INFANCIA, ABUSO Y LA FUGA DE LA RELIGIÓN
En todo pueblo hay una antorcha —el maestro—; y un extintor —el sacerdote—.
VICTOR HUGO
Comienzo con una anécdota de la Italia del siglo XIX. No estoy queriendo decir que algo similar a esta horrible historia pudiera ocurrir hoy. Pero las actitudes mentales que revela son lamentablemente actuales, incluso aunque los detalles prácticos no lo sean. Esta tragedia humana del XIX emite una despiadada luz sobre las actitudes religiosas actuales hacia los niños.
En 1858, Edgardo Mortara, un niño de seis años de padres judíos que vivía en Bolonia, fue legalmente secuestrado por la policía papal que actuaba bajo las órdenes de la Inquisición. Edgardo fue sacado a rastras a la fuerza y separado de su llorosa madre y de su angustiado padre, para ser llevado a los Catecúmenos (casas para la conversión de judíos y musulmanes) en Roma y, a partir de ahí, ser educado como católico romano. Excepto en ocasionales y breves visitas bajo la cercana supervisión sacerdotal, sus padres nunca volvieron a verle. La historia la cuenta David I. Kertzer en su extraordinario libro El secuestro de Edgardo Mortara.
La historia de Edgardo no era en absoluto inusual en la Italia de aquel tiempo, y la razón para esas abducciones sacerdotales era siempre la misma. En todos los casos, el niño había sido bautizado secretamente en alguna fecha anterior, normalmente por una niñera católica, y la Inquisición aparecía tras tener noticias del bautismo. Era una parte central del sistema de creencias católico romano que, una vez que un niño había sido bautizado, no importa cuán informal y clandestinamente, ese niño se convertía de modo irrevocable en cristiano. En su mundo mental no existía la opción de permitir que un «niño cristiano» permaneciera junto con sus padres judíos, y mantenían esta extraña y cruel postura de forma categórica y con la máxima sinceridad, frente a la indignación mundial. Esa indignación generalizada, por cierto, fue negada por el periódico católico Civiltà Cattolica, diciendo que se debía al poder internacional de los judíos ricos. Suena familiar, ¿no?
Aparte de la publicidad que despertó, la historia de Edgardo Mortara era completamente típica de muchas otras. En tiempos lo cuidó Anna Morisi, una chica católica analfabeta que en aquellos momentos tenía catorce años. Cayó enfermo y a ella le entró pánico de que muriera. Educada en el estupor de la creencia de que un niño que muriera sin bautizar sufriría por siempre en el infierno, pidió consejo a un vecino católico, quien le dijo cómo bautizarlo. Volvió a la casa y con un cubo echó un poco de agua sobre la pequeña cabeza de Edgardo, y dijo: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Y eso fue todo. Desde ese momento, Edgardo era legalmente cristiano. Cuando los sacerdotes de la Inquisición se enteraron del incidente años después, actuaron rápida y decisivamente, sin pensar en las penosas consecuencias de su acción.
Asombrosamente, la Iglesia católica permitió (y todavía permite) un rito que puede tener tan monumental significado para toda una familia, es decir, que cualquier persona bautice a cualquier otra. El bautista no tiene por qué ser sacerdote. Ni el niño, ni los padres, ni nadie más tiene que consentir el bautismo. No se necesita que se firme nada. No se necesita que nada sea oficialmente testificado. Todo lo que se necesita es una rociada de agua, unas pocas palabras, un niño indefenso y una niñera supersticiosa y con el cerebro lavado por el catecismo. Realmente, solo se necesita esto último, porque, asumiendo que el niño es demasiado joven para ser un testigo, ¿quién lo iba a saber? Una colega americana que fue educada en el catolicismo me escribió lo que sigue: «Solemos bautizar a nuestras muñecas. No recuerdo a ninguno de nosotros bautizando a nuestros amiguitos protestantes, aunque sin duda eso ha pasado y sigue pasando hoy día. Hacemos católicas a nuestras muñecas, las llevamos a la iglesia, les damos la sagrada comunión, etc. Tenemos el cerebro lavado para ser buenas madres católicas desde muy pequeñas».
Si las niñas del siglo XIX fueran de algún modo similares a sus homólogas modernas, es sorprendente que casos como el de Edgardo Mortara no fueran más comunes de lo que eran. Como sucedió, tales historias eran penosamente frecuentes en la Italia del siglo XIX, lo que hace que uno se haga la pregunta obvia. ¿Por qué esos judíos de los Estados papales empleaban sirvientes católicos, dados los horribles riesgos que corrían al hacerlo? ¿Por qué no ponían cuidado en contratar sirvientes judíos? La respuesta, de nuevo, no tiene nada que ver con el sentido común y todo con la religión. Los judíos necesitan sirvientes cuya religión no les prohíba trabajar en sábado. En efecto, se podía confiar en que una sirvienta judía no bautizaría a tu hijo y lo dejaría huérfano espiritualmente. Pero no podría encender el fuego o limpiar la casa en sábado. Esto fue por lo que, de las familias boloñesas del momento que podían permitirse tener sirvientes, la mayoría contrataba católicos. En este libro me he abstenido deliberadamente de detallar los horrores de las cruzadas, de los conquistadores[99] y de la Inquisición española. En todos los siglos y en todas las creencias pueden encontrarse personas crueles y malvadas. Pero esta historia de la Inquisición italiana y de su actitud hacia los niños es particularmente reveladora de la mentalidad religiosa y de los males que surgen específicamente porque es religiosa. En primer lugar tenemos la extraordinaria percepción de la mentalidad religiosa de que una rociada de agua y un breve conjuro verbal puede cambiar totalmente la vida de un niño, tomando precedencia sobre el consentimiento paterno, el consentimiento del propio niño, la propia felicidad y el bienestar psicológico del niño… sobre todo lo que el sentido común normal y los sentimientos humanos verían como importante. El cardenal Antonelli lo explicó detalladamente en aquel momento en una carta a Lionel Rothschild, el primer miembro judío del Parlamento británico, quien había escrito protestando por la abducción de Edgardo. El cardenal replicó que no tenía autoridad para intervenir, y añadió: «Puede ser oportuno observar que, si la voz de la naturaleza es poderosa, incluso más poderosos son los deberes sagrados de la religión». Sí, bien, eso lo dice todo, ¿no?
En segundo lugar está el extraordinario hecho de que los sacerdotes, cardenales y el Papa parecen realmente no haber comprendido que estaban haciendo una cosa terrible al pobre Edgardo Mortara. Supera toda comprensión sensible, pero sinceramente creían que le estaban haciendo un bien arrancándole de sus padres y dándole una educación cristiana. ¡Sentían un deber de protección! Un periódico católico de Estados Unidos defendió la postura del Papa en el caso Mortara, argumentando que era impensable que un gobierno cristiano «pudiera dejar que un niño cristiano fuera educado por un judío» e invocando el principio de la libertad religiosa, «la libertad de un niño para ser cristiano y no ser forzado obligatoriamente a ser judío… La protección del niño por parte del Santo Padre, frente a todo el feroz fanatismo de infidelidad e intolerancia, es el mayor espectáculo moral que el mundo ha visto durante años». ¿Ha existido alguna vez una mala interpretación más flagrante de palabras tales como «forzado», «obligatoriamente», «feroz», «fanatismo» e «intolerancia»? Aunque todo parece indicar que los apologistas católicos, desde el Papa hacia abajo, creían sinceramente que lo que estaban haciendo era correcto: absolutamente correcto moralmente, y correcto para el bienestar del niño. Tal es el poder de (dominante, «moderada») la religión para pervertir el sentido común y para pervertir la decencia humana normal. El periódico Il Cattolico estaba francamente desconcertado por el fracaso generalizado de no ver el magnánimo favor que la Iglesia había hecho a Edgardo Mortara cuando le rescató de su familia judía:
Quienquiera entre nosotros que haga una pequeña reflexión seria sobre el asunto, y compare la condición de un judío —sin una verdadera iglesia, sin un rey y sin una patria— dispersos y siempre extranjeros dondequiera que vivan en la faz de la tierra y, más aún, infamados por la repugnante mácula con la que los asesinos de Cristo están marcados… comprenderá inmediatamente cuán grande es esta ventaja temporal que el Papa ha conseguido para el niño Mortara.
En tercer lugar está la presuntuosidad por la que las personas religiosas saben, sin prueba, que la fe de su nacimiento es la única fe verdadera, siendo todas las demás aberrante o descaradamente falsas. Las citas anteriores muestran vívidos ejemplos de esta actitud por parte cristiana. Sería tremendamente injusto equiparar ambas partes en este caso, pero es una ocasión tan buena como la que más decir que los Mortara podrían haber hecho que Edgardo regresara de un plumazo, simplemente aceptando las súplicas de los sacerdotes y aceptando bautizarse ellos mismos. Edgardo fue secuestrado en primer lugar por un rociado de agua y una docena de palabras sin significado. Tal es la fatuidad de una mente adoctrinada religiosamente que otro par de rociadas es todo lo que tenía que haber ocurrido para revertir el proceso. Para algunos de nosotros, el rechazo de los padres demuestra una obstinación gratuita. Para otros, su postura, basada en los principios, les eleva a la larga lista de mártires de todas las religiones de todos los tiempos.
