado la magia para tales curaciones, no había tenido a una docena de furiosos shirdar a la espalda, listos para sacarle las entrañas con los dientes.
Halcón de las Estrellas cabalgaba de regreso, el caballo capturado de una rienda, zigzagueando y agachándose para evitar las flechas que silbaban a su alrededor; una mujer alta y delgada, de casi treinta años, a la que la mayoría de los hombres, ciegos y tontos, hubieran llamado fea. Todavía tenía el jubón verde con broches de metal de la guardia del Rey de Benshar, el uniforme del que había sido su último empleo; el cabello muy corto, del color del marfil viejo, que caía en mechones sobre una cara enjuta y fría, marcada con una vieja cicatriz sobre una mejilla y un moretón reciente del ancho de la hoja de una espada. El tiempo que habían pasado en Benshar, el más meridional de los Reinos Medios, había sido corto pero lleno de situaciones difíciles.
La distancia entre él y Halcón se acortó. Y también la que lo separaba de los shirdar. Las cosas iban a ir muy justas. Si se las arreglaba para montar con rapidez y sin que lo ayudaran, habría tiempo. Con dos caballos podrían mantener esa pequeña distancia hasta las montañas secas como lagartijas, y luego hacia el norte, donde había más asentamientos de Dalwirin, una zona donde los shirdar no se atrevían a cazar.
Reunió fuerzas con el fin de preparar sus miembros para el salto mientras pensaba con amarga objetividad que «si» era una palabra terrible.
No fue la magia sino sus treinta años de soldado los que lo pusieron de pie, sin aliento por el dolor, la flecha hundida en la espalda; un hombre macizo, tostado por el sol, con una cara de rasgos escarpados y una nariz rota que sobresalía como un acantilado de granito sobre un bigote dorado sin cuidar y un parche negro cubriéndole el ojo vacío. El ojo derecho, bajo una ceja larga del mismo color polvoriento que el cabello largo hasta los hombros, era frío y amarillo, el ojo de un lobo que ahora calculaba con cuidado el acercamiento paralelo de la muerte y el rescate. Se daba perfecta cuenta de que el dolor que sentía en la espalda era la picadura de un mosquito frente a lo que le harían los shirdar si lo atrapaban vivo.
Los caballos estaban todavía a ciento cincuenta metros cuando el de Halcón de las Estrellas tropezó y cayó. Por repentino que fuese a Lobo del Sol le pareció que el animal no había recibido flechazo alguno. Simplemente había dado con algún pozo de arena profunda. Pero el resultado era el mismo. Halcón de las Estrellas voló por el aire y el polvo y la arena se desparramaron en todas direcciones como una cortina amarilla. El caballo de Lobo patinó, relinchó y se alzó sobre las patas traseras, los ojos en blanco y la cabeza alta, después giró y se alejó como una gacela asustada. Lobo del Sol dio dos pasos tambaleantes para atrapar las riendas del caballo caído de Halcón de las Estrellas, pero tropezó él también y casi terminó en el suelo. Alrededor de ambos, se alzaron de pronto los gritos de los shirdar, agudos contra las rocas. Aunque él estaba a descubierto, no le disparaban. Mala señal: sabían que lo tenían.
Echó una mirada al cuerpo de Halcón de las Estrellas, caído como una marioneta rota, a unos sesenta metros, quieto en medio de la arena.
La visión se le nubló y sintió que las piernas se le convertían en agua, trató de recordar algún encantamiento para salir de todo eso y fracasó. La magia era un arte nuevo para él, un desconocido y apenas comprendido poder que había florecido, tarde y dolorosamente, apenas unos meses antes. Durante la mayor parte de sus cuarenta años había vivido por la espada. Mientras los shirdar se cerraban a su alrededor, buscó el arma a tientas, sabiendo lo que le harían y decidido a morir en batalla, si le era posible.
Pero tampoco tuvo suerte con eso.
—Está volviendo en sí…
La voz estaba directamente sobre ella, pensó Halcón de las Estrellas. Con los ojos cerrados, mantuvo la respiración lenta y baja, la respiración profunda del durmiente. El que hablaba estaba arrodillado junto a ella, por lo que parecía. Sabía que estaba acostada sobre arena, tal vez todavía en el arroyo. Sueños de dolor y urgencia —el calor asfixiante de los calabozos del Rey de Benshar y el brillo rojo como una frutilla de un clavo caliente a centímetros de su carne, sangre esparcida sobre las paredes de una habitación de piedra, corriendo, espesa, hacia abajo— todo se extinguió en el despertar instantáneo de un guerrero entrenado, y Halcón de las Estrellas atacó al hombre que estaba a su lado casi antes de empezar a levantarse, los dedos tendidos buscando los ojos, sabiendo que ésa sería su única oportunidad.
