LA HIPÓTESIS DE DIOS
La religión de una época es el entretenimiento literario de la siguiente.
RALPH WALDO EMERSON
El Dios del Antiguo Testamento es posiblemente el personaje más molesto de toda la ficción: celoso y orgulloso de serlo; un mezquino, injusto e implacable monstruo; un ser vengativo, sediento de sangre y limpiador étnico; un misógino, homófobo, racista, infanticida, genocida, filicida, pestilente, megalómano, sadomasoquista; un matón caprichosamente malévolo. Aquellos de nosotros que hemos sido escolarizados desde la infancia en su conocimiento podemos haber perdido la sensibilidad frente a su horror. Un ingenuo bendecido con una perspectiva inocente tiene una percepción más clara. El hijo de Winston Churchill, Randolph, se las arregló de alguna manera para ignorar las Sagradas Escrituras hasta que Evelyn Waugh y un hermano suyo oficial del Ejército, en un vano intento de entretener a Churchill cuando fueron destinados juntos durante la guerra, se apostaron con él a que no era capaz de leer la Biblia entera en quince días: «Lamentablemente no ha dado el resultado que esperábamos. No había leído anteriormente nada de la Biblia y está terriblemente entusiasmado; permanece leyendo citas en voz alta: “Apuesto lo que quieras a que no sabías que esto venía en la Biblia” o simplemente golpeando su cara y riéndose: “Dios, esto no es Dios, es una mierda”»(16). Thomas Jefferson —más culto— tenía una opinión similar describiendo al Dios de Moisés como «un ser con un carácter terrible —cruel, vengativo, caprichoso e injusto».
No es justo atacar a un blanco tan fácil. La Hipótesis de Dios no debería valer o no valer gracias a su representación menos amada, Yahvé, ni con su insípida cara opuesta cristiana, «Dulce Jesús, dócil y apacible». (Para ser justos, esta deshumanizada persona le debe más a sus seguidores victorianos que a Jesús en sí mismo. ¿Puede haber algo más empalagosamente nauseabundo que lo que decía Mrs. C. F. Alexander acerca de cómo debían ser todos los niños cristianos: «apacibles, obedientes y buenos como Él»?). No estoy atacando las cualidades particulares de Yahvé, o de Jesús, o de Alá, o de ningún otro dios específico como Baal, Zeus o Wotan. En su lugar, definiré la Hipótesis de Dios de forma que tenga una defensa más fácil: existe una inteligencia sobrenatural y sobrehumana que, deliberadamente, diseñó y creó el Universo y todo lo que contiene, incluyéndonos a nosotros. Este libro defenderá un punto de vista alternativo: cualquier inteligencia creativa, con suficiente complejidad como para diseñar algo, solo existe como producto final de un prolongado proceso de evolución gradual. Las inteligencias creativas, tal cual han evolucionado, llegan necesariamente tarde al Universo, y por lo tanto, no pueden ser las responsables de su diseño. Dios, en el sentido ya definido, es un espejismo; y tal como se muestra en capítulos posteriores, un espejismo pernicioso.
Como es lógico, habida cuenta de que se basa en tradiciones locales de revelaciones personales en vez de en pruebas, la Hipótesis de Dios tiene muchas versiones. Los historiadores religiosos reconocen una progresión que va desde los primitivos animismos tribales, pasando por politeísmos como los de los griegos, romanos, vikingos, hasta monoteísmos como el judaísmo y sus derivados, el cristianismo y el islam.
No está claro por qué debería asumirse que el cambio del politeísmo al monoteísmo es una mejora progresiva evidente en sí misma. Pero normalmente se asume —una asunción que ocasionó que Ibn Warraq (autor de Por qué no soy musulmán) conjeturara ingeniosamente que el monoteísmo está destinado a la eliminación de otro dios más y convertirse en ateísmo—. La Enciclopedia Católica descarta tanto el politeísmo como el ateísmo de un mismo plumazo: «El ateísmo dogmático formal es autorrefutativo y, de hecho, nunca ha conseguido el asentimiento de una cantidad de hombres considerable. Tampoco lo puede conseguir el politeísmo, que, aunque puede tener cabida en la imaginación popular, nunca satisfará la mente de un filósofo»(17).
Recientemente, en la Ley de Entidades Benéficas tanto de Inglaterra como de Escocia se ha puesto por escrito el chovinismo monoteísta, discriminando a las religiones politeístas al no garantizarles la exención fiscal, mientras facilita el camino de aquellas entidades benéficas cuyo objeto es promover la religión monoteísta, evitándoles la rigurosa investigación requerida para las entidades seglares.
Mi objetivo era persuadir a un miembro de la respetada comunidad hindú británica de que se pusiera en marcha para promover una acción civil para comprobar esta esnob discriminación contra el politeísmo.
Por supuesto, sería mucho mejor abandonar del todo la promoción de la religión como base de la condición benéfica. Los beneficios que esto reportaría a la sociedad serían enormes, especialmente en Estados Unidos, donde las sumas de dinero libre de impuestos que arrastran las iglesias, y que engordan las carteras de los ya bien orondos telepredicadores, alcanzan niveles que pueden ser descritos con justicia como obscenos. El adecuadamente llamado Robert Oral dijo una vez a su audiencia televisiva que Dios les mataría a menos que le dieran ocho millones de dólares. Increíblemente, funcionó. ¡Libres de impuestos! El propio Robert se hace cada vez más fuerte, como demuestra la Universidad Oral Roberts en Tulsa (Oklahoma). Sus edificios, valorados en 250 millones de dólares, fueron encargados por Dios con estas palabras: «Haz que tus estudiantes alcancen a oír Mi voz, que vayan donde Mi luz es tenue, donde Mi voz se escucha suavemente y donde Mi poder curativo no se conoce, hasta las fronteras exteriores de la Tierra. Su trabajo superará al tuyo, y en esto me complazco». Pensándolo bien, habría sido más probable que mi imaginario litigador hindú hubiera jugado la carta del «Si no puedes vencerles, únete a ellos». Su politeísmo no es politeísmo real, sino monoteísmo disfrazado. Solo hay un Dios —Brahma el creador, Vishnu el protector, Shiva el destructor, las diosas Sarawasti, Laxmi y Parvati (esposas de Brahma, Vishnu y Shiva), Ganesh el dios-elefante, y cientos de otros dioses, son simplemente manifestaciones o encarnaciones del Dios único—. Los cristianos deberían simpatizar con este sofisma. Se han derramado ríos de tinta medieval, por no mencionar los de sangre, sobre el «misterio» de la Trinidad, así como para suprimir desviaciones tales como la herejía arriana. Arrio de Alejandría, en el siglo IV d. C., negó que Jesús fuera consustancial (de la misma sustancia o esencia) que Dios. ¿Qué podía significar esto?, te preguntarás. ¿Sustancia? ¿Qué sustancia? ¿Qué se quiere significar exactamente con sustancia? «Muy poco», parece ser la única respuesta razonable. Pero la controversia supuso una quiebra en el cristianismo durante un siglo y el emperador Constantino ordenó que fueran quemados todos los libros de Arrio. Quebrar el cristianismo cortando cabezas, tal como ha sido siempre el camino de la teología. ¿Tenemos un Dios en tres partes o tres Dioses en uno? La Enciclopedia Católica nos aclara este asunto, en una obra maestra de razonamiento casi teológico:
En la unidad de la mente de Dios hay tres Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; esas tres Personas son verdaderamente distintas unas de otras. Así, en palabras del Credo Atanasiano: «El Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, pero no hay tres Dioses, sino un solo Dios».
Por si no estuviera suficientemente claro, la Enciclopedia cita al teólogo del siglo III san Gregorio el Milagroso:
Por lo tanto, no hay nada creado, nada sujeto a nada en la Trinidad: ni hay nada que haya sido añadido como si a pesar de no haber existido anteriormente hubiera entrado con posterioridad: el Padre no ha estado nunca sin el Hijo, ni el Hijo sin el Espíritu Santo; y esta misma Trinidad es inmutable e inalterable para siempre.
Sean cuales sean los milagros a los que debe su sobrenombre san Gregorio, seguro que no eran milagros de franca lucidez. Sus palabras expresan el aroma característicamente oscurantista de la teología que, al contrario que la ciencia o la mayoría de las otras ramas del saber humano, no se ha movido en dieciocho siglos. Thomas Jefferson, como casi siempre, tenía razón cuando decía: «El ridículo es la única arma que puede utilizarse contra las proposiciones ininteligibles. Las ideas deben estar claras antes de que la razón pueda actuar sobre ellas; y ningún hombre ha tenido nunca una idea clara de la Trinidad. Es el mero abracadabra de los charlatanes llamándose a sí mismos sacerdotes de Jesús».
Otra cosa sobre la que no puedo dejar de advertir es la exagerada confianza con la que los religiosos aportan detalles minuciosos de aquello de lo que nunca han tenido, ni pueden tener, prueba alguna. Quizá es el mismo hecho de esta falta de pruebas para apoyar opiniones teológicas, en ninguna forma, el que favorece la hostilidad característicamente draconiana hacia aquellos que tienen opiniones algo diferentes, tal como ocurre en el propio campo del trinitario.
En su crítica al calvinismo, Jefferson ridiculizó la doctrina de que, como dijo, «Hay tres Dioses». Pero es especialmente la rama católica romana del cristianismo la que coquetea recurrentemente con el politeísmo en una inflación descontrolada. La Trinidad está (¿están?) unida con María, «Reina del Cielo», una diosa en todo menos en el nombre, quien seguramente está en un cercano segundo lugar a Dios mismo como objetivo de las oraciones de los fieles. El Panteón está repleto de un ejército de santos, cuyo poder intercesor hace de ellos casi semidioses de sus propios y especializados temas. El Fórum de la Comunidad Católica lista 5.120 santos(18) junto con sus poderes, que incluyen el alivio de los dolores abdominales, contra el abuso de víctimas, la anorexia, los traficantes de armas, el patrón de los herreros, de los huesos rotos, de los técnicos artificieros y de los desórdenes intestinales, por no citar más que los básicos. Y no debemos olvidar los cuatro Coros de Huestes Angélicas, dispuestos en nueve órdenes: Serafines, Querubines, Tronos, Dominios, Virtudes, Poderes, Principados, Arcángeles (jefes de todas las huestes) y los viejos Ángeles, incluyendo nuestros más cercanos amigos, los siempre vigilantes Ángeles de la Guarda. Lo que me impresiona acerca de la mitología católica es, en parte, su insípida cursilería, pero, sobre todo, su suave indiferencia hacia aquellas personas que arreglan los detalles de su devenir. Tan solo, desvergonzadamente inventados.
El papa Juan Pablo II hizo más santos que todos sus predecesores de varios siglos juntos, y tenía una especial afinidad con la Virgen María. Sus ansias politeístas se demostraron dramáticamente en 1981, cuando sufrió un intento de asesinato en Roma, y atribuyó su supervivencia a la intervención de Nuestra Señora de Fátima: «Una mano maternal desvió la bala». Uno no puede dejar de preguntarse por qué no la desvió mejor para evitar que le diera. Otros pueden pensar que el equipo de cirujanos que lo operaron durante seis horas merecían también parte del éxito; pero quizá sus manos fueron también maternalmente guiadas. El punto más importante es que no fue simplemente Nuestra Señora quien, en opinión del Papa, guio la bala, sino que fue Nuestra Señora de Fátima. Probablemente, Nuestra Señora de Lourdes, Nuestra Señora de Guadalupe, Nuestra Señora de Medjugorje, Nuestra Señora de Akita, Nuestra Señora de Zeitoun, Nuestra Señora de Garabandal y Nuestra Señora de Knock estaban ocupadas en otros asuntos en ese momento.
¿Cómo hicieron los griegos, los romanos y los vikingos para arreglárselas con tales enigmas politeístas? ¿Era Venus simplemente otro nombre de Afrodita, o había dos diosas del amor distintas? ¿Era Thor y su martillo una manifestación de Wotan, o un dios distinto? ¿A quién le importa? La vida es demasiado corta para preocuparse con la diferenciación entre un producto de la imaginación y otros muchos. Habiendo mencionado el politeísmo para cubrirme frente a una acusación de negligencia, no diré más sobre esto. Por brevedad, me referiré a todas las deidades, tanto si son politeístas o monoteístas, simplemente como «Dios». También soy consciente de que el Dios de Abraham es (por decirlo con suavidad) agresivamente masculino, por lo que lo asumiré como convención en mi uso de los pronombres. Los más sofisticados teólogos han proclamado la asexualidad de Dios, mientras que algunos teólogos feministas buscan corregir injusticias históricas designándole en femenino. Pero, después de todo, ¿cuál es la diferencia entre una mujer y un hombre inexistentes? Supongo que, en la vertiginosa e irreal intersección de teología y feminismo, la existencia debe de ser un atributo menos relevante que el género.
