CAPÍTULO 8

¿QUÉ HAY DE EQUIVOCADO EN LA RELIGIÓN? ¿POR QUÉ SER TAN HOSTILES?

Realmente, la religión ha convencido a la gente de que hay un hombre invisible —que vive en el cielo— que observa todo lo que haces, cada minuto de cada día. Y el hombre invisible tiene una lista especial de diez cosas que Él no quiere que hagas. Y si tú haces cualquiera de esas diez cosas, Él tiene un lugar especial, lleno de fuego, de humo, de tortura y de angustia, donde te enviará a vivir y a sufrir, a quemarte y a asfixiarte, a chillar y a llorar para siempre jamás, hasta el final de los tiempos. ¡Pero Él te ama!

GEORGE CARLIN

Por naturaleza, no me gusta la confrontación. No creo que el formato de la adversidad esté bien diseñado para alcanzar la verdad y normalmente rechazo invitaciones para tomar parte en debates formales. Una vez me invitaron a debatir con el entonces arzobispo de York, en Edimburgo. Me sentí honrado y acepté. Tras el debate, el físico religioso Russell Stannard reprodujo en su libro ¿Suprimiendo a Dios? una carta que escribió al Observer:

Señor, bajo el jubiloso titular «Dios obtiene un pobre segundo lugar ante la Majestad de la Ciencia», su corresponsal científico informó (en el Domingo de Resurrección) cómo Richard Dawkins «infligió un penoso daño intelectual» al arzobispo de York en un debate sobre ciencia y religión. Nos hablaron acerca de «soberbios ateos sonrientes» y «Leones, 10; Cristianos, 0».

Stannard reprendió al Observer por no informar de un encuentro posterior entre él y yo, junto con el obispo de Birmingham y el distinguido cosmólogo sir Hermann Bondi, de la Royal Society, que no había sido llevado a cabo como un debate entre adversarios, y que había tenido un resultado más constructivo. Solo puedo estar de acuerdo en su implícita condena al formato de debate entre adversarios. En particular, por razones explicadas en Un capellán del demonio, nunca tomo parte en debates con creacionistas[88].

A pesar de mi disgusto por las contiendas entre gladiadores, parece que me he ganado, de alguna forma, la reputación de ser agresivo con la religión. Sin embargo, los colegas que están de acuerdo en que no hay Dios, en que no necesitamos la religión para ser morales y en que podemos explicar las raíces de la religión y de la moralidad en términos no-religiosos, siempre se vuelven a mí con gentil perplejidad. ¿Por qué eres tan hostil? ¿Qué es lo realmente equivocado de la religión? ¿Hace realmente tanto daño como para que debamos luchar activamente contra ella? ¿Por qué no vivir y dejar vivir, tal como hacemos con Tauro y Escorpio, con la energía de los cristales y los sitios telúricos? ¿No es todo esto un sinsentido inofensivo?

Debo responder que esa hostilidad que yo y otros ateos expresamos ocasionalmente contra la religión está limitada a las palabras. No voy a poner una bomba a nadie, ni a decapitarlo, ni a lapidarlo, ni a quemarlo en la hoguera, ni a crucificarlo, ni a estrellar aviones contra sus rascacielos, simplemente por un desacuerdo teológico. Pero, normalmente, mi interlocutor no ceja por ello. Suele salir con algo similar a esto: «¿No te señala tu hostilidad como un fundamentalista ateo, tan fundamentalista en lo tuyo como los extremistas del Cinturón Bíblico[89] en lo suyo?». Debo deshacerme de esta acusación de fundamentalismo, dado que es penosamente habitual.

FUNDAMENTALISMO Y LA SUBVERSIÓN DE LA CIENCIA

Los fundamentalistas saben que están en lo cierto porque han leído la verdad en un libro sagrado y saben, además, que nada les va a apartar de sus creencias. La verdad del libro sagrado es un axioma, no el producto final de un proceso de razonamiento. El libro es verdadero y, si hay prueba alguna que parece contradecirlo, es esa prueba la que debe rechazarse, no el libro. Por el contrario, aquello en lo que yo creo como científico (por ejemplo, en la evolución) lo creo no por leer un libro sagrado, sino porque he estudiado la prueba. Realmente, son asuntos muy diferentes. Se cree en los libros que hablan de evolución no porque sean sagrados. Se cree en ellos porque presentan enormes cantidades de pruebas que se respaldan mutuamente. En principio, cualquier lector puede comprobar esa prueba. Cuando un libro de ciencia está equivocado, finalmente alguien descubre el error y es corregido en los siguientes libros. Curiosamente, eso no ocurre con los libros sagrados.

Los filósofos, especialmente los noveles con poco aprendizaje filosófico, e incluso más especialmente aquellos infectados por el «relativismo cultural», pueden utilizar un molesto señuelo en este punto: la creencia de un científico en las pruebas es en sí misma una materia de fe fundamentalista. Por todos lados lucho contra esto y solo me voy a repetir un poco más aquí. Todos nosotros creemos en las pruebas de nuestras propias vidas, sea lo que sea lo que profesemos con nuestros sombreros filosóficos puestos. Si me acusan de asesinato y el abogado de la acusación me pregunta con severidad si es cierto que estuve en Chicago en la noche del crimen, no puedo responder con una evasiva filosófica: «Depende de lo que usted quiera decir con “cierto”». Ni con un antropológico y relativista pretexto: «solo es en su occidental sentido científico de la palabra “en” que yo estuve en Chicago. Los bongoleses dan un sentido completamente distinto a la palabra “en”, de acuerdo con el cual usted solo estará verdaderamente “en” un lugar si usted es un anciano ungido con derecho a esnifar el escroto seco de una cabra»(115). Puede que los científicos sean fundamentalistas cuando van a definir de alguna manera abstracta lo que significa «cierto». Pero también lo son los demás. No soy más fundamentalista cuando digo que la evolución es cierta que cuando digo que Nueva Zelanda está en el hemisferio Sur. Creemos en la evolución porque hay pruebas que la apoyan, y dejaríamos de creer en ella si de la noche a la mañana aparecieran nuevas pruebas que la negaran. Ningún fundamentalismo real afirmaría nunca algo así. Es demasiado fácil confundir el fundamentalismo con la pasión. Puede que parezca apasionado cuando defiendo la evolución frente al creacionismo fundamentalista, aunque esto no se debe en sí a una rivalidad fundamentalista. Se debe a que la prueba de la evolución es tan abrumadoramente fuerte que, de manera apasionada, me sobrecoge el hecho de que mi oponente no pueda verlo —o, más habitualmente, que se niegue a verlo porque contradice a su libro sagrado—. Mi pasión aumenta cuando pienso en cuán perdidos están los pobres fundamentalistas y todos aquellos en quienes ellos influyen. Las verdades de la evolución, al igual que otras muchas verdades científicas, son tan bellas y fascinantes; ¡cuán terriblemente trágico sería morir sin habernos dado cuenta de todo ello! Por supuesto que eso me apasiona. ¿Cómo no? Pero mi creencia en la evolución no es fundamentalismo, y tampoco es fe, porque sé que yo podría cambiar mi manera de pensar, y lo haría con gusto, si apareciera una nueva prueba que lo requiriera.

Eso ha sucedido. Anteriormente ya he contado la historia de un respetado miembro del Departamento de Zoología de Oxford, cuando yo era estudiante. Durante años creyó, y enseñó, que el aparato de Golgi (una estructura microscópica del interior de las células) no era real: era una concepción humana, una ilusión. Todas las tardes de los lunes era costumbre de todo el departamento asistir a una conferencia de investigación impartida por un conferenciante invitado. Un lunes, el invitado era un biólogo celular americano que presentó pruebas totalmente convincentes de que el aparato de Golgi era real. Al final de la conferencia el anciano se acercó al estrado, estrechó la mano del americano y dijo —con pasión—: «Mi querido colega, debo darle las gracias. He estado en un error durante estos quince años». Todos aplaudimos hasta que las palmas de nuestras manos se pusieron rojas. Ningún fundamentalista hubiera dicho jamás algo así. En la práctica, tampoco lo hacen todos los científicos. Aunque todos los científicos lo dicen de boquilla como un ideal —al contrario que, digamos, los políticos, que probablemente lo condenarían por indicar chaqueteo—. El recuerdo del incidente que acabo de contar todavía me provoca un nudo en la garganta.