Hubo un aullido, una maldición, y unas manos fuertes le agarraron los brazos por la espalda. Ella se dejó caer con todo su peso y se retorció como un gato contra el nuevo asaltante —sabía ya por la forma en que había hablado el primero que había más de uno—, cuando se le aclaró la visión.
Entonces se relajó, liberándose con disgusto de las manos que ya no la sujetaban con fuerza.
—Si hubiera sabido que ibas a estar en el infierno cuando yo llegara, Malaliento, habría tratado de ser mejor en la vida. —Se sacó la arena del cabello y tomó el odre de agua que él le ofrecía. El agua caliente fue una delicia para su boca seca.
El hombre que la había atrapado primero aceptó el odre de sus manos y se lo volvió a colgar del hombro; después respondió con gravedad:
—Siempre te dije que tenías que darle más dinero a la Iglesia. —Después sonrió; ojos brillantes, húmedos, ardientes, en una cara tostada entre cabellos largos, renegridos, atados con cintas. Se abrazaron. Malaliento de Mallincore la palmeó con fuerza en la espalda mientras los otros, sombras confusas contra un canal luminoso de luz de crepúsculo, se agrupaban alrededor.
—Ten por seguro que lo voy a intentar, hereje de mierda.
El hombre había sido el sargento del escuadrón de Halcón de la tropa mercenaria de Lobo del Sol cuando ella era líder. Después él también había ascendido. Abrazar la dureza fibrosa de aquella caja torácica era como abrazar un árbol.
El joven de cabellos rubios al que ella había querido hundirle los ojos al despertar le tendió la mano como un mendigo.
—Podéis darme el dinero a mí —se ofreció, esperanzado—. Fui del coro en la iglesia de mi pueblo.
—Si ésas son tus credenciales, ella no pertenece al sexo adecuado para interesarse por ti —replicó una mujercita robusta llamada Gata de Fuego. Todos rieron, incluso los miembros del grupo que nominalmente adoraban al Dios Triple, y el muchacho le arrojó una piedra.
—De acuerdo, Chico del Coro, puedes cantar en mis cenas cuando quieras —prometió Halcón de las Estrellas, sonriendo, y el joven se levantó y retrocedió, el gesto digno. Ella se volvió hacia Malaliento, todavía arrodillado en la arena junto a ella, y sus ojos grises y fríos se endurecieron al mirar la profundidad pétrea del cielo que enmarcaba la cabeza del antiguo sargento—. Tienen al Jefe —dijo sin agregar nada más, y en un solo movimiento suave se puso de pie y se acercó a los caballos. Apenas notaba el dolor del golpe de la caída; de todos modos, carecía de importancia. Tratándose de los shirdar había que trabajar con rapidez—. Guerreros shirdar, seis por lo menos…
—Vimos la sangre. —Malaliento caminaba a su lado y los otros dos detrás—. Por las huellas, se lo llevaron a pie atado a una soga…
Halcón de las Estrellas maldijo sin apasionamiento.
—Lo que significa que no van muy lejos —señaló Gata de Fuego.
—Claro que no van lejos. Lo matarán apenas encuentren un hormiguero gigante lo suficientemente grande para clavarlo encima. —Halcón de las Estrellas miró a su alrededor mientras llegaba otro hombre, el Pequeño Thurg, robusto, bajo y tosco, con una cara redonda y abierta de ojos azules, arrastrando un par de alforjas.
—Encontré éstas. Se llevaron los caballos. Conté las huellas.
—A la mierda con los caballos —contestó Halcón de las Estrellas—. Lo que quiere el Jefe son los libros que hay en esas alforjas.
—¿Libros? —Thurg parecía disgustado y desalentado. Halcón de las Estrellas seguía dando órdenes y ajustando cinchas.
—Thurg. Chico del Coro. Vosotros os quedáis aquí…
—Me llamo Miris, gracias —replicó el joven rubio con dignidad burlona. Ella no lo reconocía, seguramente se había unido al grupo después de que ella y Lobo lo dejaran, hacía exactamente un año. ¿Realmente ha pasado tanto tiempo? Con todos a su alrededor, era como si nunca se hubieran separado.
—Llevan un par de horas de delantera —continuó Halcón, mientras analizaba a los guerreros con ojos prácticos, decidiendo de quién podía prescindir en la pelea que se avecinaba—. Tenemos que alcanzarlos antes del amanecer…
—Vais a necesitar más de dos espadas —señaló Chico del Coro—. Y recuperaréis los caballos, así que, ¿para qué llevar una montura vacía cuando podéis contar con un luchador?
