Prólogo

—Tengo el presentimiento de que encontraremos en el valle de Biban al-Moluk una tumba inviolada —decía a un joven inglés de porte aristocrático un personaje mucho más humilde, mientras secaba con un gran pañuelo a cuadros azules su frente calva perlada de gotas de sudor, lo que hacía que pareciese una vasija de arcilla de Tebas a la que hubiesen llenado de agua.

—Que Osiris le oiga —respondió al doctor alemán el joven lord—. Es una invocación que podemos permitirnos delante de la antigua Diospolis Magna; pero son ya muchas las veces en que acabamos frustrados; los ladrones de tumbas siempre se nos han adelantado.

—Una tumba que no haya sido excavada ni por los reyes pastores, ni por los medos de Cambises, ni por los griegos, ni por los romanos, ni por los árabes, y que reserve para nosotros sus riquezas intactas y su misterio —continuó el sabio con un entusiasmo que hacía relucir sus pupilas detrás de los cristales azules de sus gafas.

—Y sobre la que usted publicará un artículo erudito que le situará en la ciencia de la arqueología a la altura de Champollion, de Rosellini, de Wilkinson, de Lepsius y de Belzoni —dijo el joven lord.

—Se lo dedicaré, milord, se lo dedicaré: porque sin usted, que me ha tratado con una generosidad regia, nunca habría logrado confirmar mi sistema por medio del examen de los monumentos, y habría muerto en mi pequeña ciudad alemana sin haber contemplado las maravillas de esta tierra antigua —repuso el sabio, visiblemente emocionado.

Esta conversación tenía lugar no lejos del Nilo, a la entrada del valle de Biban al-Moluk. La mantenían lord Evandale, montado en un caballo árabe, y el doctor Rumphius, acomodado con mayor modestia sobre un asno cuya grupa flaca azotaba con su bastón un fellah. La embarcación que había transportado a los dos viajeros, y que durante su estancia iba a servirles de alojamiento, estaba amarrada en la orilla opuesta del Nilo, frente a la aldea de Luxor, con los remos alzados y las grandes velas triangulares plegadas y sujetas a las vergas. Después de dedicar varios días a la visita y el estudio de las asombrosas ruinas de Tebas, residuos gigantescos de un mundo desmesurado, habían cruzado el río en un sandal (una especie de gabarra ligera propia del país), y se dirigían a la árida cadena montañosa que encierra en su seno, en el fondo de misteriosos hipogeos, a los antiguos habitantes de los palacios de la otra orilla. Algunos miembros de la tripulación acompañaban a distancia a lord Evandale y al doctor Rumphius, mientras los demás guardaban la embarcación tendidos en el puente a la sombra de la cabina, fumando apaciblemente en pipa.

Lord Evandale era uno de esos jóvenes ingleses, irreprochables desde cualquier punto de vista, que constituyen el tributo entregado a la civilización por la aristocracia británica: exhibía en todas partes la seguridad desdeñosa que le proporcionaban una gran fortuna hereditaria, un nombre histórico inscrito en los libros nobiliarios, y una belleza tal que sólo podía decirse de ella que era demasiado perfecta para un hombre. En efecto, su cabeza, de rasgos puros aunque algo fríos, semejaba una copia en cera de la de Meleagro o la de Antinoo. El tono rosado de sus labios y sus mejillas parecía realzado por el carmín y los afeites, y sus cabellos de un tono rubio oscuro se rizaban naturalmente con toda la corrección que les habrían impuesto un peluquero experimentado o un hábil ayuda de cámara. Sin embargo, la firme mirada de sus pupilas de un azul acerado y el ligero sarcasmo con que avanzaba el labio inferior, corregían cualquier sugerencia de afeminamiento en su aspecto.

El joven lord, miembro del Yacht Club, se permitía de vez en cuando el capricho de una excursión en su ligera embarcación, llamada Puck, construida con madera de teca, acondicionada como un boudoir y conducida por una tripulación poco numerosa pero compuesta por marinos bien seleccionados. El año anterior había visitado Islandia; el presente año su destino era Egipto, y el yate lo esperaba en la rada de Alejandría. Para que el viaje no resultara inútil, le acompañaban un sabio, un médico, un naturalista, un dibujante y un fotógrafo. El mismo había estudiado mucho, y sus éxitos mundanos no habían hecho olvidar sus triunfos en la Universidad de Cambridge. Vestía con la rectitud y el esmero meticuloso característicos de los ingleses, que recorren las arenas del desierto con la misma indumentaria con la que se pasearían por la escollera de Ramsgate o las amplias aceras del West End londinense. Un paleto, un chaleco y unos pantalones de cutí blanco, concebidos para refractar los rayos solares, componían su atuendo, completado por una fina corbata azul a topos blancos y un sombrero panamá de textura extremadamente fina, provisto de un velo de gasa.