«Consuélate, maestro Ridley, y sé un hombre: luciremos en este día, por la gracia de Dios, como una vela en Inglaterra, como confío en que nunca se olvidará». Sin duda, hay causas por las que morir es noble. Pero ¿cómo dejaron los mártires Ridley, Latimer y Cranmer que les quemaran, en lugar de renunciar a su pequeño endianismo[100] protestante, a favor del gran endianismo católico? ¿Tiene alguna importancia por qué extremo se abra un huevo cocido? Así es la obstinada —o admirable, si tal es su punto de vista— convicción de la mentalidad religiosa, esa que hizo que los Mortara no se permitieran aprovechar la oportunidad ofrecida por ese rito tan sin sentido como es el del bautismo. ¿No podrían haber cruzado los dedos, o haber susurrado «no» mientras eran bautizados? No, no podían, porque habían sido educados en una (moderada) religión y, por lo tanto, se tomaban en serio toda esa charada ridícula. Por mi parte, solo pienso en el pobre pequeño Edgardo —involuntariamente nacido en un mundo dominado por las mentalidades religiosas, desdichado en el fuego cruzado, casi huérfano en un acto de bienintencionada aunque, para un niño pequeño, aplastante crueldad.
En cuarto lugar, por seguir con el mismo tema, está la suposición de que puede decirse con propiedad que un niño de seis años tiene una religión, tanto si es judía como cristiana, como cualquier otra. Por decirlo de otra forma, parece absurda la idea de que bautizar a un niño que no sabe y que no comprende pueda cambiarle de una religión a otra —aunque seguramente no es más absurdo que etiquetar a un niño pequeño como perteneciente a una religión particular en primer lugar—. Lo que le importaba a Edgardo no era «su» religión (era demasiado joven como para poseer opiniones religiosas basadas en su pensamiento), sino el amor y el cuidado de sus padres y de su familia, y fue privado de eso por sacerdotes célibes cuya grotesca crueldad solo estaba mitigada por su grosera insensibilidad hacia los sentimientos humanos normales —una insensibilidad que alcanza demasiado fácilmente a una mente secuestrada por la fe religiosa.
Incluso sin abducción física, ¿no es siempre una forma de abuso infantil etiquetar a los niños como poseedores de creencias, cuando su corta edad les impide siquiera entenderlas? Todavía persiste esa práctica hoy día, casi completamente indiscutida. Discutirla es mi principal propósito en este capítulo.
El abuso sacerdotal de los niños de hoy día suele significar abuso sexual, y me veo obligado, al principio, a poner todo el tema del abuso sexual en su proporción justa. Otros han notado que vivimos momentos de histeria acerca de la pedofilia, una desordenada psicología que recuerda a la caza de brujas de Salem en 1692. En julio de 2000 el News of the World, ampliamente proclamado tras mucha competencia como el periódico más repugnante de Inglaterra, organizó una campaña «con nombres y para vergüenza», que por poco no puede detenerse, incitando a la población a realizar acciones directas violentas contra los pedófilos. La casa de un pediatra de un hospital fue atacada por fanáticos ignorantes de la diferencia entre un pediatra y un pedófilo(136). La desordenada histeria sobre los pedófilos ha alcanzado proporciones epidémicas y ha llevado a los padres al pánico. Los Just William, Huck Finn, los Swallows y Amazons[101] de hoy día están privados de la libertad de vagabundear que en épocas anteriores fue una de las delicias de la niñez (cuando el riesgo real, aunque no el percibido, de abuso sexual posiblemente no era menor).
Para ser justos con el News of the World, en el momento de su campaña, las pasiones se habían exaltado por el asesinato verdaderamente espantoso, por motivos sexuales, de una niña de ocho años secuestrada en Sussex. Sin embargo, es claramente injusto infligir a todos los pedófilos una venganza adecuada para la pequeña minoría que también son asesinos. Los tres internados en los que estuve empleaban profesores cuyo cariño hacia los niños pequeños sobrepasaba las barreras de la decencia. Eso era, en efecto, reprensible. Sin embargo, cincuenta años después hubieran sido acosados por los legisladores no menos que los asesinos de niños. Me siento obligado a salir en su defensa, incluso como víctima de uno de ellos (una experiencia embarazosa aunque, aparte de eso, inofensiva).
La Iglesia católica romana ha aguantado una dura parte de tal oprobio retrospectivo. Por todo tipo de razones me disgusta la Iglesia católica romana. Pero aún más me disgusta la injusticia y no puedo dejar de preguntarme si esta institución ha sido injustamente demonizada por el asunto, especialmente en Irlanda y en América. Supongo que algunos resentimientos públicos adicionales surgen de la hipocresía de los sacerdotes cuya vida profesional está principalmente dedicada a despertar culpa sobre el «pecado». Entonces, hay un abuso de confianza de una figura de autoridad, a la que el niño ha sido enseñado a reverenciar desde la cuna. Tales resentimientos adicionales nos deberían hacer los más cuidadosos para no apresurarnos a juzgar. Deberíamos ser conscientes del extraordinario poder de la mente para inventar recuerdos falsos, especialmente cuando son provocados por terapeutas desaprensivos y abogados mercenarios. La psicóloga Elizabeth Loftus ha demostrado un gran valor, frente a malvados intereses creados, al demostrar cuán fácil es para las personas inventar recuerdos que son completamente falsos pero que a la víctima le parecen tan reales como los recuerdos verdaderos(137). Esto es tan contraintuitivo que los jurados son fácilmente convencidos por sinceros aunque falsos testimonios de testigos.
En el caso particular de Irlanda, incluso sin el abuso sexual, es legendaria la brutalidad de los Hermanos Cristianos(138), responsables de la educación de una significativa proporción de la población masculina del país. Y lo mismo podría decirse de las tan a menudo sádicas monjas que dirigen muchas de las escuelas femeninas de Irlanda. El infame Asilo de la Magdalena, tema central de la película de Peter Mullan Las hermanas de la Magdalena, existió hasta una fecha tan reciente como 1996. Cuarenta años después, es más difícil reparar las azotainas que las caricias sexuales, y no hay escasez de abogados que activamente solicitan indemnizaciones por parte de víctimas que, de otra forma, no estarían tan atormentadas por el lejano pasado. Hay tanto dinero en ello que se necesita rebuscar mucho en la memoria para buscar al agresor —en algunos casos, efectivamente, hace mucho tiempo que es probable que el presunto ofensor haya muerto y no sea capaz de dar su versión de la historia—. La Iglesia católica romana ha pagado en todo el mundo más de mil millones de dólares en compensación(139). Uno casi podría compadecerse de ellos, hasta que se recuerda cuál es el principal origen de su dinero.
Una vez, en el tiempo de preguntas tras una conferencia en Dublín, me preguntaron qué pensaba sobre los tan ampliamente publicitados casos de abuso sexual por parte de los sacerdotes de Irlanda. Respondí que, aunque sin duda era horrible el abuso sexual, el daño era probablemente menor que el daño psicológico a largo plazo infligido por educar en primer lugar al niño en la fe católica. Fue un comentario no premeditado hecho al calor del momento y mi sorpresa fue que se ganó una ronda de aplausos entusiásticos de la audiencia irlandesa (lo cierto es que estaba compuesta por intelectuales de Dublín que probablemente no fueran representativos de su país en general). Pero más tarde me acordé del incidente cuando recibí una carta de una mujer americana de unos cuarenta años que había sido educada como católica romana. A la edad de siete años, me dijo, le habían ocurrido dos cosas desagradables. Sufrió abusos sexuales por parte del sacerdote de su parroquia en su coche. Y, sobre esa misma fecha, un pequeño amigo suyo de la escuela, que murió trágicamente, fue al infierno porque era protestante. Así había sido enseñada a creer mi remitente por la entonces doctrina oficial de la Iglesia de sus padres. Su visión como adulta madura era que, de esos dos ejemplos de abuso infantil católico romano, uno físico y otro mental, el segundo era, de lejos, el peor. Escribió:
Ser acariciada por el sacerdote simplemente me dejó la impresión (desde la mentalidad de los siete años) de algo «asqueroso», mientras que el recuerdo de mi amigo yendo hacia el infierno me dejó la impresión de un miedo frío e inconmensurable. Nunca perdí el sueño por el sacerdote, pero pasé muchas noches en blanco aterrorizada al pensar que la gente a la que yo quería pudiera ir al infierno. Me provocaba pesadillas.
Es verdad que el abuso sexual que sufrió en el coche del sacerdote fue relativamente suave comparado con, digamos, el dolor y el asco de un monaguillo sodomizado. Y se dice que, hoy día, la Iglesia católica no hace tanto infierno como una vez hizo. Pero el ejemplo muestra que, cuando menos, es posible que el abuso psicológico de los niños supere al físico. Se dice que Alfred Hitchcock, el gran especialista cinematográfico en el arte de asustar a la gente, estaba una vez conduciendo por Suiza cuando repentinamente miró por la ventanilla del automóvil y dijo: «Esta es la visión más espantosa que nunca he visto». Había un sacerdote conversando con un niño pequeño, con su mano sobre el hombro del niño. Hitchcock sacó medio cuerpo por la ventanilla y gritó: «¡Corre, pequeño!, ¡corre, por tu vida!».
«Los palos y las piedras pueden romper mis huesos, pero las palabras nunca me pueden herir». El adagio es cierto en tanto no creamos realmente las palabras. Pero si toda tu educación y todo cuanto te han dicho siempre tus padres, profesores y sacerdotes, te ha hecho realmente creer, total y completamente, que los pecadores arden en el infierno (o algunos de los repugnantes artículos de la doctrina tales como el que dice que una mujer es propiedad de su marido), es completamente posible que las palabras puedan tener un efecto más duradero y dañino que las obras. Estoy persuadido de que la frase «abuso infantil» no es una exageración cuando se utiliza para describir lo que los profesores y sacerdotes están haciendo a los niños a quienes animan a creer en algo como el castigo del pecado mortal inconfeso en un infierno eterno.