Como científico, soy hostil al fundamentalismo religioso porque pervierte el mundo científico. Nos enseña a no cambiar nuestras mentes y a no querer aprender cosas interesantes que están disponibles para ser aprendidas. Pervierte la ciencia y debilita el intelecto. El ejemplo más triste que conozco es el del geólogo americano Kurt Wise, quien actualmente dirige el Centro de Investigación de los Orígenes de la Facultad Bryan, de Dayton (Tennessee). No es por casualidad que la Facultad Bryan se llame así por William Jennings Bryan, fiscal del profesor de Ciencias John Scopes en el Monkey Trial[90] de Dayton, en 1925. Lo sensato hubiera sido que hubiera satisfecho su ambición infantil de ser profesor de Geología en una universidad real, una universidad cuyo lema debía haber sido «Pensad de forma crítica», en vez del contradictorio lema expuesto en el sitio web de la Facultad Bryan: «Pensad crítica y bíblicamente». De hecho, obtuvo su título de Geología en la Universidad de Chicago, seguido por dos diplomas de grado en Geología y Paleontología en Harvard (ahí es nada), donde tuvo de profesor a Stephen Jay Gould (nada menos). Fue un joven científico muy cualificado y realmente prometedor, bien situado para alcanzar su sueño de enseñar ciencias y de investigar en una universidad de verdad.

Entonces llegó la tragedia. Llegó no de fuera, sino de dentro de su propia mente, una mente fatalmente pervertida y debilitada por un fundamentalismo enseñado que le impelió a que creyera que la Tierra —el tema de su formación en Chicago y en Harvard— tenía menos de diez mil años de edad. Era demasiado inteligente como para no reconocer el choque mental que estaban provocando su religión y su ciencia, y su conflicto mental se volvía cada vez más incómodo. Un día, no pudo aguantar más la tensión y cerró el asunto con unas tijeras. Tomó una Biblia y la repasó al completo, literalmente cortando cada versículo que no debería estar ahí si la visión científica del mundo fuera cierta. Al final de su despiadadamente honesto e intensivo ejercicio, quedaba tan poco de la Biblia,

… que, por mucho que lo intenté, e incluso con el beneficio de los márgenes intactos de las páginas de las Escrituras, encontré imposible tomar la Biblia y no tener que venderla como saldo. Tuve que tomar una decisión entre la evolución y las Escrituras. O las Escrituras estaban en lo cierto y la evolución era errónea, o la evolución era cierta y yo debía arrojar la Biblia al fuego… Fue así que esa noche acepté la Palabra de Dios y rechacé todo aquello en lo que había creído siempre, incluida la evolución. Y con eso, con gran dolor, también arrojé al fuego todos mis sueños y esperanzas en la ciencia.

Encuentro que esto es terriblemente triste; pero considerando que la historia del aparato de Golgi me arrancó lágrimas de admiración y de exultación, la historia de Kurt Wise es simplemente patética —patética y despreciable—. La herida, para su carrera y para su felicidad vital, fue autoinfligida, fue tan innecesaria y de tan fácil evitación. Todo lo que tenía que haber hecho era haber arrojado a un lado la Biblia. O interpretarla simbólicamente, o alegóricamente, como hacen los teólogos. En lugar de ello, él optó por el camino fundamentalista y arrojó a un lado la ciencia, la prueba y la razón, junto con todos sus sueños y esperanzas. Quizá de forma única entre los fundamentalistas, Kurt Wise es honesto —devastadora, dolorosa, impactantemente honesto—. Denle el premio Templeton; puede que sea el primero que realmente se lo merezca. Wise sacó a la superficie lo que secretamente suele estar en el fondo, por lo general en las mentes de los fundamentalistas, cuando encuentran pruebas científicas que contradicen sus creencias. Escuchemos esta perorata:

Aunque hay razones científicas para aceptar una Tierra joven, soy un joven creacionista porque esa es mi comprensión de las Escrituras. Como compartí con mis profesores años atrás, cuando estaba en la escuela, si todas las pruebas del Universo se volvieran en contra del creacionismo, yo debería ser el primero en admitirlo, pero todavía continúo siendo un creacionista porque eso es lo que la Palabra de Dios parece indicar. Y aquí es donde debo permanecer(116).

Parece estar citando a Lutero cuando clavaba sus tesis a la puerta de la iglesia de Wittenberg, aunque el pobre Kurt Wise me recuerda más a Winston Smith en 1984 —luchando desesperadamente por creer que dos más dos son cinco si el Gran Hermano decía que así era—. Winston, sin embargo, estaba siendo torturado. El doble pensamiento de Wise no provenía del imperativo de una tortura física, sino del imperativo —aparentemente tan indiscutible para algunas personas— de la fe religiosa: probablemente de una tortura mental. Soy hostil hacia la religión por lo que le hizo a Kurt Wise. Y si le hizo esto a un geólogo educado en Harvard, simplemente pensemos en lo que puede hacer a otros menos afortunados y peor armados.

El fundamentalismo religioso está firmemente determinado a arruinar la educación científica de incontables miles de mentes jóvenes inocentes, bienintencionadas y ansiosas de aprender. La religión sensata, no fundamentalista, puede no estar haciendo eso. Pero está haciendo que el mundo sea un lugar seguro para el fundamentalismo al enseñar a los niños, desde su más tierna infancia, que esa fe incondicional es una virtud.

LA CARA OSCURA DEL ABSOLUTISMO

En el capítulo anterior, cuando intentaba explicar el cambiante Zeitgeist moral, invoqué a un generalizado consenso de personas liberales, ilustradas y decentes. Asumí de forma optimista que, en términos generales, todos «nosotros» estaríamos de acuerdo con ese consenso, algunos más que otros, y tuve en mente a la mayoría de las personas que es probable que lean este libro, tanto si son religiosas como si no. Pero, por supuesto, no todo el mundo está en el consenso (y no todo el mundo puede tener deseos de leer mi libro). Hay que admitir que el absolutismo está lejos de morir. En efecto, gobierna las mentes de un gran número de personas del mundo actual, más peligrosamente en el mundo musulmán y en la incipiente teocracia americana (véase el libro de Kevin Phillips de ese título). Tal absolutismo origina casi siempre una poderosa fe religiosa, y constituye la principal razón para sugerir que la religión puede ser una fuerza del mal en el mundo.

Uno de los castigos más fieros del Antiguo Testamento es aquel exigido para la blasfemia. Todavía está vigente en algunos países. La sección 295-C del Código Penal de Pakistán prescribe la pena de muerte para este «crimen». El 18 de agosto de 2001, el doctor Younis Shaikh, un doctor en Medicina y conferenciante, fue condenado a muerte por blasfemia. Su crimen particular fue decir a sus estudiantes que el profeta Mahoma no era musulmán antes de inventar esa religión a la edad de cuarenta años. Once de sus estudiantes le acusaron a las autoridades por esa «ofensa». La ley de la blasfemia en Pakistán se invoca más habitualmente contra los cristianos, tal como ocurrió con Augustine Ashiq Kingri Masih, que fue condenado a muerte en Faisalabad en el año 2000. A Masih, como cristiano, no le estaba permitido casarse con su amada porque ella era musulmana e —increíblemente— las leyes paquistaníes (e islámicas) no permiten a una mujer musulmana casarse con un hombre no musulmán. Por lo que él intentó convertirse al islam y tras eso fue acusado por hacerlo por tan bajos motivos. No está claro en el informe que he leído si ese era en sí el crimen capital o si fue algo que se alegó que él dijo sobre la propia moral del Profeta. En cualquier caso, ciertamente no fue el tipo de ofensa que acarrearía una condena a muerte en cualquier país cuyas leyes están libres de fanatismo religioso.

En 2006, en Afganistán, Abdul Rahman fue sentenciado a morir por convertirse al cristianismo. ¿Mató a alguien, hirió a alguien, robó a alguien, dañó a alguien? No. Todo lo que hizo fue cambiar su pensamiento. Interna y privadamente, cambió su pensamiento. Se entretuvo con ciertos pensamientos que no eran de los que le gustaban al partido gobernante de su país. Y este, recordemos, no es el Afganistán de los talibanes, sino el Afganistán «liberado» de Hamid Karzai, establecido por la coalición liderada por los americanos. El señor Rahman finalmente escapó a la ejecución, aunque solo tras una alegación de locura y solo tras una intensa presión internacional. Ahora ha buscado asilo en Italia, para evitar ser asesinado por los fanáticos ansiosos de cumplir con su deber islámico.