Rumphius, el egiptólogo, conservaba, a pesar de aquel clima ardiente, la levita negra tradicional del sabio con sus faldones sueltos; el calor había deformado el cuello duro, y los botones estaban tan desgastados que algunos habían escapado de su envoltorio de seda. El pantalón negro brillaba por el roce frecuente, y la trama se transparentaba en algunos lugares; cerca de la rodilla derecha, un observador atento habría advertido, sobre el fondo gris de la tela, unas rayas paralelas de un tono más intenso, testimonio de la costumbre del sabio de secar en esa parte de su atuendo la pluma demasiado cargada de tinta. La corbata de muselina, de nudo flojo, flotaba alrededor del cuello, singular por lo prominente de ese cartílago que las mujeres llaman nuez de Adán. Por más que vistiera con la negligencia propia de un científico, Rumphius no era un hombre guapo: algunos cabellos rojizos, entreverados con hebras grises, se agrupaban detrás de sus orejas de soplillo y se rebelaban contra el cuello demasiado alto de la camisa; su cráneo, completamente calvo, brillaba como un espejo por encima de una nariz de una longitud prodigiosa, esponjosa y abultada en la punta, configuración que, unida a los discos azulados de las gafas, le daban un vago parecido con el ibis, enfatizado aún más por unos hombros hundidos, lo que constituía un aspecto muy adecuado y casi providencial para un descifrador de inscripciones y cartuchos jeroglíficos. Podía tomársele por un dios ibiocéfalo[2] como los que aparecen en los murales funerarios, confinado en un cuerpo de sabio como consecuencia de alguna transmigración.

El lord y el doctor caminaban hacia los riscos verticales que encierran el valle fúnebre de Biban al-Moluk, la necrópolis real de la antigua Tebas, enfrascados en la conversación que hemos reseñado, cuando, surgiendo como un troglodita de la boca oscura de un sepulcro vacío, residencia ordinaria de los fellahs, apareció bruscamente en escena un nuevo personaje, vestido de una manera bastante teatral, que se plantó delante de los viajeros y les saludó con esa elegante reverencia de los orientales, a la vez humilde, amistosa y digna.

Era un griego, contratista de excavaciones, mercader y fabricante de antigüedades, vendedor en caso de necesidad de lo nuevo, cuando lo antiguo faltaba. Por lo demás, nada en él denunciaba al vulgar y famélico explotador de extranjeros. Iba tocado con un tarbuj de fieltro rojo, cubierto por detrás por un largo chal de seda de color azul, y que dejaba ver, bajo el estrecho reborde blanco de un primer casquete de tela pespunteada, unas sienes despejadas y una barbilla bien rasurada. La tez olivácea, las cejas negras, la nariz ganchuda, los ojos de ave de rapiña, los enormes bigotes, el mentón casi partido por un hoyuelo que parecía la cicatriz de un sablazo, le habrían dado la exacta fisonomía de un bandido si la dureza de sus rasgos no se viese suavizada por una actitud servicial y la sonrisa servil del especulador en contacto frecuente con el público. La ropa que vestía estaba muy limpia: consistía en una chaqueta canela con trencilla de seda del mismo color, cnemidas (una especie de polainas) de una tela similar, un chaleco blanco adornado con botones que imitaban flores de margarita, un ancho cinturón rojo e inmensos calzones amplios de innumerables pliegues.

Ese griego llevaba mucho tiempo observando la canga anclada delante de Luxor. Por sus dimensiones, el número de remeros, el lujo de la decoración y, sobre todo, por el pabellón de Inglaterra que ondeaba en la popa, su instinto mercantil había detectado la presencia de algún rico viajero cuya curiosidad científica podría explotar, y que no se contentaría con estatuillas de arcilla esmaltada azul o verde, escarabajos grabados, reproducciones en papel de paneles con jeroglíficos y otras muestras menores del arte egipcio.

Siguió las idas y venidas de los viajeros por entre las ruinas y, sabedor de que una vez satisfecha su curiosidad no dejarían de cruzar el río para visitar los hipogeos reales, les esperaba en su propio terreno, seguro de sacarles algo; consideraba aquel territorio fúnebre como de su propiedad, y echaba de él sin contemplaciones a los merodeadores que se atrevían a husmear por las cercanías de las tumbas.

