AQUÍ, AL SUR de los Alpes, ha habido un estío hermoso y resplandeciente, y desde hace dos semanas cada día he sentido un miedo secreto a que terminase lo que yo reconozco como el aditamento y el sabor oculto más fuerte de toda belleza. Temía sobre todo hasta el más leve indicio de tormenta, porque mediado agosto fácilmente puede desencadenarse cualquier tormenta, capaz de durar días y días, y para entonces ha terminado el verano, incluso cuando el tiempo se recupera. Precisamente aquí, en el sur, es casi la regla que alguna de tales tormentas doblegue la cerviz del estío hasta forzarlo a extinguirse y morir de forma rápida, violenta y brusca. Después, cuando las violentas sacudidas de alguna de tales tormentas, que se prolongan días enteros, pasan por el cielo, cuando los mil relámpagos, los inacabables conciertos de truenos, el salvaje y furioso derramarse de los templados arroyos de la lluvia se han evaporado y desaparecido, una mañana o una tarde por entre las nubes en ebullición asoma un cielo fresco y sereno del color más glorioso cargado con todo el otoño, y las sombras en el paisaje están un poco más marcadas y más negras, han perdido color y han ganado en perfiles, igual que un cincuentón, que todavía ayer parecía vigoroso y fresco y que después de una enfermedad, después de una desgracia, después de un desengaño, repentinamente tiene el rostro surcado de hilillos y en todas las arrugas han tomado asiento los pequeños signos de la erosión. Es terrible esa última tormenta veraniega y espantosa la agonía del verano, su feroz resistencia a tener que morir, su loca y dolorosa furia, su convulsión y encabritamiento, aunque todo resulta inútil y tras alguna violencia irremediablemente tiene que desaparecer.
Este año parece que el estío no va a tener ese final salvaje y dramático (aunque siempre es posible), esta vez parece que quiere morir con la muerte serena y lenta del anciano. Nada hay tan característico de estos días, en ningún otro indicio percibo tan íntimamente esa forma peculiar e infinitamente bella del final del verano como cuando, avanzada la tarde, regreso de un paseo o de alguna cena campesina con pan, queso y vino en alguna de las umbrías bodegas del bosque. Lo propio de esas tardes es la distribución del calor, el tranquilo y lento incremento de la frescura, del rocío nocturno, y la huida y resistencia tranquila e infinitamente dúctil del verano.
Esa lucha se deja sentir en mil ondas delicadas, cuando se camina dos o tres horas después de puesto el sol. Entonces en cada floresta densa, en cada soto, en cada cañada, todavía se concentra y esconde el calor del día, se mantiene tenazmente vivo durante toda la noche y busca cualquier hueco, cualquier reparo del viento. Para esas horas, en la cara occidental de las colinas, los bosques, magníficos almacenadores de calor, están cercados y mordidos por la fresca de la noche y no sólo cada depresión del terreno, cada cauce de arroyo, también cualquier tipo y densidad de arbolado se le manifiesta al caminante de forma precisa e infinitamente clara en los grados de calor. Exactamente igual que un esquiador al cruzar un terreno montañoso puede adivinar de un modo puramente sensible en sus rodillas balanceantes toda la configuración del campo, cada elevación y hundimiento, cada acanaladura longitudinal y transversal de la estructura montañosa, de modo que, tras alguna práctica, por esa sensación de las rodillas puede deducir durante la marcha la imagen completa de la falda de una montaña, exactamente igual leo yo aquí en la oscuridad profunda de la noche sin luna la imagen del paisaje por las delicadas olas de calor.
Penetro en un bosque y ya a los cuatro pasos, rodeado de una ola de calor que aumenta rápidamente como la suave irradiación de una estufa encendida, percibo el aumento y la disminución de ese calor gracias a la densidad del bosque. Cada cauce fluvial vacío, por el que desde hace mucho tiempo no corre agua alguna, pero que todavía ha conservado en su fondo un resto de humedad, se deja sentir por la frescura que irradia. De hecho, en cada estación del año varían las temperaturas de los diferentes puntos de un campo; pero sólo en estos días del paso del estío a los comienzos del otoño se pueden percibir de un modo tan fuerte y tan claro. Como en invierno el rojo de las rosas de los montes fríos, como en primavera la humedad rezumante del aire y de la vegetación, como en los primeros comienzos del verano los enjambres nocturnos de luciérnagas, así también hacia el final del estío esa curiosa marcha nocturna a través de las cambiantes oleadas de calor pertenece a las vivencias sensibles, que influyen profundamente en la disposición de ánimo y en el sentimiento de la vida.
