CAPÍTULO 3

ARGUMENTOS A FAVOR DE LA EXISTENCIA DE DIOS

En nuestra institución no debería haber lugar para una cátedra de teología.

THOMAS JEFFERSON

Durante siglos, los argumentos a favor de la existencia de Dios han sido codificados por teólogos y complementados por otras personas, incluyendo determinados proveedores de un «sentido común» mal entendido.

LAS PRUEBAS DE TOMÁS DE AQUINO

Las cinco «pruebas» declaradas por Tomás de Aquino en el siglo XIII no aportan nada y pueden exponerse fácilmente —a pesar de que dudo decirlo, dada su eminencia— como necias. Las tres primeras son solo formas distintas de decir lo mismo y pueden ser consideradas en conjunto. Todas implican una regresión infinita —la respuesta a una pregunta origina una pregunta anterior, y así ad infinitum.

1. El promotor inamovido. Nada se mueve sin un promotor anterior. Esto nos lleva a una regresión de la que el único escape es Dios. Algo tuvo que hacer el primer movimiento y a ese algo le llamamos Dios.

2. La causa no causada. Nada está originado por sí mismo. Cada efecto tiene una causa anterior y, de nuevo, volvemos a la regresión. Esta ha tenido que ser originada por una primera causa, que llamamos Dios.

3. El argumento cosmológico. Debió de existir un tiempo en el que no existía nada físico. Pero, teniendo en cuenta que las cosas físicas existen ahora, debe de haber algo no-físico que las trajera a la existencia, y a ese algo le llamamos Dios.

Estos tres argumentos se basan en la idea de una regresión e invocan a Dios como final de ellas. Asumen completamente y sin garantía que Dios en sí mismo es inmune a la regresión. Incluso si nos permitimos el dudoso lujo de conjurar a un terminador de una regresión infinita y le damos un nombre, simplemente porque necesitamos uno, no hay ninguna razón en absoluto para dotar a ese terminador de cualquiera de las propiedades normalmente adscritas a Dios: omnipotencia, omnisciencia, bondad, creatividad de diseño, por no decir nada de esos atributos humanos tales como escuchar las oraciones, perdonar los pecados y leer los pensamientos más íntimos. Por cierto, no ha pasado por alto a los lógicos que la omnisciencia y la omnipotencia son mutuamente incompatibles. Si Dios es omnisciente, ya debe saber cómo va a intervenir para cambiar el curso de la historia con su omnipotencia. Pero eso significa que él no puede cambiar su pensamiento sobre su intervención, lo que significa que no es omnipotente. Karen Owens ha capturado esta pequeña e ingeniosa paradoja en unos igualmente atractivos versos:

¿Puede el omnisciente Dios, quien

conoce el futuro, encontrar

la omnipotencia para

cambiar sus pensamientos futuros?

Volviendo a la regresión infinita y a la futilidad de invocar a Dios para detenerla, es mejor evocarla, es decir, una «singularidad del big bang» o algún otro concepto físico todavía desconocido. Llamarlo Dios resulta inútil, en el mejor de los casos, y, en el peor, perniciosamente engañoso. La Receta Sin Sentido de Edward Lear para las Chuletas Desmenuzadas nos invita a «Consiga algunas tiras de carne de ternera y, una vez cortadas en trozos lo más pequeños posible, proceda a cortarlos de nuevo más pequeños aún y así ocho o quizá nueve veces más». Algunas regresiones finalizan en un terminador natural. Antes, los científicos se preguntaban qué pasaría si pudiéramos partir, por ejemplo, oro en los trozos más pequeños posible. ¿Por qué no se podría cortar uno de esos trozos por la mitad y originar así un trozo minúsculo de oro? En este caso, la regresión se detiene definitivamente en el átomo. La pieza más pequeña posible de oro es un núcleo consistente en exactamente setenta y nueve protones y un número ligeramente mayor de neutrones, acompañado por un conjunto de setenta y nueve electrones. Si se «corta» oro más allá del nivel atómico, lo que quiera que se obtenga no es oro. El átomo es un terminador natural de las regresiones del tipo de las Chuletas Desmenuzadas. Esto es poco decir, como veremos más adelante. Vamos a descender en la lista de Tomás de Aquino.

4. El Argumento de los Grados. Podemos apreciar que las cosas del mundo difieren. Hay grados de, por ejemplo, bondad o perfección. Pero solo podemos juzgar esos grados en comparación con un máximo. Los seres humanos pueden ser tanto buenos como malos, por lo que la bondad máxima no puede residir en nosotros. Por lo tanto, debe de haber algún otro máximo para establecer el estándar de perfección, y a ese máximo le llamamos Dios.

¿Esto es un argumento? También podríamos decir, por ejemplo, que las personas difieren en cuanto a hediondez, pero que solo podemos hacer la comparación con referencia a un máximo perfecto de hediondez concebible. Por lo tanto, debe de existir un canalla sin igual, y le llamamos Dios. O sustituyamos cualquier dimensión comparativa que se nos ocurra y obtengamos una conclusión igualmente necia.

5. El Argumento Teológico o Argumento del Diseño. Las cosas que hay en el mundo, especialmente las vivientes, parecen concebidas como si hubieran sido diseñadas. Nada que conozcamos parece diseñado a menos que esté diseñado. Por lo tanto, debe de haber un diseñador, y le llamamos Dios[23]. El propio Aquino usaba la analogía de una flecha moviéndose hacia una diana, aunque a sus propósitos hubiera servido mejor un moderno misil térmico antiaéreo. El argumento del diseño es el único que todavía hoy se utiliza con regularidad y a muchos les suena como si fuera el argumento definitivo a derrocar. El joven Darwin estaba impresionado por él cuando siendo un joven graduado de Cambridge lo leyó en La Teología Natural, de William Paley. Desafortunadamente para Paley, el maduro Darwin lo echó por tierra. Es probable que nunca haya habido una derrota más devastadora de las creencias populares gracias al razonamiento que la destrucción de Charles Darwin del argumento del diseño. ¡Fue tan inesperado! Gracias a él no volverá a ser cierto decir que nada que conozcamos parece diseñado a menos que esté diseñado. La evolución por selección natural produce un excelente simulacro de diseño, junto con sumas prodigiosas de complejidad y elegancia. Y entre esas eminencias del seudodiseño están los sistemas nerviosos que —entre sus proezas más modestas— manifiestan un comportamiento orientado a objetivos que, incluso en el insecto más pequeño, se parecen más a un misil térmico que a una simple flecha dirigiéndose a una diana. Volveré al argumento del diseño en el capítulo 4.

LOS ARGUMENTOS ONTOLÓGICOS Y OTROS ARGUMENTOS «A PRIORI»

Los argumentos para la existencia de Dios se encuadran en dos categorías principales, la categoría a priori y la categoría a posteriori. Las cinco pruebas de Tomás de Aquino son argumentos a posteriori, que residen en la observación del mundo. El más famoso de los argumentos a priori, aquellos que residen en el más puro raciocinio de sillón, es el argumento ontológico, propuesto por san Anselmo de Canterbury en 1078 y, desde entonces, replanteado por numerosos filósofos. Un aspecto singular del argumento de san Anselmo es que originalmente se dirigía no a los seres humanos, sino al propio Dios, en forma de plegaria (podría pensarse que cualquier entidad capaz de escuchar una oración no necesitaría convencernos de su propia existencia). Dijo san Anselmo que es posible concebir un ser tal que nunca jamás se haya concebido nada más grande. Incluso un ateo puede concebir un ser tan superlativo, a pesar de que negaría su existencia en el mundo real. Pero, continúa el argumento, un ser que no existe en el mundo real es, por ese mismo hecho, algo menos que perfecto. Por lo tanto, tenemos una contradicción y, voilà, ¡Dios existe!

Permítanme traducir este infantil argumento a un lenguaje apropiado, que es el lenguaje de un patio de colegio:

—Te apuesto que puedo demostrar que Dios existe.

—Te apuesto que no.

—Vale; entonces, imagínate la cosa más perfecta, perfecta, perfecta posible.

—Vale; y ahora, ¿qué?

—Ahora, ¿es real esa cosa perfecta, perfecta, perfecta? ¿Existe?

—No; solo está en mis pensamientos.

—Pero si fuera real sería incluso más perfecta, porque una cosa real realmente perfecta debería ser mejor que una tonta cosa imaginaria. Así que he probado que Dios existe. Rabia, rabiña, todos los ateos son unos necios.

En mi pueril pretenciosidad he elegido a propósito la palabra «necios». El propio san Anselmo citaba el primer versículo del Salmo 14: «Dice el necio en su interior: Dios no existe», y tuvo la cara dura de usar el nombre «necio» (del latín nescius) para su hipotético ateo:

Por lo tanto, hasta el necio está convencido de que existe algo en el entendimiento, al menos, que nada mayor puede ser concebido. Y, cuando se escucha, se comprende. Y todo lo que se comprende, existe en el entendimiento. Y seguramente que, si nada mayor puede ser concebido, no puede existir solo en el entendimiento. Suponiendo que solo exista en el entendimiento: puede concebirse que exista en la realidad, lo que es aún más grande.