Con la astucia característica de los griegos, por el aspecto de lord Evandale calculó con rapidez los ingresos probables de Su Señoría, y tomó la resolución de no engañarle, pensando que ganaría más dinero con la verdad que con una mentira. También renunció a la idea de pasear al noble inglés por los hipogeos recorridos centenares de veces ya, y descartó la opción de incitarle a excavar en lugares en los que sabía que no encontraría nada, porque ya él mismo había extraído y vendido muy caro cuanto en ellos había de curioso. Argiropoulos (así se llamaba el griego) había explorado rincones del valle mucho menos frecuentados que otros, porque hasta entonces no se había producido ningún hallazgo en ellos, y sospechaba que en cierto lugar, detrás de unas rocas cuya disposición parecía fruto del azar, era posible que se encontrase la entrada de una galería disimulada con especial cuidado, algo que su gran experiencia en ese género de investigaciones le había permitido reconocer por mil indicios imperceptibles para ojos menos clarividentes que los suyos, agudos y penetrantes como los de los gipaetos posados en el entablamento de los templos. Dos años atrás había hecho aquel descubrimiento, y desde entonces se había abstenido de dirigir sus pasos o sus miradas hacia aquel lugar, por miedo de dar alguna pista a los violadores de tumbas.

—¿Vuestra Señoría tiene intención de iniciar alguna excavación? —preguntó Argiropoulos en una especie de jerga cosmopolita cuya sintaxis embrollada y sus consonantes extrañas no intentaremos reproducir, pero que imaginarán sin esfuerzo todos aquéllos que hayan recurrido a los servicios de esos drogmans políglotas que de tantas lenguas que intentan utilizar acaban por no saber ninguna. Por fortuna, lord Evandale y su sabio acompañante conocían todos los idiomas maltratados por Argiropoulos—. Puedo poner a su disposición un centenar de intrépidos fellahs que, espoleados por el courbach[3] y el hachich, arañarían con las uñas la tierra hasta llegar a su centro. Podemos intentar, si place a Vuestra Señoría, desenterrar una esfinge, desescombrar un templo, abrir un hipogeo…

Al observar que tan apetitosa enumeración dejaba al lord impasible y que una sonrisa de escepticismo se dibujaba en los labios del sabio, Argiropoulos comprendió que no estaba ante unos extranjeros incautos y se reafirmó en la idea de vender al inglés el hallazgo con que contaba para redondear su pequeña fortuna y reunir la dote para su hija.

—Adivino que sois sabios y no simples viajeros, y que las curiosidades vulgares no os atraen —continuó, hablando en un inglés mucho menos contaminado de griego, árabe e italiano—. Os mostraré una tumba que ha escapado hasta ahora a las investigaciones de los excavadores, y que nadie excepto yo conoce; es un tesoro que he reservado con el mayor celo para una persona que sea digna de él.

—Y se lo harás pagar muy caro a esa persona —dijo el lord con una sonrisa.

—Mi franqueza me impide contradecir a Vuestra Señoría; espero conseguir un buen precio por mi descubrimiento; en este mundo, todos vivimos de nuestras habilidades: la mía consiste en desenterrar faraones y venderlos a los extranjeros. Al ritmo que llevamos, el faraón empieza a escasear; no hay suficientes para satisfacer la demanda. Se trata de un artículo muy solicitado, y hace mucho tiempo que ha dejado de fabricarse.

—En efecto —dijo el sabio—, hace ya bastantes siglos que los colquitas, los parasquistas y los tarisqueutes han cerrado sus talleres, y que los vivos han desertado de los Memnonia, los tranquilos barrios de los muertos.

El griego miró al alemán de soslayo al oír estas palabras; pero juzgó, por su raída vestimenta, que no tenía voto decisorio en la cuestión, y siguió tomando al lord como único interlocutor.

—Por una tumba de la mayor antigüedad, milord, y que ninguna mano humana ha tocado desde que, hace más de tres mil años, los sacerdotes cegaron con rocas la entrada, ¿es demasiado pedir mil guineas? En verdad, se trata de un precio regalado, porque es posible que la tumba encierre montones de oro, collares de diamantes y perlas, pendientes de rubíes, sellos de zafiro, ídolos antiguos de metales preciosos, monedas…, de todo lo cual puede sacarse buen partido.

—Es usted un charlatán redomado —dijo Rumphius—. Pregona bien su mercancía, pero sabe mejor que nadie que tales cosas no se encuentran en las sepulturas egipcias.

Argiropoulos comprendió que estaba tratando con expertos y dejó de charlatanear al instante. Se volvió a Evandale, y le dijo:

—Y bien, milord, ¿le interesa el trato?

—De acuerdo en las mil guineas —respondió el joven lord—, si la tumba nunca ha sido abierta, como afirmas, y nada…, si una sola piedra ha sido removida por las palas de los buscadores.