—Porque no quiero que ninguno de mis hombres se quede aquí solo y a pie. —Las palabras «mis hombres» salieron con facilidad de sus labios… Sus hombres, bajo su mando y su responsabilidad—. Todavía hay bandas de shirdar por aquí, hijito… No te va a gustar nada lo que pasará cuando aparezcan. —Más allá de los caballos, veía los manchones de arena oscura en el sitio en que habían acorralado a Lobo del Sol, y esperaba por la Madre que toda aquella sangre no fuera suya. Huellas de pies débiles al ser arrastrados pasaban por el bajo hacia el desierto… Huellas de cascos, de pies humanos al tropezar, un charco y algunas gotas de sangre oscura.
—Él tiene razón, Halcón —dijo Pequeño Thurg—. Ya me las arreglaré.
Ella se quedó un momento, las riendas en la mano, mirándolos a los dos. Conocía bien a Pequeño Thurg, de corta estatura, tosco, treinta años con diez de campaña metidos en su cara diminuta y dura, y obviamente mejor luchador que el muchacho. Pero eso tenía doble filo. Si una banda de shirdar vengadores aparecía de pronto entre los cañones, Thurg podría, como decía él, arreglárselas.
—De acuerdo. —Ella subió a la montura con un gesto breve de la cabeza—. Cuídate la espalda, Thurg.
—¿Qué diablos quieren los shirdar del Jefe? —preguntó Malaliento cuando se detuvieron bajo el cañón—. No se acercan tanto a los Reinos Medios cuando están en guerra.
—Es una larga historia. Te la contaré cuando tú me digas en nombre de las Siete Tormentas qué estáis haciendo aquí vosotros, soldados de mierda. —El lenguaje soez y rudo de los ejércitos mercenarios volvió a su lengua con facilidad, como el dolor de sus músculos (en sus tiempos de soldado, pocas veces había pasado más de dos días sin recibir un golpe o dos), y la costumbre de pensar en términos de muchos en lugar de uno. Sin embargo, en otro sentido, aquellas figuras agresivas en chalecos de cuero cubiertos de placas de hierro, con cadenas y púas que brillaban con frialdad bajo la luz de la luna color limón, parecían espectros de un sueño resucitado por sus pensamientos con la más casual de las palabras—. Pensé que la tropa estaría ya camino de Wrynde a esta altura del año.
—Ésa —dijo Malaliento— también es una historia muy pero que muy larga. Estuvimos en Pardle Sho buscándoos, y encontramos la Ciudadela del Rey más furiosa y estremecida que una jaula llena de pinzones. ¿Alguna vez pateaste una jaula de pinzones? Te puedes divertir durante horas. Algunos tontos del lugar dijeron que os habíais ido a una ciudad perdida en el desierto, pero a medio camino hacia aquí nos encontramos con el Rey y él nos dijo que habíais partido hacia el norte con la mitad de los shirdar del desierto en los talones.
—Dicen que el Jefe reventó a un señor shirdar. —Ahora que dejaban las sombras del cañón y entraban en el brillo desesperante y líquido de la luna del desierto, Halcón de las Estrellas se inclinó sobre la montura para observar el suelo con los ojos entrecerrados. Las huellas eran más difíciles de seguir allí, porque la arena profunda había dejado paso a diminutas piedras grises que crujían bajo los cascos—. Que conjuró demonios. A ese pobre diablo lo convirtieron en carne picada.
Inclinada hacia abajo sobre la tierra informe, buscando con atención huellas de cascos sin herrar y manchas ocasionales de sangre, Halcón sintió la mirada que intercambiaron los otros dos por sobre su cabeza.
—Entonces es cierto que se convirtió en vudú, ¿eh? —La palabra que había empleado Gata de Fuego era pura jerga, con las connotaciones típicas de la clase baja, connotaciones que hablaban de filtros de amor y varitas mágicas y asesinatos nocturnos—. No mató a ese tonto, claro —se apresuró a agregar—. Pero quiero decir… por lo visto creen que pudo hacerlo.
—Sí. —Halcón de las Estrellas se enderezó sobre la montura y sintió que algo en su interior se encogía de deseo. Cómo hubiera querido hablar de todo eso con sus amigos, pero no iban a entenderlo—. Sí, es mago.
Hubo un silencio incómodo, como si ella hubiera admitido que él había desarrollado un repentino y romántico interés por los varones jóvenes, lo que por lo menos no habría resultado desconocido para aquellos dos. Habían oído la noticia la primavera pasada, cuando ella y Lobo volvieron de Mandrigyn y de los horrores de la Ciudadela del Mago-Rey Altiokis, pero ella sabía que entonces no los habían creído realmente. ¿Cómo podrían haberlo hecho? A lo largo de sus vidas, ningún mago se había arriesgado a darse a conocer como lo que era por miedo a que el Mago-Rey lo asesinara; durante tres generaciones, pocos magos habían vivido lo suficiente para transmitir sus conocimientos a sus sucesores.