Soy consciente de que las críticas a la religión pueden ser atacadas al no poder acreditar la fértil diversidad de las tradiciones y visiones cósmicas que se han llamado religiosas. Trabajos antropológicamente bien documentados, desde el de sir James Frazer La Rama Dorada, al de Pascal Boyer La Religión, explicada, o el de Scout Atran Confiamos en Dios, argumentan de una forma fascinante la extravagante fenomenología de la superstición y los rituales. Lea esos libros y maravíllese de la riqueza de la credulidad humana.
Pero no es este el objetivo de este libro. Yo censuro el sobrenaturalismo en todas sus formas, y el modo más eficaz de proceder será concentrarse en la forma que es probable sea más familiar a mis lectores —la forma que afecta de una forma más amenazadora a todas nuestras sociedades—. La mayoría de mis lectores han sido criados en una u otra de las actualmente tres «grandes» religiones monoteístas (cuatro, si contamos el mormonismo), todas ellas remontándose hacia el patriarca mitológico Abraham, por lo que será conveniente tener en mente el conjunto de sus tradiciones durante el resto del libro.
Este es un momento tan bueno como cualquier otro para anticipar una réplica inevitable al libro, una que, de otra manera —tan seguro como que la noche sigue al día—, se convertirá en una crítica: «El Dios en el que Dawkins no cree es un Dios en el que yo tampoco creo. No creo en un viejo en el cielo, con una larga barba blanca». Ese viejo es una distracción irrelevante y su barba es tan aburrida como larga. Realmente la distracción es más dañina que irrelevante. Su verdadera tontería está calculada para distraer la atención del hecho de que lo que verdaderamente cree quien eso dice no es, en conjunto, menos absurdo. Ya sé que usted no cree en un anciano con barba sentado en una nube, por lo que no vamos a malgastar más tiempo en eso. No estoy atacando ninguna versión particular de Dios. Estoy atacando a Dios, a todos los dioses, cualquier cosa y todo aquello sobrenatural, donde y cuando quiera que haya sido inventado.
El gran mal inmencionable del centro de nuestra cultura es el monoteísmo. Surgidas de la bárbara Edad de Bronce, conocida como Antiguo Testamento, han evolucionado tres religiones antihumanas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Son religiones con dioses en el cielo. Son, literalmente, patriarcales —Dios es el Padre omnipotente—, y de ahí el aborrecimiento de las mujeres durante dos mil años en aquellos países afligidos por el Dios celestial y sus terrestres delegados masculinos.
GORE VIDAL
La más antigua de las tres religiones abrahámicas y claro ancestro de las otras dos es el judaísmo: en su origen un culto tribal hacia un fiero y desagradable Dios, mórbidamente obsesionado con las restricciones sexuales, con el olor de la carne chamuscada, con su propia superioridad sobre dioses rivales y con la exclusividad de la tribu del desierto de su elección. Durante la ocupación romana de Palestina se fundó el cristianismo por Pablo de Tarso, en forma de secta monoteísta del judaísmo menos despiadada y menos exclusiva, con miras distintas de los judíos hacia el resto del mundo. Varios siglos después, Mahoma y sus seguidores volvieron al inflexible monoteísmo original de los judíos, pero no a su exclusividad, y fundaron el islam, tomando como base un nuevo libro sagrado, el Corán o Qur’an, añadiendo una poderosa ideología de conquista militar para diseminar la fe. También la cristiandad se extendió por las espadas empuñadas inicialmente por manos romanas después de que el emperador Constantino la elevara de culto excéntrico a categoría de religión oficial, luego por las de los cruzados y más tarde por los conquistadores[10] y otros colonos e invasores europeos y su acompañamiento misional. Para la mayoría de mis propósitos, las tres religiones abrahámicas pueden ser consideradas indistinguibles. Salvo que lo indique expresamente de otra forma, la mayoría del tiempo tendré al cristianismo en mente, pero solo porque es la versión con la que estoy más familiarizado. Para mis intenciones importan menos las diferencias que las similitudes. Y no voy a preocuparme en absoluto de otras religiones tales como el budismo o el confucionismo.
Efectivamente hay mucho que decir acerca de que no sean tratadas como religiones, sino como sistemas éticos o filosofías vitales.
La simple definición de la Hipótesis de Dios con la que comencé debe ser desarrollada sustancialmente si queremos acomodarla al Dios abrahámico. Él no solo creó el Universo, sino que es un Dios personal que habita en él, o quizá fuera de él (sea lo que sea lo que esto signifique), y que posee las desagradables cualidades humanas a las que acabo de aludir.
Las cualidades personales, sean estas agradables o desagradables, no forman parte del Dios deísta de Voltaire y de Thomas Paine. Comparado con el delincuente psicópata del Antiguo Testamento, el Dios deísta de los ilustrados del siglo XVIII es, en conjunto, un ser más grandioso: merecedor de su creación cósmica, noblemente despreocupado por los temas humanos, sublimemente distante de nuestros pensamientos y esperanzas privados, sin preocuparse de nuestros complicados pecados ni de nuestras contriciones masculladas. El Dios deísta es un físico que cierra toda física, el alfa y omega de los matemáticos, la apoteosis de los diseñadores; un ultraingeniero que establece las leyes y constantes del Universo, sintonizándolas sutilmente, con precisión exquisita y supraconocimiento; detonó lo que ahora llamamos el big bang, luego se retiró y no volvimos a oír hablar de él. En tiempos de fe profunda, los deístas han sido vilipendiados al no distinguirlos de los ateos. Susan Jacoby, en Librepensadores: Una historia del laicismo americano, hace una relación de los epítetos que lanzaron contra el pobre Tom Paine: «Judas, reptil, cerdo, perro, loco, borracho, canalla, sinvergüenza, bruto, mentiroso y, por supuesto, infiel». Paine murió abandonado (con la honrosa excepción de Jefferson) por sus antiguos amigos políticos, avergonzados de sus puntos de vista anticristianos. Hoy día ha cambiado tanto el panorama que es más probable que los deístas se comparen con los ateos y se asimilen con los teístas. Después de todo, creen en una inteligencia suprema que creó el Universo.
Se asume habitualmente que los Padres Fundadores de la República americana eran deístas. Sin duda, muchos de ellos lo fueron, a pesar de que se ha argüido que los más grandes de ellos pudieran haber sido ateos. Ciertamente, sus escritos sobre religión en sus tiempos no me dejan duda de que la mayoría de ellos hubieran sido ateos en los nuestros. Pero, fueran cuales fueren sus puntos de vista religiosos en sus tiempos, lo seguro es que, como colectivo, fueron laicistas, y este es el tema al que voy a volver en esta sección, comenzando por una cita de 1981 —quizá sorprendente— del senador Barry Goldwater, que muestra claramente cuán incondicionalmente mantenía la tradición laicista de la fundación de la República ese candidato presidencial y héroe del conservadurismo americano:
No hay postura en la que la gente sea más inamovible que en sus creencias religiosas. No hay aliado más poderoso al que uno pueda clamar en un debate que Jesucristo, Dios o Alá, o como sea que uno denomine a su Ser supremo. Pero, como cualquier otra arma poderosa, el uso del nombre de Dios en beneficio propio debería utilizarse muy cuidadosamente. Las facciones religiosas que están surgiendo por todo nuestro país no están utilizando sus influencias religiosas con cordura. Intentan forzar a líderes políticos para que asuman sus posturas al cien por cien. Se quejan si estás en desacuerdo con esos grupos religiosos en algún tema moral particular, te amenazan con pérdidas económicas, con pérdidas de votos o con ambas. Estoy verdaderamente harto de los predicadores políticos de este país cuando me dicen, como ciudadano, que si quiero ser una persona moral debo creer en A, B, C y D. ¿Tal como piensan ellos que son? Y ¿de dónde suponen ellos que pueden reclamar su derecho a imponerme sus creencias morales? Incluso estoy más enfadado como legislador que debe soportar las amenazas de cada grupo religioso que piensa que tiene algún derecho divino para controlar mi voto en cada ronda de votación en el Senado. Hoy les advierto: lucharé contra ellos en cada paso del camino si intentan imponer sus convicciones morales a todos los americanos en nombre del conservadurismo(19).
Los puntos de vista religiosos de los Padres Fundadores son de gran interés para los propagandistas de los derechos americanos de hoy día, ansiosos de promocionar su versión de la historia. Contrariamente a lo que piensan, el hecho de que Estados Unidos no se fundó como nación cristiana pronto se puso de manifiesto en los términos de un tratado con Trípoli, esbozado en 1796 bajo el mandato de George Washington y firmado por John Adams en 1797:
Dado que el Gobierno de Estados Unidos no está, en ningún sentido, fundado en la religión cristiana; que en sí mismo no alberga hostilidad alguna frente a las leyes, la religión o la tranquilidad de los musulmanes; y como los dichos Estados nunca han participado en guerra o acto hostil alguno contra ninguna nación mahometana, se declara por las partes que ningún pretexto originado por opiniones religiosas producirá nunca un cese de la armonía existente entre los dos países.
Las palabras que inician esta cita conmocionarían la supremacía actual de Washington. Pero Ed Buckner ha demostrado de forma muy convincente que, en aquel tiempo, no causaron disensión alguna(20) ni entre los políticos ni en la ciudadanía.
A menudo se percibe la paradoja de que Estados Unidos, fundado en el laicismo, es ahora el país más religioso de la cristiandad, mientras que Inglaterra, con una Iglesia establecida cuya jefatura corresponde al monarca constitucional, es casi la nación menos religiosa. Continuamente me pregunto el porqué de este hecho, y no lo entiendo. Supongo que es posible que Inglaterra se haya hartado de la religión tras una horrorosa historia de violencia interreligiosa, con protestantes y católicos detentando el poder y asesinando sistemáticamente a los otros. Otro indicio proviene de la observación de que Estados Unidos es una nación de inmigrantes. Un colega me apunta que los inmigrantes, desarraigados de la estabilidad y confort de una extensa familia en Europa, bien podrían haber convertido la iglesia en una especie de sustituto familiar en suelo extraño. Es una idea interesante, que merece ser investigada con más detenimiento. No hay duda de que muchos americanos perciben a su propia iglesia local como un importante grupo de identidad, que incluso posee algunos de los atributos de una familia.
Pero otra hipótesis es que la religiosidad de América habría surgido, paradójicamente, del laicismo de su Constitución. Precisamente porque por ley Estados Unidos es una nación laica, la religión se habría convertido en un ente del libre mercado. Las iglesias rivales compiten por los fieles —no menos que por los donativos que ellos aportan— y la competencia funciona con todas las agresivas técnicas de venta del mercado. Lo que funciona para el mundo funciona para Dios, y el resultado es algo que se acerca a la manía religiosa actual existente entre las clases menos educadas. Por el contrario, en Inglaterra la religión bajo el patrocinio de la Iglesia establecida se ha convertido en poco más que un agradable pasatiempo social, apenas reconocible como algo religioso. Esta tradición inglesa ha sido expresada perfectamente por Giles Fraser, un vicario anglicano que complementa la actividad de tutor de filosofía en Oxford con la de escritor en The Guardian. El artículo de Fraser se subtitula «El establecimiento de la Iglesia de Inglaterra sacó a Dios de la religión, pero hay riesgos de un enfoque más vigoroso de la fe»:
Hubo un tiempo en el que el vicario rural era típico en los dramatis personae[11] ingleses. La estrafalaria hora del té, tiernamente excéntrica, con sus zapatos lustrados y amables maneras, representaba un tipo de religión que no hacía incómodas a las personas no religiosas. No pretendían entrar en controversias existenciales, ni mucho menos lanzar cruzadas desde el púlpito o poner bombas en nombre de algún poder superior(21). (Matices de «Nuestro Padre», de Betjeman, que ya cité al comienzo del capítulo 1).
Fraser vino a decir que «en efecto, el agradable vicario rural vacunó a grandes cantidades de ingleses contra la cristiandad». Finalizaba su artículo lamentando la tendencia más reciente en la Iglesia de Inglaterra de tomar de nuevo en serio la religión, siendo su última frase una advertencia: «lo preocupante es que podemos hacer que el genio del fanatismo religioso salga de la caja en la que ha estado dormido durante siglos».