Todavía se refleja en un artículo de la Constitución del «liberado» Afganistán que el castigo para la apostasía es la muerte. La apostasía, recordemos, no significa daño real para las personas o para las propiedades. Es simplemente un «crimen mental», por usar la terminología de George Orwell en 1984, y el castigo oficial bajo las leyes islámicas es la muerte. El 3 de septiembre de 1992, por usar un ejemplo donde actualmente se lleva a cabo, Sadiq Abdul Karim Malallah fue decapitado públicamente en Arabia Saudí tras ser legalmente convicto de apostasía y blasfemia(117).

Una vez mantuve un encuentro televisado con sir Iqbal Sacranie, ya mencionado en el capítulo 1 como el líder británico de los musulmanes «moderados». Le reté a que defendiera la pena de muerte como castigo para la apostasía. Se retorcía y estaba muy inquieto, pero fue incapaz tanto de condenarla como de negarla. Intentó cambiar de tema, diciendo que ese era un detalle sin importancia. Este es un hombre que ha sido nombrado caballero por el Gobierno británico por promover las buenas «relaciones interreligiosas».

Pero no nos complazcamos en el cristianismo. Tan recientemente como en 1922, en Inglaterra, John William Gott fue sentenciado a nueve meses de trabajos forzados por blasfemia: comparó a Jesús con un payaso. Casi increíblemente, el crimen de blasfemia está todavía recogido en el libro estatutario de Inglaterra(118), y en 2005 un grupo cristiano intentó llevar a cabo una persecución privada por blasfemia contra la BBC por emitir Jerry Springer, la Ópera.

En Estados Unidos, en años recientes, se suplicaba que se acuñara la frase «Talibán americano», y una rápida búsqueda en Google arroja más de una docena de sitios web que lo hacen. Ofrecen muchas citas de líderes religiosos americanos y políticos que se basan en la fe, recordando espeluznantemente el estricto fanatismo, la crueldad sin corazón y la pura peligrosidad de los talibanes afganos, del ayatolá Jomeini y de las autoridades wahhabíes de Arabia Saudí. La página web llamada «El talibán americano» es una fuente particularmente rica de citas odiosamente chifladas, comenzando por una que se merece un premio, de alguien llamada Ann Coulter, que, según me han persuadido colegas norteamericanos, no es una parodia de The Onion[91]: «Deberíamos invadir sus países, matar a sus líderes y convertirlos al cristianismo»(119). Otras joyas son las del congresista Bob Doman: «No utilicemos la palabra “gay” a menos que sea como acrónimo de “¿Todavía no tienes sida?”»[92]; las del general William G. Boykin: «George Bush no fue elegido por una mayoría de los votantes de Estados Unidos, fue nombrado por Dios»; y una más antigua, la famosa política medioambiental del secretario de Interior del Gobierno de Ronald Reagan: «No tenemos que proteger el medio ambiente, la Segunda Venida está a punto de llegar». Los talibanes afganos y los talibanes americanos son buenos ejemplos de lo que ocurre cuando las personas se toman las Escrituras en serio y literalmente. Proporcionan un moderno y horroroso enaltecimiento de lo que la vida tuvo que haber sido bajo la teocracia del Antiguo Testamento. La obra de Kimberly Blazer Los fundamentos del extremismo: la derecha cristiana en Estados Unidos es una revelación del tamaño de un libro de la amenaza de los talibanes cristianos (aunque no bajo ese nombre).

FE Y HOMOSEXUALIDAD

En Afganistán, bajo el régimen de los talibanes, el castigo oficial para la homosexualidad era la ejecución, mediante el elegante método de enterrar vivo al reo bajo un muro puesto encima de la víctima. El «crimen» en sí es un acto privado, llevado a cabo por adultos que consienten y que no hacen daño alguno a nadie, y aquí tenemos de nuevo el clásico sello del absolutismo religioso. Mi propio país no tiene ningún derecho a estar satisfecho. La homosexualidad privada era una ofensa criminal en Inglaterra hasta —sorprendentemente— 1967. En 1954, el matemático británico Alan Turing, candidato junto con John von Neumann al título de padre de los ordenadores, se suicidó tras ser condenado por la ofensa criminal de comportamiento homosexual en privado. Es verdad que no le enterraron vivo bajo un muro puesto sobre él con un tanque. Le ofrecieron elegir entre pasar dos años en prisión (podemos imaginar cómo le hubieran tratado los otros presos) y someterse a un tratamiento de inyecciones de hormonas, que podría decirse cercano a la castración química, y que le hubieran originado el aumento de sus pechos. Su final y privada elección fue comer una manzana que él había inyectado con cianuro(120).

Como cerebro principal a la hora de descifrar el código alemán Enigma, posiblemente Turing hizo una contribución a la defensa contra los nazis mucho mayor que la de Eisenhower o Churchill. Gracias a Turing y a sus colegas del grupo Ultra en Bletchley Park, los generales aliados en el campo de batalla estuvieron enterados sistemáticamente, durante largos períodos de la guerra, de los detallados planes alemanes antes de que los generales germanos tuvieran tiempo de implantarlos. Tras la guerra, cuando el papel de Turing no se consideraba ya alto secreto, debería haber sido nombrado caballero y festejado como salvador de su nación. En vez de eso, este gentil, tartamudeante y excéntrico genio fue destruido por un «crimen» cometido en privado que no dañó a nadie. De nuevo, la inequívoca marca de los moralizadores basados en la fe es preocuparse apasionadamente de lo que otras personas hacen (o incluso piensan) en privado.

La actitud de los «talibanes americanos» frente a la homosexualidad epitomiza su absolutismo religioso. Escuchemos al reverendo Jerry Falwell, fundador de la Universidad Liberty: «El sida no es solamente el castigo de Dios a los homosexuales; es el castigo de Dios para la sociedad que tolera a los homosexuales»(121). Lo primero que percibo en personas como esas es su maravillosa caridad cristiana. ¿Qué tipo de electorado podría, campaña tras campaña, votar a un hombre de tal intolerancia mal informada como el senador republicano por Carolina del Norte Jesse Helms? Un hombre que se ha burlado diciendo: «The New York Times y The Washington Post están infestados de homosexuales. Casi todas las personas que están allí son homosexuales o lesbianas»(122). La respuesta es, supongo, el tipo de electorado que percibe la moralidad en términos minuciosamente religiosos y que se siente amenazado por cualquiera que no comparta la misma fe absolutista.

Ya he citado a Pat Robertson, fundador de la Coalición Cristiana. Se presentó para ser nominado candidato del Partido Republicano para la presidencia en 1988, y reclutó cerca de tres millones de voluntarios para que trabajaran en su campaña, además de una cantidad similar de dinero: un inquietante nivel de apoyo, dado que las siguientes citas son completamente típicas de él: «[Los homosexuales] quieren venir a las iglesias, perturbar los servicios de la iglesia, arrojar sangre por todo alrededor, contagiar el sida a la gente y escupir en la cara de los ministros»; «[La paternidad planificada] es enseñar a fornicar a los niños, enseñar a la gente a cometer adulterio, toda clase de bestialismo, homosexualidad, lesbianismo: todo aquello que la Biblia condena». La actitud de Robertson frente a las mujeres también habría calentado los negros corazones de los talibanes afganos: «Sé que es doloroso para las mujeres escuchar esto, pero si se casan, aceptan la dirección de un hombre, su marido. Cristo es la cabeza del hogar y el marido es la cabeza de la esposa, y así es como debe ser».

Gary Potter, presidente de Católicos para la Acción Política Cristiana, ha dicho lo siguiente: «Cuando la mayoría cristiana tome el control de este país, no habrá iglesias satánicas, no habrá más distribución libre de pornografía, no se hablará más de los derechos de los homosexuales. Cuando la mayoría cristiana tome el control, el pluralismo será percibido como algo malvado e inmoral y el Estado no permitirá el derecho de practicar la maldad». «Malo», como deja muy claro esta cita, no significa hacer cosas que tengan malas consecuencias para las personas. Significa pensamientos y acciones privadas que no concuerdan con los pensamientos de «la mayoría cristiana».