—Y con la condición —intervino el prudente Rumphius— de que podamos llevarnos todo lo que encontremos en la tumba.

—Acepto —repuso Argiropoulos, con un aire de total seguridad en sí mismo—. Vuestra Señoría puede ir preparando ya sus banknotes y su oro.

—Querido señor Rumphius —dijo lord Evandale a su acompañante—, el deseo que expresaba usted hace un momento quizá se cumpla muy pronto; este buen hombre parece seguro de lo que ofrece.

—¡Dios lo quiera! —respondió el sabio, mientras se pasaba una y otra vez por el cráneo sudoroso la manga de su levita, con gesto de duda y escepticismo—. ¡Los griegos son unos mentirosos descarados! Cretae mendaces, decían los antiguos.

—Sin duda éste es un griego del continente —señaló lord Evandale—, y me parece que por una vez ha dicho la verdad.

El director de las excavaciones se adelantó unos pasos al lord y al sabio, como persona bien educada que conoce las reglas de la cortesía; caminaba con un paso alegre y seguro, como hombre que se siente en su propio terreno.

Pronto llegaron al estrecho desfiladero que da entrada al valle de Biban al-Moluk. Se diría que aquella cortadura había sido hecha por la mano del hombre en la gruesa muralla montañosa, en lugar de ser una abertura natural; como si el genio de la soledad hubiera querido hacer inaccesible aquella residencia de la muerte.

En las paredes cortadas a pico de la roca, la mirada discernía vagamente restos informes de esculturas roídas por el tiempo y que podían confundirse con asperezas de la piedra, que esbozaban los personajes fantasmales de un bajorrelieve semiborrado.

Más allá del desfiladero, el valle se ensanchaba un poco y ofrecía el espectáculo de la desolación más sombría.

A uno y otro lado se elevaban, en las escarpadas pendientes, masas enormes de rocas calizas rugosas, leprosas, desmenuzadas, agrietadas, pulverulentas, en plena descomposición bajo el sol implacable. Esas rocas semejaban osamentas de muertos calcinados en la hoguera, por sus profundas cavernas bostezaba su aburrimiento la eternidad, sus mil grietas imploraban la gota de agua que jamás caía. Las paredes subían casi verticales hasta una gran altura, y desgarraban con sus puntas, irregulares y grisáceas, el cielo de un tono azul índigo casi negro, como las almenas rotas de una gigantesca fortaleza en ruinas.

Los rayos del sol caían a plomo sobre uno de los lados del valle fúnebre, mientras que el otro estaba bañado por esa sombra cruda y azul de los países tórridos, que parece inverosímil en los países del norte cuando los pintores la reproducen, y que se recorta con tanta precisión como las sombras dibujadas en el plano trazado por un arquitecto.

El valle se prolongaba, formando recodos en ocasiones, y en otras estrangulándose en nuevos desfiladeros, siguiendo los avances y los retrocesos de los riscos y los cerros de la cadena montañosa bifurcada. Por una particularidad de esos climas en los que la atmósfera, enteramente privada de humedad, ofrece una transparencia perfecta, la perspectiva aérea era inexistente en aquel teatro de desolación; todos los detalles netos, precisos, áridos, se dibujaban, incluso en los puntos más alejados, con una sequedad despiadada, y su lejanía sólo se adivinaba por la pequeñez de sus dimensiones, como si la naturaleza cruel se hubiera propuesto no ocultar ninguna miseria, ninguna tristeza de aquella tierra descarnada, más muerta aún que los muertos que encerraba.

Por la ladera iluminada resbalaba, como una cascada de fuego, una luz cegadora, semejante a la que brota de los metales en fusión. Cada plano de la roca, metamorfoseado en un espejo ardiente, la reflejaba e incluso la aumentaba. Aquellas reverberaciones entrecruzadas, sumadas al escozor de los rayos que caían del cielo repercutidos por el sol, desarrollaban un calor similar al del interior de un horno, y el pobre doctor alemán no alcanzaba a enjugar el sudor que le corría por el rostro con su pañuelo de cuadros azules, empapado como si lo hubieran sumergido en agua.

En todo el valle no podía encontrarse una brizna de hierba, un abrojo, una liana, ni siquiera una placa de musgo que interrumpiese el tono uniformemente blancuzco de aquel paisaje calcinado. Las grietas y las anfractuosidades de las rocas no ofrecían el frescor suficiente para que la menor planta pudiera suspender de ellas su raquítica raíz. Se diría que aquello eran los montones de cenizas que habían quedado como residuo de una cadena montañosa que ardió en un gran incendio planetario, en la era de las catástrofes cósmicas: para dar mayor verosimilitud a la comparación, unas bandas anchas y oscuras, parecidas a cicatrices, surcaban el flanco gredoso de los escarpes.