El genio del fanatismo religioso está descontrolado en los Estados Unidos de hoy día, y los Padres Fundadores se habrían horrorizado. Tanto si es correcto como si no aceptar la paradoja y culpar a la Constitución seglar que idearon, los Padres Fundadores muy probablemente fueron laicistas que creían en mantener la religión apartada de la política, lo que es suficiente para situarlos firmemente en el bando de aquellos que se oponían, por ejemplo, a la ostentosa exhibición de los Diez Mandamientos en lugares públicos, propiedad del Gobierno. Pero es tentador especular que al menos algunos de los fundadores podrían haber ido más allá del deísmo. ¿Podrían haber sido agnósticos o incluso, un paso más, ateos? No se puede distinguir entre la siguiente frase de Jefferson y lo que podríamos denominar agnosticismo:
Hablar de existencias inmateriales es lo mismo que hablar de «nadas». Decir que el alma humana, los ángeles, Dios, son inmateriales es decir que son nada, o que no hay Dios, ni ángeles, ni almas. No puedo razonar de otra forma… sin caer en el abismo impenetrable de los sueños y fantasmas. Estoy satisfecho y lo bastante ocupado con las cosas que existen, sin atormentarme o preocuparme a mí mismo sobre aquellas que podrían ser pero de las que no tengo prueba.
Christopher Hitchens, en su biografía Thomas Jefferson, autor de América, piensa que es probable que Jefferson fuera ateo, incluso en su tiempo, cuando era mucho más duro serlo:
En cuanto a si era un ateo, deberíamos reservarnos la opinión aunque solo sea por la prudencia que fue obligado a observar durante su vida política. Pero, tal como escribió a su sobrino, Peter Carr, ya en 1787, uno no debe temer hacerse esta pregunta, sean cuales sean sus consecuencias. «Si se termina creyendo que no hay Dios, encontrarás motivos para la virtud en el confort y la amenidad que sentirás con este ejercicio y con el amor que los demás te brindarán».
Me parece conmovedor el siguiente consejo de Jefferson, de nuevo en su carta a Peter Carr:
Sacúdete de encima todos los miedos de los prejuicios serviles, bajo los que las mentes débiles están servilmente acuclilladas. Sienta firmemente a la razón en su asiento y lleva a su tribunal cada hecho, cada opinión. Cuestiónate con valor incluso la existencia de un Dios; porque, si hubiera uno, debería dar el visto bueno a un homenaje a la razón, antes que al miedo ciego.
Comentarios de Jefferson, como «La cristiandad es el sistema más perverso que nunca ha brillado sobre el hombre», son compatibles con el deísmo, pero también con el ateísmo. Como lo es el robusto anticlericalismo de James Madison: «Durante casi quince siglos la cristiandad ha estado a prueba. ¿Cuáles han sido sus frutos? Más o menos, en todo lugar, orgullo e indolencia en el clero; ignorancia y servilismo en los feligreses; en ambos, superstición, intolerancia y persecución». Lo mismo podría decirse de lo dicho por Benjamin Franklin: «Los faros son más útiles que las iglesias». John Adams parece ser un tipo de deísta fuertemente anticlerical («las espantosas máquinas de los concilios eclesiales») y se superó a sí mismo con algunas espléndidas invectivas contra el cristianismo en particular: «Tal como yo entiendo la religión cristiana, era y es una revelación. Pero ¿cómo ha podido suceder que millones de fábulas, cuentos y leyendas se hayan mezclado tanto con la revelación judía como con la cristiana, que han hecho de ellas las religiones más sangrientas que han existido?». Y en otra carta, en esta ocasión dirigida a Jefferson: «Casi siento escalofríos con el pensamiento de aludir al ejemplo más funesto de abuso del dolor que la Historia de la humanidad ha conservado: la Cruz. ¡Considere qué calamidades ha producido esa máquina de dolor!».
Tanto si Jefferson y sus colegas fueron teístas, deístas, agnósticos o ateos, también fueron laicos apasionados que creían que las opiniones religiosas de un presidente, o la ausencia de ellas, eran una cuestión completamente personal. Todos los Padres Fundadores, independientemente de sus creencias religiosas, se habrían horrorizado al leer el informe que el periodista Robert Sherman redactó sobre la respuesta que dio George Bush, padre, cuando Sherman le preguntó si reconocía que los norteamericanos que eran ateos tenían el mismo sentimiento patriótico y ciudadano que los que no lo eran: «No; creo que los ateos no deberían ser considerados ciudadanos, ni deberían ser considerados patriotas. Esta es una nación ante Dios»(22). Suponiendo el interés de Sherman por ser exacto (lamentablemente, no utilizó grabadora ni ningún otro periódico de la época contó la historia), intente el experimento de sustituir la palabra «ateos» por «judíos», «musulmanes» o «negros». Esto da la medida exacta del prejuicio y discriminación que tienen que soportar los ateos estadounidenses de hoy día. La obra de Natalie Angier Confesiones de una atea solitaria es una triste y conmovedora descripción, aparecida en The New York Times, acerca de su sentimiento de aislamiento como atea en los Estados Unidos de hoy(23). Pero el aislamiento de los ateos norteamericanos es una ilusión, cultivada diligentemente por los prejuicios. Los ateos en Estados Unidos son mucho más numerosos de lo que la gente cree. Como ya dije en el Prefacio, superan en número a los judíos, aunque el lobby judío es con mucho uno de los más influyentes de Washington. ¿Qué conseguirían los ateos estadounidenses si se organizaran adecuadamente?[12].
David Mills, en su admirable libro Universo ateo, cuenta una historia que se descartaría como caricatura irrealista de fanatismo policial si fuera ficción. Un sanador cristiano organizó una «Cruzada Milagrosa» que iba a la ciudad de Mills una vez al año. Entre otras cosas, el sanador animaba a los diabéticos a dejar de lado la insulina y a los pacientes con cáncer a prescindir de la quimioterapia para, en su lugar, rezar por un milagro. Razonablemente harto, Mills decidió convocar una manifestación pacífica para advertir a la gente. Pero cometió el error de acudir a la policía y contarle sus intenciones y pedir protección policial contra posibles ataques de quienes apoyaban al sanador. El primer oficial de policía con quien habló le preguntó: «¿Va usted a protestar con él o contra él?» (queriendo decir si era en apoyo o en contra del sanador). Cuando Mills respondió: «Contra él», el policía le dijo que él mismo pensaba acudir al acto del sanador y que escupiría directamente en la cara de Mills cuando desfilara en la manifestación. Mills decidió probar suerte con un segundo policía. Este dijo que si cualquiera de los seguidores del sanador se enfrentaba violentamente a Mills, detendría a este último, porque estaba «intentando interferir en el trabajo de Dios». Mills volvió a su casa e intentó llamar por teléfono a la comisaría de policía, con la esperanza de encontrar más simpatía en un nivel superior. Finalmente le pusieron con un sargento, que dijo: «¡Váyase al infierno! Ningún policía quiere proteger a un maldito ateo. Espero que alguien le machaque bien». Por lo visto, en esta comisaría de policía estaban faltos de adverbios y rezumaban amabilidad humana y sentido del deber. Cuenta Mills que ese día habló con unos siete u ocho policías. Ninguno de ellos fue amable, y la mayoría le amenazaron directa y violentamente.
Abundan las anécdotas como estas en contra de los ateos, pero Margaret Downey, de la Freethought Society of Greater Philadelphia[13], conserva historiales sistemáticos de esos casos(24). Su base de datos de incidentes, clasificados por comunidades, escuelas, centros de trabajo, medios de comunicación, familia y Gobierno, incluyen ejemplos de acoso, pérdidas de empleo, rechazo familiar e, incluso, asesinato(25). Downey documentó pruebas de que el odio y la incomprensión hacia los ateos facilita la creencia de que, en realidad, es prácticamente imposible para un ateo honrado ganar una elección pública en Estados Unidos. En la Cámara de Representantes hay 435 miembros, y en el Senado, 100. Suponiendo que la mayoría de esos 535 individuos son una muestra educada de la población, es inevitable pensar que, estadísticamente, una cantidad considerable de ellos sean ateos. Para poder ser elegidos deben haber mentido u ocultado sus verdaderos sentimientos. ¿Quién puede reprocharles nada, dado el electorado al que tienen que convencer? Se acepta universalmente que admitir en público ser ateo implica un suicidio político instantáneo para cualquier candidato presidencial.
Estos hechos relativos al clima político actual de Estados Unidos y de sus implicaciones habrían horrorizado a Jefferson, Washington, Madison, Adams y a todos sus amigos. Tanto si eran ateos, agnósticos, deístas o cristianos, habrían retrocedido con horror frente a los teócratas del Washington de principios del siglo XXI. En cambio, se habrían sentido atraídos por los Padres Fundadores laicos de la India poscolonial, especialmente por el religioso Gandhi («¡Soy hindú, soy musulmán, soy judío, soy cristiano, soy budista!») y por el ateo Nehru:
El espectáculo de lo que se denomina religión, de cualquier clase de religión organizada, en India y en cualquier otro lugar, me ha llenado de horror y lo condeno con frecuencia y desearía borrarlo de un plumazo. Casi siempre parece existir por la fe ciega y reacción, por el dogma y el fanatismo, por la superstición, la explotación y la preservación de intereses creados.
La definición de Nehru sobre la India laica del sueño de Gandhi (podría haberse hecho realidad, en vez de la partición de su país en medio de un baño de sangre interconfesional) podría casi haber sido escrita por el propio Jefferson:
Hablamos de una India laica… Algunos piensan que esto significa algo opuesto a la religión. Obviamente, esto es incorrecto. Lo que esto significa es que hay un Estado que honra y respeta a todas las confesiones por igual y les da igualdad de oportunidades; India tiene una larga historia de tolerancia religiosa… En un país como India, que tiene muchas confesiones y religiones, no puede generarse un nacionalismo real a menos que se haga sobre la base del laicismo(26).
Ciertamente el Dios deísta, asociado a los Padres Fundadores, supone una mejora sobre el monstruo de la Biblia. La lástima es que apenas es probable que exista, o que haya existido. La Hipótesis de Dios es innecesaria en cualesquiera de sus formas[14]. La Hipótesis de Dios está muy cerca de ser regulada por las leyes de la probabilidad. Volveré a ello en el capítulo 4, tras hablar en el capítulo 3 de las pruebas que se alegan para demostrar la existencia de Dios. Mientras tanto, vuelvo al agnosticismo y a la errónea noción de que la existencia o inexistencia de Dios es una cuestión intocable que está, para siempre, más allá del alcance de la ciencia.
El robusto Cristiano Musculoso, arengándonos desde el púlpito de la antigua capilla de mi colegio, confesaba un secreto respeto por los ateos. Al menos, tenían el valor de sus desacertadas convicciones. Con lo que este predicador no podía era con los agnósticos: ñoños, sentimentaloides, aguados, niñeras de tez pálida. En parte tenía razón, pero una razón errónea por completo. En la misma onda está, hablando de Quentin de la Bédoyère, el historiador católico Hugh Ross Williamson: «Él respetaba al creyente religioso comprometido y también al ateo comprometido. Reservaba su desdén para los insípidos y fofos mediocres que revoloteaban en el medio»(27).
No hay nada malo en ser agnóstico en los casos donde no hay pruebas en un sentido ni en el otro. Es la postura razonable. Carl Sagan estaba orgulloso de ser agnóstico cuando le preguntaron si había vida en alguna otra parte del Universo. Cuando rehusó comprometerse con una respuesta, su interlocutor le presionó para que expresara sus «sentimientos más viscerales», y Sagan respondió inmortalmente: «Bueno, intento no pensar con mis vísceras. En realidad, es correcto reservarse la opinión hasta que haya pruebas»(28). La cuestión de la vida extraterrestre está abierta. Se pueden generar buenos argumentos en ambos sentidos y carecemos de pruebas para hacer algo más que matizar probabilidades en un sentido u otro. El agnosticismo, en cierta forma, es una postura apropiada para muchas cuestiones científicas como, por ejemplo, qué causó la extinción de finales del período Pérmico, la mayor extinción en masa de la historia fósil. Pudo haber sido el impacto de un meteorito como el que, con mayor probabilidad según las pruebas presentes, originó la última extinción de los dinosaurios. Pero pudo haber sido cualquiera de las otras posibles causas, o una combinación de ellas. Es razonable el agnosticismo sobre las causas de ambas extinciones en masa. Pero ¿qué pasa con la cuestión de Dios? ¿Deberíamos también ser agnósticos con respecto a Él? Muchos han dicho definitivamente que sí, a menudo con un aire de convicción que se acerca demasiado a la protesta. ¿Están en lo cierto?
