EL PÁTHOS es una cosa hermosa, y para los jóvenes a menudo representa algo maravilloso. Para la gente mayor es más apropiado el humor, la sonrisa, el no tomar las cosas en serio, la transformación del mundo en una imagen y el considerar las cosas cual fugaces juegos de nubes al atardecer.

Envejecer no es simplemente un desmontar y marchitarse; como cualquier estadio de la vida tiene sus propios valores, su propio encanto, su propia sabiduría, su propia tristeza y en tiempos de una cultura un tanto floreciente se ha demostrado con razón una cierta veneración a la ancianidad, veneración que hoy reclama la juventud. No queremos sentirnos ofendidos por las exigencias de la juventud; pero tampoco queremos dejarnos engañar con que la ancianidad no tiene valor alguno.

Envejecer es en sí un proceso natural y un hombre de sesenta y cinco o setenta y cinco años, si no pretende ser joven, está perfectamente sano y es tan normal como otro de treinta o de cincuenta. Pero por desgracia no siempre se está de acuerdo con la propia edad, a menudo nos apresuramos internamente y con mayor frecuencia aún nos quedamos atrás… y entonces la conciencia y el sentimiento de la vida están menos maduros que el cuerpo, nos defendemos contra sus manifestaciones naturales mientras le exigimos algo que de por sí no puede prestar.

La madurez siempre rejuvenece. También a mí me ocurre, aunque eso quiere decir poco porque en el fondo he conservado siempre el sentimiento vital de mis años adolescentes y mi llegada a la edad adulta y mi envejecimiento siempre los he percibido como una especie de comedia.

Quien ha llegado a viejo y presta atención al dato puede observar cómo, pese al debilitamiento de las fuerzas y facultades, hay una vida tardía que cada año hasta el final ensancha y multiplica la red infinita de sus relaciones y enlaces, y cómo, mientras la memoria se mantiene despierta, nada se ha perdido de todo lo transitorio y pasado.