Sobre aquella devastación reinaba un silencio absoluto que no turbaba ningún pálpito de vida, ni batir de alas, ni zumbido de insecto, ni roce de un lagarto o un reptil; ni siquiera la chicharra, esa amiga de las soledades calcinadas, dejaba oír su címbalo diminuto.

El suelo estaba formado por un polvo micáceo, brillante, y de tanto en tanto se alzaban montículos procedentes de las lascas arrancadas a las profundidades de la montaña por el terco pico de generaciones ya desaparecidas y el cincel de los obreros trogloditas que preparaban en la sombra la morada eterna de los muertos. Las entrañas fragmentadas de la montaña habían generado otras montañas, amontonamientos inestables de pequeños pedazos de roca, que parecían elevaciones naturales del terreno.

En los flancos de roca se abrían, aquí y allá, bocas negras rodeadas de bloques de piedra, agujeros cuadrados flanqueados por pilares historiados de jeroglíficos, y cuyos dinteles ostentaban cartuchos misteriosos en los que se distinguían, en un gran disco amarillo, el escarabeo sagrado, el sol con cabeza de carnero, y las diosas Isis y Neftis, arrodilladas o erguidas.

Eran las tumbas de los antiguos reyes de Tebas; pero Argiropoulos no se detuvo allí, y guió a los viajeros por una especie de rampa que no parecía a primera vista más que un pliegue en el flanco de la montaña, interrumpido en varias ocasiones por rocas desprendidas, y que conducía a una especie de estrecho rellano, una cornisa en saledizo en la pared vertical, en la que las rocas, azarosamente esparcidas, conservaban, si se observaba con atención, una especie de simetría.

Cuando el lord, acostumbrado a toda clase de ejercicios gimnásticos, y el sabio, mucho menos ágil, llegaron a su altura, Argiropoulos señaló con su bastón una enorme piedra y exclamó con tono triunfal:

—¡Ahí está!

Argiropoulos dio unas palmadas a la manera oriental, y de inmediato, desde las fisuras de la roca y los repliegues del valle, se aproximaron a toda prisa fellahs escuálidos y harapientos que agitaban en los brazos color de bronce palancas, picos, martillos, escalas y todas las herramientas necesarias, y que escalaron la abrupta pendiente como una legión de hormigas negras. Los que no cabían en el estrecho rellano ocupado ya por el empresario de las excavaciones, lord Evandale y el doctor Rumphius, se aferraban con las uñas y se afirmaban con los pies a los pliegues de la roca.

El griego hizo una señal a tres de los más robustos, que deslizaron sus palancas por debajo del gran bloque de piedra. Sus músculos se tensaron como cuerdas en sus brazos enflaquecidos, y cargaron todo su peso sobre el extremo de sus barras de hierro. Finalmente la roca cedió, vaciló unos instantes como un hombre ebrio, y, empujada por los esfuerzos unidos de Argiropoulos, lord Evandale, Rumphius y algunos árabes que habían conseguido apiñarse en el rellano, rodó por la ladera. Otros dos bloques de menores dimensiones fueron apartados sucesivamente, y entonces fue posible juzgar hasta qué punto habían sido justas las apreciaciones del griego. La entrada de una tumba, que con toda evidencia había escapado a las investigaciones de los buscadores de tesoros, apareció en toda su integridad.

Se trataba de una especie de pórtico excavado en la roca viva: en las paredes laterales, dos pilares gemelos estaban rematados por capiteles en forma de cabezas de vaca, cuyos cuernos se curvaban en un creciente lunar isíaco.

Encima de la puerta, baja y con jambas esculpidas con largos paneles cubiertos de jeroglíficos, había un amplio cuadro emblemático; en el centro de un disco de color amarillo, podía verse al lado de un escarabeo, signo de los renacimientos sucesivos, el dios de cabeza de carnero, símbolo del sol poniente. Fuera del disco, Isis y Neftis, personificaciones del comienzo y del final, aparecían arrodilladas, con una pierna replegada bajo el muslo y la otra alzada hasta la altura del codo, según la postura egipcia; los brazos estaban extendidos hacia delante en un gesto de asombro ante el misterio, y el cuerpo envuelto en un lienzo ceñido por un cinturón anudado, cuyos extremos pendían.

Detrás de una pared de guijarros y ladrillos crudos que cedió rápidamente a los picos de los trabajadores, quedó al descubierto la losa de piedra que formaba la puerta del monumento subterráneo.