En el documental televisivo ¿La raíz de todos los males?, al que ya me he referido, entrevisté a varios líderes religiosos, y me criticaron por elegir a los extremistas norteamericanos en vez de a respetables creadores de opinión, como los arzobispos[102]. Parece una crítica justa —excepto en que, en los Estados Unidos de inicios del siglo XXI, lo que al mundo le parece extremo, realmente es una corriente principal de opinión—. Uno de mis entrevistados, el que más consternó a la audiencia televisiva británica, por ejemplo, fue el pastor Ted Haggard, de Colorado Springs. Pero, lejos de ser extremo en la América de Bush, el «pastor Ted» es el presidente de la fuerte Asociación Nacional de Evangélicos, con treinta millones de miembros, y él afirma que es favorecido con una consulta telefónica del presidente Bush todos los lunes. Si hubiera querido entrevistar a extremistas reales con los modernos estándares americanos, debía haber ido a por los «reconstruccionistas» cuya «Teología del Dominio» aboga abiertamente por una teocracia cristiana en Estados Unidos. Como un preocupado colega estadounidense me escribió:
Los europeos tienen que conocer que hay un pujante espectáculo teoestrafalario que realmente aboga por reinstaurar las leyes del Antiguo Testamento —matar a los homosexuales, etc.— y por el derecho a ocupar un cargo o incluso a votar solo para los cristianos. La clase media grita de alegría a esta retórica. Si los seglares no están atentos, los Dominionistas y los Reconstruccionistas pronto serán la corriente principal en una verdadera teocracia norteamericana[103].
Otro de mis entrevistados en la televisión fue el pastor Keenan Roberts, del mismo estado de Colorado que el pastor Ted. La particular chaladura del pastor Roberts toma la forma de lo que él llama Casas Infernales. Una casa infernal es un lugar donde a los niños se les enseña, por obra de sus padres o de sus escuelas cristianas, a asustarse tontamente por lo que les pueda pasar tras su muerte. Hay actores que interpretan escenas en vivo de particulares «pecados» como el aborto y la homosexualidad, con un demonio vestido de escarlata, regocijándose. Estas escenas son el preludio de la pièce de résistance[104], el Propio Infierno, completado con un realista olor sulfuroso a azufre ardiente y con los gritos agónicos de los condenados eternos.
Tras ver un ensayo, en el que el demonio estaba diabólicamente caracterizado para sobreactuar al estilo de los villanos de los melodramas victorianos, entrevisté al pastor Roberts en presencia de sus actores. Me dijo que la edad óptima para que un niño visitara una Casa del Infierno era los doce años. Me quedé un tanto atónito y le pregunté si le preocuparía que un niño de esa edad tuviera pesadillas tras una de sus representaciones. Me replicó, probablemente de forma honesta:
En vez de eso prefiero que comprendan que el Infierno es un lugar al que ellos no desearían ir en absoluto. Prefiero llegar a ellos con ese mensaje a los doce años que no llegar a ellos y que vivan una vida de pecado y no encuentren nunca al Señor Jesucristo. Y si ellos terminan teniendo pesadillas, como resultado de esta experiencia, pienso que hay un bien mayor que finalmente debería alcanzarse y lograrse.
Supongo que, si real y verdaderamente se cree en lo que el pastor Roberts dice que cree, también se pensaría que tiene el derecho a intimidar a los niños.
No podemos menospreciar al pastor Roberts como un extremista. Como Ted Haggard, es un personaje principal en los Estados Unidos actuales. Me sorprendería si incluso aceptaran la creencia de algunos de sus correligionarios que dicen que pueden oírse los gritos de los condenados si se escuchan los volcanes(140) y que los gusanos tubulares gigantes encontrados en las aberturas del suelo de los océanos profundos calientes son el cumplimiento de lo que se dice en Marcos 9: 43-44: «Y si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtatela; mejor es para ti entrar manco en la vida que, conservando las dos manos, ir a la gehenna, al fuego inextinguible, donde su gusano no muere y el fuego no se extingue». Sea como sea cómo piensan ellos realmente qué es el infierno, todos esos entusiastas del fuego eterno parecen compartir la regocijante Schadenfreude[105] y complacencia de todos los que saben que están entre los salvados, bien conducidos por ese principal entre los teólogos, santo Tomás de Aquino, en Summa Theologica: «Para que los santos puedan disfrutar más abundantemente de su beatitud y de la gracia de Dios, se les permite ver el castigo de los malditos en el infierno». ¡Qué tipo tan agradable![106].
El miedo al fuego del infierno puede ser muy real, incluso entre personas, en otras ocasiones, racionales. Tras mi documental televisivo sobre religión, entre las muchas cartas que recibí estaba esta, de una obviamente brillante y honesta mujer:
Fui a una escuela católica desde la edad de cinco años, y fui adoctrinada por monjas que empuñaban correas, palos y bastones. Durante mi adolescencia leí a Darwin, y lo que él decía acerca de la evolución tenía mucho sentido para la parte lógica de mi mente. Sin embargo, iba por la vida sufriendo muchos conflictos y un profundo temor al fuego del infierno que se desencadenaba con bastante frecuencia. Recibí algo de psicoterapia que me permitió trabajar alguno de mis problemas anteriores, pero no pudo hacer que me sobrepusiera a este profundo temor.
Su carta me conmovió y (suprimiendo un momentáneo e innoble pesar porque no hubiera un infierno al que fueran aquellas monjas) le respondí que debería confiar en su razón como un gran regalo que ella —al contrario que otras personas menos afortunadas— obviamente poseía. Le sugerí que el horror del infierno, tal como lo pintan sacerdotes y monjas, está inflado para compensar su inverosimilitud. Si el infierno fuera posible, solo tendría que ser moderadamente desagradable para disuadir. Dado que es tan improbable que sea cierto, tiene que ser publicitado como algo muy, muy espantoso, para equilibrar su inverosimilitud y mantener algún valor disuasorio. También le puse en contacto con la terapeuta que ella mencionó, Jill Mytton, una mujer deliciosa y profundamente sincera a quien había entrevistado en televisión. La propia Jill había sido educada en una algo más que normalmente odiosa secta llamada Los Hermanos Exclusivos: tan desagradables que incluso hay un sitio web, <www.peebs.net>, dedicado a cuidar a todos aquellos que han escapado de ella. Jill Mytton fue educada para aterrorizarse por el infierno, escapó en la edad adulta del cristianismo y ahora aconseja y ayuda a otras personas que han sido traumatizadas en la infancia de forma similar: «Si pienso de nuevo en mi infancia, creo que estuvo dominada por el miedo. Y fue el miedo a la desaprobación presente, pero también la de la condena eterna. Y para un niño, las imágenes del fuego del infierno y del crujir de dientes son verdaderamente muy reales. No son metafóricas en absoluto». Luego le pedí que me dijera lo que le habían dicho acerca del infierno cuando era niña, y su respuesta final fue tan conmovedora como su expresiva cara durante el largo período de duda antes de responder: «Es extraño, ¿no? Después de todo este tiempo sigue teniendo el poder de… afectarme… cuando tú… cuando tú me haces esta pregunta. El infierno es un lugar temible. Dios lo rechaza por completo. Hay juicio total, hay fuego real, hay tormento real, hay tortura real, y así será para siempre, y en él no habrá respiro».
Luego me habló del grupo de apoyo que ella dirige para escapados de una niñez similar a la suya, y se explayó en lo difícil que es salir para muchos niños: «El proceso de salida es extraordinariamente difícil. ¡Ah!, estás dejando atrás toda una red social, todo un sistema en el que prácticamente has crecido; estás dejando atrás un sistema de creencias que has mantenido durante años. Muy a menudo, dejas atrás familia y amigos… Realmente, ya no existes más para ellos». Fui capaz de responder con mi experiencia de las cartas de personas americanas que me decían que habían leído mis libros y que habían renunciado a su religión como consecuencia. Desconcertantemente, muchas de ellas venían a decir que no se habían atrevido a decírselo a sus familias, o que se lo habían dicho, con terribles resultados. La siguiente es típica. El autor es un joven estudiante de medicina estadounidense.
He sentido la urgencia de escribirle este correo electrónico porque comparto su punto de vista sobre la religión, una visión que está, como estoy seguro de que usted es consciente, aislada en Estados Unidos. Crecí en una familia cristiana y la propia idea de la religión nunca encajó bien conmigo y solo recientemente tuve el valor de contárselo a alguien. Ese alguien era mi novia, que estaba… horrorizada. Soy consciente de que una declaración de ateísmo puede suponer una conmoción, pero ahora es como si ella me viera como una persona totalmente distinta. No puede confiar en mí, dice, porque mi moral no proviene de Dios. No sé si vamos a superar esto y, en particular, no quiero compartir mis creencias con otras personas porque temo la misma reacción de disgusto… No espero una respuesta. Solo le escribo porque espero que usted me comprenderá y compartirá mi frustración. Imagine lo que es perder a alguien que amabas, y que te amaba, por la religión. Aparte de su visión actual de que ahora soy un pagano sin Dios, éramos perfectos el uno para el otro. Esto me recuerda su observación de que las personas cometen locuras en nombre de su fe. Gracias por escucharme.
Respondí a este desafortunado joven, haciéndole ver que, al mismo tiempo que su novia descubrió algo sobre él, también él había descubierto algo sobre ella. ¿Era realmente buena para él? Yo tenía mis dudas.
Ya he mencionado a la actriz cómica americana Julia Swenney y a su obstinado y simpáticamente humorístico empeño por encontrar algunas características que redimieran al Dios de su infancia de sus dudas adultas. Finalmente, su búsqueda terminó felizmente, y ahora es un modelo admirable para los jóvenes ateos de todas partes. El dénouement[107] es quizá la más conmovedora escena de su espectáculo Dejemos a Dios. Ella lo había intentado todo. Y entonces…
… mientras iba del despacho que estaba en mi patio trasero hacia mi casa, me di cuenta de esa vocecita que susurraba en mi cabeza. No estoy segura de cuánto tiempo había estado ahí, pero repentinamente subió solo un decibelio. Me decía: «No hay Dios».