Empezaré por distinguir entre dos tipos de agnosticismo. El ATP, o Agnosticismo Temporal en la Práctica, es la legítima neutralidad cuando realmente hay una respuesta definitiva, en un sentido o en el otro; pero estamos demasiado lejos de alcanzar la prueba que la demuestra (o no entendemos la prueba, o no tenemos tiempo de leer la prueba, etc.). El ATP puede ser una postura razonable con respecto a la extinción pérmica. Existe una verdad y esperamos conocerla algún día a pesar de que, por el momento, no la conozcamos.
Pero hay también un tipo profundamente ineludible de neutralidad que llamaré APP (Agnosticismo Permanente por Principio). El hecho de que las siglas representen una palabra utilizada por aquel viejo predicador escolar es (casi) accidental[15]. El estilo APP de agnosticismo es apropiado para cuestiones que nunca podrán tener respuesta, sin importar cuántas pruebas busquemos, porque la misma idea de prueba no es aplicable. La cuestión existe en un plano diferente o en una dimensión diferente, más allá de las zonas en las que pueden alcanzarse esas pruebas. Un ejemplo podría ser esa vieja historia filosófica, la pregunta de si usted ve el color rojo como yo lo veo. Puede que su rojo sea mi verde, o algo completamente distinto de cualquier color que yo pueda imaginar. Los filósofos citan esta cuestión como una que nunca va a poder responderse, sin importar qué nueva prueba pueda estar disponible en un futuro. Y algunos científicos y otros intelectuales están convencidos —con demasiado entusiasmo, en mi opinión— de que la cuestión de la existencia de Dios pertenece a la por siempre inaccesible categoría APP. Como veremos, a partir de aquí a menudo hacen la ilógica deducción de que la hipótesis de la existencia de Dios y la hipótesis de su inexistencia tienen exactamente la misma probabilidad de ser correctas. El punto de vista que yo voy a defender es muy diferente: el agnosticismo con respecto a la existencia de Dios pertenece firmemente a la categoría temporal o ATP. Tanto si existe como si no. Es una cuestión científica; puede que un día conozcamos la respuesta y, mientras tanto, podemos decir cosas bastante fuertes sobre la probabilidad.
En la historia de las ideas hay ejemplos de cuestiones con respuesta de las que anteriormente se dijo que estarían para siempre fuera del alcance de la ciencia. En 1835, el famoso filósofo francés Auguste Comte escribió, refiriéndose a las estrellas: «Nunca seremos capaces de estudiar, mediante método alguno, su composición química o su estructura mineralógica». Pero, antes incluso de que Comte hubiera dicho esas palabras, Fraunhofer había comenzado a utilizar su espectroscopio para analizar la composición química del Sol. Ahora, los espectroscopistas confunden a diario el agnosticismo de Comte con sus análisis a larga distancia de la composición química exacta de las estrellas más lejanas(29).
Cualquiera que fuera la posición exacta del agnosticismo astronómico de Comte, esta aleccionadora fábula sugiere, cuando menos, que habría dudado antes de declarar demasiado alto la veracidad eterna del agnosticismo. Sin embargo, en lo que se refiere a Dios, muchos filósofos y científicos se complacen en hacerlo, comenzando por el inventor de la propia palabra, T. H. Huxley(30).
Huxley explicó su invención cuando se rebeló contra un ataque personal que esa palabra había provocado. El director del King’s College de Londres, el reverendo doctor Wace, se burló del «cobarde agnosticismo» de Huxley:
Él puede preferir denominarse agnóstico a sí mismo; pero su verdadero nombre es uno más antiguo: él es un infiel; esto es, un no-creyente. Quizá la palabra infiel implique un significado desagradable. Y quizá es correcta esta implicación. Es, y así debe ser, una cosa desagradable para un hombre que dice sin pudor que no cree en Jesucristo.
Huxley no era el tipo de hombre que iba a dejar pasar sin más una provocación de ese tipo y su réplica de 1889 fue tan fuertemente sarcástica como podríamos esperar (a pesar de que nunca abandonó sus escrupulosamente buenas maneras: como el bulldog de Darwin, sus dientes estaban afilados por la ironía victoriana). Finalmente, una vez negociado con el doctor Wace su justo castigo y enterrada el hacha de guerra, volvió a la palabra «agnóstico» y explicó cómo llegó a ella por primera vez. Otros, dijo,
… estaban bastante seguros de que habían alcanzado una cierta «gnosis»: con mayor o menor éxito habían resuelto el problema de la existencia, mientras que yo estaba bastante seguro de que yo no lo había conseguido y tenía una convicción bastante fuerte de que el problema era irresoluble. Y, con Hume y Kant de mi parte, no podía ni pensar en ser tan atrevido como para mantenerme firme en esa opinión… Por lo que me puse a pensar e inventé lo que entendía que debía ser el apropiado título de «agnóstico».
Posteriormente, en este discurso, Huxley vino a explicar que los agnósticos no tenían credo, ni aunque fuera uno negativo.
El agnosticismo, de hecho, no es un credo, sino un método, la esencia del cual reside en la rigurosa aplicación de un principio singular… El principio puede expresarse realmente de la siguiente forma: En cuestiones del intelecto, sigue a tu razón tan lejos como ella te lleve, sin tener en cuenta ninguna otra consideración. Y negativamente se expresaría: En cuestiones del intelecto, no pretendas que son ciertas conclusiones que no se han demostrado o no son demostrables. Esto digo que es la fe agnóstica, que si un hombre se mantiene íntegro y sin profanar, no deberá avergonzarse al mirar al Universo de frente, sea lo que sea lo que el futuro le reserve.
Para un científico, son nobles palabras, y uno no critica a Thomas H. Huxley a la ligera. Pero este, en su concentración sobre la absoluta imposibilidad de demostrar o no demostrar la existencia de Dios, parece haber ignorado el matiz de probabilidad. El hecho de que no podamos ni probar ni refutar la existencia de algo no hace que la existencia o inexistencia estén en equilibrio estable. No creo que Huxley estuviera en desacuerdo y sospecho que, cuando pareció lo contrario, en realidad estaba haciendo todo lo posible para conceder un punto, con el interés de asegurar otro más. Todos hemos hecho lo mismo en este tiempo o en otro. Al contrario que Huxley, sugeriré que la existencia de Dios es una hipótesis científica como cualquier otra. Pese a su dificultad para probarla en la práctica, pertenece al mismo ATP, o agnosticismo temporal, que las extinciones del Pérmico o del Cretácico. La existencia o inexistencia de Dios es un hecho científico sobre el Universo, descubrible por principio cuando no por práctica. Si existe y ha elegido no revelarlo, el mismo Dios podría cerrar el argumento a su favor, ruidosa e inequívocamente. Incluso aunque la existencia de Dios nunca se logre probar o refutar con certeza, la prueba disponible y el razonamiento pueden llevarnos a una probabilidad estimada muy alejada del 50 por 100.
Vamos, pues, a tomar en serio la idea de un espectro de probabilidades y a colocar las opiniones humanas acerca de la existencia de Dios a lo largo de ese espectro, entre los dos extremos de certeza opuestos. El espectro es continuo, pero puede representarse por los siguientes siete hitos en toda su longitud:
1. Fuertemente teísta. Cien por cien de posibilidades de la existencia de Dios. En palabras de C. G. Jung, «Yo no creo, yo sé».
2. Posibilidades muy altas de la existencia de Dios, pero inferiores al cien por cien. Teísta de facto. «No puedo asegurar que sea cierto, mas creo firmemente en Dios y vivo mi vida en la suposición de que Él está ahí».
3. Algo más del 50 por 100 de posibilidades. Técnicamente agnóstico, aunque más inclinado hacia el teísmo. «Estoy muy dudoso, pero me inclino a creer en Dios».
4. Exactamente el 50 por 100 de posibilidades. Agnóstico completamente imparcial. «La existencia y la inexistencia de Dios son exactamente equiprobables».
5. Algo menos del 50 por 100 de las posibilidades. Técnicamente agnóstico, pero más inclinado hacia el ateísmo. «No sé si Dios existe, aunque me inclino más a ser escéptico».
6. Muy pocas posibilidades, pero más que cero. Ateo de facto. «No estoy totalmente seguro, mas pienso que es muy improbable que Dios exista y vivo mi vida en la suposición de que Él no está ahí».
7. Fuertemente ateo. «Sé que no hay Dios, con la misma convicción con la que Jung “sabe” que hay uno».
Me sorprendería encontrar mucha gente de la categoría 7, pero la incluyo por simetría con la categoría 1, que es muy popular. Es a la luz de la fe que uno es capaz, como Jung, de mantener una creencia sin una razón adecuada para hacerlo (Jung creía también que un libro particular de su estantería haría explosión espontáneamente con gran estruendo). Los ateos no tienen fe; y la razón no es suficiente para impulsar a uno hacia la convicción total de que definitivamente algo no existe. De ahí que la categoría 7 en la práctica esté bastante más vacía que su opuesta, la categoría 1, que tiene muchos más devotos habitantes. Yo me cuento a mí mismo en la categoría 6, pero inclinado hacia la 7 —soy agnóstico en la misma medida en que lo soy con respecto a las hadas del fondo del jardín—.
El espectro de probabilidades funciona bien para el ATP (Agnosticismo Temporal en la Práctica). Es superficialmente tentador situar el APP (Agnosticismo Permanente por Principio) en el punto medio del espectro, con un 50 por 100 de posibilidades de la existencia de Dios; pero esto no es correcto. Los agnósticos APP aseguran que no podemos asegurar nada, ni en un sentido ni en el otro, acerca de si Dios existe o no existe. La cuestión, para los agnósticos APP, es en principio irrespondible, y deberían rehusar firmemente a situarse en cualquier lugar del espectro de probabilidades. El hecho de que yo no sepa si tu rojo es el mismo que mi verde no hace que las posibilidades sean del 50 por 100. Esta proposición es demasiado carente de significado como para dignificarla con una probabilidad. Sin embargo, es un error muy común, con el que nos encontraremos de nuevo, saltar de la premisa de que la cuestión de la existencia de Dios es en principio irrespondible a la conclusión de que su existencia o inexistencia son equiprobables.
Podemos expresar este error de otra forma, en términos de la carga de la prueba, y así ha sido agradablemente demostrado por la parábola de Bertrand Russell de la tetera celestial(31).
Muchas personas ortodoxas hablan como si pensaran que es asunto de los escépticos refutar los dogmas recibidos en vez de que sean los dogmáticos quienes los prueben. Por supuesto, esto es un error. Si yo fuera a sugerir que entre la Tierra y Marte hay una tetera china girando alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie sería capaz de desmentir mi aserción, dado que yo he tenido cuidado de añadir que la tetera es demasiado pequeña para ser descubierta incluso por uno de nuestros más poderosos telescopios. Pero si luego yo digo que, como mi aserción no puede refutarse, es una presunción intolerable por parte de la razón humana dudar de ello, pensarán de mí, con toda la razón del mundo, que estoy diciendo sinsentidos. Sin embargo, si en los libros antiguos se afirmara la existencia de esa tetera, enseñada como la sacra verdad cada domingo, e instilada en las mentes de los niños en la escuela, la duda a la hora de creer en su existencia se convertiría en una seña de excentricidad y harían que un psiquiatra reconociera al dubitativo en una era ilustrada, o un inquisidor en una era anterior.
No gastaríamos nuestro tiempo afirmando eso porque nadie, hasta donde yo sé, adora a las teteras[16]; pero si nos presionan, no vacilaríamos en declarar nuestra firme creencia de que, en realidad, no hay ninguna tetera orbitando. Pero, estrictamente hablando, todos nosotros seríamos teteragnósticos: no podemos probar, seguro, que no hay una tetera celestial. En la práctica, nos movemos desde el teteragnosticismo hacia el teterateísmo.
Un amigo mío, que creció como judío, y todavía guarda el sabbath y otras costumbres judías, fuera de toda lealtad a su herencia se describe a sí mismo como un «agnóstico del Ratoncito Pérez». Considera que la existencia de Dios no es más probable que la del simpático personaje. Puedes no rebatir ninguna de las dos hipótesis, y ambas son igualmente improbables. Es ateo exactamente en la misma medida en que es un a-ratonpérez. Y agnóstico con respecto a ambas, en la misma pequeña extensión.
Por supuesto, la tetera de Russell es válida para un número infinito de cosas cuya existencia es concebible y no puede ser refutada.