En el sello de arcilla que la cerraba, el doctor alemán, familiarizado con los jeroglíficos, pudo leer sin esfuerzo la divisa del colquita o vigilante de las moradas fúnebres que había cerrado para siempre la tumba, el único que habría podido señalar con exactitud su misterioso emplazamiento en el plano de las sepulturas conservado en el colegio sacerdotal.

—Empiezo a creer —dijo el jubiloso sabio al joven lord—, que estamos verdaderamente ante una tumba intacta, y retiro mi anterior opinión desfavorable acerca de este simpático griego.

—Puede que nos estemos felicitando demasiado pronto —respondió lord Evandale—, y que nos espere la misma decepción que tuvo Belzoni cuando creyó haber entrado antes que nadie en la tumba de Menefta Seti y encontró, después de recorrer un laberinto de pasillos, pozos y cámaras, el sarcófago vacío bajo su tapa rota; los ladrones de tumbas habían llegado hasta el sepulcro real mediante sondeos efectuados desde otro punto de la montaña.

—¡Oh, no! —exclamó el sabio—; aquí la montaña es demasiado densa y el hipogeo está demasiado alejado de los otros para que esos topos infames hayan podido perforar la roca y excavar túneles hasta aquí.

Durante la conversación, los obreros, animados por Argiropoulos, la habían emprendido con la gran losa de piedra que cerraba el orificio del túnel funerario. Cavaron debajo de la losa para poder pasar las palancas, porque el lord había ordenado que no rompieran nada, y así desenterraron de la arena multitud de figurillas de unos centímetros de altura, de tierra esmaltada azul o verde, perfectamente trabajadas; esas bonitas estatuillas funerarias habían sido depositadas en aquel lugar como ofrendas por los parientes y amigos, del mismo modo que nosotros colocamos coronas de flores en el umbral de nuestros panteones funerarios; sólo que nuestras flores se marchitan pronto, mientras que aquellas antiguas ofrendas permanecen intactas después de tres mil años, porque Egipto no podía hacer nada que no fuera eterno.

Cuando la puerta de piedra se retiró, dejando, por primera vez después de treinta y cinco siglos, paso a los rayos del sol, de la oscura abertura escapó una bocanada de aire ardiente, como si lo hiciera de la boca de un horno. Los pulmones abrasados de la montaña parecieron exhalar un suspiro de satisfacción a través de aquella boca durante tanto tiempo cerrada. La luz acarició la entrada del pasillo fúnebre e hizo refulgir los coloridos jeroglíficos que, en líneas regulares, cubrían los muros sobre un zócalo azul. Una figura de color rojizo, con cabeza de halcón tocada con el pschent[4], sostenía un disco en el que figuraba el globo alado y parecía vigilar el umbral de la tumba, cual si un portero de la Eternidad se tratase.

Algunos fellahs encendieron antorchas y precedieron a los dos viajeros, a quienes acompañaba Argiropoulos; las antorchas resinosas ardían con dificultad en aquel aire espeso, sofocante, concentrado durante tantos miles de años en los pasillos, los laberintos y los caecums del hipogeo, debajo de la incandescente piedra caliza de la montaña. Rumphius jadeaba y sudaba a chorros; y hasta el impasible Evandale enrojecía y sentía húmedas las sienes. En cuanto al griego, el viento de fuego del desierto lo había secado hacía mucho tiempo, y no sudaba más que una momia.

El pasillo descendía directamente hacia el núcleo de la montaña, siguiendo un filón de piedra caliza de una igualdad y pureza perfectas.

Al fondo del pasillo, una puerta de piedra que presentaba, como la anterior, un sello de arcilla y el globo de alas desplegadas pintado en el dintel, indicaba que la sepultura no había sido violada, así como la existencia de un nuevo corredor que penetraba más profundamente en la montaña.

El calor se hacía tan intenso que el joven lord se quitó su paleto blanco y el doctor, su levita negra, a los que siguieron muy pronto chaleco y camisa; Argiropoulos, al darse cuenta de su respiración entrecortada, dijo unas palabras al oído de un fellah, que corrió a la entrada del subterráneo y volvió con dos grandes esponjas empapadas de agua fresca, que los dos viajeros, por consejo del griego, se colocaron en la boca para respirar un aire más fresco a través de los poros húmedos, tal y como se hace en los baños de vapor cuando el calor alcanza su punto máximo.

La emprendieron contra la puerta, que cedió enseguida.

Apareció una escalera tallada en la roca viva, que descendía de manera abrupta.

Sobre un fondo verde limitado por una línea azul, a los lados del corredor se desplegaban sendas hileras de figuras emblemáticas de colores tan vivos como si el pincel del artista las hubiera trazado el día anterior. Se materializaban por un instante a la luz de las antorchas, y luego se desvanecían en la sombra como los fantasmas de un sueño.