E intenté ignorarla. Pero se hizo un poco más fuerte. «No hay Dios. No hay Dios». ¡Oh, Dios mío! No hay Dios…
Y me estremecí. Sentí que estaba cayendo por una pendiente. Y entonces pensé: «Pero no sé si puedo no creer en Dios. Necesito a Dios. Quiero decir, tenemos una historia…».
Pero no sé cómo no creer en Dios. No sé cómo lo hacen los demás. ¿Cómo te levantas, cómo pasas el día? Me sentía trastornada…
Pensé: «Bueno, cálmate. Vamos a intentar ponernos un momento las gafas de no-creer-en-Dios, simplemente durante un segundo. Sencillamente, ponte las gafas de no-creer-en-Dios y echa un vistazo a tu alrededor y luego las tiras». Me las puse y miré a mi alrededor.
Me da apuro reconocer que inicialmente me sentía mareada. Realmente tuve el siguiente pensamiento: «Bien, ¿cómo se sostiene la Tierra en el cielo?». Es decir, ¿estamos simplemente precipitándonos por el espacio? ¡Eso es tan vulnerable! Quería correr y agarrar la Tierra según cayera del espacio a mis manos. Y entonces recordé: «Oh, sí, la gravedad y el momento angular van a mantenernos girando alrededor del Sol durante mucho, mucho tiempo».
Cuando vi Dejemos a Dios en un teatro de Los Ángeles estaba profundamente conmovido por esta escena. Especialmente cuando Julia nos contó la reacción de sus padres cuando leyeron un artículo de prensa que contaba su cura:
La primera llamada que recibí de mi madre fue algo más que un grito: «¿Atea?, ¡¿ATEA?!».
Mi padre me llamó y me dijo: «Has traicionado a tu familia, a tu escuela, a tu ciudad». Era como si hubiera vendido secretos a los rusos. Ambos me dijeron que no iban a volverme a dirigir la palabra nunca más. Mi padre dijo: «Incluso no quiero que vengas a mi funeral». Cuando colgué el teléfono, pensé: «Intentad detenerme».
Parte del talento de Julia Sweeney es la capacidad de hacerte llorar y reír al mismo tiempo:
Pensé que mis padres se habían sentido un poco decepcionados cuando les dije que no iba a creer en Dios nunca más, pero que ser una atea era una cosa totalmente distinta.
La obra de Dan Barker Perder la fe en la fe: de predicador a ateo es la historia de su gradual conversión desde el ministro devoto y fundamentalista y celoso predicador ambulante, al fuerte y confiado ateo que es hoy día. Significativamente, Barker continuó predicando el cristianismo durante un tiempo tras convertirse en ateo, porque era la única profesión que conocía y porque se sentía atrapado en una red de obligaciones sociales. Ahora conoce a muchos otros sacerdotes americanos que están en la misma posición en la que él estaba, pero que han confiado en él, leyendo su libro. No se atreven a admitir su ateísmo incluso frente a sus propias familias, tan terrible prevén su reacción. La propia historia de Barker tuvo un final más feliz. Al principio, sus padres se conmocionaron profunda y angustiosamente. Pero escucharon su tranquilo razonamiento y, finalmente, también ellos se hicieron ateos.
Dos profesores de una universidad americana me escribieron por separado sobre sus padres. Uno dijo que su madre sufría un dolor permanente porque temía por su alma inmortal. El otro dijo que su padre deseaba que él nunca hubiera nacido, tan convencido estaba de que su hijo iba a pasar en el infierno toda la eternidad. Esos eran profesores de universidad muy educados, confiados en su erudición y en su madurez que, probablemente, superaban a sus padres en todos los asuntos del intelecto, no solo de la religión. Pensemos simplemente qué mala experiencia tiene que suponer para aquellas personas menos robustas intelectualmente, menos equipadas por la educación y las habilidades retóricas que ellos, o que Julia Sweeney, argumentar su posición frente a los obstinados miembros de su familia. Así fue para muchos de los pacientes de Jill Mytton, quizá. Antes, en nuestra conversación televisada, Jill había descrito este tipo de educación religiosa como una forma de abuso mental, y retomé el tema como sigue: «Utilizas el término abuso religioso. Si fueras a comparar el abuso que supone enseñar a un niño a creer realmente en el infierno… ¿cómo piensas que podrías compararlo en términos de trauma con el abuso sexual?». Ella respondió: «Es una pregunta muy difícil… Creo que en verdad hay muchas similitudes, porque tienen que ver con el abuso de confianza; es negar a un niño el derecho a sentirse libre, abierto y capaz de relacionarse con el mundo de forma normal… es una forma de denigración; es una forma de denegación de la verdad en ambos casos».
Mi colega el psicólogo Nicholas Humphrey utilizó el proverbio de los «palos y piedras» para la introducción de su conferencia de Amnistía Internacional en Oxford, en 1997(141). Humphrey comenzó su conferencia arguyendo que el proverbio no siempre es cierto, citando el caso de los creyentes haitianos en el vudú que mueren, aparentemente por algún efecto de terror psicosomático, pocos días después de haber tenido un hechizo maligno sobre ellos. Luego preguntó si Amnistía Internacional, el beneficiario de la serie de conferencias con las que estaba contribuyendo, debería hacer una campaña contra los discursos o publicaciones hirientes o dañinos. Su respuesta fue un rotundo no a tal censura en general: «La libertad de expresión es una libertad demasiado preciosa como para entrometernos en ella». Pero luego vino a conmocionar su liberal carácter propugnando una importante excepción: argumentando a favor de la censura en el caso especial de los niños…
… la educación moral y religiosa, y especialmente la educación que los niños reciben en casa, donde a los padres se les permite —incluso se espera de ellos— que determinen a sus hijos lo que es verdad o es falso, correcto e incorrecto. Los niños, sostengo, tienen el derecho humano de no ver sus mentes lisiadas por la exposición a las malas ideas de otras personas —sin importar quiénes sean esas otras personas—. Los padres, por lo tanto, no tienen licencia divina para adoctrinar a sus hijos en la forma que ellos personalmente eligen: no tienen derecho a limitar los horizontes del conocimiento de sus hijos, criándolos en una atmósfera de dogma y superstición, o el derecho a insistir en que sigan los estrechos caminos de su propia fe.
En pocas palabras, los niños tienen el derecho de no ver sus mentes confundidas por el sinsentido, y nosotros, como sociedad, tenemos el deber de protegerlos de eso. Por ello no deberíamos permitir más a los padres enseñar a sus hijos a creer, por ejemplo, en la verdad literal de la Biblia o en que los planetas gobiernan sus vidas, de lo que deberíamos permitirles golpear a sus hijos en la boca o encerrarles en una mazmorra.
Por supuesto, una frase tan fuerte debe tomarse con muchas reservas. ¿No es asunto de opinión decir qué es un sinsentido? Los científicos pueden pensar que es un sinsentido enseñar astrología y la verdad literal de la Biblia, pero hay otros que piensan lo contrario y ¿no están autorizados para enseñar eso a sus hijos? ¿No es igual de arrogante insistir en que a los niños debería enseñárseles ciencias?
Agradezco a mis propios padres que tuvieran la idea de que a los niños no había que enseñarles tanto qué pensar, sino cómo pensar. Si, habiendo sido justa y apropiadamente expuestos a las pruebas científicas, crecen y deciden que la Biblia es literalmente cierta o que los movimientos de los planetas rigen sus vidas, ese es su privilegio. El punto importante es que es su privilegio decidir qué van a pensar, y no es el privilegio de sus padres imponérselo por force majeure[108]. Y esto, por supuesto, es especialmente importante cuando pensamos en que los niños serán padres en la siguiente generación, en posición de transmitir cualquier adoctrinamiento que les hubiera modelado.
Humphrey sugiere que, mientras los niños son jóvenes, vulnerables y necesitados de protección, la verdadera tutela moral se manifiesta en un intento honesto de procurar averiguar qué elegirían por sí mismos si fueran lo suficientemente mayores como para hacerlo. Conmovedoramente cita el ejemplo de una joven chica inca cuyos restos de quinientos años de antigüedad fueron encontrados congelados en las montañas de Perú en 1995. El antropólogo que la descubrió escribió que había sido víctima de un sacrificio ritual. Por cuenta de Humphrey, se emitió en la televisión americana un documental sobre esta joven «doncella de los hielos». A los espectadores se les invitó
… a maravillarse por el compromiso espiritual de los sacerdotes incas y a compartir con la chica el orgullo y la excitación que sentiría en su último viaje al haber sido seleccionada para el destacado honor de ser sacrificada.
El mensaje del programa televisivo era, en efecto, que la práctica de sacrificios humanos era en su propia forma una gloriosa invención cultural —otra joya en la corona del multiculturalismo, si se quiere—.
Humphrey estaba escandalizado, y yo también.
Así, ¿cómo se atreve alguien incluso a sugerir esto? ¿Cómo se atreven a invitarnos —en nuestros cuartos de estar, viendo la televisión— a sentirnos elevados al contemplar un acto de asesinato ritual: el asesinato de un niño dependiente por parte de un estúpido grupo de hombres mayores engreídos, supersticiosos e ignorantes? ¿Cómo se atreven a invitarnos a que encontremos bueno contemplar una acción inmoral contra otra persona?
De nuevo, un lector liberal decente puede sentir una punzada de desasosiego. Ciertamente, es inmoral por nuestros estándares y estúpido, pero ¿qué pasa con los estándares incas? Seguramente, ¿era para los incas ese sacrificio un acto moral y, lejos de ser estúpido, refrendado por todo aquello que consideraban sagrado? La pequeña era, sin duda, una creyente leal en la religión en la que había sido educada. ¿Quiénes somos nosotros para utilizar una palabra como «asesinato», juzgando a los sacerdotes incas por nuestros estándares en vez de por los suyos? Quizá esta niña estaba entusiásticamente feliz con su destino; quizá en realidad creía que estaba a punto de entrar directamente en su eterno paraíso, abrigada por la radiante compañía del dios Sol. O quizá —como parece más probable— estuviera chillando de terror.