El pastor Fred Phelps, de la Iglesia baptista de Wesboro, es otro duro predicador con una obsesiva aversión hacia los homosexuales. Cuando murió la viuda de Martin Luther King, el pastor Fred organizó un piquete en su funeral, proclamando: «¡Dios odia a los maricas y a quienes facilitan la existencia de los maricas! Por lo tanto, Dios odia a Coretta Scott King y ahora está atormentándola con fuego y azufre en aquel lugar donde bicho malo nunca muere y donde el fuego nunca se apaga, y el humo de su tormento ascenderá para siempre jamás»(123). Es fácil desvalorizar a Fred Phelps, aunque recibe mucho apoyo de la gente y de su dinero. Según su propio sitio web, Phelps ha organizado 22.000 manifestaciones antihomosexuales desde 1991 (esto arroja una media de cuatro al día) en Estados Unidos, Canadá, Jordania e Iraq, mostrando eslóganes tales como «Demos gracias a Dios por el sida». Una funcionalidad particularmente encantadora de su sitio web es el contador automático del número de días que un homosexual particular, nombrado y muerto, ha estado ardiendo en el infierno. Estas actitudes frente a la homosexualidad revelan mucho sobre el tipo de moralidad que inspira la fe religiosa. Un ejemplo igualmente instructivo es el aborto y la santidad de la vida humana.

LA FE Y LA SANTIDAD DE LA VIDA HUMANA

Los embriones humanos son ejemplos de la vida humana. Por lo tanto, bajo la luz del absolutismo religioso, el aborto es simplemente incorrecto: es un asesinato en toda regla. No estoy seguro de qué hacer con mi ciertamente anecdótica observación de que muchos de quienes se oponen de manera más ardiente a atentar contra la vida embrionaria también parecen ser algo más que entusiastas a la hora de atentar contra la vida adulta. (Para ser justos, esto no se aplica, como regla general, a los católicos romanos, que están entre los más vociferantes oponentes al aborto). El renacido George W. Bush, sin embargo, es un ejemplo típico del ascendiente que actualmente tiene la religión. Él, y ellos, son defensores incondicionales de la vida humana, desde la vida embrionaria (o desde la vida terminalmente enferma), incluso hasta el punto de impedir investigaciones médicas que ciertamente salvarían muchas vidas(124). El terreno obvio para oponerse a la pena de muerte es el respeto por la vida humana. Desde 1976, cuando el Tribunal Supremo levantó la prohibición de la pena de muerte, el estado de Texas ha sido el responsable de más de una de cada tres ejecuciones en los cincuenta estados de la Unión. Y Bush presidió más ejecuciones en Texas que cualquier otro gobernador de la historia del estado, con una media de una muerte cada nueve días. ¿Quizá simplemente estaba cumpliendo con su deber y poniendo en práctica las leyes del estado?(125). Pero entonces, ¿qué tenemos que hacer con el famoso informe del periodista de la CNN Tucker Carlson? Carlson, quien personalmente apoya la pena de muerte, quedó conmocionado por la «humorística» imitación que hizo Bush de una prisionera femenina en el corredor de la muerte, rogando al gobernador por un retraso en su ejecución: «Por favor —Bush gimoteó con los labios contraídos en un gesto de desesperación—, no me mate»(126). Quizá esta mujer hubiera encontrado más compasión si hubiera alegado que una vez fue un embrión. La contemplación de embriones parece tener el efecto más extraordinario sobre muchas personas de fe. La madre Teresa de Calcuta dijo realmente, en su discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz: «El mayor destructor de la paz es el aborto». ¿Qué? ¿Cómo puede una mujer con un juicio tan retorcido ser tomada en serio en algo, dejando a un lado el haber sido tomada en serio para merecer un premio Nobel? Todo el que esté tentado de comprender a la santurrona e hipócrita madre Teresa debería leer el libro de Christopher Hitchens La posición misionera: La madre Teresa en la teoría y en la práctica.

Volviendo a los talibanes americanos, escuchemos a Randall Terry, fundador de Operación Rescate, una organización para intimidar a quienes practican abortos. «Cuando yo, o personas como yo, recorramos el país, lo mejor que pueden hacer es desaparecer, porque vamos a encontrarles, vamos a juzgarles y vamos a ejecutarles». Terry se refería aquí a los médicos que practican abortos, y su inspiración cristiana se muestra claramente en otra de sus frases:

Simplemente quiero que dejen que una ola de intolerancia les empape. Quiero que dejen que una ola de odio les empape. Sí, el odio es bueno… Nuestro objetivo es una nación cristiana. Tenemos un deber bíblico, estamos llamados por Dios para conquistar este país. No queremos igualdad de tiempo. No queremos pluralismo. Nuestro objetivo debe ser simple. Debemos tener una nación cristiana construida sobre las leyes de Dios, sobre los Diez Mandamientos. Sin excusa(127).

Esta ambición por alcanzar lo que solo puede denominarse un Estado fascista cristiano es completamente típico de los talibanes americanos. Es casi una imagen especular exacta del fascismo islámico tan ardientemente buscado por otras muchas personas en otras partes del mundo. Randall Terry no tiene —todavía— un poder político. Aunque ningún observador de la escena política americana, en el momento en que se escribe este libro (2006), puede permitirse tal optimismo.

Probablemente, el consecuencialismo o el utilitarismo puedan servir para enfocar la cuestión del aborto de una forma muy distinta, intentando ponderar el sufrimiento. ¿Sufre el embrión? (Probablemente, no, si se aborta antes de tener un sistema nervioso; e incluso si es lo bastante maduro como para tener un sistema nervioso, seguramente sufrirá menos que, digamos, una vaca adulta en un matadero). ¿Sufre una mujer embarazada, o su familia, si elige no abortar? Probablemente, sí; y, en cualquier caso, dado que el embrión carece de sistema nervioso, ¿no debería recaer la elección en el bien desarrollado sistema nervioso de la madre?

Esto no es para negar que el consecuencialismo pudiera tener bases para oponerse al aborto. Hay argumentos del tipo «pendiente resbaladiza»[93] que pueden ser utilizados por los consecuencialistas (aunque, en este caso, yo no lo haría). Puede que los embriones no sufran, pero una cultura que tolerara asumir riesgos sobre la vida humana iría demasiado lejos: ¿dónde finalizará todo? ¿En infanticidio? El momento del nacimiento proporciona un rubicón natural para definir reglas, y uno podría argumentar que es difícil encontrar otro en un estadio anterior del desarrollo embrionario. Por lo tanto, los argumentos resbaladizos podrían hacer que diéramos más significado al momento del nacimiento de los que el utilitarismo, interpretado de una forma estrecha, preferiría.

Asimismo, los argumentos en contra de la eutanasia pueden formularse en términos resbaladizos. Vamos a inventar una cita imaginaria de un filósofo moral: «Si permitimos que los médicos aceleren la muerte de pacientes terminales en la agonía, lo siguiente que pasará es que todo el mundo liquide a su abuela para quedarse con su dinero. Puede que a nosotros, los filósofos, nos repugne el absolutismo, pero la sociedad necesita la disciplina de reglas absolutas tales como “No matarás”, porque de otra forma no sabrían dónde parar. Bajo ciertas circunstancias, el absolutismo podría, para todas las razones que existen en un mundo menos que ideal, ¡tener mejores consecuencias que el ingenuo consecuencialismo! Puede que nosotros, los filósofos, nos enfrentemos a tiempos difíciles para prohibir que la gente se coma a las personas que ya se han muerto y no estén momificadas —digamos calles sin salida—. Pero, por resbaladizas razones, el tabú absolutista contra el canibalismo es demasiado valioso como para perderlo».

Los argumentos resbaladizos pueden verse de una forma en la que los consecuencialistas pueden reimportar una forma de absolutismo indirecto. Pero los enemigos del aborto no se preocupan por lo resbaladizo. Para ellos, el asunto es mucho más simple. Un embrión es un «bebé»; matarlo es un asesinato, y eso es todo: fin de la discusión. Muchas cosas siguen a esta frase absolutista. Para empezar, la investigación con células madre embrionarias debe cesar, a pesar de su enorme potencial para la ciencia médica, porque implica la muerte de células embrionarias. La inconsistencia se torna evidente cuando se reflexiona acerca de que la sociedad ya acepta la fecundación in vitro (FIV), en la que los médicos estimulan rutinariamente a las mujeres para producir un exceso de óvulos, para ser fertilizados fuera del cuerpo. Pueden producirse hasta doce cigotos viables, de los cuales se implantan en el útero dos o tres. Las expectativas son que, de esos, solo sobreviva uno o, posiblemente, dos. Por lo tanto, la FIV mata a los productos de la concepción en dos etapas del procedimiento y, en general, la sociedad no tiene ningún problema con eso. Durante veinticinco años, la FIV ha sido un procedimiento estándar para traer felicidad a las vidas de las parejas sin hijos.