La propia idea de que puedan originarse conclusiones grandiosas a partir de tales trampas dialécticas me ofende estéticamente, por lo que tendré cuidado en abstenerme de intercambiar palabras tales como «necio». Bertrand Russell (nada necio) dijo de forma muy interesante: «Es más fácil sentirse convencido de que [el argumento ontológico] debe ser falso que encontrar dónde reside exactamente la falacia». El propio Russell, cuando era joven, se convenció rápidamente de ello:

Recuerdo el preciso momento, un día de 1894 mientras caminaba por Trinity Lane, en que vi en un destello (o pensé que lo vi) que el argumento ontológico es válido. Había salido a comprar una lata de tabaco; cuando regresaba, la lancé al aire y exclamé cuando la recogí: «¡Mi madre!, el argumento ontológico es lógico».

Por qué, me pregunto, no dijo algo como: «¡Mi madre!, el argumento ontológico parece plausible. Pero ¿no es demasiado bueno para ser cierto que una verdad grandiosa sobre el Cosmos pueda originarse a partir de un mero juego de palabras? Mejor me pongo a trabajar para resolver lo que es, quizá, una paradoja como la de Zenón». Los griegos estuvieron mucho tiempo investigando sobre la prueba de Zenón de que Aquiles nunca alcanzaría a la tortuga[24]. Realmente Aquiles no habría logrado alcanzar a la tortuga. En cambio, lo denominaron paradoja y esperaron a que las generaciones de matemáticos posteriores la explicaran. El propio Russell, por supuesto, estaba tan bien capacitado como cualquiera para comprender por qué no hay que arrojar al aire latas de tabaco para celebrar el fracaso de Aquiles en alcanzar a la tortuga. ¿Por qué no tuvo las mismas reservas sobre san Anselmo? Sospecho que era un ateo exageradamente imparcial, demasiado preocupado por desilusionarse si la lógica pareciera requerirlo[25]. O quizá la respuesta reside en algo que el propio Russell escribió en 1946, mucho después de su perorata sobre el argumento ontológico:

La verdadera cuestión es: ¿Hay algo en lo que podamos pensar que, por el mero hecho de que podamos pensar en ello, parezca posible que pueda existir fuera de nuestro pensamiento? A los filósofos les gustaría decir que sí, porque el trabajo de un filósofo es encontrar cosas sobre el mundo mediante el pensamiento, más que mediante la observación. Si es sí la respuesta correcta, existe un puente que va desde el pensamiento puro hacia las cosas. Si no, no.

Por el contrario, mi propio sentimiento sería la automática y profunda sospecha acerca de cualquier línea de razonamiento que llegase a una conclusión tan significativa sin aportar un solo dato del mundo real. Quizá eso no indique nada más que yo soy un científico, en vez de un filósofo. Efectivamente, a lo largo de los siglos los filósofos se han tomado en serio el argumento ontológico, tanto a favor como en contra. El filósofo ateo J. L. Mackie ofrece una conclusión particularmente clara en El milagro del teísmo. Intento hacer un cumplido cuando digo que casi se puede definir a un filósofo como alguien que no utiliza el sentido común para obtener respuestas.

Las refutaciones más definitivas del argumento ontológico se atribuyen normalmente a los filósofos David Hume (1711-1776) y a Immanuel Kant (1724-1804). Kant identificó la carta marcada de la manga de san Anselmo, su escurridiza afirmación de que la «existencia» es más «perfecta» que la no-existencia. El filósofo americano Norman Malcolm lo expresa como sigue: «La doctrina de que la existencia es una perfección es extraordinariamente extraña. Tiene sentido y es cierto decir que mi futura casa será mejor si es independiente que si no lo es; pero ¿qué puede querer decir que es una casa mejor si existe que si no existe?»(46). Otro filósofo, el australiano Douglas Gasking, trata el tema con su irónica «prueba» de que Dios no existe (el contemporáneo de san Anselmo, Gaunilo, había sugerido una reductio parecida de alguna manera).

1. La creación del mundo es el logro imaginable más maravilloso.

2. El mérito de un logro es el producto de: a) su calidad intrínseca, y b) la capacidad de su creador.

3. Cuanto mayor sea la discapacidad (o minusvalía) del creador, más impresionante es el logro.

4. La minusvalía más formidable de un creador sería su inexistencia.

5. Por lo tanto, si suponemos que el Universo es el producto de un creador que existe, podemos concebir un ser más grande —a saber, uno que lo creó todo mientras no existía—.

6. Un Dios existente, por consiguiente, no sería un ser tan grande que uno más grande no pudiera concebirse, porque un creador incluso más formidable e increíble sería un Dios que no existiera.

Ergo:

7. Dios no existe.

No es necesario decirlo, Gasking no probó realmente que Dios no existiera. Por la misma razón, san Anselmo no probó que sí existía. La única diferencia es que Gasking tenía un propósito divertido. Como se dio cuenta, la existencia o la inexistencia de Dios es una cuestión demasiado grande como para decidirse mediante «prestidigitación dialéctica». Y no creo que el uso escurridizo de la existencia como indicador de perfección sea el peor de los problemas del argumento. He olvidado los detalles, pero en una ocasión ofendí a un grupo de teólogos y filósofos adaptando el argumento ontológico para probar que los cerdos podían volar. En esta reunión sintieron la necesidad de reordenar la Lógica Modal para demostrar que yo estaba en un error. El argumento ontológico, como todos los argumentos a priori para demostrar la existencia de Dios, me recuerda al anciano de la obra de Aldous Huxley Punto contra Punto, quien descubrió una prueba matemática de la existencia de Dios:

¿Conoces la fórmula de que m dividido entre cero es infinito, siendo m cualquier número positivo? Bien; por qué no reducir la ecuación a una forma más simple, multiplicando ambos términos por cero. En cuyo caso tendríamos que m equivale a infinitas veces cero. Esto es lo mismo que decir que un número positivo es el producto de cero por infinito. ¿Demuestra esto la creación del Universo por un poder infinito distinto de cero? ¿O no?

Por desgracia la famosa historia de Diderot, el enciclopedista de la Ilustración, y Euler, el matemático suizo, está abierta a la duda. Según la leyenda, Catalina la Grande llevó a cabo un debate entre los dos, en el que el piadoso Euler lanzó el siguiente reto al ateo Diderot: «Señor, (a+bn)/n = x; por lo tanto, Dios existe. ¡Conteste!». Euler había empleado lo que podría llamarse el Argumento de Cegar con la Ciencia (en este caso, las matemáticas). David Mills, en Universo ateo, transcribe una entrevista de radio que le hizo un locutor religioso, quien invocó a la Ley de la Conservación de la Energía, en un intento extrañamente inútil para cegar con la ciencia: «Dado que todos nosotros estamos compuestos de materia y energía, ¿no aporta credibilidad ese principio científico a la creencia en la vida eterna?». Mills replicó más paciente y educadamente de lo que yo hubiera hecho, teniendo en cuenta que lo que el entrevistador estaba diciendo, traducido al lenguaje común, no era más que: «Cuando morimos, no se pierde ninguno de los átomos de nuestro cuerpo (y nada de la energía). Por lo tanto, somos inmortales».

Incluso yo, con mi larga experiencia, nunca he encontrado un modo de hacerse ilusiones tan tonto como este. Sin embargo, he encontrado muchas de las maravillosas «pruebas» recogidas en <http://www.godlessgeeks.com/LINKS/GodProof.htm>, una lista cómica numerada de «Casi trescientas pruebas de la existencia de Dios». En ella encontramos media docena muy graciosas, comenzando por la Prueba número 36.

36. Argumento de la devastación incompleta: Un avión se estrella matando a 143 pasajeros y a la tripulación. Pero sobrevive un niño con solo quemaduras de tercer grado. Por lo tanto, Dios existe.

37. Argumento de los mundos posibles: Si las cosas hubieran sido distintas, las cosas deberían ser distintas. Eso podría ser malo. Por lo tanto, Dios existe.

38. Argumento de la voluntad absoluta: ¡Creo en Dios! ¡Creo en Dios! Creo, creo, creo. ¡Creo en Dios! Por lo tanto, Dios existe.

39. Argumento de la no-creencia: La mayoría de la población del mundo no cree en el cristianismo. Esto es justo lo que Satán pretende. Por lo tanto, Dios existe.

40. Argumento de la experiencia tras la muerte: La persona X muere como ateo. Ahora se da cuenta de su error. Por lo tanto, Dios existe.

41. Argumento del chantaje emocional: Dios te quiere. ¿Cómo puedes ser tan cruel como para no creer en Él? Por lo tanto, Dios existe.

EL ARGUMENTO DE LA BELLEZA

Otro personaje de la novela de Aldous Huxley ya mencionada prueba la existencia de Dios poniendo en un tocadiscos el Cuarteto para cuerda núm. 15 en Do menor (Heiliger Dankgesang), de Beethoven. Sonaba increíblemente y lo utilizó como hilo argumental. Ya he desistido de contar el número de veces que me han lanzado ese reto de forma más o menos truculenta: «Entonces, ¿cómo puedes explicar a Shakespeare?». Sustitúyanlo por Schubert, Miguel Ángel, etc., para probar. El argumento resulta tan familiar que no voy a probarlo más. Pero la lógica que hay tras él nunca se ha explicado con detalle, y cuanto más se piensa en él, más nos damos cuenta de lo vacío que es. Obviamente los cuartetos de Beethoven son sublimes. Como lo son los sonetos de Shakespeare. Son sublimes si Dios existe y son sublimes si no existe. No prueban la existencia de Dios; prueban la existencia de Beethoven y de Shakespeare. Se atribuye la siguiente frase a un gran director de orquesta: «Si puedes escuchar a Mozart, ¿para qué necesitarías a Dios?».