El gran abogado americano Clarence Darrow dijo: «No creo en Dios de la misma forma que no creo en Mamá Oca». El periodista Andrew Mueller es de la opinión que comprometerse con cualquier religión particular «no es ni más ni menos extraño que elegir creer que el mundo tiene forma de rombo y circula por el Cosmos sujeto entre las pinzas de dos bogavantes enormes llamados Esmeralda y Keith»(32). Uno de los favoritos filosóficos es el invisible, intangible e inaudible unicornio, cuya refutación se intenta anualmente por los niños de Camp Quest[17]. Una popular deidad de Internet actualmente —y tan irrefutable como Yahvé o cualquier otro— es el Monstruo Espagueti Volador, quien, como muchos afirman, les ha tocado con su filamentoso apéndice(33)). Estoy encantado al ver que se ha publicado como libro El Evangelio según el Monstruo Volador de Espagueti(34), con gran éxito. No lo he leído, pero ¿quién necesita un Evangelio cuando simplemente sabes que es cierto? A propósito, debería tener lugar —ya ha tenido lugar— un gran cisma que diera origen a la Iglesia del Monstruo Volador de Espagueti Reformada(35).
La cuestión en todos estos ejemplos reside en que son irrefutables, pero nadie cree que la hipótesis de su existencia está en igualdad de condiciones con la hipótesis de su inexistencia. La idea de Russell es que la carga de la prueba recae en los creyentes, no en los incrédulos. La mía es la idea relacionada de que las posibilidades a favor de la tetera (o el Monstruo Espagueti/Esmeralda y Keith/el unicornio, etc.) no son iguales que las posibilidades en contra.
El hecho de que teteras orbitantes y Ratoncitos Pérez sean irrefutables no se percibe por ninguna persona razonable como la clase de hecho que establece ningún argumento interesante. Ninguno de nosotros siente la obligación de refutar cualquiera de los millones de atractivas cosas que una fértil o burlona imaginación podría imaginar. Encuentro fascinante la estrategia de responder, cuando me preguntan si soy ateo, que quien me está preguntando es también un ateo con respecto a Zeus, Apolo, Amón-Ra, Mitras, Baal, Thor, Wotan, el Becerro de Oro y el Monstruo Espagueti Volador. Simplemente, yo voy un dios más allá.
Todos nosotros nos sentimos con derecho a expresar escepticismo extremo frente a la idea de la incredulidad absoluta —excepto en el caso de los unicornios, Ratoncitos Pérez y los dioses de Grecia, Roma, los vikingos, no hay (hoy día) necesidad de preocuparse—. En el caso del Dios abrahámico, sin embargo, hay necesidad de preocuparse, porque una proporción sustancial de las personas con las que compartimos el planeta creen profundamente en su existencia. La tetera de Russell demuestra que la omnipresencia de la creencia en Dios, comparada con la creencia en teteras celestes, no altera por lógica la carga de la prueba, a pesar de lo que pudiera parecer al convertirla en una cuestión de práctica política. Que no se pueda probar la inexistencia de Dios es normal e insignificante, aunque solo sea en el sentido de que nunca podremos probar absolutamente la inexistencia de nada. Lo que en realidad importa no es si Dios es irrefutable (no lo es), sino si su existencia es probable. Esto es otro tema. Se estima que algunas cosas irrefutables son mucho menos probables que otras cosas también irrefutables. No hay razón alguna para considerar que Dios es inmune a la consideración en el espectro de probabilidades. Y ciertamente no hay razón para suponer que, tan solo porque Dios no puede ser probado ni refutado, su probabilidad de existencia es del 50 por 100. Muy al contrario, como luego veremos.
Así como Thomas Huxley hizo todo lo posible para prestar un servicio al agnosticismo completamente imparcial, justo en la mitad de mi espectro de siete hitos, los teístas hacen lo mismo en la dirección contraria, y por una razón equivalente. El teólogo Alistar McGrath hizo de ello el tema central de su libro El Dios de Dawkins: genes, memes y el origen de la vida. En efecto, tras su admirable y justo resumen de mis trabajos científicos, ese parece ser el único tema en refutación que puede ofrecer: la indiscutible pero ignominiosamente débil idea de que no se puede refutar la existencia de Dios. Página tras página, según iba leyendo a McGrath, me encontré a mí mismo garabateando «tetera» en los márgenes. Invocando de nuevo a T. H. Huxley, McGrath dice: «Harto tanto de los teístas como de los ateos cuando, desesperadamente, hacen frases dogmáticas basándose en una prueba empírica inadecuada, Huxley declaró que la cuestión de Dios no podría ser establecida en el marco del método científico».
McGrath cita también a Stephen Jay Gould de forma similar: «Decirlo a todos mis colegas y por enésima vez (desde los grupos de discusión informales hasta a los tratados más doctos): simplemente, la ciencia no puede (por sus métodos legítimos) adjudicar al concepto de Dios la posible superintendencia de toda la naturaleza. Ni lo afirmamos ni lo negamos; sencillamente, no podemos comentar este tema como científicos». A pesar del seguro y casi intimidatorio tono de la aserción de Gould, ¿cuál es realmente su justificación? ¿Por qué no deberíamos comentar el tema de Dios como científicos? Y ¿por qué no son la tetera de Russell o el Monstruo Espagueti Volador igualmente inmunes al escepticismo científico? Como argumentaré en un momento, un Universo con un director creativo sería una clase de Universo muy diferente de uno sin él. ¿Por qué no es un tema científico?
Gould ha llevado el arte de hacer lo imposible a dimensiones verdaderamente abúlicas en uno de sus libros menos admirados, Roca de la Eternidad[18]. En él acuñó el acrónimo MANS para la frase «MAgisterios No Solapados»:
La red, o magisterio, de la ciencia abarca el terreno empírico: de qué está hecho el Universo (hecho) y por qué funciona en la forma en que lo hace (teoría). El magisterio de la religión se extiende hacia cuestiones de significado esencial y valor moral. Esos dos magisterios no se solapan ni abarcan todas las preguntas (consideremos, por ejemplo, el magisterio del arte y el significado de la belleza). Por citar tópicos antiguos, la ciencia trata de la edad de las rocas y la religión de las rocas de la eternidad; la ciencia estudia cómo es el cielo; la religión, cómo ir al cielo.
Esto suena terrible, al menos hasta que se le dedica un momento de reflexión. ¿Cuáles son esas cuestiones definitivas en cuya presencia la religión es el invitado de honor y la ciencia debe hacer mutis respetuosamente?
Martin Rees, el distinguido astrónomo de Cambridge a quien ya he mencionado, comienza su libro Nuestro hábitat cósmico proponiendo dos candidatas a cuestiones definitivas y dando una respuesta correcta según el MANS: «El misterio preeminente es por qué algo existe. ¿Qué dota de vida a las ecuaciones y las actualiza en el Cosmos real? Sin embargo, esas cuestiones están más allá de la ciencia: son competencia de filósofos y teólogos». Yo preferiría decir que aunque, efectivamente, residen más allá de la ciencia, con mucha más certeza están más allá de la competencia de los teólogos (dudo que los filósofos vayan a agradecer a Martin Rees que los meta en el mismo saco que los teólogos). Estoy tentado de ir más allá y preguntarme en qué sentido es posible decir de los teólogos que tienen una competencia. Todavía me entretengo cuando recuerdo el comentario de un antiguo Warden (director) de mi facultad en Oxford. Un joven teólogo había solicitado una beca de investigación para la diplomatura, y su tesis doctoral sobre teología cristiana provocó que el director dijera: «Tengo grandes dudas acerca de que eso sea un tema en absoluto».
¿Qué experiencia pueden aportar los teólogos para profundizar en cuestiones cosmológicas que los científicos no pueden? En otro libro relaté las palabras de un astrónomo de Oxford, quien, cuando le hice una de esas mismas preguntas profundas, dijo: «¡Ah!, ahora nos movemos más allá del reino de la ciencia. Esto es por lo que tengo que pasarle la pelota a nuestro buen amigo el capellán». No fui lo suficientemente ágil como para darle la respuesta que más tarde escribí: «Pero ¿por qué al capellán?, ¿por qué no al jardinero o al cocinero?». ¿Por qué los científicos son tan ansiosamente respetuosos con las ambiciones de los teólogos sobre cuestiones en las que estos ciertamente no están más cualificados para responder que los propios científicos?
Es un tópico aburrido (y, al contrario que muchos tópicos, ni siquiera es cierto) que la ciencia se preocupe de las cuestiones relativas al cómo, pero que solo la teología está capacitada para responder a las cuestiones relativas al porqué. ¿Lo que hay sobre la Tierra es una cuestión relativa al porqué? No todas las frases inglesas que comienzan por «por qué» son una pregunta legítima. ¿Por qué no son reales los unicornios? Sencillamente, algunas preguntas no merecen una respuesta. ¿Cuál es el color de la abstracción? ¿Cuál es el olor de la esperanza? El hecho de que una pregunta pueda escribirse en un inglés gramaticalmente correcto no hace que tenga significado, ni le da el derecho de captar nuestra atención. Ni, aun en el caso de que la cuestión sea real, hace que el hecho de que la ciencia no pueda responderla, sí lo pueda hacer la religión.
Quizá hay algunas preguntas verdaderamente profundas y significativas que estarán más allá del alcance de la ciencia por siempre. Puede que la teoría cuántica esté llamando a la puerta de lo insondable. Pero si la ciencia no puede responder alguna cuestión definitiva, ¿qué es lo que hace que alguien piense que la religión sí puede? Sospecho que ni el astrónomo de Cambridge ni el de Oxford creían realmente que los teólogos tuvieran alguna experiencia que los capacitara para responder preguntas demasiado profundas para la ciencia. Sospecho que esos dos astrónomos estaban, de nuevo, haciendo todo lo posible por ser educados: los teólogos no tienen nada que aportar que merezca la pena; vamos a hacerles un favor y dejemos que se preocupen por un par de cuestiones que nadie puede y probablemente nunca podrá responder. Al contrario que mis amigos astrónomos, incluso ni creo que debamos hacerles un favor. Todavía no he encontrado una razón suficiente para suponer que la teología (a diferencia de los hechos históricos de la Biblia, su literatura, etc.) sea en absoluto una disciplina. De modo similar, estaremos de acuerdo en que es problemático el derecho de la ciencia a aconsejarnos sobre valores morales, por no decir más. Pero ¿realmente quería Gould ceder a la religión el derecho de decirnos lo que es bueno y lo que es malo?
El hecho de que la religión no tenga nada más para contribuir a la sabiduría humana no es razón para otorgar vía libre a la religión para decirnos qué hacer. ¿Qué religión, de todas formas? ¿Aquella en la que nos han educado? ¿En qué capítulo de qué libro de la Biblia deberíamos buscar? —la mayoría están lejos de ser unánimes y algunos de ellos son detestables para cualquier criterio razonable—. ¿Cuántos literalistas han leído lo suficiente de la Biblia como para saber que la pena de muerte está prescrita para el adulterio, para el trabajo en el día de descanso y para la insolencia con los padres? Si no aceptamos el Deuteronomio y el Levítico (tal como hacen los ilustrados modernos), ¿con qué criterio vamos a decidir entonces qué valores morales religiosos aceptar? O ¿debemos ir eligiendo entre todas las religiones del mundo hasta que encontremos una cuyas enseñanzas morales se nos ajusten? Si es así, otra vez debemos preguntarnos: ¿con qué criterio vamos a elegir? Y si tenemos criterios independientes para elegir entre moralidades religiosas, ¿por qué no tirar por la calle de en medio y asumir la opción moral sin la religión? Volveré a estas cuestiones en el capítulo 7. Simplemente, no creo que fuera la intención de Gould decir muchas de las cosas que escribió en Roca de la Eternidad. Como digo, todos somos culpables de hacer todo lo posible para ser agradables frente a un oponente indigno pero poderoso, y solo puedo pensar que esto es lo que Gould está haciendo. Es concebible pensar que en realidad esa era su intención. Su inequívocamente firme afirmación de que la ciencia no tiene nada que decir sobre la existencia de Dios: «Ni lo afirmamos ni lo negamos; simplemente, como científicos, no podemos comentar sobre ello». Esto suena a agnosticismo del tipo permanente e irrevocable, APP en toda regla. Esto implica incluso que la ciencia no puede hacer juicios de probabilidad sobre la cuestión. Esta extraordinariamente difundida falacia —muchos la repiten como un mantra, pero pocos, sospecho, han pensado en ello— encarna aquello a lo que me refiero cuando hablo de la «pobreza del agnosticismo». A propósito, Gould no era un agnóstico imparcial, sino uno profundamente inclinado hacia el ateísmo de facto. ¿Basándose en qué profirió ese juicio, si no hay nada que decir acerca de si Dios existe?