Sin embargo, los absolutistas religiosos pueden tener problemas con la FIV. The Guardian, del 3 de junio de 2005, mostraba una extraña historia bajo el titular «Las parejas cristianas responden a la llamada de salvar los embriones abandonados por la FIV». La historia trata de una organización llamada Copos de Nieve que busca «rescatar» a los embriones sobrantes que están en las clínicas de FIV. «Realmente sentimos que el Señor nos está llamando para que intentemos dar a uno de esos embriones —esos niños— una oportunidad de vivir», dijo una mujer del estado de Washington, cuyos cuatro hijos fueron el resultado de esta «inesperada alianza que los cristianos conservadores han constituido, una alianza con el mundo de los niños de tubo de ensayo». Preocupado por tal alianza, su marido había consultado a un anciano de su iglesia, quien le aconsejó: «Si quieres liberar a los esclavos, a veces tienes que hacer un trato con el tratante de esclavos». Me pregunto qué dirían esas personas si supieran que la mayoría de los embriones concebidos, de cualquier manera, abortan de forma espontánea. Probablemente se ve mejor como un tipo natural de «control de calidad».

Cierto tipo de mentes religiosas no pueden percibir la diferencia moral entre matar a un grupo microscópico de células, por un lado, y, por el otro, matar a un médico perfectamente crecido. Ya he citado a Randall Terry y la Operación Rescate. Mark Juergensmeyer, en su espeluznante libro Terror en la mente de Dios, muestra una fotografía del reverendo Michael Bray, junto con su amigo, el reverendo Paul Hill, sujetando una pancarta que decía «¿Está mal detener el asesinato de bebés inocentes?». Parecen agradables, jóvenes muchachos de una escuela preparatoria, con una sonrisa atractiva, informalmente bien vestidos, justo lo opuesto a unos chiflados de mirada fija. Luego, ellos y sus amigos del Ejército de Dios (Army of God, AOG) cumplieron su tarea de incendiar clínicas abortistas y no ocultaron su deseo de matar a los médicos de estas. El 29 de julio de 1994, Paul Hill tomó una pistola y asesinó al doctor John Britton y a su guardaespaldas, James Barrett, a la salida de la clínica de Britton en Pensacola (Florida). Luego se entregaron a la policía, diciendo que habían matado al médico para prevenir las muertes futuras de «bebés inocentes».

Michael Bray defiende tales acciones con gran facilidad de expresión y siempre con apariencia de alto propósito moral, como descubrí cuando le entrevisté en un parque público de Colorado Springs, para mi documental televisivo sobre la religión[94]. Antes de llegar a la cuestión del aborto, medí la moralidad de Bray basada en la Biblia, planteándole algunas cuestiones preliminares. Apunté que la ley bíblica condena a los adúlteros a la muerte por lapidación. Esperaba que negara este ejemplo particular como algo inaceptable, pero me sorprendió. Se congratulaba en admitir que, tras un proceso legal, los adúlteros deberían ser ejecutados. Luego le dije que Paul Hill, con el apoyo completo de Bray, no había seguido el proceso debido, sino que se había tomado la justicia por su mano y había matado a un médico. Bray defendió la acción de su colega sacerdote en los mismos términos que mostró cuando Juergensmeyer le entrevistó, haciendo una distinción entre el asesinato retributivo de, digamos, un médico jubilado, y asesinar a un médico en activo como medio de evitar que él «asesinara bebés con regularidad». Luego le dije que, aunque no dudaba de que las creencias de Paul Hill fueran sinceras, la sociedad descendería a una anarquía terrible si todo el mundo invocara sus convicciones personales para tomarse la justicia por su mano, en vez de cumplir con la ley de la tierra. ¿No era una alternativa mejor intentar que la ley cambiara democráticamente? Bray replicó: «Bueno, ese es el problema cuando no tenemos leyes que realmente sean leyes auténticas; cuando tenemos leyes que están hechas por personas deprisa y corriendo, caprichosamente, como vemos en el caso de la llamada ley del derecho al aborto, que fue impuesta a las personas por los jueces…». Luego nos pusimos a discutir sobre la Constitución americana y sobre de dónde provenían las leyes. La actitud de Bray frente a esos asuntos se convirtió en una reminiscencia real de esos militantes musulmanes que viven en Inglaterra que sin ningún pudor se anuncian a sí mismos como personas atadas solo a la ley islámica, no a las leyes democráticamente promulgadas de su país de adopción.

En 2003 Paul Hill fue ejecutado por el asesinato del doctor Britton y de su guardaespaldas, diciendo que lo haría de nuevo para salvar a los no nacidos. Anhelando cándidamente morir por su causa, dio una conferencia de prensa: «Creo que el estado, al ejecutarme, me convertirá en un mártir». Los reaccionarios antiabortistas que estaban protestando por su ejecución se unieron, en una alianza nada sagrada, con los liberales oponentes a la pena de muerte, que urgían al gobernador de Florida, Jeb Bush, a «parar el martirio de Paul Hill». Probablemente arguyeran que el asesinato legal de Hill en realidad fomentaría más asesinatos, justo el efecto opuesto del que se supone que tiene la pena de muerte. El propio Hill sonrió camino de la cámara de ejecución diciendo: «Espero una gran recompensa en el cielo… Estoy buscando la gloria»(128). Y sugirió que otros continuarían con su violenta causa. Anticipando ataques vengando el «martirio» de Paul Hill, la policía estuvo en máxima alerta hasta que fue ejecutado, y varios individuos relacionados con el caso recibieron cartas amenazantes acompañadas por balas.

Todo este terrible asunto está originado por una simple diferencia de percepción. Hay personas que, por sus convicciones religiosas, piensan que el aborto es un asesinato y están preparadas para matar en defensa de los embriones, a quienes prefieren llamar «bebés». En el otro lado hay personas igualmente sinceras que apoyan el aborto que o bien tienen diferentes convicciones religiosas o no tienen religión alguna, junto con patrones morales consecuencialistas bien reflexionados. También se ven a sí mismos como idealistas, dando un servicio médico para los pacientes que lo necesitan, que, de otra forma, acudirían a tugurios clandestinos peligrosamente incompetentes. Ambas partes ven a la otra como asesinos o defensores del asesinato. Las dos, bajo sus propias luces, son igualmente sinceras.

La portavoz de otra clínica abortista describió a Paul Hill como un peligroso psicópata. Pero las personas como él no piensan en sí mismos como peligrosos psicópatas; piensan en sí mismos como buenas y morales personas, guiadas por Dios. En efecto, no creo que Paul Hill fuera un psicópata. Peligrosamente religioso. Bajo la luz de su fe religiosa, Hill era completamente recto y moral al disparar al doctor Britton. Lo que estaba equivocado en Hill era su propia fe religiosa. Tampoco Michael Bray me pareció un psicópata cuando lo conocí. A decir verdad, me pareció agradable. Creo que era un hombre honesto y sincero, reflexivo y de habla calmada, pero su mente había sido desafortunadamente capturada por el venenoso sinsentido religioso.

Casi todos los que se oponen de forma radical al aborto suelen ser profundamente religiosos. Es probable que los partidarios sinceros del aborto, tanto si personalmente son religiosos como si no, sigan una filosofía moral consecuencialista no religiosa, quizá invocando la pregunta de Jeremy Bentham: «¿Pueden sufrir?». Paul Hill y Michael Bray no veían diferencia moral alguna entre matar a un embrión y matar a un médico, excepto en que el embrión era, para ellos, un «bebé» inocente libre de culpa. Los consecuencialistas ven toda la diferencia del mundo. Un embrión temprano tiene la sensibilidad, así como el semblante, de un renacuajo. Un médico es un ser consciente con esperanzas, amores, aspiraciones, miedos, un gran almacén de conocimiento humano, con la capacidad para sentir emociones profundas, muy probablemente con una viuda desesperada e hijos huérfanos, quizá con padres ancianos que le adoran.

Paul Hill causó un sufrimiento real, profundo y duradero a seres con sistemas nerviosos capaces de sufrir. Su víctima no hizo lo mismo. Los embriones tempranos no tienen sistema nervioso y casi con seguridad no sufren. Y si embriones tardíamente abortados con sistema nervioso sufren —aunque todo sufrimiento sea deplorable— no es por ser humanos por lo que sufren. No hay una razón general para suponer que esos embriones humanos de cualquier edad sufran más que los embriones de una vaca o de una oveja en el mismo estado de desarrollo. Y hay muchas razones para suponer que todos esos embriones, tanto si son humanos como si no, sufran mucho menos que las vacas o las ovejas adultas que están en los mataderos, especialmente en esos mataderos rituales donde, por razones religiosas, deben estar completamente conscientes cuando sus gargantas son ceremonialmente cortadas.