Sabían que Lobo había cambiado. Había pasado con ellos una semana en el campamento de invierno en Wrynde, antes de que Ari, el nuevo comandante de la tropa, se llevara a la banda de asesinos al sur para una nueva guerra, y en todo ese tiempo había estado muy callado y tranquilo, tratando de acostumbrarse al hecho de que a partir de entonces ya no sería el comandante, el Jefe. Hasta los más incrédulos de la tropa admitían que le había ocurrido algo más que la pérdida del ojo izquierdo y de la voz, de la que apenas quedaba más que un crujido áspero y metálico. En el ojo sano, ámbar frío bajo la ceja espesa y larga, se había instalado la mirada hechizada de alguien que habiéndose inclinado sobre una zanja a vomitar en medio de una borrachera hubiese visto las profundidades más lejanas del infierno.
Pero saber que había cambiado y creer que fuera lo que afirmaba ser eran dos cosas distintas.
Halcón de las Estrellas sabía por sus reacciones que sus amigos de la tropa no se habían dado cuenta de que ella también había cambiado. Pero tal vez, pensó, fuese mejor así.
La voz intrigada de Chico del Coro interrumpió sus pensamientos.
—Si es un vudú —preguntó—, ¿por qué no hace que todos los shirdar desaparezcan?
Esa misma idea había cruzado la mente de Lobo del Sol.
No tenía noción del tiempo que llevaba caminando; la luna se había puesto, pero a través del borrón febril de dolor y semiinconsciencia, seguía teniendo la habilidad de los magos para ver en la oscuridad, aunque algunas de las cosas que estaba empezando a ver sabía que no eran reales. Veneno en la flecha, pensó, confuso; hierba de sapo y amapola, algo que no mataba pero hacía que la mente girara en círculos. Eso también era una mala señal.
Otros shirdar se habían unido a los hombres que lo habían capturado y después le pareció que salía de un túnel oscuro de neblinosa agonía y se encontraba de pronto con el frío de la noche en la cara, el aire quemándole la herida en la espalda, y a su alrededor aquellos jinetes vestidos de blanco que no hablaban nunca. Se había desmayado una vez y los shirdar habían puesto los caballos al galope y lo habían arrastrado unos quince metros antes de detenerse y patearlo y azotarlo hasta que se puso de pie; ahora estaba luchando para no desmayarse de nuevo.
¡Piensa!, se ordenó en la neblina mental que lo rodeaba. Yirth de Mandrigyn te enseñó hechizos para romper cuerdas, maldita sea… Pero las palabras de los hechizos no acudían a su mente por culpa del dolor y el zumbido permanente que tenía en los oídos; solamente la cara de Yirth, oscura y fea, con la nariz torcida como un gancho y la marca castaña de nacimiento, los ojos color jade brillantes mientras le mostraba un hechizo tras otro la única noche en que él había escuchado sus enseñanzas, dibujos de poder en el aire o en el suelo; palabras con sonidos que salvaban el puente entre Nada y Algo; curando, formando ilusiones, tejiendo el clima…
¿Y cuánto crees que podrías correr si recordaras uno?, se preguntó con amargura. En ese momento se daba perfecta cuenta de que la cuerda cruda que le tiraba con tanto dolor de las muñecas era lo único que lo mantenía en pie.
Trató de pensar como el mago que era en lugar de como el guerrero que había sido durante toda su vida. Conjura fuego… confusión… roba un caballo… Y el guerrero que había en él le preguntó con cinismo: ¿Y a cuál de estos desgraciados vas a convencer para que te ayude a montar?
La imagen de Yirth se desvaneció, fundida en su delirio con la de Kaletha de Benshar, la única otra maestra que había podido localizar en un año de búsqueda, fría y hermosa a la sombra blanquinegra de los jardines públicos donde la había visto por primera vez. Después también esa imagen se oscureció, cambiando frente a sus ojos para convertirse en sangre salpicada contra un piso de mosaicos, gritos en la oscuridad, y el chillido extraño de los demonios de Benshar…
Seguramente se había caído. En las profundidades negras y drogadas de su inconsciencia exhausta, se dio cuenta de que ya no estaba caminando, de que yacía de espaldas, desnudo hasta la cintura, la piel helada por el aire frío de la noche del desierto, quejándose a gritos a través de un centenar de abrasiones, como si lo hubieran golpeado con martillos de pedernal.
En sus sueños, sentía el horror en el suelo.
Siempre había soñado mucho, sueños vívidos; su padre, se acordaba bien, lo había castigado a golpes cuando lo descubría soñando despierto, tratando de recuperar los colores de la noche anterior. Desde el espanto de la Gran Prueba, en la que la magia nacida en su carne, la magia que había negado toda la vida, había florecido en una rosa de fuego, sus sueños eran todavía más claros.