La Hipótesis de Dios sugiere que la realidad en la que habitamos también contiene un agente sobrenatural que diseñó el Universo y, al menos en muchas versiones de esa hipótesis, lo mantiene e incluso interviene en él con milagros, que son violaciones temporales de sus, por otra parte, propias y grandiosamente inmutables leyes. Richard Swinburne, uno de los principales teólogos británicos, es sorprendentemente claro sobre el tema en su libro ¿Hay un Dios?:
Lo que los teístas afirman acerca de Dios es que Él tiene el poder de crear, conservar o aniquilar cualquier cosa, grande o pequeña. Y también puede hacer que los objetos se muevan o hagan cualquier otra cosa… Puede hacer que los planetas se muevan de la forma en que Kepler descubrió que se movían o hacer que la pólvora haga explosión cuando le acercamos una cerilla; o puede hacer que los planetas se muevan de formas diferentes y que las sustancias químicas hagan o no explosión bajo condiciones completamente distintas de aquellas que ahora gobiernan sus comportamientos. Dios no está limitado por las leyes de la naturaleza; Él las hace y puede cambiarlas o suspenderlas si así lo quiere.
¡Demasiado fácil!, ¿no? Sea lo que esto sea, está muy lejos del MANS. Y sea lo que sea lo que los teístas puedan decir, esos científicos que están de acuerdo con la escuela de pensamiento de los «magisterios separados» deberían admitir que un Universo con un creador sobrenaturalmente inteligente es un tipo de Universo muy distinto de otro que no lo tenga. La diferencia entre esos dos hipotéticos Universos difícilmente podría ser más fundamental en principio, incluso si no es fácil de probar en la práctica. Y socava la complacientemente seductora máxima de que la ciencia debe estar en silencio absoluto sobre la demanda central de la existencia de la religión. La presencia o ausencia de una superinteligencia creativa es, inequívocamente, una cuestión científica, incluso aunque en la práctica no esté clara —o no todavía—. También así es la verdad o falsedad de cada una de las historias milagrosas en que confían las religiones para impresionar a las multitudes fieles.
¿Tuvo Jesús un padre humano o era virgen su madre en el momento de su nacimiento? Tanto si hay como si no hay pruebas reales suficientes para decidirlo, esta es una cuestión estrictamente científica con una respuesta definitiva por principio: sí o no. ¿Levantó Jesús a Lázaro de la muerte? ¿Volvió Él mismo a la vida, tres días después de haber sido crucificado? Hay una respuesta para cada pregunta, tanto si podemos descubrirla en la práctica como si no, y es una respuesta estrictamente científica. Los métodos que deberíamos utilizar para resolver este tema, en el hipotético caso de que alguna vez tuviéramos pruebas disponibles, deberían ser pura y totalmente métodos científicos. Para dramatizar este punto, imaginemos que, por una serie excepcional de circunstancias, los arqueólogos forenses desentierran un ADN que demuestra que realmente Jesús careció de un padre biológico. ¿Se imaginan a los apologistas religiosos encogiendo sus hombros y diciendo algo remotamente parecido a lo siguiente?: «¿A quién le importa? Las pruebas científicas son absolutamente irrelevantes para las cuestiones teológicas. ¡Magisterio erróneo! Solo nos preocupamos de las cuestiones definitivas y de los valores morales. Ni el ADN ni ninguna otra prueba científica podría nunca tener trascendencia en este tema, ni en un sentido ni en otro».
La propia idea parece un chiste. Puedes apostarte hasta la camisa que esa prueba científica, si alguna vez hay alguna, sería aprovechada y transmitida hasta a los cielos. El MANS es popular solo porque no hay pruebas a favor de la Hipótesis de Dios. En el momento en que exista la más pequeña insinuación de cualquier prueba a favor de las creencias religiosas, los apologistas religiosos no perderán ni un minuto en tirar el MANS por la ventana. Aparte de algunos sofisticados teólogos (que, incluso, están muy contentos de contar historias de milagros a las gentes sencillas para aumentar sus congregaciones), sospecho que los presuntos milagros proporcionan la razón más poderosa que muchos creyentes tienen para mantener su fe; y los milagros, por definición, violan los principios de la ciencia.
Por un lado, la Iglesia católica romana parece a veces aspirar al MANS, pero, por otro, establece que la realización de milagros es una cualificación esencial para la elevación a los altares. El último rey de los belgas es un candidato a la santidad, por su oposición al aborto. Se están llevando a cabo investigaciones formales para descubrir si cualquier curación milagrosa puede atribuirse a las oraciones que se le han ofrecido desde su muerte. No estoy de broma. Esa es la cuestión, típica de las historias de santos. Imagino que todo el asunto es vergonzoso para los círculos más sofisticados de la Iglesia. Por qué cualquier círculo digno de llamarse sofisticado permanece en la Iglesia, es un misterio al menos tan profundo como esos con los que disfrutan los teólogos. Probablemente, Gould replicaría a las siguientes líneas al enfrentarse a historias milagrosas. Todo el MANS se basa en un regateo en dos sentidos. En el momento en que la religión pisa el terreno científico y comienza a entrometerse en el mundo real con milagros, cesa de ser religión en el sentido que Gould está defendiendo, y se rompe la entente cordiale. Nótese, sin embargo, que la religión libre de milagros defendida por Gould no sería reconocida por los teístas más ejercientes de los bancos de iglesia o de los reclinatorios. En efecto, existiría un serio desacuerdo entre ellos. Adaptando el comentario de Alicia en el libro de su hermana, antes de que entrara en el País de las Maravillas, ¿para qué sirve un Dios que no hace milagros y no responde a las oraciones? Recordemos la ingeniosa definición del verbo «orar» de Ambrose Bierce: «rogar que las leyes del Universo sean anuladas en nombre de un único peticionario, confusamente indigno». Hay atletas que creen que Dios les ayuda a ganar —frente a oponentes que, de forma similar, no serían menos merecedores de su favoritismo—. Hay automovilistas que creen que Dios les guarda un sitio de aparcamiento —por lo tanto, privando presumiblemente a otros de ese sitio—. Este estilo de teísmo es vergonzosamente popular y no es probable que esté impregnado por algo tan (superficialmente) razonable como el MANS.
Sin embargo, sigamos a Gould y recortemos nuestra religión hasta cierta clase de mínimo no-intervencionismo: sin milagros, sin comunicación personal entre Dios y nosotros en ninguna dirección, sin bromear con las leyes de la física, sin intromisiones en el terreno científico. Como máximo, con una pequeña entrada en las condiciones iniciales del Universo a partir de las que, con el tiempo, las estrellas, los elementos químicos y los planetas se han desarrollado y la vida ha evolucionado. ¿Seguro que esta es una separación adecuada? ¿Puede sobrevivir el MANS a esta religión modesta y carente de pretensiones? Bien, podría pensarse que sí. Pero mi propuesta es que ese Dios no intervencionista acorde con el MANS, aunque menos violento y más fácil de manejar que el Dios abrahámico, todavía es, cuando se mira de una manera justa y equitativa, una hipótesis científica. Vuelvo a lo anterior: un Universo en el que estamos solos, salvo otras inteligencias lentamente evolucionadas, es uno muy distinto de otro con un agente rector original cuyo diseño inteligente es responsable incluso de su propia existencia. Acepto que en la práctica puede no ser tan fácil distinguir un tipo de Universo del otro. Sin embargo, hay algo del todo especial en la hipótesis del diseño definitivo, e igualmente especial en la única alternativa conocida: la evolución gradual en su más amplio sentido. Están cerca de ser irreconciliablemente distintas. Como nada anterior, la evolución proporciona realmente una explicación para la existencia de entidades cuya improbabilidad originaría, a propósitos prácticos, su exclusión. Y la conclusión al argumento, como mostraré en el capítulo 4, está muy cerca de desahuciar fatalmente a la Hipótesis de Dios.
Un divertido, aunque bastante patético, caso de estudio sobre milagros es el Gran Experimento de la Oración: ¿puede la oración hacer que los enfermos se recuperen? Normalmente se ofrecen oraciones por la gente enferma, tanto en privado como en lugares formales de culto. El primo de Darwin, Francis Galton, fue el primero en analizar científicamente si era eficaz rezar por la gente. Advirtió que todos los domingos, en las iglesias de toda Inglaterra, congregaciones enteras rezaban en público por la salud de la familia real. Por lo tanto, ¿no deberían estar excepcionalmente sanos, en comparación con el resto de nosotros, por quienes rezan solo nuestros seres más cercanos y queridos?[19]. Galton investigó sobre ello y no encontró diferencia estadística alguna. En cualquier caso, su intención podía haber sido satírica, como cuando rezó sobre parcelas de terreno aleatoriamente elegidas para ver si las plantas crecían más rápidamente (no lo hacían).
Más recientemente, el físico Russell Stannard (uno de los tres científicos religiosos mejor conocidos, como veremos) hizo sentir su autoridad tras una iniciativa patrocinada, por supuesto, por la Fundación Templeton, para probar experimentalmente la propuesta de que rezar por los pacientes enfermos mejoraba su salud(36).
Tales experimentos, si se realizan de la forma adecuada, tienen que hacerse por el método del doble-ciego, criterio que se observó estrictamente. Los pacientes fueron asignados, al azar, a un grupo experimental (receptores de oraciones) o a un grupo de control (no receptores de oraciones). No se permitió conocer a los pacientes ni a sus médicos o cuidadores, ni a quienes hacían el experimento, por cuáles pacientes se estaba rezando y cuáles eran del grupo de control. Aquellos que estaban rezando por el grupo experimental tenían que conocer el nombre de los individuos por quienes estaban rezando —de otro modo, ¿cómo podrían rezar por ellos en vez de por otra persona?—. Pero se tuvo mucho cuidado en decirles solo el nombre de pila y la inicial de su primer apellido. Evidentemente eso sería suficiente para que Dios localizara la cama correcta del hospital.
La propia idea de realizar tales experimentos está expuesta a ser ridiculizada y, como era de esperar, el proyecto lo fue. Hasta donde sé, Bob Newhart no hizo una parodia sobre ello, pero puedo escuchar claramente su voz:
¿Qué es lo que dices, Señor? ¿Que no puedes curarme porque soy un miembro del grupo de control?… Oh, ya veo, las plegarias de mi tía no son suficientes. Pero, Señor, el señor Evans está en la cama de al lado… ¿Qué es esto, Señor?… ¿El señor Evans recibe mil oraciones diarias?… Pero, Señor, el señor Evans no conoce a mil personas… Oh, ellos se refieren a él como John E. Pero, Señor, ¿cómo sabes que no se están refiriendo a John Ellsworthy?… Ah, correcto, has utilizado tu omnisciencia para saber a qué John E. se estaban refiriendo. Pero, Señor…
Enfrentándose con valentía a todas las burlas, el equipo de investigadores siguió adelante, gastando 2,4 millones de dólares de los fondos Templeton, bajo la dirección del doctor Herbert Benson, un cardiólogo del Mind/Body Medical Institute, cercano a Boston. Pronto se refirieron al doctor Benson en una nota de prensa de la Fundación Templeton como: «crece la convicción de que hay pruebas de la eficacia de las oraciones intercesivas en escenarios médicos». Por lo tanto, y tranquilizadoramente, la investigación estaba en buenas manos y era improbable que se echara a perder por vibraciones escépticas. El doctor Benson y su equipo controlaron en seis hospitales a 1.802 pacientes, a todos los cuales se les había practicado cirugía cardíaca para implantarles un bypass. Se dividió a los pacientes en tres grupos. El grupo 1 estaba formado por pacientes que recibían oraciones y no lo sabían. Los del grupo 2 (el grupo de control) no recibían oraciones y no lo sabían. Los del grupo 3 recibían oraciones y lo sabían. La comparativa entre los grupos 1 y 2 analizaba la eficacia de las oraciones intercesivas. Al grupo 3 se le analizaba para evaluar los posibles efectos psicosomáticos que provocaba el saber que se estaba rezando por ellos.
Las personas encargadas de rezar fueron enviadas por las congregaciones de tres iglesias, una de Minnesota, otra de Massachusetts y otra de Missouri, todas ellas alejadas de los tres hospitales. A los individuos que rezaban, como ya se ha dicho, solo les daban el nombre propio y la inicial del primer apellido de cada paciente por el que tenían que rezar. Es una buena práctica experimental estandarizar al máximo, por lo que en consecuencia les dijeron que incluyeran en sus oraciones la frase: «por una cirugía de éxito con una rápida y saludable recuperación y sin complicaciones».