Es muy difícil medir el sufrimiento(129), y los detalles pueden ser discutidos. Aunque eso no afecta a mi idea principal, que tiene que ver con la diferencia entre el consecuencialismo secular y el absolutismo religioso de las filosofías morales[95]. Una escuela de pensamiento se preocupa sobre si los embriones pueden sufrir. La otra se preocupa de si son humanos. Puede oírse a los moralistas religiosos debatiendo cuestiones tales como «¿Cuándo se convierte en persona, en ser humano, un embrión que está desarrollándose?». Es más probable que los moralistas laicos pregunten: «No se preocupen por si es humano (¿qué puede eso significar para un grupúsculo de células?); ¿a qué edad es capaz de sufrir cualquier embrión en desarrollo, de cualquier especie?».

LA GRAN FALACIA DE BEETHOVEN

El siguiente movimiento de los antiabortistas en el tablero de ajedrez verbal normalmente suele ser algo como esto. La cuestión no es si un embrión humano puede o no puede sufrir en este momento. La cuestión reside en su potencial. El aborto le ha privado de la oportunidad de una vida completamente humana en el futuro. Esta noción se epitomiza por un argumento retórico cuya estupidez extrema es su única defensa contra el cargo de seria deshonestidad. Estoy hablando de la Gran Falacia de Beethoven, que se muestra bajo diferentes formas. Peter y Jean Medawar[96], en La ciencia de la vida, atribuyen la siguiente versión a Norman St. John Stevas (actualmente, lord St. John), un miembro del Parlamento británico y prominente seglar católico romano. Él, a su vez, la tomó de Maurice Baring (1874-1945), un notable católico romano converso y socio cercano de los incondicionales católicos G. K. Chesterton y Hilaire Belloc. Lo expresa en forma de diálogo hipotético entre dos médicos:

—Me gustaría saber su opinión acerca de si interrumpir un embarazo como el siguiente. El padre era sifilítico, la madre tuberculosa. De los cuatro hijos nacidos, el primero era ciego, el segundo murió, el tercero era sordomudo y el cuarto era también tuberculoso. ¿Qué habría hecho usted?

—Habría interrumpido el embarazo.

—Entonces, usted habría matado a Beethoven.

Internet está plagada de los llamados sitios web «pro vida» que repiten esta ridícula historia y, de paso, cambian premisas objetivas con desenfreno gratuito. Aquí hay otra versión. «Si hubieras conocido a una mujer embarazada, que ya tenía ocho hijos, tres de los cuales eran sordos, dos eran ciegos, uno retrasado mental (todo porque ella tenía sífilis), ¿hubieras recomendado que abortara? Entonces habrías matado a Beethoven»(130). Esta interpretación de la leyenda degrada al gran compositor del quinto al octavo puesto en orden de nacimiento, aumenta el número de sordos a tres y el número de ciegos a dos, y asigna la sífilis a la madre en vez de al padre. La mayoría de los cuarenta y tres sitios web que he encontrado cuando buscaba versiones de la historia se la atribuyen no a Maurice Baring, sino a un tal profesor L. R. Agnew, de la facultad de Medicina de la Universidad de California, en Los Ángeles, de quien se dijo que había presentado el dilema a sus alumnos y les había dicho: «Felicidades, acaban de matar a Beethoven». Podemos dar caritativamente a L. R. Agnew el beneficio de dudar de su existencia —es sorprendente cómo se difunden esas leyendas urbanas—. No he podido averiguar si fue Baring quien originó la leyenda o si fue inventada con anterioridad.

Ciertamente, fue inventada. Es completamente falsa. La verdad es que Ludwig van Beethoven ni fue el noveno ni el quinto hijo de sus padres. Fue el mayor —estrictamente hablando, fue el segundo, pero su hermano mayor murió en su infancia, como era habitual en aquellos días, y no fue, hasta donde se conoce, ciego, sordo, mudo o retrasado mental—. Tampoco hay pruebas de que sus padres tuvieran sífilis, aunque es cierto que finalmente su madre muriera de tuberculosis. Había mucha en aquella época.

De hecho, es una leyenda urbana totalmente inventada, una fabricación deliberadamente diseminada por personas con intereses creados en difundirla. Pero el hecho de que sea mentira está, en cualquier caso, completamente al margen de la cuestión. Incluso aunque no fuera una mentira, el argumento que se deriva de ella es, en efecto, un mal argumento. Peter y Jean Medawar no tenían por qué dudar de la verdad de la historia para resaltar la falacia del argumento: «El razonamiento que reside tras este odioso argumento es impresionantemente falaz porque, a menos que se esté sugiriendo que hay alguna conexión causal entre tener una madre tuberculosa y un padre sifilítico y dar a luz a un genio musical, no es más probable que el mundo se hubiera visto privado de Beethoven por un aborto que por la casta abstinencia de relaciones sexuales»(131). La lacónicamente desdeñosa desestimación de los Medawar es incontestable (tomando prestada una de las oscuras historias cortas de Roald Dahl, una igualmente fortuita decisión de no abortar en 1888 nos dio a Adolf Hitler). Pero no se necesita mucha inteligencia —o quizá libertad frente a cierto tipo de educación religiosa— para captar la idea. De los cuarenta y tres sitios web «pro vida» que citan una versión de la leyenda de Beethoven que el buscador Google me mostró el día que escribía esto, ni uno solo razonaba sobre la falta de lógica del argumento. Cada uno de ellos (a propósito, todos ellos son sitios religiosos) se tragan el anzuelo de tal falacia. Incluso uno de ellos reconoce a los Medawar (escrito Medavvar) como fuente. Tan ansiosas están todas esas personas de creer una falacia que esté de acuerdo con su fe, que incluso no perciben que los Medawar han citado el argumento para expresar su sorpresa más absoluta.

Como los Medawar apuntaron correctamente, la conclusión lógica del argumento del «potencial humano» es que, potencialmente, cada vez que rechazamos la oportunidad de mantener relaciones sexuales, privamos a un alma humana del regalo de la existencia. ¡Cada rechazo a una oferta de copulación por un individuo fértil es, según esta estúpida lógica «pro vida», equivalente al asesinato de un niño potencial! Incluso resistirse a una violación puede representarse como el asesinato de un bebé potencial (y, a propósito, hay muchos de esos defensores «pro vida» que niegan el aborto a mujeres que han sido brutalmente violadas). El argumento de Beethoven tiene, podemos verlo claramente, una lógica muy mala. Su idiotez surrealista se resume mejor en esa espléndida canción Todo esperma es sagrado, cantada por Michael Palin, con un coro de cientos de niños, en la película de los Monty Phyton El sentido de la vida (si no la ha visto, por favor, hágalo). La Gran Falacia de Beethoven es un ejemplo típico del tipo de confusión lógica en el que nos metemos cuando nuestras mentes están ofuscadas por el absolutismo religiosamente inspirado.

Nótese ahora que «pro vida» no significa exactamente «pro vida» totalmente. Significa «pro vida-humana». La concesión de derechos especiales únicamente a células de la especie Homo sapiens es difícil de reconciliar con el hecho de la evolución. ¡Lo cierto es que esto no preocupará a todos aquellos antiabortistas que no comprenden que la evolución es un hecho! Pero déjenme explicar brevemente un argumento para beneficio de los activistas antiaborto, quienes pueden ser menos ignorantes sobre ciencia.

La cuestión evolutiva es muy simple. La humanidad de una célula embrionaria no puede conferirle ningún estatus moral absolutamente discontinuo. No puede, por nuestra continuidad evolutiva con los chimpancés y, más lejanamente, con toda especie del planeta. Para comprender esto, imaginemos que una especie intermedia, digamos el Australopithecus afarensis, tuvo la oportunidad de vivir y fue descubierto en un remoto lugar de África. ¿Contarían como «humanos» esas criaturas, o no? Para un consecuencialista como yo, la cuestión no merece respuesta, porque nada cambia con ella. Es suficiente con saber que estaríamos fascinados y honrados al encontrar a una nueva Lucy. Los absolutistas, en el otro extremo, deben responder la cuestión para aplicar el principio moral de garantizar a los humanos un estatus único y especial porque son humanos. A la hora de la verdad, necesitarían posiblemente crear tribunales, como aquellos del apartheid en Sudáfrica, para decidir si un individuo particular debería «aprobar como ser humano».

