ARMONÍA DE MOVIMIENTO Y DESCANSO*[1]

PARA LA GRAN MAYORÍA de la gente mayor la primavera no es una estación buena; también a mí me molestaba poderosamente. Los polvillos y las inyecciones de los médicos me ayudaban poco; los dolores se intensificaban furiosamente como las flores en la hierba y las noches eran difíciles de soportar. Pero en las cortas horas que podía pasar fuera, cada día aportaba pausas de olvido y de entrega a las maravillas de la primavera y a veces instantes de arrobo y revelación, cada uno de los cuales valdría la pena retener, con sólo que hubiera precisamente una retención, con sólo que fuera posible describir y prolongar tales maravillas y revelaciones. Esas vivencias llegan por sorpresa, duran segundos o minutos y en ellas nos habla y se nos desvela un proceso en la vida de la naturaleza, y cuando uno es lo bastante mayor le parece como que toda la larga vida con sus alegrías y dolores, con sus amores y conocimientos, con sus amistades y amoríos, con los libros, la música, los viajes y trabajos no ha sido otra cosa que un largo rodeo hacia la madurez de esos instantes; rodeo en el que con la imagen de un paisaje, de un árbol, de una historia humana o de una flor, Dios se nos muestra y se nos ofrece el sentido y valor de todos los seres y acontecimientos. Y, de hecho, probablemente también en los años jóvenes vivimos con entusiasmo y pasión la contemplación de un árbol florecido, la formación de unas nubes, de modo que para la vivencia a la que me refiero se requiere precisamente una suma infinita de cosas vistas, experimentadas, pensadas, sentidas y sufridas, se requiere una cierta atenuación de los impulsos vitales, una cierta caducidad y proximidad de la muerte, para percibir en una pequeña revelación de la naturaleza a Dios, al espíritu, el misterio, la armonía de los contrarios y el Gran Uno. También los jóvenes pueden vivirlo, sin duda alguna, pero con menos frecuencia y sin esa unidad de sensación y pensamiento, de vivencia sensible y espiritual, de estímulo y conciencia.

Todavía durante nuestra primavera seca, antes de que llegasen las lluvias y la serie de días tormentosos, me detenía a menudo en un lugar de mi viña, donde para esa fecha tengo mi hogar sobre un trozo del suelo del jardín todavía no removido. Allí, en el seto de espino blanco que rodea el jardín, ha crecido desde hace años un haya, al principio un pequeño arbusto de las semillas volanderas del bosque, que durante varios años yo había dejado crecer sólo provisionalmente y un tanto contrariado, pues me daba pena por el espino blanco; pero, después, la pequeña y tenaz haya de invierno creció, tan hermosa, que finalmente la acepté y ahora es ya un robusto arbolillo, para mí hoy doblemente querido por cuanto que la vieja e imponente haya, mi árbol favorito de todo el bosque cercano, ha sido talada hace poco, los trozos de su tronco aserrado yacen todavía pesados e imponentes, yacen todavía dispersos como fragmentos de columnas. Mi arbolillo es probablemente un retoño del haya talada.

Siempre me ha alegrado e impresionado la tenacidad con que mi pequeña haya conserva sus hojas. Cuando todo se ha helado desde hace mucho tiempo, continúa erguida con la vestidura de sus hojas marchitas a lo largo de los meses de diciembre, enero y febrero, la tormenta la sacude, la nieve cae sobre ella y de nuevo se derrite, las hojas secas, inicialmente de un pardo oscuro, se ponen cada vez más claras, más finas, más sedosas, pero el árbol no las suelta, tienen que proteger los nuevos botones. Alguna vez en cada primavera, y cada vez más tarde de lo que se esperaba, un día el árbol había cambiado, había cambiado el viejo follaje sustituyéndolo por la nuevas yemas, tiernas y henchidas de humedad. Pero esta vez fui testigo de aquella transformación. Era inmediatamente después de la lluvia, que había dejado el paisaje verde y fresco, una hora después del mediodía, hacia mediados de abril, cuando aquel año yo todavía no había escuchado a ningún cuclillo ni había descubierto narciso alguno en el prado. Pocos días antes había tenido que aguantar un cierzo violento que congelaba y golpeaba el cuello, y había advertido con asombro cómo el haya se enfrentaba impasible al viento huracanado sin apenas cederle una hojita; tenaz y valiente, dura y obstinada mantenía su viejo y pálido follaje.

Y ahora, hoy, mientras quemaba leña y estaba junto a mi fuego con una brisa ligera y cálida, he visto cómo ocurría: se ha levantado un soplo de viento suave, sólo un instante, y las hojas tan largamente conservadas volaban a cientos y a miles, silenciosas, ligeras, gustosas, cansadas de su duración, cansadas de su tenacidad y valentía. Lo que durante cinco o seis meses se había mantenido ofreciendo resistencia, en pocos minutos había sucumbido a una nada, a un soplo, porque había llegado el tiempo, porque ya no era necesario el aguante áspero. Se dispersaba y flotaba riente, maduro, sin lucha. El vientecillo era demasiado flojo para llevarse lejos las hojitas adelgazadas y ligeras, que caían como gotas de llovizna y cubrían el camino y la hierba a los pies del arbolillo, algunas de cuyas yemas ya habían abierto y verdecido.