Estaba acostado en el suelo; la arena fría crujía bajo su espalda y sus brazos lacerados; la sangre de la herida de flecha caía, espesa, sobre la tierra. Tenía los brazos y las piernas tendidos y separados y no podía moverse, aunque no podía discernir si se debía a que todavía estaba inconsciente o a que estaba atado. Por el silencio absoluto que lo rodeaba, supo que era la hora callada que anuncia la aurora, antes de que el zumbido de los insectos despierte al desierto. El olor del polvo y la sangre le llenaba la nariz, y otro olor hizo que su mente aullara para despertarlo, ¡arriba, arriba!, como si la piel atada pudiera sentir a través de la tierra sobre la que yacía lo que había debajo.
Ellas también se despertaban.
Las vio en sueños, manchas de un rojo negruzco como bayas oscuras en la noche ventosa de los túneles, apretadas unas contra otras, atontadas por el frío. Grandes como el pulgar de un hombre, eran como caballos provistos de armaduras, los ojos malignos y las mandíbulas colgantes; túneles, cámaras, cavernas en las que las reinas hinchadas se sentaban sin moverse, expulsando huevos de sus grandes cuerpos. El sol distante ya estaba empezando a calentarlas. Lobo olía el ácido de sus cuerpos, y sabía que ellas olían su carne.
Con un esfuerzo desesperado, arrancó su mente del sueño. La confusión neblinosa del veneno había disminuido, lo que suponía que el dolor se agudizase y con él la debilidad y las náuseas producidas por la herida y el cansancio. Sobre su cabeza, el cielo aparecía opalescente y oscuro, excepto cuando giraba la cabeza y veía el sitio en que el azul se transformaba en violeta, el violeta en rosado, y el rosado en ámbar allí donde tocaba el color cetrino y fresco de la arena distante. Movió la cabeza de nuevo y vio su propio brazo derecho extendido, desde el hombro hasta las cuerdas de cuero crudo que le ataban la muñeca a una vara hundida en la arena. Unos centímetros más abajo de las puntas de sus dedos había un hormiguero gigante de un metro y medio de ancho, la cima a la altura de las rodillas de un hombre.
Casi vomitó de horror. Había otros dos más allá; levantó la cabeza, movimiento que disparó nuevas ondas de agonía hacia todos los músculos de su cuerpo, y vio otro hormiguero entre sus pies abiertos, y otros más atrás. Y debía de ser igual por su lado izquierdo ciego.
Durante un instante, una oleada de pánico lo sacudió por dentro; después, la serenidad que lo había sacado de cientos de trampas y emboscadas en sus días de comandante mercenario obligó al horror a apartarse lentamente. Cerró el ojo con calma y empezó a examinar en la mente todo lo que le había enseñado Yirth de Mandrigyn, ítem tras ítem, como si tuviera el día entero por delante…
Y el hechizo estaba allí. Un hechizo para deslizar las cosas, para aflojarlas, para que las fibras del cuero sin curar se humedecieran, absorbieran la humedad del aire, se separaran gradualmente…
El aire sofocante le rozó tibio el vientre y el pecho desnudos. Abrió el ojo y vio que el cielo se había aclarado. Sintió cómo se soltaba un poco el cuero crudo que le cortaba la piel de la muñeca derecha, y en aquel momento dirigió la mirada hacia la multitud de hormigueros, y vio cómo la arena crujiente se convertía en oro de pronto. Cada piedra, cada grano del borde filigranado de las cumbres de los montículos estaba adornado ahora con la medialuna oscura, larga y negra, de las pequeñas sombras de la primera luz del día. Las piedras se movieron y cambiaron de posición. Tiesa de frío, una hormiga se le acercó.
La concentración de Lobo del Sol flaqueó en un segundo de horror y sintió que la cuerda mordía de nuevo su piel ensangrentada. Cerró la mente como si fuera un puño y se forzó a pensar solamente en los hechizos para deshacer, para humedecer el aire en el cuero, para apartar los nudos fijados con aceite… No terminaré a tiempo…
Ya se movían otras hormigas sobre los montículos, grandes hormigas soldado, cuerpos como bulbos de casi cinco centímetros de largo, las mandíbulas colgando de cabezas que parecían brillantes granos de café. Lobo del Sol se imaginó que sentía el ruidito ínfimo de aquellas patitas sobre la piel desnuda, se retorció aterrorizado en sus ataduras y sintió que el cuero crudo se apretaba de nuevo al tiempo que el lento trabajo del hechizo se detenía… ¡Ahora no, demonios…!
La mente se apartó, se desvió. Llevaría demasiado tiempo; sentirían su olor en apenas segundos…
Pero ¿cómo sería ese olor?
No funcionaría durante mucho tiempo —estaba demasiado débil, el dolor de las heridas era demasiado insistente, y si se desmayaba de nuevo era hombre muerto, pero en un segundo de lucidez conjuró en su piel la ilusión devastadora del calor, el veneno, el fuego, el aceite ardiendo, cualquier cosa, y la arrojó a su alrededor como un escudo contra las mentes diminutas, malvadas, estúpidas. Polvo, humo… eso era lo que iban a oler… el crujido de las llamas donde él yacía retorciéndose frenéticamente contra las sogas que lo mantenían atado sobre los túneles sin fin…
Vio cómo las hormigas, y ya había muchas, dudaban y retrocedían.