Incluso aunque pudiera intentar darse una respuesta clara para el Australopithecus, la continuidad gradual que es una característica inevitable de la evolución biológica nos dice que debe haber algo intermedio que estaría lo suficientemente cerca del límite como para difuminar el principio moral y destruir su absolutismo. Una forma mejor de expresar esto es que no hay límites naturales en la evolución. La ilusión de un límite está creada por el hecho de que sucedió que los intermedios evolutivos se extinguieron. Por supuesto, podría argumentarse que los humanos son, por ejemplo, más capaces de sufrir que otras especies. Esto bien podría ser cierto, y deberíamos legítimamente dar a los humanos un estatus especial en virtud de ello. Pero la continuidad evolutiva muestra que no hay una distinción absoluta. La discriminación moral absolutista está tremendamente minada por el hecho de la evolución. Una difícil concienciación de este hecho podría, incluso, minar uno de los principales motivos que tienen los creacionistas para oponerse a la evolución: temen a lo que creen que son sus consecuencias morales. Están equivocados; pero, en cualquier caso, es verdaderamente muy extraño pensar que una verdad acerca del mundo real pueda ser tergiversada por consideraciones de lo que debería ser moralmente deseable.

CÓMO LA «MODERACIÓN» EN LA FE PROMUEVE EL FANATISMO

Para ilustrar la cara oscura del absolutismo mencioné a los cristianos de Estados Unidos que destruyen las clínicas abortistas y a los talibanes de Afganistán, cuya lista de crueldades, especialmente con las mujeres, encuentro demasiado doloroso recontar. Podría haberlo extendido al Irán de los ayatolás, o a Arabia Saudí bajo los príncipes saudíes, donde las mujeres no pueden conducir y se encuentran en problemas incluso si salen de sus casas sin ir acompañadas por un pariente masculino (que, como generosa concesión, puede ser un niño pequeño). En la obra de Jan Goodwin El precio del honor puede verse una devastadora revelación acerca del tratamiento que se da a las mujeres de Arabia Saudí y de otras teocracias actuales. Johann Hari, uno de los más interesantes columnistas de The Independent, de Londres, escribió un artículo cuyo título habla por sí mismo: «La mejor manera de minar a los jihadistas es desencadenar la rebelión de las mujeres musulmanas»(132).

O, cambiando al cristianismo, podría haber citado a esos «extasiados» cristianos americanos cuya poderosa influencia en la política del Medio Oeste americano está gobernada por su creencia bíblica de que Israel tiene un derecho otorgado por Dios sobre todas las tierras de Palestina(133). Algunos cristianos extasiados van más allá y realmente anhelan la guerra nuclear porque la interpretan como el «Armageddon» que, de acuerdo con su extraña aunque inquietantemente popular interpretación del Libro del Apocalipsis, acelerará la Segunda Venida. No puedo mejorar el escalofriante comentario de Sam Harris, en su Carta a una nación cristiana:

Por lo tanto, no es una exageración decir que si la ciudad de Nueva York fuera reemplazada repentinamente por una bola de fuego, un porcentaje bastante significativo de la población americana vería un revestimiento plateado en el hongo atómico posterior porque les sugeriría que lo mejor que nunca podría pasar está a punto de pasar: el regreso de Cristo. Debería ser absolutamente obvio que las creencias de este tipo ayudan poco a crear un futuro duradero para nosotros —social, económica, medioambiental o geopolíticamente—. Imaginemos las consecuencias de que cualquier miembro significativo del Gobierno de Estados Unidos creyera realmente que el mundo estaría a punto de finalizar y que ese final sería glorioso. El hecho de que casi la mitad de la población americana aparentemente crea esto, simplemente sobre la base de un dogma religioso, debería considerarse una emergencia moral e intelectual.

Luego existen personas cuya fe religiosa les saca del consenso ilustrado de mi «Zeitgeist moral». Representan lo que he llamado la cara oscura del absolutismo, y a menudo se les llama extremistas. Pero mi idea en esta sección es que incluso la afable y moderada religión ayuda a proporcionar el clima de fe en el que florece el extremismo de forma natural.

En julio de 2005, Londres fue víctima de un suicidio planeado con un ataque con bombas: tres bombas en el metro y una en un autobús. Aunque no tan demoledor como el ataque de 2001 al World Trade Center y, ciertamente, no tan inesperado (en efecto, Londres temía un evento como ese desde que Blair nos alistó como escuderos voluntarios de la invasión de Iraq de Bush), sin embargo las explosiones de Londres aterrorizaron a Inglaterra. Los periódicos se llenaron de valoraciones agónicas de lo que había impulsado a cuatro jóvenes a matarse a sí mismos, llevándose con ellos a muchas personas inocentes. Los asesinos eran ciudadanos británicos, amantes del críquet, bien educados, justo el tipo de jóvenes de cuya compañía uno habría disfrutado.

¿Por qué hicieron eso esos jóvenes amantes del críquet? Al contrario que sus homólogos palestinos o que sus homólogos kamikazes japoneses o que sus homólogos Tigres Tamiles en Sri Lanka, esas bombas humanas no tenían las expectativas de que sus familias fueran veneradas, cuidadas o apoyadas con pensiones de mártires. Por el contrario, en algunos casos sus familiares tuvieron que ocultarse. Uno de los hombres dejó de forma gratuita viuda a su mujer embarazada y huérfano a su hijo pequeño. La acción de esos cuatro jóvenes fue algo no menor que un desastre, no solo para ellos mismos y para sus víctimas, sino también para sus familias y para toda la comunidad musulmana de Inglaterra, que ahora se enfrenta a las reacciones violentas. Solo la fe religiosa es una fuerza lo suficientemente poderosa como para motivar ese tipo de absoluta locura en personas que de otra forma son cuerdas y decentes. De nuevo, Sam Harris da en el blanco con perspicaz franqueza, tomando el ejemplo del líder de Al Qaeda, Osama bin Laden (que, por cierto, no tuvo nada que ver con las bombas de Londres). ¿Por qué querría nadie querer destruir el World Trade Center y a todos quienes estaban en su interior? Llamar «malvado» a Bin Laden es eludir nuestra responsabilidad de dar una respuesta apropiada a tan importante pregunta.

La respuesta a esta pregunta es obvia —aunque solo sea porque ha sido articulada pacientemente hasta la náusea por el propio Bin Laden—. La respuesta es que hombres como Bin Laden realmente creen lo que dicen creer. Creen en la verdad literal del Corán. ¿Por qué diecinueve hombres de clase media, bien educados, cambiarían sus vidas en este mundo por el privilegio de asesinar a miles de sus prójimos? Porque creen que irán directamente al Paraíso por hacerlo. Es raro encontrar un comportamiento humano tan completa y satisfactoriamente explicado. ¿Por qué somos tan reacios a aceptar esta explicación?(134).

El respetado periodista Muriel Gray apuntó una cuestión similar cuando escribió en el Herald de Glasgow, en este caso con referencia a las bombas de Londres:

Todo el mundo ha sido culpado, desde el obvio dúo villano compuesto por George W. Bush y Tony Blair, hasta la inacción de las «comunidades» musulmanas. Pero nunca ha estado más claro que solo hay un lugar donde poner la culpa y siempre ha sido así. La causa de toda esta miseria, caos, violencia, terror e ignorancia es, por supuesto, la religión en sí misma y si parece ridículo tener que expresar esta realidad tan obvia, el hecho es que el Gobierno y los medios están haciendo un buen trabajo al pretender que no es así.

Nuestros políticos occidentales evitan mencionar la palabra R (religión), y en su lugar caracterizan su batalla como una guerra contra el «terror», como si el terror fuera una especie de espíritu de fuerza, con voluntad y pensamiento propios. O caracterizan a los terroristas como motivados por pura «maldad». Pero no están motivados por la maldad. No importa cuán equivocados pensemos que están; están motivados, como los asesinos cristianos de los médicos abortistas, por lo que perciben ser rectitud, la persecución fiel de lo que su religión les dice. No son psicóticos; son idealistas religiosos que, bajo sus propias luces, son racionales. Perciben que sus actos son buenos, no por alguna idiosincrasia personal retorcida, y no porque estén poseídos por Satán, sino porque han sido criados, desde la cuna, para tener una fe total e incuestionable. Sam Harris cita a un fallido terrorista suicida palestino que dijo que lo que le motivó a matar israelíes fue el «amor al martirio… No busco venganza por nada. Solo quiero ser un mártir». El 19 de noviembre de 2001, The New Yorker publicó una entrevista de Nasra Hassan a otro fallido terrorista suicida, un educado joven palestino de veintisiete años, conocido como «S». Es tan poéticamente elocuente acerca del aliciente del Paraíso, como enseñan los líderes religiosos y profesores moderados, que pienso que merece la pena tratarlo con cierta profundidad:

—¿Qué atracción tiene el martirio? —pregunté.