Ayer noche, cuando regresaba a casa desde la bodega del bosque, allí, en la desembocadura del desfiladero frente al cementerio de Sant’ Abbondio, ¡cómo me asaltó la frescura húmeda de los prados y del valle del lago! ¡Cómo retrocedía el calor agradable del bosque y se escondía tímidamente bajo las acacias, los castaños y los álamos! ¡Cómo se resistía el bosque contra el otoño y cómo lo hacía el verano contra la necesidad de morir! Así se defiende también el hombre en los años en que su verano declina ante la corrupción y la muerte, ante la penetrante frialdad del entorno, ante la frialdad que invade la propia sangre. Y con renovada efusión se entrega a los pequeños juegos y llamadas de la vida, a las mil bellezas encantadoras de su superficie, a las irisaciones delicadas, a las sombras fugaces de las nubes, entre ridículo y angustiado se agarra a lo más pasajero, contempla su muerte, de ella saca congoja y saca consuelo y aprende horrorizado el arte de saber morir.
Ahí está la frontera entre juventud y vejez. Algunos ya la han cruzado a los cuarenta años y aun antes, algunos sólo la adivinan tardíamente a los cincuenta o a los sesenta. Pero siempre es lo mismo: en vez del arte de vivir empieza a interesarnos aquel otro arte, en vez de la formación y afinamiento de nuestra personalidad empieza a preocuparnos su desmantelamiento y disolución; y de repente, casi de un día para otro, nos sentimos viejos y sentimos como extraños los pensamientos, los intereses y los sentimientos de la juventud. Es en esos días de transición cuando pueden apresarnos y sacudirnos ciertos espectáculos pequeños y delicados como el apagamiento y extinción de un verano, que nos llenan el corazón de asombro y zozobra y nos hacen temblar y reír.
Ni siquiera el bosque conserva ya el verde de ayer, las hojas de la vid empiezan a amarillear y bajo ellas los racimos van tornándose ya azules y púrpuras. Y al atardecer los montes tienen el color violeta y el cielo los tonos esmeralda que conducen al otoño. ¿Y después qué? Después estaremos de nuevo al final con las veladas del Grotto y al final con las tardes de baño en el lago de Agno y al final con la sesión al aire libre y la pintura bajo los castaños. ¡Dichoso aquél que encuentra después la vuelta a un trabajo sensato y de su gusto, la vuelta a unas personas queridas en algún hogar! Quien no tiene eso, a quien le han roto esas ilusiones, luego se arrastra ante el comienzo del frío hasta el lecho o emprende la huida de los viajes y como viandante contempla aquí y allá a unas personas que tienen hogar, que tienen compañía, que creen en sus oficios y actividades; contempla cómo trabajan, cómo se afanan y fatigan y cómo por encima de toda su buena fe y de todo su esfuerzo lentamente y sin que nadie lo advierta se concentra la nube de la próxima guerra, de la próxima revolución, de la próxima ruina, sólo visible a los ociosos, a los incrédulos y decepcionados, a los que han envejecido, a quienes en el lugar del optimismo perdido han colocado su pequeña y tierna predilección senil por unas verdades amargas.
Nosotros, los ancianos, contemplamos cómo bajo el ondear de las banderas de los optimistas el mundo se perfecciona cada día, cómo cada nación se siente cada vez más divina, cada vez más sin defecto, cada vez más facultada para la violencia y el ataque gozoso; contemplamos cómo emergen en el arte, en el deporte, en la ciencia, las nuevas modas y las nuevas estrellas, brillan los nombres, gotean los superlativos de los periódicos, y cómo todo arde de vida, de calor, de entusiasmo, de vehemente voluntad de vivir, del deseo embriagador de no morir. Onda tras onda se amontonan como las ondas de calor en el bosque estival de Tessino. Eterno y vigoroso es el espectáculo de la vida, cierto que sin un contenido, pero siempre como un movimiento eterno, como un eterno rechazo contra la muerte.
Todavía se nos ofrecen muchas cosas buenas antes de entrar de nuevo en el invierno. Las uvas azuladas se pondrán suaves y dulces, los mozos cantarán en la vendimia y las muchachas jóvenes con sus tocas coloreadas se presentarán como hermosas flores silvestres entre el follaje amarillento de las vides. Todavía se nos ofrecen muchas cosas buenas y muchas de las que todavía hoy nos parecen amargas algún día nos sabrán dulces con sólo que hayamos aprendido mejor el arte de morir. Por lo pronto todavía aguardamos la maduración de las uvas, la caída de las castañas, y aún esperamos gozar de la próxima luna llena. Sin duda que cada vez seremos más viejos, pero aún veremos la muerte muy lejana. Como ha dicho un poeta:
Magníficos para la gente vieja
son la estufa y el tinto de Borgoña,
y para terminar una muerte dulce,
¡pero más tarde, hoy todavía no!
1926