Sabía que no podría mantenerlo mucho tiempo, no podría mantener la ilusión y trabajar sobre las cuerdas al mismo tiempo. Una ola de debilidad le confundió los pensamientos, y luchó para no dejarse vencer, para tener la mente clara, peleó contra el dolor y el pánico que desgarraban los límites de su concentración. Cualquiera de las dos cosas lo mataría; si las hormigas realmente lo atacaban, nunca podría mantener la mente clara, despierta…
Sangre, pensó; los jugos del sudor y el terror; carne dulce y suave para el cuerpo… Nunca había intentado una doble ilusión de esa forma, pero era eso o esperar que su único hechizo cayera junto con su capacidad física para mantenerse despierto. Como un olor impregnó esa nueva ilusión alrededor de las sogas que mantenían abiertos sus pies y sus manos, y cerró los dientes con fuerza contra un alarido cuando las hormigas se adelantaron, hambrientas. Se comerán el cuero, se dijo. No tocarían sus brazos, pensarían que sus brazos y su cuerpo eran de fuego, su cuerpo ERA de fuego, era el cuero crudo el que olía a sangre…
Cerró los puños y levantó las manos todo lo que pudo, aunque el esfuerzo hizo que le temblaran los brazos de debilidad. Las hormigas inundaron las cuerdas de cuero crudo en grupos temblorosos, palpitantes. Se mantenían a unos centímetros de sus nudillos y de sus talones como si su piel fuera realmente la hoguera que él estaba proyectando. Si lograba mantenerlo lo suficiente…
Hubo un grito agudo de rabia y el golpe opaco de los cascos sobre la arena. Los shirdar, pensó Lobo, en un rincón flotante y lejano de su conciencia. Claro, no iban a irse sin contemplar el espectáculo desde lejos. Movió la cabeza con cuidado, con la concentración fija en el doble hechizo, el cuerpo entero inundado de sudor en el frío del amanecer. El remolino de jinetes parecía aproximarse en medio de un lento flotar de capas blancas, gritos de furia y lanzas levantadas. Pensó fríamente que probablemente no podría mantener la concentración en ninguno de los dos hechizos con tres lanzas en el vientre; que la muerte se lo llevaría tanto con lanzas como sin ellas. Pero de todos modos se aferró a lo que hacía, arrastrado por la concentración, fascinado de una forma extraña por la técnica del asunto, como si los que venían no fueran los últimos segundos de su vida, y en aquel momento el primer guerrero levantó la lanza en el aire…
La cabeza del jinete dio un golpe hacia atrás, el cuerpo contorsionado, una flecha le apareció en la mitad del pecho y el rojo manchó el blanco de su capa. Lobo del Sol pensó: Halcón debe de estar viva. No tenía que importarle, no debía permitirse sentir alegría o miedo o ninguna otra cosa, nada que lo distrajera de un ejercicio mental que ni siquiera comprendía. Un mareo lo inundó como una ola. Las hormigas caminaron a su alrededor, corriendo de un lado a otro sobre la tierra pálida o arrastrándose en enjambres alzados sobre las sogas y las estacas, a escasos centímetros del dorso de sus manos. Bajo su espalda, otros cascos hicieron temblar el suelo, pero él no se atrevió a romper el túnel de su visión, las imágenes sin palabras de los hechizos…
¡Rápido, Halcón, demonios!
Alguien gritó, un grito de muerte y agonía, y en ese mismo momento las cuerdas cedieron. Lobo del Sol rodó sobre su cuerpo, sacudiéndose, consciente otra vez de las heridas, de los cortes abiertos, de la carne sin piel de las muñecas y de las rodillas desgarradas bajo los pantalones, consciente otra vez de la costilla quebrada que había obtenido en Benshar, del agujero hinchado y cubierto de polvo en el sitio en que le habían arrancado la flecha, y de las mordeduras de los demonios, que todavía no se habían cerrado del todo sobre sus manos, otro recuerdo de Benshar. Trató de ponerse de pie y cayó inmediatamente, mientras su mente se deslizaba hacia la inconsciencia. Las hormigas se acercaban a toda velocidad.
Fuego, pensó ciegamente, fuego alrededor de mi cuerpo… Unos segundos más, maldición…
Halcón de las Estrellas vio cómo se alzaban las llamas alrededor del cuerpo caído de Lobo, y pensó: Ilusión. Esperaba por la Madre que así fuera. Apretó las espuelas y gritó a Chico del Coro:
—¡No es real…!
Parecía muy real.