El punto de vista de Humphrey —y el mío— es que, sin importar si ella fue una víctima voluntaria o no, hay una fuerte razón para suponer que no habría sido voluntaria si hubiera estado en plena posesión de sus actos. Por ejemplo, supongamos que hubiera sabido que el Sol es realmente una bola de hidrógeno, a una temperatura de más de un millón de grados Kelvin, convirtiéndose a sí mismo en helio por fusión nuclear y que originalmente se formó a partir de un disco de gas fuera del cual el resto del Sistema Solar, incluyendo la Tierra, se condensaba… Probablemente, entonces ella no hubiera venerado ese hecho como bueno, y esto podría haber alterado su perspectiva de ser sacrificada como víctima propiciatoria.
Los sacerdotes incas no pueden ser culpados por su ignorancia, y quizá podría pensarse que es cruel juzgarlos estúpidos y engreídos. Pero pueden ser culpados por haber inculcado sus propias creencias en una niña demasiado joven como para decidir si quería ser sacrificada al Sol o no. La idea adicional de Humphrey es que los realizadores de los documentales actuales, y nosotros, su audiencia, podemos ser acusados de ver belleza en la muerte de esa pequeña niña —«algo que enriquece nuestra cultura colectiva»—. La misma tendencia a glorificar la singularidad de los hábitos étnicos religiosos, y a justificar crueldades en su nombre, aparece una y otra vez. Es la fuente de conflictos internos en las mentes de agradables personas liberales que, por un lado, no pueden aguantar la crueldad y el sufrimiento, pero, por otro, han sido entrenados por los relativistas y posmodernos para respetar a las culturas ajenas en el mismo grado que la propia. La mutilación genital femenina (a veces llamada circuncisión) es indudablemente dolorosa en grado extremo, sabotea el placer sexual de las mujeres (en efecto, ese es probablemente el propósito subyacente), y la mitad de la mente liberal quiere abolir la práctica. Sin embargo, la otra mitad «respeta» las culturas étnicas y siente que no deberíamos interferir si «ellos» quieren mutilar a «sus» chicas[109]. Por supuesto, la cuestión es que «sus» chicas son realmente las chicas de las propias chicas, y no deberían ignorarse sus deseos. Más difícil de responder, ¿qué pasa si una chica dice que quiere ser circuncidada? Pero ¿desearía, con la retrospectiva de un adulto completamente informado, que hubiera ocurrido nunca? Humphrey resalta el punto de que no hay mujer adulta, que de algún modo hubiera perdido la oportunidad de ser circuncidada de niña, que accediera a la operación más tarde en su vida.
Tras una discusión sobre los amish y sobre su derecho a educar a «sus propios» niños de «su propia» manera, Humphrey critica duramente nuestro entusiasmo como sociedad por
… mantener la diversidad cultural. Correcto, puedes querer decir, es injusto para un niño de los amish, o de los hasidim, o de los gitanos ser formado por sus padres en la forma en que lo son; pero, al menos, el resultado es que continúan esas fascinantes tradiciones culturales. ¿No se empobrecería toda nuestra civilización si se perdieran? Resulta lamentable que los individuos deban ser sacrificados para mantener esa diversidad. Pero es lo que hay: es el precio que tenemos que pagar como sociedad. Excepto, me siento obligado a recordarlo, que nosotros no pagamos; pagan ellos.
El tema llamó la atención del público en 1972, cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos sentenció en un caso, «Wisconsin versus Yoder», relativo al derecho de los padres a sacar a los niños de la escuela por motivos religiosos. Los amish viven en comunidades cerradas en varios lugares de Estados Unidos; la mayoría hablan un arcaico dialecto del alemán, llamado holandés de Pennsylvania, y evitan la utilización de la electricidad, los motores de combustión interna, las cremalleras y otras manifestaciones de la vida moderna. En efecto, hay algo atractivamente pintoresco en esa isla de vida del siglo XVII como espectáculo para los ojos actuales. ¿No merece la pena preservarla, por el bien del enriquecimiento de la diversidad humana? Y la única manera de hacerlo es permitir a los amish educar a sus propios hijos de su propia manera, y protegerlos de la corruptora influencia de la modernidad. Pero, seguramente nos preguntaremos, ¿no tendrían los propios niños que decir algo sobre el asunto?
Se pidió al Tribunal Supremo que dictaminara en 1972, cuando algunos padres amish del estado de Wisconsin sacaron a sus hijos del instituto. La propia idea de educación más allá de una determinada edad es contraria a los valores religiosos amish, y especialmente la educación científica. El estado de Wisconsin llevó a los padres a los tribunales, presentando una demanda por el hecho de que se privara a los niños de su derecho a la educación. Ascendiendo de tribunal en tribunal, el caso finalmente llegó al Tribunal Supremo de Estados Unidos, que emitió su decisión (6 contra 1) a favor de los padres(142). La opinión mayoritaria, escrita por el juez Warren Burger, incluía lo siguiente: «Como consta, la asistencia obligatoria a la escuela hasta la edad de dieciséis años conlleva una amenaza real de socavamiento de la comunidad amish y sus prácticas religiosas tal como hoy existen: o tienen que abandonar sus creencias y asimilarse en la sociedad, o se verán forzados a emigrar a otra región más tolerante».
La opinión minoritaria del juez William O. Douglas era que se tendría que haber consultado a los propios niños. ¿Deseaban realmente acortar su educación? ¿Seguro que querían permanecer en la religión amish? Nicholas Humphrey podría haber ido más allá. Incluso aunque se hubiera preguntado a los niños y hubieran expresado su preferencia por la religión amish, ¿podemos suponer que lo habrían hecho si se les hubiera educado e informado acerca de las alternativas posibles? Para que esto sea posible, ¿no habría ejemplos de jóvenes del mundo exterior que voluntariamente desearían unirse a los amish? El juez Douglas fue más allá en una dirección ligeramente distinta. No veía una razón particular para dar a los puntos de vista religiosos de los padres un estatus especial para decidir hasta qué punto se les debería permitir privar a sus hijos de la educación. Si la religión se considera un criterio, ¿no debería haber creencias seglares igualmente cualificadas?
La mayoría del Tribunal Supremo hizo un paralelismo con algunos de los valores positivos de las órdenes monásticas, cuya presencia en nuestra sociedad posiblemente la enriquezca. Pero, como apunta Humphrey, hay una diferencia crucial. Los monjes eligen voluntariamente la vida monástica por su propia y libre decisión. Los niños amish no han elegido nunca ser amish; han nacido entre ellos y no han tenido otra opción.
Hay algo impresionantemente condescendiente, así como inhumano, en sacrificar a alguien, especialmente a niños, en el altar de la «diversidad» y en la virtud de preservar una variedad de tradiciones religiosas. El resto de nosotros estamos contentos con nuestros coches y ordenadores, con nuestras vacunas y antibióticos. Pero vosotros, pintorescas personitas con bonetes y pantalones por debajo de la rodilla, vuestros coches de caballos, vuestro arcaico dialecto y vuestros retretes exteriores, vosotros enriquecéis nuestras vidas. Por supuesto que se os debe permitir que atrapéis a vuestros hijos con vosotros en vuestro mundo del siglo XVII, porque de otra manera podríamos perdernos algo irrecuperable: una parte de la maravillosa diversidad de la cultura humana. Una pequeña parte de mí puede ver algo en esto. Pero, efectivamente, la mayor parte se siente muy mareada.
El primer ministro de mi país, Tony Blair, invocó a la «diversidad» cuando fue desafiado en la Cámara de los Comunes por la parlamentaria Jenny Tonge a que justificara un subsidio gubernativo a una escuela en el nordeste de Inglaterra que (casi de forma única en Gran Bretaña) enseña creacionismo bíblico literal. El señor Blair respondió que sería desafortunado que la preocupación por ese tema interfiriera en conseguir «un sistema educativo tan diverso como sea posible»(143). La escuela en cuestión, el colegio Emmanuel, de Gateshead, es una de las «academias ciudadanas» establecidas por una orgullosa iniciativa del Gobierno de Blair. A los ricos benefactores se les anima a aportar una cantidad de dinero relativamente pequeña (en el caso del Emmanuel, dos millones de libras), gracias a la que se obtiene del Gobierno una cantidad mucho mayor (veinte millones de libras para la escuela, más gastos de mantenimiento y salarios a perpetuidad), y también se obtiene el derecho para el benefactor de controlar el ideario de la escuela, el nombramiento de la mayoría de sus administradores, la política para admitir o rechazar alumnos, y mucho más.
El benefactor del Emmanuel que ha contribuido con un 10 por 100 es sir Peter Vardy, un acaudalado vendedor de coches con un encomiable deseo de dar a los niños de hoy la educación que él hubiera deseado haber recibido, y un menos encomiable deseo de inculcar sus convicciones religiosas personales en ellos[110]. Vardy está desafortunadamente enredado con una camarilla de profesores fundamentalistas inspirados en los americanos, liderados por Nigel McQuoid, que durante algún tiempo fue director del Emmanuel y ahora es director de todo el consorcio de escuelas Vardy. El nivel de entendimiento científico de McQuoid puede ser juzgado a partir de su creencia de que el mundo tiene menos de diez mil años de antigüedad, y también por la siguiente cita: «Aunque pensar que provenimos de un estallido, que antes éramos monos, que parece increíble cuando se mira la complejidad del cuerpo humano… Si se dice a los niños que no hay un propósito en sus vidas —que simplemente son una mutación química— eso no es construir autoestima»(144). Ningún científico ha sugerido nunca que un niño sea una «mutación química». El uso de la frase en tal contexto es un sinsentido analfabeto, del mismo nivel que las declaraciones del «obispo» Wayne Malcolm, líder de la iglesia de la Ciudad para la Vida Cristiana, en Hackney (Londres Este), quien, según The Guardian del 18 de abril de 2006, «discute la prueba científica de la evolución». El entendimiento de Malcolm de la prueba que cuestiona puede determinarse a partir de su frase de que «Hay claramente una ausencia en el registro fósil de los niveles intermedios del desarrollo. Si una rana se convierte en un mono, ¿no debería haber un montón de rana-monos?».