Una vez fui el invitado de la semana de un programa radiofónico británico llamado Los discos de las islas desiertas. Había que elegir los ocho discos que uno se llevaría si se quedara abandonado en una isla desierta. Entre mis opciones estaba Mache dich mein Herze rein, de La Pasión según san Mateo, de Bach. El entrevistador era incapaz de comprender cómo podía elegir música sacra sin ser yo religioso. También podría decirse: ¿cómo podemos disfrutar de Cumbres borrascosas cuando sabemos perfectamente que Cathy y Heathcliff nunca existieron en la realidad?

Pero hay un punto adicional que debería haber tratado y que necesita tratarse siempre que se le reconozca a la religión el mérito de, por ejemplo, la Capilla Sixtina o la Anunciación de Rafael. Incluso los grandes artistas tenían que ganarse la vida y aceptaban encargos que tenían que realizar. No tengo razones para dudar de que Rafael y Miguel Ángel fueran cristianos —era, con mucho, la única opción en su época—, pero este hecho es casi fortuito. Su enorme riqueza había hecho que la Iglesia fuera el patrón dominante de las artes. Si la Historia hubiera funcionado de otra forma y a Miguel Ángel se le hubiera encargado que pintara los frescos de un Museo de la Ciencia gigante, ¿podría haber producido algo al menos tan inspirativo como la Capilla Sixtina? Qué pena que nunca hayamos escuchado la Sinfonía Mesozoica de Beethoven, o la ópera de Mozart El Universo en expansión. Y qué vergüenza que se nos haya privado del Oratorio de la Evolución de Haydn —pero eso no nos impide disfrutar de su Creación—. Por abordar el argumento desde la otra cara, ¿qué pasaría si, como fríamente me sugiere mi esposa, Shakespeare hubiera estado obligado a trabajar por encargo de la Iglesia? Seguramente nos hubiéramos perdido Hamlet, El rey Lear y Macbeth. Y ¿qué habríamos obtenido a cambio? ¿Eso de lo que están hechos los sueños? Sigamos soñando.

Si hay un argumento lógico que relaciona la existencia del Arte con mayúscula con la existencia de Dios, no ha sido explicado con detalle por sus proponentes. Simplemente se asume que es autoevidente que es más probablemente cierto que incierto. Puede que esto pueda percibirse como otra versión más del argumento del diseño: el cerebro musical de Schubert es una maravilla de la improbabilidad, incluso más que el ojo de los vertebrados. O, de forma más ruin, quizá es un tipo de envidia del genio. ¿Cómo se atreve otro ser humano a crear esa maravillosa música/poesía/arte, cuando yo no puedo? Debe de ser Dios quien lo hizo.

EL ARGUMENTO DE LA «EXPERIENCIA» PERSONAL

Uno de los más listos y maduros de mis compañeros de promoción, que era profundamente religioso, se fue de acampada a las islas escocesas. En mitad de la noche, él y su novia fueron despertados en su tienda de campaña por la voz del diablo —el propio Satanás; no había duda posible: la voz era, en todos los sentidos, diabólica—. Mi amigo nunca olvidaría esa horrible experiencia y este fue uno de los factores que le impulsaron a su ordenación como religioso. Mi propia juventud se sentía impresionada por su historia, y la repetí en una reunión de zoólogos que se estaban relajando en la taberna La Rosa y la Corona, en Oxford. Sucedió que dos de ellos eran ornitólogos y se empezaron a reír a carcajadas. «¡Una pardela de Manx!», gritaron a coro. Uno de ellos añadió que los diabólicos gritos y cacareos de estas especies le habían hecho ganar, en diversas partes del mundo y en diferentes idiomas, el apodo local de «Pájaro del Diablo».

Muchas personas creen en Dios porque creen haberlo visto —o a un ángel o a una virgen vestida de azul— con sus propios ojos. O les habla dentro de sus cabezas. Este argumento de la experiencia personal es el más convincente para aquellos que afirman haber tenido una visión. Pero es el menos fiable para cualquier otra persona, para cualquiera que tenga conocimientos de psicología. ¿Dices que has experimentado a Dios directamente? Bien; algunas personas han visto un elefante rosa, pero probablemente eso no nos impresiona. Peter Sutcliffe, el violador de Yorkshire, distinguía con claridad la voz de Jesús diciéndole que matara a mujeres, y fue encerrado de por vida. George W. Bush dice que Dios le dijo que invadiera Iraq (una lástima que Dios no le revelara que no había armas de destrucción masiva). Los individuos que están en los manicomios piensan que son Napoleón o Charlie Chaplin, o que el mundo entero está conspirando en su contra, o que pueden transmitir sus pensamientos a los cerebros de otras personas. Nos hacen gracia, pero no tomamos en serio sus creencias internamente reveladas, principalmente porque no hay muchas personas que las compartan. Las experiencias religiosas difieren solo en que son muchas las personas que las afirman. Sam Harris no estaba siendo demasiado cínico cuando escribió, en El final de la fe:

Tenemos nombre para las personas que tienen muchas creencias para las que no existe justificación racional. Cuando sus creencias son extremadamente comunes, les llamamos «religiosos»; de no ser así, es más probable que les llamemos «locos», «psicóticos» o «ilusos»… Claramente, la salud reside en el número. Y todavía es tan solo un accidente histórico que se considere normal en nuestra sociedad creer que el Creador del Universo puede oír tus pensamientos, mientras que es una demostración de enfermedad mental creer que se comunica contigo mediante un código morse repiqueteando en tu ventana en un día de lluvia. Y así, mientras que las personas religiosas normalmente no están locas, sus creencias profundas sí lo son.

Volveré al tema de las alucinaciones en el capítulo 10. El cerebro humano funciona con un software de simulación de primera clase. Nuestros ojos no presentan a nuestro cerebro una fotografía fidedigna de lo que hay en el exterior, o una película precisa de lo que ocurre a lo largo del tiempo. Nuestros cerebros construyen continuamente un modelo actualizado: actualizado por los impulsos codificados que revolotean por el nervio óptico, pero, sin embargo, construidos. Las ilusiones ópticas son vívidos recuerdos de esto(47). Una clase principal de ilusiones, de las que el Cubo de Necker es un ejemplo, surge porque los datos sensoriales que el cerebro recibe son compatibles con dos modelos alternativos de realidad. El cerebro, sin base alguna para elegir entre ellos, cambia entre ellos, y experimentamos una serie de alternancias entre un modelo y otro. Parece, casi literalmente, que el cuadro que estamos observando cambia y se convierte en otra cosa.

El software de simulación del cerebro es especialmente adepto a generar caras y voces. En el alféizar de mi ventana tengo una máscara hueca de plástico de Einstein. Cuando se la mira de frente parece, sin duda alguna, una cara sólida. Lo que es sorprendente es que, cuando se la mira desde detrás —por la cara hundida— también parece una cara sólida y nuestra percepción de ella es, en realidad, muy extraña. Según el que la está mirando se mueve a su alrededor, parece que la cara le está siguiendo —y no de la forma sutil y poco convincente en que se dice que nos siguen los ojos de la Mona Lisa—. Realmente, realmente, parece que la máscara hundida se está moviendo. Las personas que no han visto con anterioridad esta ilusión se quedan boquiabiertas de asombro. Más extraño aún: si la máscara está montada en una base que gire lentamente, parece rotar en la dirección correcta cuando estás mirando a la cara sólida, pero en la dirección opuesta cuando la cara hundida es visible. El resultado es que, cuando te fijas en la transición de una cara a otra, la cara entrante parece «comerse» a la cara saliente. Es una ilusión alucinante y bien valen la pena los problemas que origina cuando se mira. A veces puedes estar sorprendentemente cerca de la cara hundida y no darte cuenta de que «realmente» está hundida. Cuando se ve esto, tiene lugar de nuevo una alternancia repentina, que puede ser reversible.

¿Qué ha ocurrido? No hay truco alguno en la construcción de la máscara. Cualquier máscara hundida lo hace. El truco está en el cerebro de quien la mira. El software interno de simulación recibe datos indicando la presencia de una cara, quizá nada más que un par de ojos, una nariz y una boca en los lugares adecuados, aproximadamente. Una vez recibidas esas claves incompletas, el cerebro hace el resto. El software de simulación de la cara entra en acción y construye un modelo completamente sólido de una cara, incluso a pesar de que la realidad presentada a los ojos sea una cara hundida. La ilusión que se produce al rotar en la dirección errónea aparece precisamente porque (es bastante duro, pero, si se piensa en ello cuidadosamente, puede confirmarse) la rotación inversa es el único medio de que tengan sentido los datos ópticos cuando una máscara hueca rota mientras que se está percibiendo como una máscara sólida(48). Se parece a la ilusión de la antena rotatoria de los radares que a veces se ven en los aeropuertos. Hasta que el cerebro percibe el modelo correcto de la antena del radar, puede verse girar el modelo incorrecto en la dirección errónea, pero de una forma extrañamente retorcida.