—El poder del espíritu nos eleva, mientras que el poder de las cosas materiales nos rebaja —dijo—. Alguien inclinado hacia el martirio se hace inmune a la atracción material. Nuestro instructor preguntó: «¿Qué pasa si la operación fracasa?». Nosotros le dijimos: «En cualquier caso, nos encontraremos con el Profeta y sus compañeros, inshallah»[97]. Estábamos flotando, nadando en el sentimiento de que estábamos a punto de entrar en la eternidad. No teníamos dudas. Hicimos un juramento sobre el Corán, en presencia de Alá —una promesa en la que no podíamos vacilar—. Este juramento de la yihad se llama bayt al-ridwan, por el jardín del Paraíso que está reservado a los profetas y a los mártires. Sé que hay otras formas de hacer la yihad. Pero esta es dulce —la más dulce—. Todos los actos del martirio, si están hechos por Alá, ¡duelen menos que la picadura de un mosquito!

«S» me enseñó un vídeo que documentaba la planificación final de la operación. En el granulado metraje le vi a él y a otros dos jóvenes ocupados en un diálogo ritual de preguntas y respuestas sobre la gloria del martirio.

Entonces, los jóvenes y el instructor se arrodillaron y pusieron sus manos derechas sobre el Corán. El instructor dijo: «¿Estáis preparados? Mañana estaréis en el Paraíso»(135).

Si yo hubiera sido «S», habría intentado decir al instructor: «Bien, en ese caso, ¿por qué no se juega el cuello por sus ideas? ¿Por qué no realiza usted la misión suicida y sigue la vía rápida hacia el Paraíso?». Aunque lo que es difícil de comprender para nosotros es que —repitiendo esta idea, porque es muy importante— esa gente realmente cree lo que dice creer. El mensaje con el que nos tenemos que quedar es que deberíamos culpar a la religión en sí misma, no al extremismo religioso —como si fuera algún tipo de terrible perversión de la religión real y decente—. Voltaire tenía razón tiempo atrás cuando dijo: «Quienes pueden hacer que creas absurdos pueden hacer que cometas atrocidades». Y también Bertrand Russell: «Mucha gente preferiría morir antes que pensar. De hecho, lo hacen».

Mientras sigamos aceptando el principio de que esa fe religiosa debe ser aceptada simplemente porque es fe religiosa, será difícil respetar la fe de Osama bin Laden y de los terroristas suicidas. La alternativa, tan transparente que no necesitaría preconizarse, es abandonar el principio del respeto automático por la fe religiosa. Esta es una razón por la que yo hago todo lo que está en mi mano para advertir a la gente contra la fe en sí misma, no solo contra la llamada fe «extremista». Las enseñanzas de la religión «moderada», aunque no son extremistas en sí mismas, son una invitación abierta para el extremismo.

Podrían decirme que no hay nada especial sobre fe religiosa en esto. El patriótico amor al país o al grupo étnico también puede hacer lo suyo por su propia versión de extremismo, ¿no? Sí, sí puede, tal como pasa con los kamikazes de Japón y los Tigres Tamiles de Sri Lanka. Pero la fe religiosa es un silenciador especialmente potente del cálculo racional, que normalmente parece triunfar sobre todos los demás. Sospecho que esto es así, sobre todo, por la promesa fácil y atractiva de que la muerte no es el final, y que el cielo de un mártir es especialmente glorioso. Pero en parte también es porque, por su propia naturaleza, desanima a hacernos preguntas.

El cristianismo, así como el islam, enseña a los niños que la fe indiscutida es una virtud. No hay que justificar lo que se cree. Si alguien anuncia que algo es parte de su fe, el resto de la sociedad, tanto si tiene la misma fe, u otra, o ninguna, está obligada, por una arraigada costumbre, a «respetarlo» sin cuestionarlo; respetarlo hasta el día en que se pone de manifiesto en una horrible masacre como la destrucción del World Trade Center, o las bombas de Londres o de Madrid. Entonces se escucha un coro de gente que la repudia, como el clero y los «líderes comunitarios» (por cierto, ¿quién les eligió?) que salen a explicar que ese extremismo es una perversión de la fe «verdadera». Pero ¿cómo puede haber una perversión de la fe, si la fe, careciendo de justificación objetiva, no tiene ningún estándar demostrable que pervertir?

Hace diez años, Ibn Warraq, en su excelente libro Por qué no soy musulmán, apuntó una idea similar desde el punto de vista de un entendido teórico del islam. Efectivamente, un buen título alternativo para el libro de Warraq podría haber sido El mito del islam moderado, que es el título real de un reciente artículo del Spectator de Londres (30 de julio de 2005) de otro teórico, Patrick Sookhdeo, director del Instituto para el Estudio del Islam y el Cristianismo. «Con mucho, la mayoría de los musulmanes viven hoy sus vidas sin recurrir a la violencia, porque el Corán es como una selección de cosas inconexas. Si quieres la paz, puedes encontrar versículos pacíficos. Si quieres la guerra, puedes encontrar versículos beligerantes».

Sookhdeo explica cómo los teóricos islámicos, para arreglárselas con las muchas contradicciones que encuentran en el Qur’an[98], desarrollan el principio de la abrogación, mediante el cual los textos posteriores triunfan sobre los anteriores. Desafortunadamente, la mayoría de los pasajes pacíficos del Qur’an son anteriores, datando de la época de Mahoma en La Meca. Los versículos más beligerantes tienden a ser posteriores, tras su huida a Medina. El resultado es que

… el mantra «Islam es paz» está casi mil cuatrocientos años anticuado. Fue solo durante unos trece años que el islam fue paz y nada más que paz… Para los musulmanes radicales de hoy —así como para los juristas medievales que desarrollaron el islam clásico— sería más cierto decir que «Islam es guerra». Uno de los grupos islámicos más radicales de Inglaterra, al-Ghurabaa, declaró en el velatorio por dos atentados de Londres: «Cualquier musulmán que niegue que el terror es una parte del islam es kafir». Un kafir es un no-creyente (por ejemplo, un no-musulmán), un término de flagrante insulto…

¿Pudo ser que los jóvenes que se suicidaron ni estuvieran al margen de la sociedad musulmana de Inglaterra ni siguieran una excéntrica y extremista interpretación de su fe, sino que provinieran del mismo corazón de la comunidad musulmana y estuvieran motivados por una interpretación dominante del islam?

De forma más general (y esto no se aplica menos al cristianismo que al islam), lo que es realmente pernicioso es la práctica de enseñar a los niños que la fe en sí misma es una virtud. La fe es un mal precisamente porque no requiere justificación y no tolera los argumentos. Enseñar a los niños que la fe indiscutida es una virtud les prepara —dados otros ciertos ingredientes que no son difíciles de adquirir— para convertirse en potenciales armas letales para futuras yihads o cruzadas. Inmunizados contra el miedo por la promesa de un Paraíso para los mártires, la auténtica cabeza de la fe merece un lugar privilegiado en la historia de los armamentos, junto con el arco, el caballo de guerra, el tanque y la bomba de fragmentación. Si se enseñara a los niños a cuestionarse sus creencias y a pensar en ellas, en vez de educarlos en la superior virtud de la fe sin cuestión, podríamos apostar a que no habría terroristas suicidas. Los terroristas suicidas hacen lo que hacen porque realmente creen lo que les enseñan en sus escuelas religiosas: que el deber hacia Dios excede todas las demás prioridades, y que el martirio en su servicio será recompensado en los jardines del Paraíso. Y han aprendido esa lección no necesariamente de fanáticos extremistas, sino de instructores religiosos principales, decentes y gentiles, quienes les han organizado en sus madrasas, les han sentado en filas, moviendo rítmicamente arriba y abajo sus inocentes cabecitas mientras que aprendían cada palabra del libro sagrado como loros enloquecidos. La fe puede ser muy, muy peligrosa, e implantarla deliberadamente en la vulnerable mente de un niño inocente es un error de extrema gravedad. En el siguiente capítulo volveremos a la niñez en sí misma y a la violación de la niñez por la religión.