EN LA ESTRUCTURA y consistencia ciertamente más laxa de los últimos días de vida parece que ésta pierda su proximidad a la realidad, que la realidad en sí sea ya una dimensión algo más imprecisa de la vida, algo más tenue y transparente; parece como si ya no nos formulara sus exigencias con la violencia y desconsideración de antaño, como si nos permitiera hablar, jugar y actuar consigo misma. Para nosotros, los ancianos, la realidad ya no es la vida, sino la muerte; no la aguardamos ya desde fuera, sino que sabemos que habita en nosotros. Cierto que nos defendemos contra los achaques y dolores que su proximidad nos trae, pero no contra ella misma, y si nos guardamos y cuidamos algo más que antes lo hacemos con ella a nuestro lado, sabiendo que está en nosotros y con nosotros, ella constituye nuestro aire, nuestro cometido y nuestra realidad.
Además, el entorno y la realidad, que en tiempos nos rodeaban, pierden ahora gran parte de su entidad, incluso de su verosimilitud. La realidad ya no es algo evidente e incuestionablemente válido, podemos tanto aceptarla como rechazarla y tenemos un cierto poder sobre ella. Con ese cambio la vida diaria adquiere una especie de surrealismo lúdico, los sistemas antiguos y fijos ya no tienen esa validez, se han desplazado los aspectos y acentos en relación con el presente, el pasado ha ganado valor, sin que el futuro nos interese ya seriamente. Y así nuestro comportamiento cotidiano, considerado desde la razón y desde las reglas antiguas, recibe algo de irresponsabilidad, de inauténtico y lúdico, y ese es el comportamiento que la voz popular denomina «infantilismo». Hay mucho de acertado en ello y yo no dudo de que sin pretenderlo y de la manera más natural produzco una serie de reacciones infantiles sobre el entorno. Pero no siempre acontecen en modo alguno, como me enseña la observación, de forma inadvertida e incontrolada. Personas ancianas pueden llevar a cabo acciones infantiles, nada prácticas ni rentables, algo realmente pueril incluso a plena conciencia (¿o sólo a medias?) y con una especie de gusto por el juego análogo al que experimenta la niña cuando habla con su muñeca o simplemente cuando, a través de su propia manera de sentir y pensar, rodea de encanto el pequeño huerto de su madre transformándolo en una selva virgen habitada por tigres, serpientes y tribus hostiles de indios.
Un ejemplo: ese día, antes del mediodía y después de haber leído el correo, fui al jardín. Digo «jardín», pero en realidad se trata de una pendiente bastante empinada, cubierta de hierba y muy yerma, con algunas terrazas de vides en las que nuestro viejo jornalero ha mantenido muy bien las parras; pero todo lo demás muestra una violenta tendencia por volver a su estado salvaje. Lo que hace un par de años todavía era prado ahora es pradal, con la hierba fina y canija, y en vez de sus prósperas anémonas, sellos de Salomón, bayas, arándanos, aquí y allá aparecen también zarzamoras y brezos a la vez que un musgo crespo por todas partes. Ese musgo, junto con sus plantas similares, tendrían que ramonearlo las ovejas, que habrían también de pisotear el suelo con sus pezuñas para salvar el césped; pero nosotros no tenemos ovejas y tampoco tendríamos ningún estiércol para el césped salvado, por lo que el entramado de raíces de los arándanos y sus congéneres se extiende tenaz de año en año por el herbazal, cuya tierra se convierte a su vez en suelo boscoso. Siempre según el humor veo esa transformación retrospectiva con disgusto o con placer. A veces pongo manos a la obra en un trocito de la pradera moribunda, llego hasta el cuerpo de la exuberante vegetación agreste con rastrillos y, con los dedos, peino sin compasión los rellenos de musgo aplastados entre los manojos de hierba y arranco una esportilla repleta de rizomas y raíces de arándanos, sin creer por ello en el provecho de dicha acción, pues de otro modo mis labores de jardinería no se habrían convertido con el paso de los años en un juego solitario sin sentido práctico; lo que significa que semejante sentido sólo lo tiene para mí como higiene y economía personal. Cuando los dolores de ojos y de cabeza se agravan en exceso, yo necesito un cambio de la actividad mecánica, una modificación física. El trabajo aparente de jardinero y fogonero, que en el curso de largos años encontré con ese fin, no sólo tiene que servir a ese cambio y distensión corporal, sino también a la meditación, al entramado de sueños fantásticos y a la concentración de sensaciones anímicas. Así pues, en ocasiones, intento impedir de alguna forma que mi pradera se convierta en un bosque. Otras veces me detengo ante aquel terraplén, que a lo largo de más de veinte años hemos trazado en la linde meridional de la hacienda. Es un terraplén que está formado con tierra y por las piedras incontables que arrancamos al abrir una zanja protectora para contener el bosque inmediato y que al principio estaba plantada de frambuesas. Ahora ese muro está tapizado de musgo, de hierbas trepadoras, helechos, arándanos y arbolillos; algunos incluso se han convertido ya en árboles imponentes, como ocurre por ejemplo con un tilo umbroso, apostados allí como están cual avanzadillas del bosque que vuelve a progresar lentamente. Aquella mañana en concreto yo no tenía nada contra el musgo y la maleza, ni contra la naturaleza salvaje ni contra el bosque, sino que contemplaba con admiración y placer la vigorosa expansión del mundo de las plantas. Y en el prado aparecían por doquier los jóvenes narcisos con sus excrecencias carnosas, que aún no habían florecido por completo, todavía no mostraban sus cálices blancos y sólo tenían aquel amarillo suave del color de los gladiolos.