Cuento todo esto solo para demostrar el formidable poder del software cerebral de simulación. Es muy capaz de construir «visiones» y «visitas» de la mayor verosimilitud. Sería un juego de niños simular un ángel o un fantasma o una Virgen María para un software de tal sofisticación. Y lo mismo sirve para los sonidos. Cuando oímos un sonido, este no es transportado fielmente por el nervio auditivo y retransmitido al cerebro como si lo hiciera un equipo de alta fidelidad Bang and Olufsen. Como ocurre con la visión, el cerebro construye un modelo de sonido basado en datos del nervio auditivo continuamente actualizados. Por eso es por lo que oímos el toque de una trompeta como si fuera una única nota, en vez de como una composición de armónicos de tonos puros que le confieren su metálico gruñido. Un clarinete tocando la misma nota suena «amaderado» y el oboe suena aflautado a causa de sus distintos balances de armónicos. Si manipulamos cuidadosamente un sintetizador de sonido para aislar los armónicos y separarlos uno a uno, el cerebro los oye como si fueran una combinación de tonos puros durante un corto período de tiempo, hasta que su software de simulación los «caza» y, a partir de ahí, solo experimentamos una única nota de pura trompeta u oboe o de lo que quiera que sea. Las vocales y consonantes de un discurso se construyen en el cerebro de la misma manera, y así, en otro nivel, son fonemas y palabras de más alto nivel.

Una vez, cuando era niño, oí a un fantasma: una voz masculina murmurando, como si fuera una recitación o una plegaria. Casi pude, aunque no del todo, identificar las palabras, que parecían tener un serio y solemne timbre. Me habían contado historias de tumbas de sacerdotes en casas antiguas y yo estaba un poco asustado. Pero salté de la cama y me acerqué a la fuente del sonido. Según me acercaba, sonaba más alto, y entonces, de repente, «alternó» dentro de mi cabeza. Ahora estaba lo suficientemente cerca para discernir lo que era en realidad. El viento, pasando por el ojo de la cerradura, estaba creando sonidos que el software de simulación de mi cerebro había usado para generar el modelo de un discurso masculino, entonado solemnemente. Si hubiera sido un niño más impresionable, es posible que no solo hubiera «oído» un discurso ininteligible, sino también palabras concretas e incluso frases completas. Y si hubiera sido educado de una forma impresionable y religiosa, me pregunto qué palabras es posible que hubiera dicho el viento.

En otra ocasión, hacia la misma época, vi una cara gigante mirando fijamente, con indecible malevolencia, a través de la ventana de una, por otro lado, casa normal en un pueblo costero. Con mucha ansiedad, me aproximé hasta que estaba lo suficientemente cerca como para ver lo que era en realidad: tan solo una sombra que vagamente se parecía a una cara, creada por la forma en que caían las cortinas. La cara en sí, y su diabólica apariencia, habían sido generadas por mi temeroso cerebro infantil. El 11 de septiembre de 2001, algunas personas devotas pensaron que habían visto la cara de Satanás en el humo que salía de las Torres Gemelas: una superstición apoyada por una fotografía publicada en Internet, ampliamente difundida.

Los modelos constructivos son algo en lo que el cerebro humano es muy bueno. Cuando estamos dormidos se denomina soñar. Cuando estamos despiertos lo denominamos imaginación o, cuando es excepcionalmente vívido, alucinación. Como se mostrará en el capítulo 10, los niños que tienen «amigos imaginarios» algunas veces los ven con nitidez, exactamente igual que si fueran reales. Si somos crédulos, no discernimos las alucinaciones o un sueño lúcido de lo que es la realidad, y afirmamos haber visto u oído un fantasma; o un ángel; o Dios; o —especialmente si da la casualidad de que somos jóvenes, mujeres y católicas— la Virgen María. Tales visiones y manifestaciones no son una buena base para creer que los ángeles, dioses o vírgenes están ahí realmente.

Por su parte, son más complicadas de escribir las visiones en masa, como las que informan de que setenta mil peregrinos en Fátima (Portugal), en 1917, vieron al Sol «llorar desde el cielo y venir a estrellarse sobre la multitud»(49). No es fácil explicar cómo setenta mil personas pudieron compartir la misma alucinación. Pero es aún más duro aceptar que eso sucedió realmente sin que el resto del mundo, excepto Fátima, también lo viera —y no solo verlo, sino percibirlo como una catastrófica destrucción del Sistema Solar, incluyendo fuerzas de aceleración suficientemente grandes como para lanzar a todo el mundo al espacio—. El contundente test de David Hume para comprobar un milagro acude irresistiblemente a mi cabeza: «Ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a menos que el testimonio sea de una clase tal que su falsedad sea más milagrosa que el hecho que se está tratando de comprobar».

Parece improbable que setenta mil personas pudieran haber sido engañadas simultáneamente o que pudieran caer al mismo tiempo en un engaño masivo. O que esa historia fue incorrecta al registrar que setenta mil personas afirmaron haber visto bailar al Sol. O que todos vieron un milagro a la vez (se les persuadió para que miraran al Sol de frente, lo que desde luego debió de ayudar poco a su salud ocular). Pero cualquiera de esas aparentes improbabilidades es mucho más probable que su alternativa: que la Tierra fue arrojada de repente fuera de su órbita y que el Sistema Solar fue destruido sin que lo percibiera nadie que no estuviera en Fátima. Lo que quiero decir es que Portugal no está tan aislada[26].

En realidad, esto es todo lo que hay que decir acerca de las «experiencias» personales de dioses o de otros fenómenos religiosos. Si usted ha tenido una experiencia similar, bien puede encontrarse a sí mismo creyendo firmemente que fue real. Pero no espere que el resto de nosotros le creamos a pies juntillas, sobre todo si estamos mínimamente familiarizados con el cerebro y su poderoso funcionamiento.

EL ARGUMENTO DE LAS ESCRITURAS

Todavía hay personas que están dispuestas a creer en Dios gracias a las pruebas de las Escrituras. Un argumento común, atribuido, entre otros, a C. S. Lewis (quien debería haber tenido mayores conocimientos), expone que, ya que Jesús se proclamó Hijo de Dios, debía de estar en lo cierto, o estar loco, o ser un mentiroso: «Loco, Malo o Dios». O, con una aliteración carente de arte, «Lunático, Mentiroso o Señor»[27]. La prueba histórica de que Jesús reclamara cualquier tipo de estatus divino es mínima. Pero incluso si esa prueba fuera correcta, las tres opciones ofrecidas serían absurdamente inadecuadas. Una cuarta posibilidad, casi demasiado obvia para necesitar mención, es que Jesús estaba francamente equivocado. Muchas personas lo están. En cualquier caso, como yo digo, no hay ninguna prueba histórica de calidad que indique que Él siquiera llegara a pensar que era divino.

El hecho es que algo escrito es persuasivo para personas que no están acostumbradas a plantearse cuestiones tales como: «¿Quién y cuándo lo escribió?», «¿Cómo sabían qué es lo que tenían que escribir?», «En su tiempo, ¿querían decir realmente lo que nosotros, en el nuestro, pensamos que querían decir?», «¿Eran observadores imparciales o tenían una agenda oculta que matizaba sus escritos?». Eruditamente, a partir del siglo XIX, los teólogos han trabajado sobre el aplastante caso de que los Evangelios no son registros fiables de lo que sucedió en la Historia del mundo real. Todos fueron escritos mucho después de la muerte de Jesús y también después de las Epístolas de San Pablo, que casi no mencionan ninguno de los hechos alegados de la vida de Jesús. Luego fueron todos copiados y vueltos a copiar, a través de muchas «generaciones de chinos silenciosos» distintas (véase el capítulo 5), de escribas falibles, quienes, en cualquier caso, tenían sus propias agendas religiosas. Un buen ejemplo de la influencia de las agendas religiosas es toda la bondadosa leyenda del nacimiento de Jesús en Belén, seguida por la masacre de inocentes a manos de Herodes. Cuando fueron escritos los Evangelios, muchos años después de la muerte de Jesús, nadie sabía dónde había nacido. Pero una profecía del Antiguo Testamento (Miqueas 5: 2) había hecho que los judíos confiaran en que el largamente esperado Mesías nacería en Belén. A la luz de esta profecía, el Evangelio de Juan narra específicamente que sus seguidores estaban sorprendidos de que no naciera en Belén: «Otros decían: “Este es el Cristo”. Pero otros replicaban: “¿Acaso el Cristo va a proceder de Galilea? ¿No dijo la Escritura que el Cristo procederá del linaje de David, y de Belén, la aldea de David?”»[28].