Junto a ella, en el suelo, el shirdar al que ella había herido seguía con vida, enterrado bajo un manto de insectos y aullando como un aparato mecánico. Oyó gritar a Chico del Coro y, de reojo, vio cómo a la cara del muchacho afloraba el pánico al ver las llamas.
—¡No es real, demonios!
Pero el espanto lo dominaba. El joven tiró de las riendas, arrastrando su caballo y deteniéndolo entre las hormigas. Halcón de las Estrellas sintió que el suyo temblaba al ver las llamas y recibir el calor y lo golpeó brutalmente con el látigo, llevándolo directamente hacia la pared de fuego. El caballo de Chico del Coro retrocedió y se dobló cuando las hormigas, que ya plenamente despiertas cubrían el hormiguero de arena como una hirviente alfombra rojo negruzca, ascendieron por sus cascos y empezaron a desgarrarle la piel de los espolones. Chico del Coro gritó de nuevo cuando el animal enloquecido lo arrojó al suelo, y después Halcón dejó de ver lo que sucedía, mientras su propio caballo atravesaba de un salto el círculo de llamas.
Lo detuvo con Lobo casi debajo de los cascos. El calor la golpeó como si hubiera cabalgado hacia la boca de un horno, y no se atrevió a desmontar. Las llamas parecían fluir desde el mismo suelo, como si el polvo estuviera ardiendo. Aulló:
—¡En pie, asqueroso idiota! ¿Estás esperando a que te pongan una silla de montar o qué?
Tambaleándose como un borracho, Lobo del Sol se incorporó a medias. Ella lo tomó de un brazo y clavó las uñas con fuerza; hubo sangre en la piel desnuda y sucia. Sólo podía soltar una mano de las riendas del caballo enloquecido. Levantó la voz, aguda como un grito de batalla sobre el aullido feroz de las llamas y los gemidos y maldiciones de los shirdar entre las rocas.
—¡Pon ese culo en la montura, mierda, o te sacaré a rastras de aquí!
A través de la cortina ensangrentada del escaso cabello de Lobo, vio que tenía el ojo sano cerrado, la cara blanca como la de un moribundo bajo una capa de polvo. De una u otra forma, el hombre consiguió poner un pie en un estribo y alzarse; ella le pasó un brazo bajo el hombro y lo levantó con todas sus fuerzas, tirándolo sobre el arzón delantero como si de un cerdo muerto se tratara. Después espoleó su montura y se lanzó hacia las colinas, y el círculo de fuego voló tras ellos como la cola de un cometa, sin dejar brasa alguna sobre el suelo.
Quince metros más allá, el fuego desapareció de pronto, y ella supo que Lobo del Sol se había desmayado.
En las rocas se les unieron Malaliento y Gata de Fuego, con cuatro caballos shirdar atados uno detrás del otro. Halcón miró de nuevo hacia los hirvientes hormigueros y Malaliento meneó la cabeza e hizo un gesto hacia el arco que llevaba en la parte posterior de la montura. Ella tembló, pero sabía que tenía razón. Malaliento y la Gata habían estado ocupados con el resto de los shirdar. Para cuando lograron llegar hasta Chico del Coro —que corría y rodaba, arrancándose frenético el manto feroz de hormigas que le habían devorado los ojos y las orejas y el cerebro— lo único que pudieron hacer fue dispararle.
Así que las hormigas, supuso Halcón, eran las únicas que habían tenido un buen día. Un filósofo habría considerado aquello como una prueba de que la Madre cuidaba realmente a las más humildes de sus criaturas, y que había sido un mal viento que no había traído nada bueno.
Ésa era una de las razones por las que ella había preferido ser mercenaria y no filósofa. La otra, por supuesto, era la paga, sustancialmente mejor.
Esto no va bien, pensó Lobo del Sol, tratando de arrastrarse fuera de la oscuridad del sueño febril en el que había caído. Había dejado a la tropa con Ari, los había dejado para siempre… Ahora era mago. Tenía que encontrar un maestro, tenía que encontrar su destino… encontrar lo que debería haber buscado veinte años antes… ¿O no?
Pero parecían tan reales: Malaliento cruzado de piernas, afilando una daga, junto a un fuego del tamaño de un puño que ardía al abrigo de grandes piedras de granito negro, y la silueta de Halcón de las Estrellas, agachada contra las relampagueantes estrellas del desierto. En algún lugar cercano relinchó un caballo y coyotes distantes, líquidos, insoportablemente tristes, aullaron su coro solitario a la luna.
¿Los había dejado? ¿O era su comandante todavía? ¿Era éste el verano infernal en que habían peleado contra los ejércitos de Shirmarne de Dalwirin en el desierto de un lado a otro de los pasos de la Columna del Dragón? ¿Acababan de herirlo y lo había soñado todo, los horrores de la Ciudadela de Altiokis, los gritos de agonía del nacimiento de la magia dentro de su cuerpo… Halcón de las Estrellas diciendo que lo amaba?
