LA VERDAD ES UN ideal típicamente juvenil, mientras que el amor es cosa de la persona madura y de quien a su vez se esfuerza por estar preparado para la descomposición y la muerte. Entre las personas de pensamiento, el entusiasmo por la verdad sólo cesa cuando han observado que el hombre está extraordinariamente mal dotado para conocer una verdad objetiva, hasta el punto de que la búsqueda de la verdad no puede ser la actividad propiamente humana. Pero incluso quienes nunca llegan a tales intuiciones hacen el mismo viraje en el curso de la experiencia inconsciente. Tener la verdad, llevar razón, poder distinguir con precisión el saber, el bien y el mal, y en consecuencia poder y deber juzgar, castigar, condenar, hacer la guerra, son cosas juveniles y algo que encaja perfectamente bien con el joven. Uno se hace mayor y persiste en esos ideales, se marchitan esas facultades, de todos modos ya no violentas, para «despertarse» y para conjeturar sobre la verdad sobrehumana que los hombres poseemos.

La vejez y la esclerosis hacen progresos, a veces la sangre no quiere seguir corriendo de forma tan normal a través del cerebro. Pero esos males acaban teniendo también su lado bueno; ya no se acepta todo de forma tan clara y apasionada, se pasa de largo sobre muchas cosas, ya no se acusan muchos golpes o alfilerazos, y una parte del ser que en tiempos se llamaba yo, ya está allí donde pronto se instalará el todo.

Sentimos curiosidad por conocer las ensenadas no descubiertas del Mar del Sur, los polos de la Tierra, la comprensión de los vientos, las tormentas, los rayos, los aludes…, pero estamos infinitamente más interesados en la muerte, en la suprema y más audaz vivencia de esta nuestra existencia terrena. Porque creemos saber que de todos los conocimientos y vivencias sólo los bien merecidos y satisfactorios pueden contar para que entreguemos la vida de buena gana.

Cuando uno envejece y ha realizado su obra, tiene en su mano el alegrarse por la paz de la muerte. No necesita de las personas; las conoce y las ha visto lo suficiente. Lo que necesita es tranquilidad. No es oportuno visitar a una persona así, dirigirle la palabra y atormentarlo con parloteos. Conviene pasar de largo por la puerta de su estancia, cual si fuera la vivienda de nadie.