Mateo y Lucas manejan el problema de una forma diferente, decidiendo que, después de todo, Jesús debería haber nacido en Belén. Pero llegaron a esa conclusión por caminos distintos. Mateo sitúa todo el tiempo a María y a José en Belén, trasladándose a Nazaret solo mucho tiempo después del nacimiento de Jesús, en su regreso desde Egipto, adonde habían huido para escapar del rey Herodes y de la masacre de los inocentes. Por el contrario, Lucas reconocía que María y José vivían en Nazaret antes de que Jesús naciera. Entonces, ¿cómo llevarlos a Belén en el momento crucial, para que se cumpliera la profecía? Lucas dice que cuando Cirenio (Quirino) era gobernador de Siria, César Augusto decretó un censo con propósitos recaudatorios, por lo que todo el mundo tenía que empadronarse, «cada uno en su propia ciudad». José era «de la casa y el linaje de David» y por lo tanto tenía que ir a «la ciudad de David, que se llama Belén». Podría parecer una buena solución. Excepto por el hecho de que históricamente es un completo sinsentido, tal como A. N. Wilson ha expuesto en Jesús y Robin Lane Fox en La versión no autorizada (entre otros). David, si es que existió, vivió cerca de mil años antes de María y José. ¿Por qué habrían requerido los romanos a José para que fuera a la ciudad donde un milenio antes había vivido un remoto ancestro? Esto es como pensar, por ejemplo, que me requirieran que estableciera a Ashby-de-la-Zouch como mi ciudad en un formulario censal, si ocurriera que yo pudiera trazar mi linaje hasta el señor de Dakeyne, quien vino con Guillermo el Conquistador y se estableció allí.

Más aún: Lucas alteró las fechas con muy poco tacto al mencionar eventos que los historiadores son capaces de comprobar de forma imparcial. Efectivamente, existió un censo bajo el gobernador Quirino —un censo local, no uno decretado por César Augusto para todo el imperio—, pero tuvo lugar demasiado tarde, en el año 6 d. C., mucho después de la muerte de Herodes. Lane Fox concluye que el relato de Lucas es históricamente imposible e internamente incoherente, aunque simpatiza con la grave situación de Lucas y con su deseo de que se cumpliera la profecía de Miqueas.

En el número de diciembre de 2004 del Free Inquiry, Tom Flynn, el editor de esa excelente revista, reunió una colección de artículos que documentaban las contradicciones y los vacíos de la bienamada historia de la Navidad. El propio Flynn lista las muchas contradicciones que existen entre Mateo y Lucas, los dos únicos evangelistas que abordaron el nacimiento de Jesús(50). Robert Gillooly muestra cómo todas las características esenciales de la leyenda de Jesús, incluyendo la Estrella de Oriente, el nacimiento virginal, la veneración del niño por los Reyes Magos, los milagros, la ejecución, la resurrección y la ascensión, están tomadas —cada una de ellas— de otras religiones ya existentes en la región mediterránea y del Oriente Próximo. Flynn sugiere que el deseo de Mateo de cumplir las profecías mesiánicas (descendiente de David, nacido en Belén) para beneficio de los lectores judíos entraba en colisión directa con el deseo de Lucas de adaptar el cristianismo a los gentiles, y de ahí que extrajera los temas más candentes de las religiones paganas helenísticas (nacimiento virginal, adoración por los Reyes, etc.). Las contradicciones resultantes son evidentes, pero han sido reiteradamente pasadas por alto gracias a la fe.

Los cristianos más sofisticados no necesitan a Ira Gershwin para convencerse de que «Las cosas que estás obligado / A leer en la Biblia / No me obligan necesariamente a mí». Pero hay muchos cristianos poco sofisticados que piensan que sí es absolutamente necesario —cristianos que, efectivamente, se toman la Biblia muy en serio, como un registro literal y exacto de la Historia y, por lo tanto, como prueba que apoya sus creencias religiosas—. ¿Nunca han abierto esas personas el libro que creen que es la verdad literal? ¿Por qué no han notado esas evidentes contradicciones?

¿Tendría que preocuparse un literalista por el hecho de que Mateo trace la descendencia de José a partir del rey David mediante veintiocho generaciones intermedias, mientras que Lucas tiene cuarenta y una generaciones? Peor aún, ¡casi no hay solapamiento en los nombres de las dos listas! En cualquier caso, si Jesús nació realmente de una virgen, los ancestros de José son irrelevantes y no pueden utilizarse para cumplir, en nombre de Jesús, la profecía del Antiguo Testamento que dice que el Mesías debería descender de David.

El erudito bíblico americano Bart Erhman, en un libro cuyo subtítulo es La historia tras quienes cambiaron el Nuevo Testamento y por qué, despliega la enorme incertidumbre que nubla los textos del Nuevo Testamento[29]. En la introducción del libro, el profesor Erhman traza conmovedoramente su personal viaje educativo, de ser un fundamentalista creyente en la Biblia, hasta convertirse en un prudente escéptico, un viaje conducido por su comprensión consciente de la enorme falibilidad de las Escrituras. Significativamente, mientras ascendía por la jerarquía de las universidades americanas, desde lo más bajo del Moody Bible Institute, pasando por el Wheaton College (un poco más alto en la escala, pero todavía el alma máter de Billy Graham) hasta el Seminario Teológico de Princeton, a cada paso se daba cuenta de que podía tener problemas si mantenía su fundamentalismo cristiano frente al peligroso progresivismo. Así que probó; y nosotros, sus lectores, somos los beneficiarios. Otros libros de criticismo bíblico refrescantemente iconoclastas son el ya mencionado de Robin Lane Fox, La versión no autorizada, y el de Jacques Berlinerblau, La Biblia seglar: Por qué los no creyentes deben tomarse en serio la religión.

Los cuatro Evangelios del canon oficial fueron elegidos, más o menos arbitrariamente, de entre una muestra mayor de, al menos, una docena, incluyendo los Evangelios de Tomás, Pedro, Nicodemo, Felipe, Bartolomé y María Magdalena(51). Es a estos Evangelios adicionales a los que se refería Thomas Jefferson en su carta a su sobrino:

He olvidado observar, cuando hablaba del Nuevo Testamento, que deberías leer todas las historias de Cristo, tanto aquellas que un concilio de eclesiásticos ha decidido por nosotros que sus autores son seudoevangelistas, como aquellas de los que ellos llaman Evangelistas. Porque esos seudoevangelistas aparentan estar tan inspirados como los otros, y eres tú quien tiene que juzgar sus pretensiones por tu propio raciocinio y no por el de aquellos eclesiásticos.

Los Evangelios que no forman parte del canon fueron omitidos por esos eclesiásticos tal vez porque contenían historias que eran incluso más vergonzosamente inverosímiles que aquellas de los cuatro Evangelios canónicos. El infantil Evangelio de Tomás, por ejemplo, contiene numerosas anécdotas acerca del Niño Jesús abusando de sus poderes mágicos como lo haría un hada traviesa, convirtiendo pícaramente en cabras a sus compañeros de juego, o transformando el barro en gorriones, o echando una mano a su padre en la carpintería alargando milagrosamente una pieza de madera[30]. Podrá decirse que, de todas formas, nadie cree en toscas historias como las del Evangelio de Tomás. Pero no hay ni más ni menos razones para creer en los cuatro Evangelios canónicos. Todos tienen el estatus de leyenda, tan objetivamente dudosas como las historias del rey Arturo y sus Caballeros de la Mesa Redonda.

La mayoría de lo que comparten los cuatro Evangelios canónicos deriva de una fuente común, tanto el Evangelio de Marcos como un trabajo perdido del que Marcos es el descendiente más temprano. Nadie sabe quiénes fueron los cuatro evangelistas, pero casi con seguridad que ninguno de ellos conoció a Jesús personalmente. Gran parte de lo que escribieron no es, en ningún sentido, un intento honesto de relatar la historia, sino que simplemente es un refrito del Antiguo Testamento, porque los evangelistas estaban profundamente convencidos de que la vida de Jesús debería cumplir las profecías del Antiguo Testamento. Incluso es posible montar un caso histórico serio, aunque no ampliamente apoyado, en el que Jesús nunca hubiera existido en absoluto, tal como han hecho, entre otros, el profesor G. A. Wells, de la Universidad de Londres, en un gran número de libros, incluyendo ¿Existió Jesús?

Aunque es probable que Jesús existiera, reputados eruditos bíblicos no confían en general en el Nuevo Testamento (y, obviamente, tampoco en el Antiguo Testamento) como registro fiable de lo que en realidad sucedió en la Historia, por lo que en adelante no consideraré a la Biblia como prueba de ningún tipo de deidad. En palabras de Thomas Jefferson, llenas de visión de futuro, cuando escribía a su predecesor, John Adams, «Llegará un día en el que el origen místico de Jesús, con el Ser Supremo como Padre, en el vientre de una Virgen, sea clasificado junto con la fábula de la creación de Minerva en el cerebro de Júpiter».

La novela de Dan Brown El código Da Vinci, y la película realizada a partir de ella, están despertando enormes controversias en círculos eclesiales. Se anima a los cristianos a boicotear la película y a llevar piquetes a los cines que la proyectan. Efectivamente, es una invención de principio a fin: una ficción inventada y maquillada. A ese respecto, es exactamente igual que los Evangelios. La única diferencia entre El código Da Vinci y los Evangelios es que estos son ficciones antiguas, mientras que El código Da Vinci es una ficción moderna.

EL ARGUMENTO DE LOS ADMIRADOS CIENTÍFICOS RELIGIOSOS

La inmensa mayoría de los hombres eminentes intelectualmente no creen en la religión cristiana, pero ocultan este hecho en público, quizá porque temen perder sus ingresos.