Paseé lentamente por el jardín, contemplé el joven rosal de un rojo oscuro y bañado por el sol de la mañana, vi los troncos pelados de las dalias que una vez más se acababan de trasplantar, y entre las cuales con una energía vital incontrolada se levantaban los gruesos troncos de los lirios martagones. En la parte inferior del terreno seguía escuchándose a Lorenzo, el leal leñador que hacía ruido con su regadera. Decidí dirigirme a él y dejarme aconsejar en toda la política relativa al jardín. Lentamente fui bajando la cuesta de terraza en terraza, provisto de alguna herramienta, me alegré con los jacintos en racimo en medio de la hierba, que muchos años antes yo había distribuido a centenares por la pendiente y reflexioné sobre el arriate que aquel año correspondía a las cinias. Vi con gozo florecer el hermoso barniz de oro y vi con desazón las lagunas y los puntos débiles del vallado del estercolero superior, trenzado con ramas, que estaba enteramente cubierto por el hermoso rojo de los brotes marchitos de las camelias. Bajé por completo hasta el huerto llano de las verduras, saludé a Lorenzo y conduje la conversación planeada preguntándole por su salud y la de su mujer, a la vez que intercambiamos opiniones sobre el tiempo. Yo pensaba que sería bueno, suponiendo evidentemente que traería algo de lluvia. Pero Lorenzo, que tiene aproximadamente la misma edad que yo, se apoyaba en sus palas, echaba una ojeada breve y sesgada sobre el nubarrón que avanzaba y sacudía su cabeza canosa. Hoy no iba a llover para nada. Nunca se puede saber, hay también sorpresas, aunque… y una vez más miraba de soslayo al cielo, sacudía la cabeza con más energía y cerraba la conversación sobre la lluvia: «No, signore».
Hablamos entonces de las verduras, de las cebollas recién plantadas; yo lo alabé todo encarecidamente llevándolo a mi verdadero propósito. La cerca por encima del montón de estiércol no se podría mantener por más tiempo; yo aconsejaría su renovación, aunque desde luego no precisamente ahora, cuando todas las manos estaban ocupadas y aún había mucho que hacer, pero ¿no convendría, quizá, para el otoño o para el invierno? El hombre estuvo de acuerdo con ello y ambos convinimos en que, si aquel trabajo le interesaba, sería conveniente no sólo renovar el entramado con ramas verdes de castaño sino también los postes. Sin duda que aguantarían todavía algún añito más, pero sería mejor… Sí, dije yo, y como ya estábamos hablando del montón de estiércol, también me gustaría, si en el otoño no volvía a reservar toda la tierra buena para los arriates superiores, que me apartara algo para el macizo de flores, por lo menos dos carretillas bien cargadas. De acuerdo, y después tampoco deberíamos olvidar multiplicar aquel año las fresas y descombrar el fresal más bajo junto al seto, que ya llevaba varios años aguardando. Y así, unas veces a mí y otras a él, se nos fueron ocurriendo una serie de cosas buenas y útiles para el verano, para septiembre y para el otoño. Y después de haberlo discutido todo amigablemente, yo continué mi paseo y Lorenzo volvió a su trabajo, y ambos nos quedamos satisfechos con los resultados de nuestra conversación.
A ninguno de nosotros se nos ocurrió recordar con una cierta grosería el estado de cosas que a los dos nos era bien conocido, y que habría distorsionado nuestra conversación poniéndole unos ribetes ilusorios. Habíamos tratado conjuntamente el asunto de forma sencilla y de buena fe o casi de buena fe. Y sin embargo Lorenzo sabía tan bien como yo que aquella conversación con sus buenas intenciones y propósitos no se había grabado ni en su memoria ni en la mía, que ambos en un plazo máximo de quince días la habríamos olvidado por completo, meses antes de las fechas para la instalación del montón de estiércol y para la multiplicación de las plantaciones de fresas. Nuestra conversación matinal bajo un cielo no dispuesto a la lluvia se desarrolló de un modo singular por su misma naturaleza, un juego, un divertimento, un empeño puramente estético sin consecuencias. Para mí había sido un placer el contemplar durante un rato el bondadoso y viejo rostro de Lorenzo y ser objeto de su diplomacia, que opone al interlocutor un muro protector de la más bella cortesía sin tomarlo en serio. También como compañeros de edad teníamos un sentimiento recíproco de fraternidad, y si uno de nosotros renquea alguna vez con fuerza especial o tiene dificultades especiales con los dedos hinchados, no se habla del asunto; pero el otro sonríe comprensivo y con un ligero sentimiento de superioridad y para esa ocasión tiene el sentimiento de un cierto desquite, sobre la base de una homogeneidad y simpatía, en la que cada uno no deja de experimentar una cierta satisfacción al sentirse momentáneamente más fuerte, aunque también piensa con un lamento anticipador en el día en que el otro ya no estará a su lado.
Del «Notizblätter um Ostern», 1954