CUANDO HACE CUARENTA años llegué aquí a Montagnola después de una guerra mundial y de una serie de batallas personales del destino, náufrago pero dispuesto a la lucha y a comenzar de nuevo, ésta era todavía una pequeña aldea semidormida en medio de viñedos y bosques de castaños. Así continuó muchos años. Hasta que también nuestra colina entró en aquel estadio o en aquella enfermedad, que Knut Hamsun describió de forma tan inquietantemente impresionante en los Hijos de su tiempo y en La ciudad de Segelfoss. Donde todavía ayer se perdía por la pendiente un sendero juguetón y sinuoso entre hileras de vides y setos de madreselvas, hoy vemos detenerse sobre el suelo removido camiones que descargan ladrillos y sacos de cemento, y un poco después, en vez de las flores del prado, la vides y las higueras, vemos las cercas de alambre y detrás las pequeñas casitas arrabaleras de colores agrios que se arrastran y nos salen incesantemente al paso desde la ciudad y desde el valle con parcelaciones, construcciones nuevas, calles, muros, máquinas que mezclan el cemento. La borrachera del crecimiento y la fiebre de la especulación del suelo. La muerte del bosque, de los prados, de los viñedos. Crujían las máquinas de la construcción, sobre los depósitos de combustible retumbaba el golpe del martillo. No había nada que decir en contra, la gente estaba en su derecho. Hacía unas décadas que yo mismo había acotado aquí u n trozo de tierra, lo había rodeado de un seto y había montado una casa, un jardín y unos caminos. Ciertamente que por entonces yo no era tanto uno de «los hijos de su tiempo» cuanto más bien un mentecato individual, que se asentó aquí lejos de la aldea, plantó árboles, luchó con la maleza y no sin cierto orgullo miró a la ciudad y sus arrabales desde la altura. Hacía largo tiempo que el orgullo había terminado, nuestra pequeña aldea se había convertido en una «ciudad de Segelfoss», se había construido casa tras casa y calle tras calle, se habían abierto o se habían agrandado tiendas, había un nuevo edificio de correos, un café, un kiosco de periódicos, cien nuevas terminales telefónicas, habían desaparecido nuestros antiguos paseos, mis rincones escondidos para pintar y los lugares de descanso habituales. Nos había alcanzado la gran oleada, ya no éramos una aldea y nuestro entorno no era ya un paisaje rural. Y así como, retirados y ocultos, habíamos construido nuestra casa haría ya unos treinta años, la gran oleada llegaba ahora hasta nuestros pies y se había ido vendiendo, parcelando, construyendo y acotando prado tras prado.
Todavía nos protegía nuestra posición en la pendiente escarpada y en un sendero estrecho y malo; pero las terrazas de prados por debajo de nuestra hacienda con sus hileras de viñedos y árboles y su viejo y pintoresco establo seducían ya a los compradores, en parte por su afición a construir y en parte porque se trataba de especuladores. A veces se veía allí a gentes desconocidas, que andaban dando vueltas, valoraban la vista y medían las distancias a grandes zancadas. Mañana o pasado mañana nos arrebatarían aquel resto de naturaleza y de paz. Y ya no se trataba simplemente de la pareja de viejecitos que éramos nosotros y de nuestra tranquilidad. Se trataba de lo que nuestros patronos habían construido, planeado y dispuesto y de lo que nos habían dejado como a feudatarios y que ahora nosotros probablemente no podríamos devolver sin deterioro.
De «Bericht an Freunde», 1959
El mundo nos protege poco más, a menudo parece constar únicamente de gritos y de miedo; pero la hierba y los árboles continúan creciendo. Y si alguna vez la tierra quedase enteramente cubierta de cajas de cemento, los juegos de nubes seguirían estando siempre ahí, y aquí y allá habrá personas que con ayuda del arte tendrán siempre abierta una puerta a lo divino.