BERTRAND RUSSELL

«Newton era religioso. ¿Quién eres para creerte superior a Newton, a Galileo, a Kepler, etc.? Si Dios era lo suficientemente bueno para ellos, ¿quién te piensas que eres?». No supone mucha diferencia para un ya mal argumento de este tipo el que algunos apologistas añadan incluso el nombre de Darwin, sobre quien asoman, como un tufillo, rumores de continuo persistentes, aunque demostrablemente falsos, acerca de su conversión en el lecho de muerte[31]. Desde entonces, siempre comienzan de manera deliberada con un cierto tipo de «Dama de la Esperanza», quien larga un rollo conmovedor acerca de Darwin descansando sobre las almohadas a la luz del atardecer, hojeando el Nuevo Testamento y confesando que toda la evolución era errónea. En esta sección me centraré principalmente en los científicos porque, muy a menudo, quienes sacan a relucir los nombres de individuos admirables eligen a científicos para presentarlos como ejemplares religiosos —por razones que quizá no sean muy difíciles de imaginar.

Efectivamente, el propio Newton proclamó que era religioso. Tal como casi todo el mundo hasta —significativamente, pienso— el siglo XIX, cuando existía menos presión social y judicial que en siglos anteriores para profesar la religión y más científicos apoyaban su abandono. Por supuesto que ha habido excepciones en ambas direcciones. Incluso antes que Darwin, no todo el mundo era creyente, como muestra James Haught en su obra 2.000 años de falta de creencias: famosos con el valor de dudar. Y algunos distinguidos científicos vinieron a creer después de Darwin. No tenemos razones para dudar de la sinceridad de Michael Faraday como cristiano, incluso después del momento en que debería haber conocido los trabajos de Darwin. Era miembro de la secta sandemaniana, que creía (pretérito perfecto, porque ahora están prácticamente extinguidos) en una interpretación literal de la Biblia, lavando de forma ritual los pies de los miembros recién incorporados y estando todos unidos para determinar la voluntad de Dios. Faraday se convirtió en Anciano en 1860, al año siguiente de que se publicara El origen de las especies, y murió como sandemaniano en 1867. El contrapunto experimentalista de las teorías de Faraday, James Clerk Maxwell, era igualmente un devoto cristiano. Como también lo era otro pilar de la física británica del siglo XIX, William Thomson, lord Kelvin, quien intentó demostrar que la evolución estaba descartada por falta de tiempo. Las erróneas fechas de ese gran termodinamicista asumían que el Sol era cierto tipo de fuego, quemando combustible que tendría que haberse agotado en decenas de millones de años, no en miles de millones. Obviamente, no se podía esperar que Kelvin conociera la energía nuclear. Por fortuna, en la reunión de la Asociación Británica de 1903, recayó en sir George Darwin, el segundo hijo de Charles, el turno de reivindicar a su padre, que no había sido nombrado caballero, utilizando el descubrimiento del radio de los Curie y así descartando la estimación de tiempo más temprana del todavía vivo lord Kelvin.

Es más difícil encontrar en el siglo XX grandes científicos que profesen una religión, aunque no son particularmente extraños. Sospecho que la mayoría de los más recientes son religiosos solo en el sentido einsteiniano, que, como dije en el capítulo 1, es un mal uso de la palabra. Sin embargo, hay algunos especímenes genuinos de buenos científicos que son sinceramente religiosos en el tradicional y completo sentido de la palabra. Entre los científicos británicos contemporáneos se presentan siempre los mismos tres nombres con la simpática familiaridad de los socios de una firma de abogados dickensiana: Peacocke, Stannard y Polkinghorne. Todos ellos o han ganado el premio Templeton o están en el Consejo de Fideicomisarios de Templeton. Tras amigables discusiones con los tres, tanto en público como en privado, yo seguía desconcertado, no tanto por su creencia en un cierto tipo de legislador cósmico, sino por su creencia en los detalles de la religión cristiana: resurrección, perdón de los pecados y todo eso.

En Estados Unidos hay algunos paradigmas que se corresponden con estos, como, por ejemplo, Francis Collins, director administrativo de la rama americana del Proyecto Genoma Humano oficial[32]. Pero, al igual que en Inglaterra, destacan por su extrañeza y son objeto del divertido desconcierto de sus colegas de la comunidad académica. En 1996, en los jardines de su antigua facultad en Cambridge, Clare, entrevisté a mi amigo Jim Watson, genio fundador del Proyecto Genoma Humano, para un documental televisivo de la BBC que yo estaba realizando sobre Gregor Mendel, genio fundador de la genética. Mendel, por supuesto, era un hombre religioso, un monje agustino; pero eso era en el siglo XIX, cuando hacerse monje fue la forma más fácil para el joven Mendel de dedicarse a la ciencia. Pregunté a Watson si conocía a muchos científicos religiosos actuales. Replicó: «Prácticamente, a ninguno. En ocasiones me encuentro con alguno y me avergüenza un poco [risas] porque, como sabes, no puedo creer que nadie acepte la verdad por revelación».

Francis Crick, cofundador junto a Watson de toda la revolución genética molecular, renunció a su cátedra de la Facultad Churchill, de Cambridge, debido a la decisión de esa institución de construir una capilla (a instancias de un benefactor). En mi entrevista a Watson en Clare, conscientemente le indiqué que, al contrario que Crick y él mismo, algunas personas no percibían conflicto alguno entre ciencia y religión, porque dicen que la ciencia trata de cómo funcionan las cosas y la religión trata de lo que son. Watson replicó: «Bueno, no creo que estemos aquí por algo determinado. Somos simples productos de la evolución. Podemos decir: “Caramba, tu vida debe de ser muy poco prometedora si piensas que no tiene ningún propósito”. Pero yo me estoy anticipando comiendo una buena comida». Nosotros también comemos una buena comida.

Los esfuerzos de los apologistas para encontrar científicos modernos realmente distinguidos que sean religiosos tienen un cierto aire de desesperación, haciendo el inconfundible ruido hueco que suena cuando se araña el fondo de un barril.

El único sitio web que he podido encontrar que tenga una lista de «Científicos cristianos ganadores de un Nobel» nombra a seis de entre un total de varios cientos de científicos ganadores de un premio Nobel; y al menos uno de ellos, hasta donde yo sé, es un no-creyente que asiste a la iglesia por razones puramente sociales. Un estudio más sistemático de Benjamin Beit-Hallahmi dice que «entre los galardonados con un premio Nobel en Ciencias, así como entre los de Literatura, hay un considerable grado de irreligiosidad, en comparación con las poblaciones de las que provienen»(52).

Un estudio de la importante revista Nature realizado por Larson y Whitam en 1998 mostraba que de aquellos científicos americanos considerados lo suficientemente eminentes por sus colegas como para ser elegidos para la Academia Nacional de Ciencias (el equivalente a ser miembro de la Royal Society británica), solo un 7 por 100 creían en un Dios personal(53). Esta arrolladora preponderancia de ateos es casi el opuesto exacto del perfil de la población americana, de la que más del 90 por 100 son creyentes en algún tipo de ser sobrenatural. La cifra es intermedia para los científicos menos eminentes, no elegidos para la Academia Nacional. Como en el ejemplo de los menos distinguidos, los creyentes religiosos están en minoría, aunque una minoría menos dramática de cerca del 40 por 100. Tal como yo podría esperar, los científicos americanos son menos religiosos que el público americano en general y los científicos más distinguidos son los menos religiosos de todos. Lo que es destacable es la oposición polar que se da entre la religiosidad del público americano en general y el ateísmo de la élite intelectual(54).

Hace cierta gracia que el principal sitio web del creacionismo, «Respuestas en el Génesis», cite el estudio de Larson y Witham, no en cuanto a la prueba de que hay algo incorrecto en la religión, sino como arma en su lucha interna contra aquellos apologistas religiosos rivales que afirman que la evolución es comparable con la religión. Bajo el titular «La Academia Nacional de Ciencias está, en el fondo, sin Dios»(55), «Respuestas en el Génesis» se complace en citar el párrafo final de la carta de Larson y Witham al editor de Nature:

Cuando recopilamos nuestros hallazgos, la ANC [Academia Nacional de Ciencias] publicó un folleto animando a la enseñanza de la evolución en las escuelas públicas, una fuente de fricción en curso entre la comunidad científica y algunos cristianos conservadores de Estados Unidos. El folleto asegura a los lectores: «Si Dios existe o no es una cuestión sobre la que la ciencia es neutral». El presidente de la ANC, Bruce Alberts, ha dicho: «Hay muchos miembros destacados de esta Academia que son personas muy religiosas, personas que creen en la evolución, la mayoría de ellos biólogos». Nuestro estudio sugiere lo contrario.

Cabe pensar que Alberts acepta el MANS por las razones ya discutidas en «La Escuela de Evolucionistas Neville-Chamberlain» (véase el capítulo 2). «Respuestas en el Génesis» tiene una agenda muy distinta.