Y bien ¿qué es lo que se me había revelado en aquel espectáculo sorprendente y conmovedor? ¿Era la muerte, la muerte del follaje invernal, que ocurría de forma suave y voluntaria? ¿Era la vida, la juventud apremiante y jubilosa de los brotes, que se había abierto camino con una voluntad repentinamente despierta? ¿Era algo triste, era algo divertido? ¿Era un aviso para mí, el anciano, a dejarme también yo flotar y caer, un aviso de que tal vez quitaba el sitio a los jóvenes y más fuertes? ¿O era una invitación a mantenerme firme y tenaz sobre mis piernas como el follaje del haya mientras me fuera posible, a apoyarme y defenderme, porque después, en el momento oportuno, la despedida sería fácil y alegre? No, como cualquier visión, era un hacerse visible lo grande y eterno, era la coincidencia de los contrarios fundiéndose en el fuego de la realidad. No significaba nada, nada avisaba, más bien lo significaba todo, significaba el misterio del ser, y era hermoso, era felicidad, era sentido, era regalo y descubrimiento para el espectador, como se llena de Bach un oído y de Cézanne un ojo. Estos nombres e interpretaciones no eran la vivencia propiamente dicha, sólo llegaron más tarde, y la misma vivencia no fue otra cosa que aparición, milagro, misterio, tan bella como seria, tan encantadora como inexorable.

En el mismo lugar, junto al seto de espino blanco y cerca del haya, después de que en el ínterin el mundo había adquirido un verde suave y el Domingo de Pascua se había escuchado el primer canto del cuclillo en nuestro bosque, uno de esos días tormentosos, húmedos, cambiantes y ventosos, que ya preparaban el salto de la primavera al verano, me manifestó el gran misterio en una vivencia ocular no menos parabólica. En un cielo encapotado, que sin embargo lanzaba de continuo deslumbrantes luces solares sobre el verde germinal del valle, tuvo efecto un gran teatro de nubes, el viento parecía soplar a la vez de todas partes, aunque prevaleciendo la dirección sur-norte. Turbación y pasión llenaban la atmósfera de fuertes tensiones. Y en medio del espectáculo, imponiéndose repentinamente a mi mirada, se alzaba de nuevo un árbol, un árbol joven y hermoso, un álamo de follaje fresco en el jardín del vecino. Se disparó hacia arriba como un cohete, ondulante y elástico, con una cima aguda, que se elevaba tenso en las breves pausas del viento como un ciprés, y con el viento creciente gesticulando con cien ramas finas y ligeras que se despeinaban. La copa del árbol magnífico se mecía y encabritaba de acá para allá agitando un follaje susurrante de un brillo tierno, contento de su fuerza y su verde juventud, con una suave oscilación como el fiel de una balanza, ora cediendo como en el juego amoroso, ora volviendo caprichosamente (sólo mucho más tarde me vino a la mente que ya una vez, hacía décadas, había observado este juego con los sentidos abiertos en una rama de melocotón y lo había copiado en la poesía «La rama florecida»).

Con alegría y sin miedo, más aún, animosamente, el álamo ofrecía las ramas y el vestido del follaje al viento húmedo que soplaba con fuerza, y lo que cantaba el día de tormenta y lo que escribía en el cielo con su punta aguda era hermoso, era perfecto, eran tan alegre como serio, con tanta acción como pasión, con tanto de juego como de destino, conteniendo una vez más todos los contrastes y contrasentidos. El viento no era el vencedor absoluto al ser capaz de sacudir y doblar en tal medida al árbol; tampoco el árbol era el vencedor absoluto por ser capaz de rebotar y recuperarse, elástico y triunfal, de cada flexión; era el juego de ambos, la consonancia de movimiento y reposo, de fuerzas celestes y terrestres: la interminable danza de la cima rebosante de gestos en medio de la tormenta no era más que una imagen, una revelación del misterio universal, más allá de lo fuerte y lo débil, del bien y del mal, de la acción y la pasión. Durante una pequeña pausa, durante una pequeña eternidad, leí en aquella danza de forma limpia y perfecta lo que de ordinario está oculto y secreto, y lo hice de un modo más limpio y perfecto que si lo hubiera leído en Anaxágoras o en Laotsé.

Y también aquí me pareció de nuevo como si para contemplar esa imagen y leer esa escritura no solo fuese necesario el regalo de una hora primaveral, sino también los movimientos y los pasos equivocados, las tonterías y las experiencias, los placeres y los sufrimientos de muchísimos años y décadas; y al olmo querido que me obsequiaba con aquella visión lo sentí realmente como un muchacho, como un muchacho inexperto y desprevenido. Tendrían aún que desgastarlo muchos hielos y nevadas, lo sacudirían aún muchas tormentas, todavía lo tocarían y herirían muchos rayos, hasta que quizá también él, capaz de contemplar y escuchar, estaría ansioso de penetrar el gran misterio.

De «Aprilbrief», 1952