Los resultados, publicados en la revista American Heart Journal de abril de 2006, fueron inequívocos. No había diferencia entre aquellos pacientes por quienes se había rezado y aquellos otros por los que no. Qué sorpresa. Había diferencia entre aquellos que sabían que se estaba rezando por ellos y aquellos que no sabían de ninguna manera que no, pero en la dirección errónea. Aquellos que sabían que habían sido los beneficiarios de plegarias sufrían, significativamente, más complicaciones que los que no. ¿Estaba Dios castigándolos un poco, mostrando su desaprobación a toda esa banda de chiflados? Parece más probable que aquellos pacientes que sabían que se estaba rezando por ellos sufrieran un estrés adicional como consecuencia de cierta «ansiedad de funcionamiento», tal como los investigadores indicaron. El doctor Charles Bethea, uno de los investigadores, dijo: «Lo que pudo pasar es que ellos sintieran incertidumbre, preguntándose: ¿estoy tan enfermo que tienen que incluirme en las oraciones de su grupo? En nuestra litigiosa sociedad actual, ¿sería mucho esperar que aquellos pacientes que sufrieron complicaciones cardíacas a consecuencia de saber que se estaba rezando por ellos presentaran una demanda conjunta contra la Fundación Templeton?».
No sería muy sorprendente que los teólogos se opusieran a este estudio, preocupados quizá sobre su capacidad para ridiculizar a la religión. Tras el fallido estudio, el teólogo de Oxford Richard Swinburne escribía oponiéndose a él desde su base, dado que Dios respondía solo a las plegarias que se ofrecían por buenas razones(37). Rezar por unos en vez de por otros, simplemente porque les había tocado así en el diseño de un experimento doble-ciego, no constituía una buena razón. Dios debería haber mirado un poco más allá. Esto fue, efectivamente, el tema de mi sátira de Bob Newhart, y Swinburne tenía razón al hacerlo así también. Pero, en otras partes de su escrito, el propio Swinburne va más allá de la sátira. No por primera vez, busca justificar el sufrimiento en un mundo gobernado por Dios:
Mi sufrimiento me da la oportunidad de demostrar valor y paciencia. Me da la oportunidad de comprenderme y ayudarme a aliviar mi sufrimiento. Y le da a la sociedad la oportunidad de elegir si quiere invertir o no grandes cantidades de dinero en intentar encontrar una cura para este o aquel tipo particular de sufrimiento… A pesar de que Dios lamenta nuestros sufrimientos, seguramente su gran preocupación sea que cada uno de nosotros muestre paciencia, compasión y generosidad y, por ello, moldear un carácter santo. Algunas personas necesitan estar enfermas para su propio bien y algunas otras necesitan en gran medida estar enfermas para beneficiar a los demás. Solo de esa forma se puede animar a algunas personas a hacer elecciones importantes acerca del tipo de persona que van a ser. Para otros, la enfermedad no es tan valiosa.
Este grotesco razonamiento, tan irrefutablemente típico del pensamiento teológico, me recuerda una ocasión en la que yo estaba en un debate televisivo con Swinburne y con nuestro colega de Oxford el profesor Peter Atkins. En un momento determinado, Swinburne intentó justificar el Holocausto sobre la base de que había dado a los judíos una maravillosa oportunidad para ser valientes y nobles. Peter Atkins refunfuñó magníficamente: «Púdrase en el infierno»[20].
En el artículo de Swinburne aparece con posterioridad otro típico razonamiento teológico. Correctamente sugiere que si Dios quisiera demostrar su propia existencia hubiera encontrado mejores formas de hacerlo que inclinar ligeramente las estadísticas de curación de pacientes cardíacos experimentales frente a los del grupo de control. Si Dios existía y quería convencernos de ello, podría «haber llenado el mundo de supermilagros». Pero entonces Swinburne dejó caer otra perla: «De todos modos, hay bastantes pruebas de la existencia de Dios, y demasiadas pueden no ser buenas para nosotros». ¡Demasiadas pueden no ser buenas para nosotros! Leámoslo de nuevo. Demasiadas pruebas pueden no ser buenas para nosotros. Richard Swinburne es el titular, recientemente jubilado, de una de las cátedras de teología británicas más prestigiosas, y es miembro de la Academia Británica. Si lo que se busca es un teólogo, no hay muchos más distinguidos que él. Pero quizá no queramos un teólogo.
Swinburne no fue el único teólogo que renegó del estudio tras el fracaso. Al reverendo Raymond J. Lawrence se le cedió un generoso espacio en The New York Times para explicar por qué los líderes religiosos responsables «respirarán aliviados» al no poderse encontrar pruebas de que las plegarias intercesivas hubieran tenido efecto alguno(38). ¿Hubiera sido otro el cantar si el estudio Benson hubiera tenido éxito al demostrar el poder de la oración? Puede que no; pero podemos estar seguros de que para muchos otros pastores y teólogos, sí. El artículo del reverendo Lawrence es memorable sobre todo por la siguiente revelación: «Recientemente, un colega me habló acerca de una mujer devota y bien educada que acusó a un médico de mala praxis en el tratamiento de su marido. Durante la agonía de este último, alegó, el médico había olvidado rezar por él». Otros teólogos se unen a los escépticos MANS al afirmar que estudiar las plegarias de esta forma es un derroche económico porque las influencias sobrenaturales están, por definición, más allá del alcance de la ciencia. Pero, tal y como correctamente reconoció la Fundación Templeton cuando financió el estudio, el presunto poder de la oración está, al menos en principio, dentro del alcance de la ciencia. Se podía llevar a cabo un experimento doble-ciego, y así se hizo. Podía haber producido un resultado positivo. Y si así hubiera sido, ¿pueden imaginar que un apologista religioso lo hubiera rechazado basándose en que la investigación científica no tiene relación con los asuntos religiosos? Por supuesto que no.
No es necesario decir que los resultados negativos del experimento no van a afectar a la fe. Bob Barth, el director espiritual del clero de Missouri que proporcionó algunas de las personas que rezaban en el experimento, dijo: «Una persona de fe diría que este estudio es interesante, pero hemos estado rezando durante mucho tiempo y hemos visto cómo funcionan las plegarias; sabemos que funcionan, y la investigación sobre oraciones y espiritualidad está comenzando ahora. Bien, vale: sabemos desde nuestra fe que la oración funciona, por lo que si no hay pruebas que lo demuestren, lucharemos hasta que finalmente consigamos el resultado que queremos».
Otro posible motivo para aquellos científicos que insisten en el MANS —la invulnerabilidad de la ciencia frente a la Hipótesis de Dios— es una agenda política especialmente americana, provocada por la amenaza del creacionismo populista. En algunas partes de Estados Unidos, la ciencia está bajo el ataque de una bien organizada, políticamente bien relacionada y, sobre todo, bien financiada oposición, y la enseñanza de la evolución está en las trincheras de primera línea. Podría perdonarse a los científicos que se sintieran amenazados, porque la mayoría de los fondos para investigación provienen, en realidad, del Gobierno, y los diputados electos tienen que responder a los electores ignorantes y perjudicados, así como a los bien informados. Como respuesta a esas amenazas ha surgido un grupo de poder en defensa de la evolución, cuya más notable representación es el Centro Nacional para la Educación Científica (National Center for Science Education, NCSE), dirigido por Eugenie Scott, una activista infatigable en nombre de la ciencia, quien ha financiado recientemente la publicación de su propio libro, Evolución frente a Creacionismo. Uno de los principales objetivos políticos del NCSE es tratar de ganarse y movilizar opiniones religiosas «sensibles»: relevantes hombres y mujeres de iglesia que no tengan problemas con la evolución y que la puedan considerar irrelevante (o incluso, de cierta extraña manera, relevante) para su fe. Es a esta corriente principal de clérigos, teólogos y creyentes no fundamentalistas, desconcertados como están por el creacionismo y por la mala fama que está dando a la religión, a la que parece que este grupo de poder está intentando apelar. Y una forma de actuar es hacer todo lo posible adhiriéndose al MANS —y aceptando que la ciencia no es algo amenazante en absoluto, porque está desconectada de lo que la religión reclama.
Otra prominente personalidad de lo que podríamos llamar la Escuela de Evolucionistas Neville-Chamberlain es el filósofo Michael Ruse, un eficaz luchador contra el creacionismo(39) tanto sobre el papel como en los tribunales. Se proclama ateo, pero en su artículo del Playboy expuso su visión de que
… el enemigo de nuestros enemigos es nuestro amigo. Demasiado a menudo los evolucionistas malgastan el tiempo insultando a quienes deberían ser sus aliados. Esto es especialmente cierto para los evolucionistas seglares. Los ateos pasan más tiempo parando a cristianos compasivos que el que utilizan para contar a los creacionistas. Cuando el papa Juan Pablo II escribió una carta aprobando el darwinismo, la respuesta de Richard Dawkins fue simplemente que el Papa era un hipócrita, que no podía ser sincero acerca de la ciencia y que el propio Dawkins simplemente prefería a los fundamentalistas honestos.
Desde un punto de vista puramente táctico, puedo identificar el superficial llamamiento que supone la comparación de Ruse con la lucha contra Hitler: «A Winston Churchill y a Franklin Roosevelt no les gustaba Stalin y el comunismo. Pero en la lucha contra Hitler se dieron cuenta de que tenían que trabajar conjuntamente con la Unión Soviética. Igualmente, los evolucionistas de cualquier tipo deberían trabajar juntos para luchar contra el creacionismo». Pero finalmente me adhiero a la postura de mi colega, el genetista de Chicago Jerry Coyne, quien escribió que
… Ruse falló al identificar la naturaleza real del conflicto. No se trata de evolución frente a creacionismo. Para científicos tales como Dawkins y Wilson [E. O. Wilson, el célebre biólogo de Harvard], la lucha real está entre el racionalismo y la superstición. La ciencia no es más que una forma de racionalismo, mientras que la religión es la forma más común de superstición. El creacionismo es simplemente un síntoma de lo que ellos perciben como el mayor enemigo: la religión. Mientras que la religión puede existir sin el creacionismo, el creacionismo no puede existir sin la religión(40).
Tengo una cosa en común con los creacionistas. Igual que yo, pero a diferencia con la «Escuela Chamberlain», ellos no tendrán relación con el MANS y sus magisterios separados. Lejos de respetar la separación del campo científico, a los creacionistas nada les gusta más que pisotear con sus sucias suelas todo lo que hay a su alrededor. Y también pelean sucio. Los abogados de los creacionistas, en juicios en todos los banquillos americanos, llaman como testigos a evolucionistas que sean abiertamente ateos. Sé —con gran disgusto mío— que mi nombre se ha usado de esta forma. Es una táctica muy eficaz, porque es muy probable que los jurados seleccionados aleatoriamente incluyan individuos criados en la creencia de que los ateos son demonios en carne y hueso, o individuos parecidos a los pedófilos o a los terroristas (el equivalente actual a las brujas de Salem o a la «caza de brujas» de McCarthy). Cualquier abogado creacionista que me saque al estrado se ganaría de inmediato al jurado simplemente preguntándome: «¿Le ha influido el conocimiento que tiene de la evolución a la hora de ser ateo?». Yo tendría que responder que sí y, de un plumazo, habría perdido la confianza del jurado. Por contraste, la respuesta jurídicamente correcta desde el punto de vista de un laico debería ser: «Mis creencias religiosas, o la ausencia de ellas, son un asunto privado: ni le interesan a este tribunal ni están conectadas en forma alguna con mi ciencia». Francamente, yo no podría responder esto, por las razones que explicaré en el capítulo 4.