Tal vez nada de eso había pasado en realidad, pensó, dejándose caer de nuevo en el coloreado manto de la fiebre y el dolor. Tal vez todavía era comandante de esa gente, y peleaba en pequeñas guerras mezquinas por la paga y el botín. Tal vez nunca había sentido que el poder encendía el fuego profundo en su alma.
La voz fría de Halcón de las Estrellas comentaba algo sobre que era tiempo de seguir adelante si querían estar del otro lado de los pasos antes de que los shirdar se reunieran para intentar otro ataque. Él oyó el crujido leve de las botas de la mujer y volvió la cara para que no lo vieran llorar.
La segunda vez se despertó con la cabeza clara. Oyó el gruñido del viento seco en las vigas de madera, el crujido leve de las ramas de pino contra una pared junto a su cabeza, y el petulante golpear de una persiana mal cerrada. Paja sucia, cocina, humo de leña. Una posada, pensó, abriendo el ojo. Del otro lado de la cama en que yacía vio una puerta abierta y, más allá, la barandilla tallada de una galería interna y altas vigas, teñidas de ámbar por la luz del fuego de una chimenea que debía de estar más abajo. Después movió la cabeza y vio a Halcón de las Estrellas, Gata de Fuego, Malaliento y a Pequeño Thurg agrupados alrededor de una tosca mesa al pie de su cama.
—Levantadla vosotros dos.
—Vamos, te vi sacar tres naipes…
—¿Vienes o te vas a quedar ahí sentado quejándote, hereje comedor de basura?
—¡Tú, hablando de herejías! ¡Voy y te paso, puta asquerosa antijustificacionista…!
—Apuesto a que le dices eso a todas las chicas…
—Tengo mejores cosas que hacer que tirar buen dinero a malos…
—¿Quién dio esta porquería?
Tenían las armas bajo la mesa, alrededor de los pies. Lobo vio su espada, que seguramente habían recogido del arroyo, sus botas, y las mochilas gastadas con los libros de las Brujas de Benshar. Esperó hasta que Halcón de las Estrellas terminó de reunir sus ganancias y después dijo:
—Pensé que debía de estar muy mal para tener una alucinación con algo tan parecido a Malaliento.
Se reunieron todos alrededor de su cama —aunque Halcón de las Estrellas se puso el dinero en el bolsillo con todo cuidado antes de alejarse de la mesa— y comenzaron a hablar todos a un mismo tiempo. Por encima de la cabeza de Thurg, Lobo buscó los ojos de Halcón, fríos y grises y enigmáticos como siempre, pero en sus profundidades leyó lo que ella habría muerto antes de decir delante de otros: el tímido placer que sentía al ver que volvía a ser el mismo, aunque no estuviera de pie todavía. Como un idiota, el corazón le dio un pequeño bote en el pecho.
—Os estuvimos buscando por todo el granero de San Gambion, Jefe —estaba diciendo Thurg.
Y Gata de Fuego agregó:
—Mira que si llegamos a encontrarte justo a tiempo para ver cómo te comían los bichos esos…
—Sí, yo también pensé lo mismo. —Hizo un esfuerzo para sentarse en la cama, y se sacudió el cabello largo de la cara.
Bajo las anchas vendas, la herida de la espalda le dolía como el mordisco de una suegra, pero era el ardor de los ungüentos, ya no la llama del veneno. Por lo que sentía, se daba cuenta de que no era serio. Hacía muchos años, una puta lo había dejado mucho peor con un par de tijeras.
—Pero… —Malaliento sonrió, inclinado como un marinero sobre el final de la cama, los ojos de loco brillantes en la penumbra—. Se diría que estuvimos muy cerca.
—¿Qué demonios quiere decir eso?
Halcón de las Estrellas le arrojó una camisa. Era la última que tenía en las alforjas, remendada, gastada en los puños, con la mayoría de las puntillas arrancadas y levemente manchada con la sangre de alguien. Probablemente habían hecho que la esposa del posadero la remendara; no conocía a ningún mercenario, excepto él mismo, que supiera de qué lado de la aguja había que poner el hilo. En el último año de viajes con Halcón de las Estrellas, él había cosido las camisas de su compañera, una mujer adulta que supuestamente había tenido una buena educación. Se rascó el parche del ojo, y volvió a ajustar el cuero sobre la cuenca vacía.
—¿Y qué mierda estáis haciendo aquí? Pensé que Ari ya estaría a mitad de camino de Wrynde en esta época del año.
—Ari nos mandó, Jefe —dijo Malaliento, y el brillo travieso desapareció de sus ojos oscuros—. Estamos en problemas, todos… Necesitamos tu ayuda. No estamos seguros, pero cada vez parece más obvio que un mago ha echado una maldición sobre la tropa.