Bien, la ciencia tampoco es la especialidad del señor McQuoid, por lo que, en vez de contra él, deberíamos, en justicia, volvernos contra su director científico, Stephen Layfield. El 21 de septiembre de 2001, el señor Layfield pronunció una conferencia en el Colegio Emmanuel sobre «La enseñanza de la ciencia: Una perspectiva bíblica». El texto de la conferencia se colocó en un sitio web cristiano (<www.christian.org.uk>). Pero no lo encontrará ahí ahora. El Instituto Cristiano eliminó la conferencia el mismo día en que yo llamé la atención sobre ella en un artículo en The Daily Telegraph del 18 de marzo de 2002, donde la sometí a una disección crítica(145). Sin embargo, es difícil borrar algo de la Red permanentemente. En parte, los buscadores alcanzan su velocidad manteniendo cachés de información, y esos cachés permanecen inevitablemente durante un tiempo, incluso después de que los originales hayan sido borrados. Un vivo periodista británico, Andrew Brown, el primer corresponsal religioso de The Independent, localizó rápidamente la conferencia de Layfield, la descargó desde Google y la publicó, a salvo del borrado, en su propio sitio web, <http://www.darwinwars.com/lunatic/liars/layfield.html>. Puede verse que las palabras elegidas por Brown para la URL son entretenidas de leer en sí mismas. Sin embargo, pierden su poder de divertir cuando miramos el propio contenido de la conferencia.
A propósito, cuando un lector curioso escribió al colegio Emmanuel para preguntar por qué había sido eliminada la conferencia del sitio web, recibió la siguiente contestación tan falsa del colegio, de nuevo registrada por Andrew Brown:
El colegio Emmanuel ha estado en el centro de un debate relativo a la enseñanza de la creación en los colegios. A nivel práctico, el colegio Emmanuel tiene un gran número de llamadas de prensa. Esto ha implicado un considerable tiempo del director principal y de los demás directores del colegio. Toda esa gente tiene otras cosas que hacer. Para ayudarles, hemos suprimido temporalmente de nuestro sitio web una conferencia de Stephen Layfield.
Por supuesto, es posible que los funcionarios del colegio estén demasiado ocupados para explicar a los periodistas su postura acerca de la enseñanza del creacionismo. Pero, entonces, ¿por qué eliminar de su sitio web el texto de una conferencia que precisamente hace eso y a la que podrían haber remitido a los periodistas, y por lo tanto, ahorrarse a sí mismos una gran cantidad de tiempo? No, eliminaron la conferencia de su director de ciencias porque reconocían que tenían algo que ocultar. El siguiente párrafo está extraído del principio de su conferencia:
Dejemos claro desde el principio que rechazamos esa noción tan popularizada, quizá involuntariamente, por Francis Bacon en el siglo XVII de que hay «Dos Libros (el Libro de la Naturaleza y las Escrituras) que pueden ser explotados independientemente para extraer la verdad». En vez de eso, mantenemos firmemente la proposición de que Dios habló con autoridad y sin posibilidad de error en las páginas de la Sagrada Escritura. No importa cuán frágil, anticuada o ingenua pueda ostensiblemente parecer esta aseveración, especialmente a una cultura descreída y borracha de televisión. Estamos seguros de que es una base tan robusta como es posible sobre la que descansar y sobre la que construir.
Tienes que pellizcarte. No estás soñando. Esto no es algo de algún predicador ambulante de Alabama, sino del director de ciencias de un colegio al que el Gobierno británico destina su dinero y que es la alegría y el orgullo de Tony Blair. Devoto cristiano, el señor Blair protagonizó en 2004 la ceremonia de apertura de una de las últimas adquisiciones de la flota de colegios Vardy(146). La diversidad puede ser una virtud, pero esta diversidad se está volviendo loca.
Layfield procede a listar una comparación entre ciencia y Escrituras, concluyendo, en todos aquellos casos en los que parece haber un conflicto, que es preferible la Escritura. Viendo que la ciencia de la Tierra está incluida ahora en el currículo nacional, Layfield dice: «Parecería particularmente prudente que todos aquellos que tienen que impartir esta materia del curso se familiarizaran con los papeles de la Geología de la Inundación de Whitcomb & Morris». Sí, «Geología de la Inundación» significa lo que piensas que significa. Estamos hablando del Arca de Noé. ¡El Arca de Noé! —cuando los niños podrían estar aprendiendo el emocionante hecho de que, una vez, África y Sudamérica estuvieron unidas y que se han separado una de otra a la velocidad a la que crecen las uñas de los dedos de la mano—. Aquí hay algo más de Layfield (el director de ciencias) sobre la inundación de Noé, como reciente y rápida explicación para un fenómeno que, según las pruebas geológicas reales, lleva millones de años desintegrar:
Debemos admitir dentro de nuestro grandioso paradigma geofísico la historicidad de una inundación mundial, como se narra en Génesis 6-10. Si la narrativa bíblica es segura y las genealogías listadas (por ejemplo, Génesis 5, 1; Crónicas 1; Mateo 1; y Lucas 3) son sustancialmente plenas, podemos calcular que esta catástrofe global tuvo lugar en un pasado relativamente reciente. Sus efectos están por todas partes, generosamente claras. La prueba principal se encuentra en las piedras sedimentarias cargadas de fósiles, en las extensas reservas de combustibles de hidrocarburos (carbón, petróleo y gas) y en que los relatos «legendarios» de tamaña inundación son comunes a varios grupos de población en todo el mundo. La viabilidad de mantener un arca llena de criaturas representativas durante un año hasta que el nivel de las aguas hubiera descendido lo suficiente ha estado bien documentada por, entre otros, John Woodmorrappe.
En cierta forma esto es incluso peor que las ignorantes declaraciones de Nigel McQuoid o del obispo Wayne Malcolm arriba citadas, porque Layfield ha sido educado en la ciencia. Aquí hay otro asombroso pasaje:
Como establecimos al principio, los cristianos, por muy buenas razones, consideran que las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento son una guía fiable en lo referente a qué tenemos que creer. No son meramente documentos religiosos. Nos dan un relato verdadero de la historia de la Tierra que se ignora peligrosamente.
La implicación de que las Escrituras dan un relato literal de la historia geológica haría que cualquier teólogo reputado hiciera gestos de dolor. Mi amigo Richard Harries, obispo de Oxford, y yo escribimos una carta conjunta a Tony Blair, carta que firmaron ocho obispos y nueve prestigiosos científicos(147). Los nueve científicos incluían al entonces presidente de la Royal Society (anteriormente consejero jefe científico de Tony Blair), tanto al secretario de Biología como al secretario de Física de la Royal Society, al astrónomo real (ahora presidente de la Royal Society), al director del Museo de Historia Natural y a sir David Attenborough, quizá el hombre más respetado de Inglaterra. Los obispos incluían uno católico romano y a siete obispos anglicanos —líderes religiosos de toda Inglaterra—. Recibimos una superficial e inadecuada respuesta de la Oficina del Primer Ministro, referente a los buenos resultados en los exámenes del colegio y a sus buenos informes de la Agencia Oficial para la Inspección de las Escuelas (OFSTED). Aparentemente, no se le ocurrió al señor Blair que, si los inspectores de la OFSTED hacían un informe favorable de un colegio cuyo director de ciencias enseñaba que todo el Universo comenzó tras la domesticación del perro, debía haber algo ligeramente incorrecto en los estándares que utilizaban para la inspección.
Quizá la sección más perturbadora de la conferencia de Stephen Layfield es su concluyente «¿Qué puede hacerse?», donde considera las tácticas a emplear por todos aquellos profesores que desearan introducir el fundamentalismo cristiano en la clase de ciencias. Por ejemplo, urgía a los profesores de ciencias a
… fíjense en cada ocasión en que un paradigma evolutivo de la antigüedad de la Tierra (millones o billones de años) se mencione explícitamente o esté implícito en un libro de texto, pregunta de examen o visitante y, cortésmente, apunten la falibilidad de la frase. Siempre que sea posible debemos dar la explicación bíblica alternativa (siempre mejor) para el mismo dato. Veremos unos pocos ejemplos de cada uno en la Física, Química y Biología del curso.
El resto de la conferencia de Layfield es nada menos que un manual de propaganda, una fuente para profesores religiosos de biología, química y física que desean, mientras permanecen justo dentro de las guías del currículo nacional, pervertir la educación de la ciencia basada en la prueba y reemplazarla con las Escrituras bíblicas.
El 15 de abril de 2006, James Naughtie, uno de los presentadores más experimentados de la BBC, entrevistó a sir Peter Vardy en la radio. El tema principal de la entrevista era una investigación policial de la acusación, negada por Vardy, de que se habían ofrecido sobornos —en forma de títulos de caballero y nobiliarios— por el Gobierno de Blair a hombres ricos, en un intento de hacerles suscribir el plan de las academias de la ciudad. Naughtie también preguntó a Vardy acerca del tema del creacionismo, y este negó categóricamente que el Colegio Emmanuel promoviera el creacionismo entre sus alumnos. Uno de los alumnos del Emmanuel, Peter French, ha dicho de una forma igualmente categórica(148): «Nos enseñaban que la Tierra tenía seis mil años de antigüedad»[111]. ¿Quién está diciendo la verdad? Bien, no lo sabemos, pero la conferencia de Stephen Layfield esbozaba su política de enseñar ciencia muy cándidamente. ¿Nunca había leído Vardy el muy explícito manifiesto de Layfield? ¿Realmente no sabía lo que su director de ciencias hacía? Peter Vardy hizo su fortuna vendiendo coches usados. ¿Le comprarías uno? Y, como hizo Tony Blair, ¿le venderías una escuela por el 10 por 100 de su precio —junto con la oferta de pagar todos sus gastos de mantenimiento? Vamos a ser caritativos con Blair y asumir que él, al menos, no había leído la conferencia de Layfield. Supongo que es demasiado esperar que su atención se dirija ahora hacia eso.