La periodista de The Guardian Madeleine Bunting escribió un artículo titulado «Por qué el lobby del diseño inteligente agradece a Dios la existencia de Richard Dawkins»(41). No existe indicio alguno de que consultara a nadie, excepto a Michael Ruse, y su artículo bien podría haber sido escrito en la sombra por él[21]. Dan Dennett replicó, citando oportunamente al Tío Remus:
Encuentro divertido que dos ingleses —Madeleine Bunting y Michael Ruse— hayan caído en una versión de uno de los timos más famosos del folclore americano («Por qué el lobby del diseño inteligente agradece a Dios la existencia de Richard Dawkins», del 27 de marzo). Cuando el Hermano Conejo fue atrapado por el zorro, le rogó: «Oh, por favor, por favor, Hermano Zorro, haz lo que quieras, pero no me arrojes en este horrible zarzal», lugar en donde estaría sano y salvo después de que el zorro hiciera eso precisamente. Cuando el propagandista americano William Dembski escribió de forma muy tensa a Richard Dawkins, diciéndole que guardara el trabajo fino en beneficio del diseño inteligente, Bunting y Ruse se lo tragaron: «Oh, caramba, Hermano Zorro, tu enérgica afirmación de que la biología evolutiva desaprueba la idea de un Dios creador pone en peligro la enseñanza de la biología en la clase de ciencias, en tanto que se enseña que podría violar la separación Iglesia-Estado». Bien, también debería dejar de enseñarse la fisiología, puesto que declara que los nacimientos virginales son imposibles…(42).
Todo este tema, incluyendo una invocación independiente al Hermano Conejo en el zarzal, está bien tratada por el biólogo Paul Z. Myers, cuyo blog «Pharyngula» puede consultarse como fuente fiable de mordaz sentido común(43).
No estoy sugiriendo que mis colegas del lobby de la conciliación sean necesariamente deshonestos. Puede que crean sinceramente en el MANS, a pesar de que no puedo dejar de preguntarme cuán minuciosamente han pensado en ello y cómo pueden reconciliar los conflictos internos en sus mentes. No hay necesidad de continuar con este asunto por el momento, pero cualquiera que quiera entender las declaraciones publicadas de científicos sobre materias religiosas haría bien en no olvidar el contexto político: la cultura surrealista está luchando para desgarrar a Estados Unidos. La conciliación tipo MANS aparecerá en un capítulo posterior. Aquí vuelvo al agnosticismo y a la posibilidad de hacer astillas nuestra ignorancia y reducir considerablemente nuestra incertidumbre acerca de la existencia o inexistencia de Dios.
Supongamos que la parábola de Bertrand Russell no se refiriera a una tetera en el espacio exterior, sino a la vida en el espacio exterior —el tema de la memorable negativa de Sagan a pensar con sus entrañas—. De nuevo, no podemos refutarlo, por lo que la única postura racional es el agnosticismo. Pero la hipótesis no va a seguir siendo frívola. No percibimos inmediatamente la improbabilidad extrema. Tenemos un interesante argumento basado en una prueba incompleta, y podemos apuntar el tipo de prueba que haría decrecer nuestra incertidumbre. Nos escandalizaría si nuestro Gobierno invirtiera en carísimos telescopios con el único propósito de buscar teteras orbitantes. Pero valoramos el hecho de que se invierta dinero en el SETI[22], la búsqueda de inteligencia extraterrestre, utilizando radiotelescopios para escudriñar los cielos, con la esperanza de localizar señales de alienígenas inteligentes.
Yo elogié a Carl Sagan por negarse a pensar con las entrañas acerca de la vida alienígena. Pero uno puede (y Sagan lo hizo) hacer una sensata valoración de qué necesitaríamos conocer para estimar la probabilidad. Esto podría empezar por nada más que una lista de nuestros puntos de ignorancia, como en la famosa Ecuación de Drake, que, en la ignorancia de Paul Davies, recoge probabilidades. Afirma que para estimar el número de civilizaciones evolucionadas independientemente en el Universo hay que multiplicar siete factores. Esos siete factores incluyen el número de estrellas, el número de planetas similares a la Tierra por cada estrella y su probabilidad, y los otros que no necesito listar porque la única idea que propongo es que todos ellos son desconocidos o están estimados con enormes márgenes de error. Cuando se multiplican tantos términos que son completa o parcialmente desconocidos, el producto —el número estimado de civilizaciones alienígenas— tiene unas barras de error tan colosales que el agnosticismo parece una postura muy razonable, cuando no la única creíble.
Algunos de los términos de la Ecuación de Drake son ya menos desconocidos que cuando la redactó por primera vez en 1961. En aquel momento, nuestro Sistema Solar de planetas orbitando alrededor de una estrella central era el único conocido, junto con las analogías locales proporcionadas por los sistemas de satélites de Júpiter y Saturno. Nuestra mejor estimación del número de sistemas orbitales del Universo estaba basada en modelos teóricos, junto con el más informal «principio de mediocridad»: el sentimiento (nacido de las incómodas lecciones de historia de Copérnico, Hubble y otros) de que no debería haber nada particularmente inusual sobre el lugar en el que nos ha tocado vivir. Desafortunadamente, el principio de mediocridad está a su vez castrado por el principio «antrópico» (véase el capítulo 4); si nuestro Sistema Solar fuera el único del Universo, aquí es precisamente donde nosotros, como seres que piensan en esas materias, deberíamos vivir. El propio hecho de nuestra existencia podría determinar de forma retrospectiva que vivimos en un lugar extremadamente no-mediocre.
Pero las estimaciones actuales de la ubicuidad de los sistemas solares no se basan más en el principio de mediocridad; están informadas por la prueba directa. El espectroscopio, némesis del positivismo de Comte, golpea de nuevo. Nuestros telescopios apenas tienen potencia suficiente como para poder observar directamente a planetas alrededor de otras estrellas. Pero la posición de una estrella está perturbada por la tensión gravitacional que ejercen sus planetas al girar a su alrededor y los espectroscopios pueden captar los cambios en el efecto Doppler en el espectro estelar, al menos en los casos en los que el planeta perturbador es lo bastante grande. Utilizando principalmente este método, en el momento de escribir este libro conocemos 170 planetas extrasolares que orbitan alrededor de 147 estrellas(44), pero la cifra habrá aumentado seguramente cuando usted lo lea. Hasta ahora, hay voluminosos «Júpiteres», porque solo los planetas a partir de ese tamaño son lo suficientemente grandes como para perturbar a sus estrellas en la zona de detectabilidad de los espectroscopios actuales.
Al menos cuantitativamente hemos mejorado nuestra estimación de un término anteriormente oculto de la Ecuación de Drake. Esto permite un significativo, aunque todavía moderado, alivio de nuestro agnosticismo sobre el valor final arrojado por la ecuación. En otras palabras, debemos seguir siendo agnósticos sobre la vida, aunque un poco menos agnósticos, porque somos un poco menos ignorantes. La ciencia puede hacer pedazos el agnosticismo, del mismo modo que Huxley hizo todo lo posible para negar en el especial caso de Dios. Estoy arguyendo que, a pesar de la educada abstinencia de Huxley, Gould y muchos otros, la cuestión de Dios no está ni en principio ni para siempre fuera del ámbito de la ciencia. Como ocurre con la naturaleza de las estrellas, contra Comte y con la posibilidad de vida a su alrededor, la ciencia al menos puede hacer incursiones probabilísticas en el territorio del agnosticismo.
Mi definición de la Hipótesis de Dios incluía las palabras «sobrehumano» y «sobrenatural». Para aclarar la diferencia, imaginemos que un radiotelescopio del SETI realmente captara una señal del espacio exterior que mostrara, de forma inequívoca, que no estamos solos. De hecho, esta no es una cuestión trivial, es decir, qué tipo de señal nos convencería de su origen inteligente. Un buen método es darle la vuelta a la cuestión. ¿Qué deberíamos hacer inteligentemente para publicitar nuestra presencia a oyentes extraterrestres? Los pulsos rítmicos no deberían valer. Jocelyn Bell Burnell, la radioastrónoma que descubrió por primera vez el púlsar en 1967, se sintió movida a llamarla, irónicamente, la señal de los PHV (Pequeños Hombrecillos Verdes), por la precisión de sus 1,33 segundos de periodicidad. Posteriormente encontró un segundo púlsar, en algún otro lugar del firmamento y con diferente periodicidad, que descartaba en gran medida la hipótesis de los PHV. Los ritmos metronómicos pueden estar generados por muchos fenómenos no inteligentes, desde ramas que se balancean hasta el goteo del agua, desde lapsos de tiempo en órbitas retroalimentadas y autorreguladas hasta cuerpos celestes girando y orbitando. Se han descubierto más de mil púlsares en nuestra galaxia, y se acepta de forma general que cada uno de ellos es una estrella de neutrones giratoria que emite energía radiante que hace un barrido como el haz de luz de un faro. Es asombroso pensar en una estrella que orbita en una escala temporal de segundos (imaginemos que cada uno de nuestros días durase solo 1,33 segundos, en lugar de veinticuatro horas), pero simplemente todo lo que conocemos acerca de las estrellas de neutrones es asombroso. La idea es que el fenómeno púlsar se entiende ahora como un producto de simple física, no de inteligencia alguna.
Por lo tanto, nada que sea simplemente rítmico anunciaría nuestra presencia inteligente en el expectante Universo. A menudo se menciona que una opción serían los números primos, en tanto que es difícil pensar en un proceso puramente físico que pudiera generarlos. Ya mediante la detección de números primos, o mediante otros medios, imaginemos que el SETI llega a la prueba inequívoca de inteligencia extraterrestre, seguida, quizá, por una gran transmisión de conocimiento y sabiduría, en la línea de ciencia ficción de la obra de Fred Hoyle A de Andrómeda, o en la de Carl Sagan Contacto. ¿Deberíamos responder? Algo semejante a la adoración sería una reacción perdonable, porque es probable que cualquier civilización capaz de emitir señales en una distancia tan inmensa sea enormemente superior a la nuestra. Incluso si esa civilización no es más avanzada que la nuestra en el momento de la transmisión, la enorme distancia entre nosotros nos faculta para calcular que debe estar a milenios de nosotros en el momento en que el mensaje nos alcance (a menos que se hubieran llevado a sí mismos a la extinción, lo que no es improbable).
Tanto si alguna vez tenemos conocimiento de ellos como si no, muy probablemente hay civilizaciones alienígenas que son sobrehumanas, en el sentido de ser similares a Dios en modos que exceden cualquier cosa que un teólogo pudiera posiblemente imaginar. Sus alcances técnicos nos parecerían sobrenaturales y los nuestros parecerían campesinos de la Edad Oscura transportados al siglo XXI. Imaginemos sus reacciones frente a un ordenador portátil, a un teléfono móvil, a la bomba de hidrógeno o a un avión Jumbo. Como dijo Arthur C. Clarke en su Tercera Ley: «Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Los milagros forjados por nuestra tecnología habrían parecido a los antiguos no menos notables que la historia de Moisés separando las aguas del mar Rojo, o Jesús caminando sobre ellas. Los alienígenas de nuestra señal del SETI serían como dioses para nosotros, tal como los misioneros fueron tratados como dioses (y explotaron a fondo ese inmerecido honor) cuando llegaron a culturas que estaban en la Edad de Piedra portando armas, telescopios, cerillas y almanaques que predecían eclipses al segundo.
Entonces, ¿en qué sentido no podrían ser dioses los más avanzados alienígenas del SETI? ¿En qué sentido podrían ser sobrehumanos pero no sobrenaturales? En un sentido muy importante, que va al fondo de este libro. La diferencia fundamental entre dioses y extraterrestres parecidos a Dios no reside en sus propiedades, sino en su origen. Las entidades que son lo suficientemente complejas como para ser inteligentes son producto de un proceso evolutivo. No importa cuán similares a dioses nos parezcan cuando los encontremos, no empezaron de esa manera. Los autores de ciencia ficción, como Daniel F. Galouye en Un mundo falsificado, han sugerido incluso (y no puedo pensar en cómo refutarlo) que vivimos en una simulación informática, establecida por una civilización enormemente superior. Pero los propios simuladores deberían provenir de algún sitio. Las leyes de la probabilidad prohíben todas las nociones de su aparición espontánea sin antecedentes más simples. Probablemente deban su existencia a una (quizá desconocida) versión de la evolución darwiniana: cierta clase de rueda de trinquete en oposición a los «ganchos celestiales», utilizando terminología de Daniel Dennett(45). Los «ganchos celestiales» —incluyendo todos los dioses— son hechizos mágicos. No hacen un trabajo explicatorio de buena fe y piden más explicaciones que las que dan. Las ruedas de trinquete son recursos explicativos que realmente explican. La selección natural es el campeón de los trinquetes de todos los tiempos. Ha elevado la vida desde la simplicidad primitiva hasta las vertiginosas alturas de complejidad, belleza y diseño aparente que hoy nos deslumbran. Este será un tema predominante del capítulo 4, «Por qué es casi seguro que no hay Dios». Pero primero, antes de proceder con mi principal razón para no creer en la existencia de Dios, tengo la responsabilidad de eliminar los argumentos positivos para creer que nos han sido ofrecidos a lo largo de la Historia.