ENVEJECER DE UNA manera digna y mantener siempre una actitud o sabiduría conveniente a nuestra edad es un arte difícil; la mayoría de las veces llevamos el alma adelantada o atrasada respecto del cuerpo, y entre las correcciones de esas diferencias se cuentan las sacudidas del sentimiento vital interno, del temblor y vibración de las raíces, que suelen acompañarnos en los cortes de la vida y en las enfermedades. A mí me parece que frente a estas sacudidas hay que ser y sentirse pequeños como niños, y a través del llanto y la debilidad recuperar lo mejor posible el equilibrio tras una alteración de la vida.
A una edad avanzada se contempla la larga vida que queda atrás a través de unas consideraciones curiosas. La segunda mitad de mi vida era la mitad dramática, abundante en luchas, abundante en enemigos, en necesidades y en consecuencias de todo tipo. Pero la fuerza para contemplar desde arriba esa mitad agitada de la vida llegaba de la primera mitad más tranquila, de los casi cuarenta años de paz que yo hube de vivir. Se ha hablado de la guerra como de un baño de acero. Pero, según mi experiencia, no es más que la paz la que alienta y da fuerzas.
¡Qué sería de nosotros, los ancianos, si no tuviéramos esto: el libro de estampas del recuerdo, el tesoro de vivencias! Sería algo penoso y miserable. De este modo en cambio somos ricos y no sólo arrastramos hacia el final y hacia el olvido un cuerpo consumido, sino que también somos portadores del tesoro, que alienta en nosotros y nos ilumina mientras respiramos.
Nos ocurre a nosotros con la sabiduría lo que le sucedía a Aquiles con la tortuga. Siempre va un poco delante. Pero es un buen camino estar en su estela y seguir su fuerza de atracción.
¡Maravilloso encanto, encanto candente y triste del pasado! ¡Y todavía más maravilloso el que no haya pasado, el que no haya desaparecido lo ocurrido, su secreta pervivencia, su secreta eternidad, su continuar despierta en el recuerdo, su vital inhumación en la palabra que la evoca de continuo!