El director McQuoid ofreció una defensa de lo que él claramente veía como apertura de mente de su escuela, que es destacable por su condescendiente complacencia:
El mejor ejemplo que puedo ofrecer de a qué se parece es una conferencia filosófica que yo estaba impartiendo en el último curso. Shaquille, allí sentado, dijo: «El Corán es correcto y verdadero». Y Clare, después, dijo: «No, la Biblia es cierta». Por lo que hablamos de las similitudes entre lo que estaban diciendo y las partes en las que discrepaban. Y estuvimos de acuerdo en que podía ser que ninguno fuera cierto. Y finalmente dije: «Lo siento, Shaquille, estás equivocado: es la Biblia la que es cierta». Y él dijo: «Lo siento, señor McQuoid, usted está equivocado: es el Corán». Y se fueron a comer y siguieron discutiendo durante la comida. Esto es lo que queremos. Queremos chicos que sepan por qué creen lo que creen y que lo defiendan(149).
¡Qué cuadro tan encantador! Shaquille y Clare se fueron a comer juntos, defendiendo vigorosamente sus posturas y sus incompatibles creencias. Pero ¿es eso tan encantador? ¿No es, en realidad, un deplorable cuadro que el señor McQuoid ha pintado? ¿Sobre qué, después de todo, basaban Shaquille y Clare sus argumentos? ¿Qué convincente prueba era cada cual capaz de manejar, en su vigoroso y constructivo debate? Simplemente, Clare y Shaquille aseveraban que el Libro Sagrado de cada uno era superior, y eso era todo. Aparentemente, esto es todo lo que dijeron, y eso es, en efecto, todo lo que puedes decir cuando has sido educado en que la verdad proviene de las Escrituras, en vez de las pruebas. Clare y Shaquille, y sus compañeros, no habían sido educados. Estaban siendo abandonados por su escuela, y su director estaba abusando, no de sus cuerpos, sino de sus mentes.
Y ahora, aquí hay otro cuadro encantador. Un año, en las Navidades, mi periódico diario, The Independent, estaba buscando una imagen estacional y encontró una ecuménica muy confortadora sacada de una obra navideña. Los tres Reyes Magos estaban interpretados por, como el pie de foto entusiásticamente decía, Shadbreet (un sikh), Musharraf (un musulmán) y Adele (una cristiana), todos de cuatro años.
¿Encantador? ¿Confortadora? No, no lo es. Es grotesco. ¿Cómo puede cualquier persona decente pensar que es correcto etiquetar a niños de cuatro años con las opiniones cósmicas y teológicas de sus padres? Para ver esto, imaginemos una fotografía idéntica, con el pie de foto cambiado como sigue: «Shadbreet (un keynesiano), Musharraf (un monetarista) y Adele (una marxista), todos de cuatro años». ¿No merecería esto una airada carta de protesta? Ciertamente, sí lo merecería. Aunque, gracias al extrañamente privilegiado estatus de la religión, no se escuchó ni un grito, ni nunca se ha escuchado en ninguna ocasión similar. Simplemente, imaginemos la protesta si el pie de foto hubiera dicho: «Shadbreet (un ateo), Musharraf (un agnóstico) y Adele (una humanista seglar), todos de cuatro años». ¿No debería investigarse a los padres para ver si estaban capacitados para educar a sus hijos?
En Inglaterra, donde no existe una separación constitucional entre Iglesia y Estado, los padres ateos normalmente se dejan llevar y dejan que las escuelas eduquen a sus hijos en cualquier religión prevaleciente en la cultura. «TheBrights.net» (una iniciativa americana para renombrar a los ateos como «Brillantes» de la misma forma que los homosexuales se han renombrado a sí mismos como «gays») es escrupulosa en las reglas que tiene establecidas para que los niños se apunten: «La decisión de ser un Brillante debe ser del niño. Cualquier joven a quien se le ha dicho que él o ella debería, o podría, ser un Brillante, NO puede ser un Brillante». ¿Puedes imaginar que una iglesia o mezquita emita tal ordenanza autodenegada? Aunque ¿no deberían estar obligadas a ello? A propósito, me apunté a los Brillantes, en parte porque estaba sinceramente intrigado sobre si una palabra así puede ser generada meméticamente en el lenguaje. No sé, aunque me gustaría, si la transmutación de «gay» fue deliberadamente construida o si simplemente ocurrió(150). La campaña de los Brillantes tuvo un inestable comienzo cuando fue furiosamente denunciada por algunos ateos, petrificados por ser tildados de «arrogantes». El movimiento del Orgullo Gay, por fortuna, no padece esa falsa modestia, que puede que sea lo que le ha hecho tener éxito. En un capítulo anterior generalicé el tema de la «mejora de la conciencia», comenzando por los logros de las feministas al hacer que nos estremezcamos cuando oímos la frase «hombres de buena voluntad» en vez de «personas de buena voluntad». Ahora quiero mejorar la conciencia de otra forma. Creo que todos deberíamos hacer una mueca de dolor cuando oímos que un niño pequeño es etiquetado como perteneciente a una religión particular o a otra. Los niños pequeños son demasiado jóvenes como para decidir sus puntos de vista sobre los orígenes del Cosmos, sobre la vida y sobre la moral. El propio sonido de la frase «niño cristiano» o «niño musulmán» nos debería dar tanta dentera como las uñas arañando una pizarra.
Aquí hay un informe, fechado el 3 de septiembre de 2001, del programa «Aires Irlandeses» de la emisora de radio americana KPFT-FM.
Las escolares católicas apoyaron las protestas de los unionistas porque habían intentado entrar en la escuela primaria para chicas Santa Cruz, en Ardoyne Road, al norte de Belfast. Soldados de la Policía Real del Úlster y del Ejército británico tuvieron que disolver a quienes protestaban porque estaban intentando bloquear la escuela. Se colocaron barreras para permitir a los niños entrar al colegio entre los manifestantes. Los unionistas se burlaban y les gritaban insultos sectarios mientras los niños, algunos de cuatro años de edad, eran escoltados por sus padres hasta la escuela. Según iban entrando los niños y sus padres por la puerta principal de la escuela, los unionistas arrojaban botellas y piedras.
Naturalmente, cualquier persona decente haría una mueca de dolor por la mala experiencia de esas desafortunadas escolares. Estoy intentando animaros a hacer muecas de dolor, también, por la misma idea de etiquetarlas como «estudiantes católicas» («unionistas», como apunté en el capítulo 1, es el eufemismo norirlandés para los protestantes, tal como «nacionalistas» es el eufemismo para los católicos. Las personas que no dudan en marcar a los niños como «católicos» o «protestantes» se guardan de aplicar esas mismas etiquetas religiosas —bastante más apropiadamente— a terroristas adultos y bandas).
Nuestra sociedad, incluido el sector no religioso, ha aceptado la ridícula idea de que es normal y correcto adoctrinar a niños pequeños en la religión de sus padres, y colocarles etiquetas religiosas —«niño católico», «niño protestante», «niño judío», «niño musulmán», etc.—, aunque no acepta otras etiquetas comparables: no se dice niño conservador, niño liberal, niño republicano, niño demócrata. Por favor, por favor, mejoren su conciencia acerca de esto y súbanse por las paredes cuando lo escuchen. Un niño no es un niño cristiano, ni un niño musulmán, sino un niño de padres cristianos o un niño de padres musulmanes. Esta última nomenclatura, por cierto, sería una pieza excelente para la mejora de la conciencia de los propios niños. Una niña de quien se dice que es «hija de padres musulmanes» inmediatamente se dará cuenta de que la religión es algo que ella puede elegir —o rechazar— cuando sea lo suficientemente mayor como para hacerlo.
Efectivamente, puede hacerse un buen caso para los beneficios educativos de enseñar religión comparada. Ciertamente mis propias dudas asomaron en primer lugar, cerca de la edad de nueve años, por la lección (que no provino de la escuela, sino de mis padres) de que la religión cristiana en la que había sido educado era solo uno de los sistemas de creencias mutuamente incompatibles. Los mismos apologistas religiosos se dan cuenta de esto, y a menudo les espanta. Tras esa obra navideña de The Independent, no hubo ni una carta al director quejándose de este etiquetado de unos niños de cuatro años. La única carta negativa vino de «La Campaña para la Educación Real», cuyo portavoz, Nick Seaton, dijo que la educación religiosa multiconfesional era extremadamente peligrosa, porque «a los niños se les enseña que todas las religiones tienen el mismo valor, lo que significa que la suya propia no tiene un valor especial». En efecto; eso es exactamente lo que significa. Bien puede preocuparse este portavoz. En otra ocasión, el mismo individuo dijo: «Es incorrecto presentar todas las creencias como igualmente válidas. Todo el mundo se siente con el derecho de pensar que su fe es superior a la de los demás, tanto hindúes, judíos, musulmanes o cristianos; de otra forma, ¿cuál es la ventaja de tener fe?»(151).
¿Y qué? ¡Y qué transparente sinsentido es esto! Esas creencias son mutuamente incompatibles. De otra forma, ¿cuál es la idea para pensar que tu fe es superior? La mayoría de ellas, por lo tanto, no pueden ser «superiores a otras». Dejemos que los niños aprendan sobre creencias distintas, dejemos que perciban sus incompatibilidades, y dejémosles que saquen sus propias conclusiones sobre las consecuencias de esa incompatibilidad. Y por si alguna es «válida», dejémosles que preparen sus propias mentes para cuando sean lo suficientemente mayores para ello.
