El Maestro Djü-dshi era, según se nos cuenta,
de natural tranquilo y manso y tan modesto
que renunció por entero a la palabra y enseñanza,
pues la palabra es apariencia, y preocupado estaba
por evitar cualquier apariencia.
Cuando muchos estudiosos, monjes y novicios,
gustosos se entregaban a discutir en lenguaje noble
y agudo el sentido del mundo y el bien supremo,
él se mantenía silencioso y vigilante,
atento siempre a evitar cualquier exceso.
Y cuando acudían a él con sus preguntas,
tanto las fútiles como las graves, sobre el sentido
de las viejas Escrituras, el nombre de Buda,
la iluminación, el origen del mundo
y su destrucción, permanecía en silencio
señalando sólo suavemente con el dedo hacia arriba
cada vez más íntimo y monitorio: hablaba,
enseñaba, alababa, castigaba, señalando tan certero
al corazón del mundo y de la verdad, que luego
muchos jóvenes entendieron el silencioso
levantamiento del dedo, temblaron y despertaron.
NOSOTROS HEMOS vivido la desgracia y la enfermedad, hemos perdido amigos con la muerte, y la muerte no sólo ha llamado desde fuera a nuestra ventana, se ha adentrado también en nuestro trabajo y ha hecho progresos. La vida, que antes era tan autónoma, se ha convertido en un bien precioso, siempre amenazado, la posesión autónoma se ha transformado en un préstamo de incierta consistencia.
Pero el préstamo con un plazo de despedida impreciso no ha perdido en modo alguno su valor, sino que su carácter aleatorio más bien lo ha elevado. Amamos la vida hoy como ayer y queremos mantenernos fieles a la misma, entre otras cosas por motivos de amor y de amistad, que como un vino de buena cepa con los años, lejos de mermar, crece en su contenido y valor.
Mantengo con la muerte la misma relación que antes, ni la odio ni la temo. Si alguna vez he pretendido analizar con quién y con qué me gustaría tener trato más frecuente e íntimo después de con mi mujer y con mis hijos, pronto me he dado cuenta de que hay muertos leales, muertos de todos los siglos, músicos, poetas, pintores. Su manera de ser, condensada en sus obras, persiste y para mí es mucho más presente y real que la mayor parte de mis coetáneos. Y lo mismo ocurre con los difuntos, que he conocido en vida, a los que he amado y he perdido, a mis padres y a mis hermanos, a mis amigos de juventud, que forman parte de mí y de mi vida, hoy como ayer, cuando vivían, pienso en ellos, sueño con ellos y con ellos cuento en mi vida diaria. Así, pues, esa relación con la muerte no es ninguna ilusión ni es una bonita fantasía, sino algo real que pertenece a mi vida. Conozco bien el luto por el pasado, que puedo sentir con cada flor que se marchita. Pero es un luto sin desesperación.
Cómo entonces todos desaparecen tan poco a poco y al final se tienen muchos más cercanos y allegados «al otro lado» que aquí, de repente uno está personalmente más interesado por ese más allá y olvida el miedo, que tiene el todavía firmemente rodeado.
Los que se han marchado continúan vivos con nosotros mediante la realidad esencial con la que influyeron sobre nosotros. A veces hasta podemos hablar con ellos, aconsejarnos con ellos y obtener su consejo mejor que con los vivientes.
Toda carrera, tanto hacia el sol como hacia la noche, conduce a la muerte, conduce al nuevo nacimiento, cuyos dolores teme el alma. Pero todos recorren el camino, todos mueren, todos nacen, porque la madre eterna los da eternamente a luz.