BAÑISTAS

APENAS HABÍA LLEGADO mi tren a Baden, apenas había yo bajado con alguna dificultad la escalerilla del vagón, cuando ya se dejó sentir el encanto de la ciudad. En pie, sobre el húmedo suelo de cemento de Perron y después de avistar al portero del hotel, vi a tres o cuatro colegas bajar del mismo tren en el que yo había llegado; eran enfermos de ciática, como claramente lo indicaban el ceñido apretado de las posaderas, la marcha insegura y la expresión del rostro un tanto desamparada y llorosa, que acompañaban sus cautos movimientos. Cierto que cada uno de ellos tenía su especialidad, su tipo específico de achaques, de ahí también su manera propia de caminar, de vacilar, saltar y renquear y cada uno con su propia y particular expresión facial, aunque prevalecía el rasgo común; yo los reconocía a todos a primera vista como afectados de ciática, como hermanos, como colegas. Quien conozca las jugarretas del nervus ischiaticus, no por los manuales sino por la experiencia que los médicos llaman «sensación subjetiva», lo ve claramente.

Al punto me detuve y observé a aquellos marcados. Y hete aquí que los tres o cuatro tenían peor cara que yo, se apoyaban más pesadamente en sus bastones, movían sus jamones de forma más convulsa, ponían sus suelas en el suelo más medrosos y malhumorados que yo, todos eran más desgraciados, más pobres, más enfermos y dignos de lástima que yo. Y eso me hizo un bien extraordinario y continuó siendo un consuelo mil veces repetido e inagotable durante mi temporada de baños: en derredor gentes que renqueaban, gentes que se arrastraban penosamente, gentes que se lamentaban, gentes que se desplazaban en sillas de ruedas, que estaban mucho más enfermas que yo ¡y que tenían mucho menos motivo que yo para el buen humor y para la esperanza! Ahí había encontrado enseguida y desde el primer minuto uno de los grandes secretos y sortilegios de todos los balnearios y saboreé mi descubrimiento con verdadero placer: la asociación en el sufrimiento, el socios habere malorum, tener compañeros de desgracias.

Y ahora, al abandonar el andén y dejarme ir cómodamente por una calle que descendía en suave pendiente hacia los baños, cada uno de mis pasos confirmaba y reforzaba la valiosa experiencia: por doquier caminaban los bañistas a paso lento, se sentaban cansados y un tanto encorvados en los bancos de descanso pintados de verde y proseguían renqueantes y conversando en grupos. Desde allí trasladaban en el montacargas a una mujer, que sonreía cansada y llevaba una flor semimarchita en su mano enclenque mientras la lozana enfermera empujaba por detrás, rebosante de energía. Un anciano salió de una de las tiendas en las que los reumáticos compran sus postales, ceniceros y pisapapeles (de los que necesitan muchos, sin que nunca haya podido explicarme la causa) y aquel anciano caballero que salía de la tienda necesitaba un minuto para cada escalón y miraba el camino que tenía delante de sí como mira un hombre agotado e inseguro una gran tarea que le espera. Un hombre todavía joven con un gorro militar gris verdoso sobre su cabeza peluda se abría paso vigorosamente apoyado en dos bastones y avanzando con gran trabajo. ¡Ah, los bastones, que ya se encontraban aquí por todas partes, los malditos y severos bastones de enfermo, que por abajo acababan en conteras de goma ensanchadas y que se agarraban al asfalto como sanguijuelas o pezones! Cierto que también yo caminaba con un bastón, un elegante bastón de caña de Malaca, cuya ayuda me era sumamente preciosa. Sólo en caso de necesidad podía yo caminar sin bastón ¡y nadie me había visto jamás con uno de aquellos tétricos bastones de goma! Nada de eso. Estaba claro —y cualquiera podía ver lo rápido y esbelto que yo bajaba aquella agradable calle y lo poco y medio en broma que utilizaba el bastón de Malaca, cual mera pieza de adorno, como un simple ornamento—, estaba claro lo extremadamente ligero y anodino que resultaba en mí el distintivo de los enfermos de ciática, el medroso revestimiento de los muslos; más bien quedaba simplemente sugerido y esbozado fugazmente lo tieso y aseado que yo recorría aquel camino, lo joven y sano que estaba en comparación con todos aquellos hermanos y hermanas, más viejos, más pobres y más enfermos, cuyos achaques saltaban a la vista de forma tan clara, tan imposible de disimular y tan despiadada. De cada paso sacaba yo estima y grata respuesta afirmativa, me sentía casi sano y en cualquier caso mucho menos enfermo que todas aquellas pobres personas. Más aún, si aquellos semitullidos y renqueantes todavía esperaban la curación, si aquellas gentes de los bastones de goma aún podían esperar ayuda en Baden, sin duda que mi pequeña e incipiente molestia tendría que desaparecer aquí como la nieve frente al viento cálido del sur; sin duda el médico descubriría en mí un magnífico ejemplar, un fenómeno muy de agradecer, un pequeño milagro de la posibilidad de remedio.

Así las cosas disfruté de la felicidad del primer día a grandes tragos, celebré orgías de ingenua autoafirmación, y me hizo bien. Interesado por las figuras de mis compañeros de baño que surgían por doquier, de mis hermanos más enfermos, halagado por el espectáculo de cada inválido, empujado por cada sillón de ruedas con que me tropezaba a una compasión alegre, a una autosatisfacción plenamente participativa, vagaba bajando por la calle, aquella calle tan cómoda y agradable, por la que los huéspedes recién llegados bajaban ruidosamente desde la estación del ferrocarril hasta los baños, y que con suave oscilación descendía con una caída cómoda y homogénea hasta los viejos baños, y allá abajo a la manera de una filtración fluvial se perdía entre las entradas de los hoteles del balneario.

Lleno de buenos propósitos y de alegres esperanzas me acerqué al «palacio sagrado» donde pensaba alojarme. Valía la pena quedarse allí tres o cuatro semanas, tomar el baño diario, a ser posible pasear mucho y mantenerse en lo posible alejado de emociones y cuidados. Quizá resultase a veces un tanto monótono y no escaparía al aburrimiento, porque allí el reglamento era todo lo contrario de una vida intensa. Y yo, el viejo solitario, al que repugnaba profundamente y le costaba enorme trabajo la vida en manada y de hotel, encontraría algunas dificultades y tendría que luchar por algunos logros. Pero sin duda que aquella vida nueva y para mí inhabitual por completo, a pesar de su apariencia quizás un tanto burguesa y un tanto insulsa, también aportaría experiencias alegres e interesantes. Realmente, ¿no necesitaba en gran medida pasar de nuevo una temporada entre personas tras años de vida tranquila y salvaje en la soledad del campo e inmersa en los estudios? Y lo principal: más allá de las dificultades, más allá de estas semanas de balneario que ahora empezaban, estaba el día en que me empeñaría en subir vigorosamente aquella misma calle y en abandonar aquellos hoteles, el día en que, rejuvenecido y curado, con rodillas y caderas de juego elástico, volvería a despedirme de aquel baño y subiría bailando la bella calle de la estación.

1923