El equivalente de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos en Gran Bretaña (y en la Commonwealth, incluyendo Canadá, Australia, Nueva Zelanda, India, Pakistán, el África angloparlante) es la Royal Society. Al tiempo que este libro va a imprenta, mis colegas R. Elisabeth Cornwell y Michael Stirrat están escribiendo su comparable, aunque más minuciosa, investigación sobre las opiniones de los miembros de la Royal Society. Las conclusiones de los autores se publicarán completas más adelante, pero ellos han tenido la amabilidad de permitirme citar aquí sus resultados preliminares. Han utilizado una técnica estándar para escalar opiniones, la escala de tipo Likert de siete puntos. Se encuestó a todos los 1.074 miembros de la Royal Society que tenían dirección de correo electrónico (la gran mayoría), de los que respondieron cerca de un 23 por 100 (una buena cifra para este tipo de estudios). Se les hacían varias propuestas, como por ejemplo: «Creo en un Dios personal, que es uno que se interesa por los individuos, escucha y responde a sus plegarias, se preocupa por los pecados y transgresiones y celebra juicios». Se les invitó a que eligieran un número del 1 (totalmente en desacuerdo) al 7 (totalmente de acuerdo) para cada una de estas propuestas. Es un poco complicado comparar los resultados directamente con el estudio de Larson y Witham, porque ellos ofrecieron a sus académicos una escala de solo tres puntos, no una de siete, pero las tendencias generales son las mismas. La inmensa mayoría de los miembros de la Royal Society, como la inmensa mayoría de los académicos americanos, eran ateos. Solo un 3,3 por 100 de los miembros estaban totalmente de acuerdo con la frase de que existe un Dios personal (eligiendo el 7 de la escala), mientras que el 78,8 por 100 estaban totalmente en desacuerdo (eligiendo el 1 de la escala). Si consideramos «creyentes» a quienes eligieron el 6 o el 7 y «no creyentes» a quienes eligieron el 1 o el 2, se obtiene el gran número de 213 no creyentes frente a meramente 12 creyentes. Como Larson y Witham, así como también apuntaron Beit-Hallahmi y Argyle, Cornwell y Stirrat han encontrado una pequeña pero significativa tendencia en que los científicos biólogos son incluso más ateos que los científicos físicos. Para más detalles, así como para el resto de sus muy interesantes conclusiones, véase su propio estudio cuando esté publicado(56).

¿Circulan pruebas tanto entre la élite científica de la Academia Nacional como entre la Royal Society acerca de que en la población general es probable distinguir a los ateos entre las personas mejor educadas y más inteligentes? Se han publicado varios estudios de investigación sobre la relación estadística existente entre religiosidad y nivel educativo, o sobre la relación entre religiosidad y cociente intelectual. Michael Shermer, en En qué creemos: la búsqueda de Dios en la Era Científica, describe un gran estudio de americanos elegidos aleatoriamente que llevaron a cabo él y su colega, Frank Sulloway. Entre sus muchos resultados interesantes estaba el descubrimiento de que, en efecto, la religiosidad está negativamente relacionada con la educación (es menos probable que las personas con estudios más altos sean religiosas). La religiosidad está también negativamente relacionada con el interés en la ciencia y (muy fuertemente) con el liberalismo político. Nada de esto es sorprendente, ni lo es el hecho de que hay una correlación positiva entre la religiosidad y la religiosidad de los padres. Los sociólogos que han estudiados a los niños británicos han encontrado que solo uno de cada doce rompen con las creencias religiosas de sus padres.

Como podría esperarse, los diferentes investigadores miden las cosas de forma diferente, por lo que es difícil comparar los distintos estudios. El metaanálisis es la técnica por la que un investigador analiza los estudios de investigación publicados sobre un determinado tema y cuenta el número de ellos que han obtenido determinada conclusión frente a los que han obtenido cualquier otra. Acerca del tema de la religión y el cociente intelectual, el único metaanálisis que conozco fue publicado por Paul Bell en Mensa Magazine en 2002 (Mensa es una sociedad de individuos con un alto cociente intelectual y su revista, como no podía ser de otra forma, publica temas relacionados con la única cosa que los une)(57). Bell concluyó: «De 43 estudios llevados a cabo desde 1927 sobre la relación existente entre creencias religiosas y la inteligencia y/o el nivel educativo de una persona, solo uno de ellos parece ser religioso o mantener “creencias” de cualquier tipo».

Es casi obligatorio que un metaanálisis sea menos específico que cualquiera de los estudios que han contribuido a él. Sería bueno que hubiera más estudios sobre esas líneas, así como más estudios de los miembros de los cuerpos de élite, tales como otras academias nacionales y ganadores de los principales premios y medallas, tales como el Nobel, el Crafoord, el Fields, el Kyoto, el Cosmos y otros. Espero que las futuras ediciones de este libro puedan recoger datos como esos. Una conclusión razonable de los estudios existentes es que los apologistas religiosos deberían ser lo suficientemente sabios como para estar más tranquilos de lo que habitualmente están sobre el tema de los modelos del rol admirado, al menos donde se preocupan los científicos.

LA APUESTA DE PASCAL

El gran matemático francés Blaise Pascal calculó que, sin importar cuán grandes puedan ser las posibilidades en contra de la existencia de Dios, hay una asimetría regular mayor en el castigo por suponer lo erróneo. Es mejor creer en Dios, porque si se está en lo cierto, puedes alcanzar la dicha eterna, y estar equivocado no supone diferencia alguna. Por otro lado, si no crees en Dios y resulta que estás equivocado te condenarás para toda la eternidad, mientras que si estás en lo cierto no supone diferencia alguna.

Sin embargo, hay algo que falla en el argumento. Creer no es algo que se pueda decidir como un asunto de política. Al menos, no es algo que yo pueda decidir hacer como acto de voluntad. Puedo decidir ir a la iglesia, puedo decidir recitar el credo niceno y puedo decidir jurar sobre un montón de biblias que creo cada palabra que contienen. Pero, realmente, nada de eso hace que yo crea si no creo. La Apuesta de Pascal solo podría ser un argumento para una creencia en Dios aparente. Y el Dios en el que dices creer, más te vale que no sea del tipo omnisciente, o será capaz de descubrir tus mentiras. La absurda idea de que creer es algo que puedes decidir hacer está deliciosamente simulada por Douglas Adams en Agencia Holística de Detectives Dirk Gently, donde encontramos al robótico Monje Eléctrico, un aparato para ahorrar trabajo que puedes comprar para «que crea por ti». El modelo de luxe se publicita como «Capaz de creer en cosas que no creerían ni en Salt Lake City»[33].

Pero, en cualquier caso, ¿por qué estamos tan dispuestos a aceptar la idea de que lo único que podemos hacer si queremos agradar a Dios es creer en Él? ¿Qué hay de especial en creer? ¿No es eso lo mismo que decir que Dios recompensaría la amabilidad, la generosidad o la humildad? ¿O la sinceridad? ¿Qué pasaría si Dios es un científico que respeta la búsqueda honesta de la verdad como virtud suprema? En efecto, ¿no tendría que ser un científico el diseñador del Universo? A Bertrand Russell le preguntaron qué diría si muriera y se encontrara a sí mismo confrontado con Dios y este le preguntara por qué Russell no creía en Él. «No tenía pruebas suficientes, Dios, no suficientes pruebas», fue la (yo diría que inmortal) respuesta de Russell. ¿No sería el respeto de Dios hacia Russell por su valeroso escepticismo (dejemos de lado el valeroso pacifismo que le llevó a prisión en la Primera Guerra Mundial) mucho mayor de lo que respetaría a Pascal por su cobardía al «cubrirse las espaldas»? Y mientras no podamos saber de qué pie cojea Dios, no necesitamos saber para refutar la Apuesta de Pascal. Recordemos, estamos hablando de una apuesta, y Pascal no afirmaba que la suya disfrutara de nada más que de grandes posibilidades. ¿Apostarías a que Dios valorara más una creencia deshonestamente falsa (o incluso una creencia sincera) que el escepticismo sincero?

Entonces, de nuevo, supongamos que el dios al que nos enfrentaremos cuando muramos resulta ser Baal y también supongamos que Baal es tan celoso como se decía de su antiguo rival Yahvé. ¿No habría hecho mejor Pascal en no apostar por ningún dios en absoluto, en vez de apostar por el dios erróneo? Efectivamente, ¿el número total de potenciales dioses y diosas por quienes uno puede apostar no vicia toda la lógica de Pascal? Probablemente Pascal estaba bromeando cuando lanzó su apuesta, tal como yo estoy bromeando en mi desestimación de ella. Pero me he encontrado con gente, por ejemplo, en la ronda de preguntas posterior a una conferencia, que han avanzado seriamente en la Apuesta de Pascal como argumento a favor de la creencia en Dios, por lo que era bueno someter aquí este tema a discusión.

Finalmente, ¿es posible generar argumentos a favor de un cierto tipo de apuesta anti-Pascal? Supongamos que admitimos que, efectivamente, hay una pequeña posibilidad de que Dios exista. Sin embargo, podría decirse que uno tendrá una vida mejor y más plena si apuesta por su no existencia, en vez de por su existencia, y, por lo tanto, malgastamos nuestro precioso tiempo cuando le adoramos, cuando nos sacrificamos por Él, cuando luchamos y morimos por Él, etc. No voy a continuar aquí con esta cuestión, pero los lectores deberían tener en mente, cuando lleguemos a capítulos posteriores, las nefastas consecuencias que pueden acarrear las creencias religiosas y su observancia.