Debo admitir que incluso yo estoy un poco sorprendido de la ignorancia bíblica que muestran las personas que han sido educadas en décadas más recientes que en las que yo fui. O puede que no sea una cuestión de décadas. Tan lejos como en 1954, según lo dice Robert Hinde en su reflexivo libro Por qué persiste Dios, una encuesta Gallup realizada en Estados Unidos encontró lo siguiente. Tres cuartas partes de los católicos y protestantes eran incapaces de nombrar un solo profeta del Antiguo Testamento. Más de las dos terceras partes no sabía quién había pronunciado el Sermón de la Montaña. Varios pensaban que Moisés fue uno de los doce apóstoles de Jesús. Eso, repito, fue en Estados Unidos, donde son tremendamente más religiosos que en otras partes del mundo desarrollado.
La Biblia del Rey Jaime de 1611 —la Versión Autorizada— incluye pasajes de extraordinario mérito literario por derecho propio; por ejemplo, El Cantar de los Cantares y el sublime Eclesiastés (que me han dicho que es muy hermoso también en el original hebreo). Pero la razón principal de que la Biblia inglesa necesite formar parte de nuestra educación es que es un libro que supone una fuente principal de cultura literaria. Lo mismo vale para las leyendas de los dioses griegos y romanos, y hemos aprendido sobre ellos sin tener que preguntarnos si creemos en ellos. Aquí hay una lista rápida de frases bíblicas, o inspiradas en la Biblia, que se emplean comúnmente en inglés literario o conversacional, desde la alta poesía hasta los gastados clichés, desde los proverbios al cotilleo.
«Creced y multiplicaos»; «Al este del Edén»; «La costilla de Adán»; «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?»; «La señal de Caín»; «Más viejo que Matusalén»; «Un plato de lentejas»; «Vendió su primogenitura»; «La escalera de Jacob»; «Capa de muchos colores»; «Entre el trigo extraño»; «Ciego en Gaza»; «La fertilidad de la tierra»; «El ternero cebado»; «Extraños en una tierra extraña»; «La zarza ardiente»; «Una tierra que mana leche y miel»; «Deja ir a mi pueblo»; «Ollas de carne»; «Ojo por ojo y diente por diente»; «Está seguro de que tu pecado te encontrará»; «La manzana de su ojo»; «Las estrellas en sus cursos»; «Cuajada en copa de príncipes»; «Las huestes de Midián»; «Sibolet»; «Del fuerte salió dulzura»; «Les dio una soberana paliza»; «Filisteos»; «Un hombre tras su propio corazón»; «Como David y Jonatán»; «Más maravilloso que amoríos de mujeres»; «¿Cómo cayeron los valientes?»; «Cordero de oveja»; «Hombre de Belial»; «Jezabel»; «La reina de Saba»; «Sabiduría de Salomón»; «No se me dijo ni la mitad»; «Se ciñó la cintura»; «Disparar al azar su arco»; «Los amigos de Job»; «La paciencia de Job»; «He roído mis huesos con los dientes»; «El valor de la sabiduría es mayor que el de los rubíes»; «Leviatán»; «Fíjate en la hormiga, perezoso; mira su conducta y hazte sabio»; «Quien escatima la vara quiere mal a su hijo»; «Una palabra en sazón»; «Vanidad de vanidades»; «Todo tiene su tiempo y su momento»; «La carrera no es para los veloces, ni el combate para los héroes»; «Componer libros es una tarea sin fin»; «Soy la rosa de Sharon»; «Eres huerto cercado»; «Las raposas pequeñas»; «Las aguas caudalosas no podrían extinguir el amor»; «Forjarán de sus espadas azadones»; «Moler el rostro de los pobres»; «Morará el lobo con el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito»; «Déjanos comer y beber, porque mañana moriremos»; «Dispón lo referente a tu casa»; «La voz que clama en el desierto»; «No hay paz para los malvados»; «Ver cara a cara»; «Le arrancaron de la tierra de los vivos»; «Bálsamo de Galaad»; «¿Puede el leopardo cambiar sus manchas?»; «El momento de la despedida»; «Un Daniel en la guarida del león»; «El que siembra vientos recoge tempestades»; «Sodoma y Gomorra»; «No solo de pan vive el hombre»; «Apártate de mí, Satán»; «La sal de la tierra»; «Esconder la luz bajo el celemín»; «Poner la otra mejilla»; «Avanzar una milla más»; «Ni la polilla ni la herrumbre los destruyen»; «No echéis las perlas a los cerdos»; «Lobos con piel de cordero»; «Llanto y crujir de dientes»; «El cerdo de Gadará»; «Vino nuevo en odres viejos»; «Sacudir el polvo de los pies»; «Quien no está conmigo está contra mí»; «El juicio de Salomón»; «Cayó en terreno pedregoso»; «A un profeta solo se le desprecia en su tierra»; «Las migajas de la mesa»; «El signo de los tiempos»; «Guarida de ladrones»; «Fariseo»; «Sepulcros blanqueados»; «Guerras y rumores de guerras»; «Criado bueno y fiel»; «Separar las ovejas de las cabras»; «Me lavo las manos»; «El sábado se instituyó para el hombre, no el hombre para el sábado»; «Dejad que los niños se acerquen a mí»; «La ofrenda de la viuda»; «Médico, cúrate a ti mismo»; «El buen samaritano»; «Cruzar al otro lado»; «Las uvas de la ira»; «La oveja descarriada»; «El hijo pródigo»; «Una gran sima establecida»; «Aquel cuyo zapato no soy digno de desatar»; «Arrojar la primera piedra»; «Jesús lloró»; «Nadie tiene mayor amor que este»; «Dudoso santo Tomás»; «Camino de Damasco»; «Una ley en sí mismo»; «Ver mediante un espejo, borrosamente»; «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?»; «Un aguijón en la carne»; «Caídos en desgracia»; «No ser bebedor ni pendenciero»; «La raíz de todo mal»; «Combatir el buen combate»; «Toda carne es como heno»; «El ser más débil»; «Soy el Alfa y la Omega»; «Armagedón»; «Desde lo más profundo»; «Quo Vadis»; «Llueve sobre el justo y sobre el injusto».
Cada uno de esos modismos, frases o clichés proviene directamente de la Versión Autorizada de la Biblia del Rey Jaime. Seguramente la ignorancia de la Biblia supone el empobrecimiento de la apreciación de la literatura inglesa. Y no solo de la literatura solemne y seria. La siguiente rima de lord Justice Bowen es ingeniosamente aguda:
La lluvia llovía sobre el justo
y también sobre su amigo injusto,
pero principalmente sobre el justo, porque
el injusto tenía el paraguas del justo.
Aunque el disfrute se ensordece si se puede captar la alusión de Mateo 5: 45 («El cual hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos»). Y la fina idea de Eliza Dolittle en My Fair Lady se le escaparía a cualquiera que ignore el final de Juan el Bautista:
«Muchas gracias, Rey», digo de manera bien educada. Pero todo lo que deseo es la muerte de Henry Higgins[112].
Palham G. Wodehouse es, en mi opinión, el más grande escritor inglés de comedia ligera, y me apuesto lo que sea a que la mitad de mi lista de frases bíblicas se encontraría como alusión en sus páginas. (Una búsqueda de Google no las encontrará todas, sin embargo. No encuentra la obvia derivación del título de la historieta «La tía y el perezoso», de Proverbios 6: 6). El canon de Wodehouse es rico en otras frases bíblicas, que no están en mi lista anterior y tampoco están incorporadas en el lenguaje como modismos o proverbios. Escuchemos la evocación de Bertie Wooster de a qué se parece levantarse con una mala resaca: «He estado soñando que algún canalla me estaba arrojando clavos a la cabeza; no clavos normales, como los usados por Yael, la esposa de Jéber, sino clavos al rojo vivo»[113]. El propio Bertie estaba inmensamente orgulloso de su logro únicamente académico, el premio que había obtenido por su conocimiento de las Escrituras.
Lo que es cierto en la escritura cómica en inglés es más obviamente cierto en la literatura seria. La relación de Naseeb Shaheen de más de trece mil referencias bíblicas en la obra de Shakespeare es extensamente citada y muy verosímil(152). El Informe de Cultura Bíblica publicado en Fairfax (Virginia) (es cierto que está financiado por la infame Fundación Templeton) aporta muchos ejemplos, y cita el plomizo acuerdo que hay entre los profesores de literatura inglesa de que la cultura bíblica es esencial para la total apreciación de su materia(153). Sin duda, esto mismo es cierto para la literatura francesa, alemana, rusa, italiana, española y cualquier otra gran literatura europea. Y para los hablantes de idiomas árabe e indio, el conocimiento del Qur’an o del Bhagavad Gita es probablemente igual de esencial para la completa apreciación de su herencia literaria. Finalmente, para redondear la lista, no podemos apreciar a Wagner (cuya música, como se dice agudamente, es bastante mejor de lo que suena) sin conocer algo acerca de los dioses nórdicos.
Déjenme insistir en el tema. Probablemente ya he dicho bastante para convencer al menos a mis lectores mayores de que la visión atea del mundo no justifica sacar la Biblia y otros libros sagrados de nuestra educación. Y, por supuesto, podemos mantener la lealtad sentimental a las tradiciones culturales y literarias de, digamos, el judaísmo, el anglicanismo o el islam, e incluso participar en rituales religiosos tales como bodas y funerales, sin tener que admitir las creencias sobrenaturales que históricamente están asociadas a esas tradiciones. Podemos abandonar la creencia en Dios mientras no perdamos el contacto con un apreciado tesoro.