Debajo de aquellas estrechas bandas pintadas, unas líneas de jeroglíficos dispuestas en vertical como la escritura china, y separadas por líneas grabadas en la piedra, ofrecían a la sagacidad de los visitantes el misterio sagrado de su enigma.

A lo largo de las paredes que no estaban cubiertas por los signos hieráticos, un chacal acostado sobre el vientre, con las patas extendidas, y una figura arrodillada, tocada con la mitra, con la mano extendida sobre un círculo, parecían montar guardia, igual que centinelas, junto a una puerta, el dintel de la cual estaba adornado por dos cartuchos ensamblados y sostenidos por dos mujeres vestidas con túnicas ceñidas y que desplegaban como un ala su brazo emplumado.

—¡Por Dios! —exclamó el doctor mientras recuperaba el aliento al pie de la escalera, al ver que el túnel descendía más aún—. ¿Es que vamos a bajar hasta el centro de la Tierra? El calor aumenta de tal modo que no debemos andar muy lejos de la morada de los condenados.

—Sin duda —apuntó lord Evandale—, han seguido la vena de la piedra caliza, que se hunde de acuerdo con la ley de las ondulaciones geológicas.

Después de la escalera siguieron otro pasillo muy inclinado. Los muros también estaban cubiertos de pinturas en las que se distinguía confusamente una serie de escenas alegóricas, explicadas sin duda por medio de los jeroglíficos inscritos en la parte superior, a manera de leyenda. El friso se extendía a lo largo del pasadizo y en la parte inferior aparecían figuras en actitud de adoración ante el escarabeo sagrado y la serpiente simbólica coloreada de azul.

Al llegar al extremo del pasillo, el fellah que llevaba la antorcha se echó atrás con un movimiento brusco.

El camino se interrumpía de pronto, y en la superficie del suelo se abría, cuadrada y negra, la boca de un pozo.

—Hay un pozo, maestro —dijo el fellah—. ¿Qué hacemos?

El griego pidió una antorcha, la sacudió para dar más fuerza a la llama, y la arrojó al fondo del pozo, asomándose con precaución al borde.

La antorcha descendió, girando y silbando: muy pronto se oyó un ruido sordo, seguido de un chisporroteo y una nube de humo; luego la llama volvió a arder clara y viva, y la abertura del pozo brilló en la oscuridad como el ojo ensangrentado de un cíclope.

—No cabe más ingenio —dijo el joven lord—. Estos laberintos interrumpidos por fosos deben de templar bastante los ímpetus de los ladrones y de los sabios.

—Nada de eso —respondió el doctor—. Los primeros buscan el oro y los segundos la verdad, las dos cosas más preciosas del mundo.

—Traed la cuerda de nudos —gritó Argiropoulos a sus árabes—; vamos a explorar y sondear las paredes del pozo, porque la excavación tiene que prolongarse bastante más allá.

Ocho o diez hombres se ataron, para hacer contrapeso, a un extremo de la cuerda, cuyo extremo opuesto fue lanzado al fondo del pozo.

Con la agilidad de un mono o de un gimnasta profesional, Argiropoulos se colgó de la cuerda y descendió por ella unos cinco metros, sujetándose con las manos a los nudos y golpeando con los pies las paredes del pozo.

Con cada golpe la roca producía un sonido sordo y pleno; entonces Argiropoulos se dejó caer al fondo del pozo y golpeó el suelo con el pomo de su kandjar[5]; pero la roca era allí tan compacta que no resonó.

Evandale y Rumphius, muertos de curiosidad, se asomaron al borde del pozo a pesar del peligro de caer de cabeza, y siguieron con interés apasionado las maniobras del griego.

—¡Sujetad firme ahí arriba! —gritó por fin Argiropoulos, cansado de la inutilidad de su búsqueda, y volvió a coger la cuerda con las manos para ascender por ella.

La sombra del griego, iluminada desde abajo por la antorcha que seguía ardiendo en el fondo del pozo, se proyectaba en el techo de la cámara y dibujaba la vaga silueta deforme de un pájaro.

Argiropoulos, cuyo rostro atezado expresaba una profunda desilusión, se mordió el labio superior y exclamó:

—¡No hay el menor rastro de un pasaje! Y sin embargo la excavación no pudo detenerse aquí.

—A menos que el egipcio que encargó esta tumba muriera en un nomo lejano —señaló Rumphius—, o en el curso de un viaje, o en la guerra, y que los trabajos se abandonasen, una situación de la que se conocen algunos casos.

—Sigamos buscando la salida secreta —propuso lord Evandale—. Si no la encontramos, intentaremos perforar una galería transversal en la montaña.