ARGUMENTOS BAYESIANOS

Creo que el caso más extraño que he visto de intento de demostración de la existencia de Dios es el argumento bayesiano recientemente expuesto por Stephen Unwin en La probabilidad de Dios. He dudado antes de incluir este argumento, que es mucho más débil y está menos reverenciado desde antiguo que otros. Sin embargo, el libro de Unwin mereció una considerable atención periodística cuando se publicó en 2003 y dio la oportunidad de juntar varias líneas explicativas. Sus propósitos me dan cierta lástima, porque, como indiqué en el capítulo 2, creo que la existencia de Dios como hipótesis es, al menos en principio, investigable. Además, el quijotesco intento de Unwin de asignar un número a la probabilidad es bastante divertido.

El subtítulo del libro, Un simple cálculo que prueba la verdad definitiva, tiene todo el sello de una edición tardía del editor, porque esa desmesurada confianza no va a encontrarse en el texto de Unwin. El libro es más bien un manual de instrucciones, una especie de Teorema de Bayes para principiantes, que utiliza la existencia de Dios como un caso de estudio semichistoso. Unwin podría igualmente haber utilizado un asesinato hipotético como prueba para demostrar el teorema de Bayes. El detective ordena las pruebas. Las huellas dactilares del revólver apuntan hacia la señora Peacock. Cuantifica esa sospecha asignando una probabilidad numérica. Sin embargo, el profesor Plum tiene un motivo para incriminarla. Reduce la sospecha sobre la señora Peacock en su correspondiente valor numérico. La prueba forense sugiere un 70 por 100 de posibilidad de que el revólver fue disparado certeramente desde una distancia larga, lo que apunta hacia un culpable con formación militar. Cuantifiquemos la recientemente aparecida sospecha sobre el coronel Mustard. El reverendo Green tiene el motivo de asesinato más plausible[34]. Incrementemos la valoración numérica de esta posibilidad. Pero el largo cabello rubio que había en la chaqueta de la víctima solo podía pertenecer a la señorita Scarlet… y así sucesivamente. Un conjunto de posibilidades juzgadas con más o menos subjetividad van mezclándose en la mente del detective. Se supone que el teorema de Bayes va a ayudarle a llegar a una conclusión. Es un ingenio matemático para combinar muchas posibilidades estimadas y extraer un veredicto final, que conlleva su propia estimación cuantitativa de posibilidades. Pero, por supuesto, esa estimación final solo puede ser tan buena como lo sean los números originales que la han alimentado. Esos números se juzgan subjetivamente, con todas las dudas que inevitablemente fluyen de ello. Aquí puede aplicarse el principio GIGO[35]—y, en el caso del ejemplo de Dios de Unwin, aplicar es una palabra demasiado suave—.

Unwin es consultor de gestión de riesgos que abandera la inferencia bayesiana, en contra de métodos estadísticos rivales. Ilustra el teorema de Bayes utilizando no un asesinato, sino el mayor caso de prueba de todos, la existencia de Dios. El plan comienza con la incertidumbre completa, que él ha elegido cuantificar asignando tanto a la existencia como a la inexistencia de Dios un 50 por 100 de posibilidades iniciales. Luego lista seis hechos que podrían apoyarse en el tema, les asigna un peso numérico a cada uno, introduce esos seis números en el ingenio del teorema de Bayes y observa qué números aparecen. El problema es que (repitiendo) los seis pesos no son cantidades medidas, sino simplemente los propios juicios personales de Stephen Unwin, convertidos en números por el bien del ejercicio. Los seis hechos son:

1. Tenemos un sentido de bondad.

2. Las personas hacen cosas malas (Hitler, Stalin, Saddam Hussein).

3. La naturaleza hace cosas malas (terremotos, tsunamis, huracanes).

4. Debe haber milagros menores (pierdo mis llaves y las encuentro de nuevo).

5. Debe haber milagros mayores (Jesús pudo haber resucitado de la muerte).

6. Las personas tienen experiencias religiosas.

Por si sirve de algo (de nada, en mi opinión), al final de la reñida carrera bayesiana en la que Dios avanza hacia delante en la competición, luego pierde terreno, después logra recuperar el trecho perdido hasta la marca del 50 por 100 desde la que comenzó y, por fin, termina la carrera logrando, en la estimación de Unwin, un 67 por 100 de posibilidades de existencia. Entonces, Unwin decide que este veredicto bayesiano del 67 por 100 no es suficientemente alto, por lo que da el extraño paso de incrementarlo hasta el 95 por 100 mediante una inyección de emergencia de «fe». Suena a chiste, pero es así como él realmente procede. Me gustaría poder contar cómo lo justifica, pero en realidad no hay nada que decir. He topado con este tipo de absurdos en otras ocasiones, cuando he retado a científicos religiosos, aunque inteligentes por otro lado, a justificar sus creencias, dada su admisión de que no hay pruebas: «Admito que no hay prueba. Hay una razón de por qué se llama fe» (esta última frase, pronunciada con convicción casi truculenta y sin pizca de disculpa o defensiva).

Sorprendentemente, la lista de seis frases de Unwin no incluye el argumento del diseño, ni ninguna de las cinco «pruebas» de Tomás de Aquino, ni ninguno de los diversos argumentos ontológicos. Unwin no se trata con ellos: no contribuyen ni en lo más mínimo a su estimación numérica de la posibilidad de Dios. Los evalúa y, como buen estadístico, los rechaza por estar vacíos. Creo que esto le honra, a pesar de que su razón para eliminar el argumento del diseño es distinta de la mía. Pero los argumentos que introduce por su puerta bayesiana son, así me parece, igualmente débiles. Esto es solo para decir que las ponderaciones para la posibilidad subjetiva que yo le daría son diferentes de las suyas, y ¿a quién le importan, en cualquier caso? Él piensa que el hecho de que tengamos un sentido de lo que es correcto e incorrecto juega fuertemente a favor de Dios, mientras que yo no creo que eso deba impulsarlo, en ninguna dirección, a partir de sus expectativas iniciales. Los capítulos 6 y 7 mostrarán que no hay caso en que nuestra posesión de un sentido del bien y del mal tenga una conexión clara con la existencia de una deidad sobrenatural. Como en el caso de nuestra capacidad para apreciar un cuarteto de Beethoven, nuestro sentido de bondad (aunque no necesariamente nuestra propensión a seguirlo) debería ser el que es con un Dios o sin un Dios.

Por otra parte, Unwin piensa que la existencia del mal, especialmente las catástrofes naturales como los terremotos y los tsunamis, cuentan fuertemente contra la posibilidad de que Dios exista. El juicio de Unwin es opuesto al mío, pero está en línea con muchos teólogos muy molestos. La «teodicea» (la justificación de la divina providencia frente a la existencia del mal) provoca insomnio en los teólogos. La autorizada Guía de filosofía de Oxford dice con respecto al problema de la maldad que es «la objeción más poderosa frente al teísmo tradicional». Pero esto solo es un argumento contra la existencia de un Dios bueno. La bondad no forma parte de la definición de la Hipótesis de Dios, siendo simplemente un añadido deseable.

Lo cierto es que las personas con inclinaciones teológicas están, a menudo, incapacitadas permanentemente para distinguir lo que es cierto de lo que a ellos les gustaría que fuera cierto. Pero, para un más sofisticado creyente en algún tipo de inteligencia sobrenatural, es infantilmente fácil superar el problema del mal. Simplemente postula a un dios desagradable —como el que acecha en cada página del Antiguo Testamento—. O, si esto no gusta, inventa un dios malo distinto, lo llaman Satán y culpa a su batalla cósmica contra el dios bueno del mal del mundo. O —una solución más sofisticada— postulan un dios con cosas más importantes que hacer que preocuparse de la angustia humana. O un dios que no es indiferente al sufrimiento, pero que lo considera como el precio que hay que pagar por el libre albedrío en un Cosmos ordenado y legalizado. Podemos encontrar teólogos tragándose todas esas racionalizaciones.

Por esas razones, si estuviera rehaciendo el ejercicio bayesiano de Unwin, ni el problema del mal ni las consideraciones morales en general me llevarían lejos, en una dirección o en la otra, de la hipótesis nula (el 50 por 100 de Unwin). Pero no quiero discutir este punto porque, en cualquier caso, no puedo ponerme nervioso por opiniones personales, ni las de Unwin ni las mías.

Hay un argumento mucho más potente, que no depende de juicios subjetivos, y es el argumento de la improbabilidad. Realmente nos aleja de una forma impresionante del agnosticismo del 50 por 100, hacia el extremo del teísmo según el punto de vista de muchos teístas, hacia el extremo del ateísmo en el mío. Ya he aludido a él en varias ocasiones. Todo el argumento gira sobre la familiar cuestión de «¿Quién hizo a Dios?», que la mayoría de las personas que reflexionan han descubierto por sí mismas. Un Dios diseñador no puede utilizarse para explicar la complejidad organizada porque cualquier Dios capaz de diseñar cualquier cosa debería ser suficientemente complejo para reclamar el mismo tipo de explicación en su propio beneficio. Dios presenta una regresión infinita de la que él no puede ayudarnos a escapar. Este argumento, como mostraré en el siguiente capítulo, demuestra que Dios, a pesar de que técnicamente no es irrefutable, es, en efecto, muy, muy improbable.