—¡Estos condenados egipcios eran extraordinariamente astutos a la hora de ocultar la entrada de sus construcciones funerarias! No sabían qué imaginar para desorientar a la pobre gente, y se diría que se reían al imaginar la cara de desencanto que pondrían los buscadores —dijo Argiropoulos en voz baja.

Se adelantó hasta el borde del pozo y examinó, con mirada tan penetrante como la de un ave nocturna, las paredes de la pequeña cámara que formaba la parte superior del pozo. Sólo vio los personajes habituales de la psicostasia[6]: Osiris, el juez, sentado en su trono en la actitud consagrada, con el pedum en una mano y el látigo en la otra, y a las diosas de la Justicia y la Verdad conduciendo el alma del difunto ante el tribunal del Amenti.

De pronto, una idea repentina pareció iluminar su rostro, y dio media vuelta. Su larga experiencia como director de excavaciones le hizo recordar un caso más o menos similar, y por otra parte, el deseo de ganar las mil guineas del lord sobreexcitaba sus facultades por momentos. Cogió un pico de manos de un fellah y empezó a retroceder por el pasadizo, golpeando con dureza a izquierda y derecha la superficie rocosa, a riesgo de hacer saltar algunos jeroglíficos, romper el pico de un halcón o destruir un élitro de un escarabeo sagrado.

El muro así interrogado acabó por responder a las preguntas del martillo, y sonó hueco en un determinado punto.

Una exclamación de triunfo escapó del pecho del griego, cuya mirada se iluminó.

El sabio y el lord le aplaudieron.

—Perforad aquí —ordenó a sus hombres Argiropoulos, que había recuperado su sangre fría.

Pronto abrieron una brecha lo bastante amplia para pasar por ella. Una galería, que rodeaba por el interior de la montaña el obstáculo del pozo, conducía a una sala cuadrada cuyo techo azul estaba sostenido por cuatro pilares macizos en los que aparecían esas figuras de piel roja y túnica blanca que tan a menudo se ven en la pintura egipcia, con el torso de frente y la cabeza de perfil.

La sala desembocaba en otra algo más alta sostenida únicamente por dos pilares. Éstos y los muros de la cámara estaban decorados con varias escenas: la bari mística, el buey Apis llevándose a la momia hacia las regiones del Occidente, el juicio del alma y el pesaje de las acciones del muerto en la balanza suprema, las ofrendas hechas a las divinidades funerarias.

Todas esas figuras estaban grabadas con trazos profundos en un bajorrelieve semiplano, pero el artista no había finalizado la obra del cincel. Por el cuidado y la delicadeza del trabajo, podía juzgarse la importancia del personaje cuya tumba se había intentado hurtar al conocimiento de los hombres.

Después de dedicar unos minutos al examen de aquellas incisiones, practicadas con toda la pureza del bello estilo egipcio de la época clásica, se dieron cuenta de que la sala no tenía más salidas y habían llegado a una especie de caecum. El aire se enrarecía por momentos; las antorchas despedían una luz mortecina y hacían que aumentase el calor reinante; el humo era cada vez más denso. El griego se daba a todos los diablos, como si el regalo no estuviera hecho y aceptado desde hacía mucho tiempo: pero sus juramentos no remediaban nada. Sondearon de nuevo los muros sin ningún resultado; la montaña, enorme y compacta, devolvía en todos los lugares un ruido sordo: ¡no había el menor vestigio de puerta, pasillo o abertura!

El lord parecía desanimado, y el sabio, cuyos flacos brazos colgaban inertes a los lados del cuerpo, no menos abatido. Argiropoulos, que temía por sus veinticinco mil francos, manifestaba una desesperación rabiosa. Sin embargo, era preciso retroceder, porque el calor se tornaba insoportable de tan sofocante.

El grupo regresó a la primera sala, donde el griego, que no se resignaba a que sus sueños de oro se esfumaran, examinó con una atención minuciosa el fuste de los pilares, para asegurarse de que no ocultaban algún mecanismo que abriese una trampilla al moverlo; en su desesperación, mezclaba la realidad de la arquitectura egipcia con las construcciones quiméricas de los cuentos árabes.

Los pilares formaban parte de la misma montaña, en el centro de aquella sala excavada, y sólo una mina habría podido quebrantarlos.

¡No quedaba la menor esperanza!

—Sin embargo —dijo Rumphius—, no se entretuvieron en excavar este laberinto para nada. En alguna parte tiene que haber un pasadizo similar al que rodea el pozo. Sin duda el difunto teme recibir visitas inoportunas, y se esconde; pero insistiendo se llega a todas partes. Quizás exista una losa hábilmente disimulada cuyas junturas resultan invisibles debido al polvo que cubre el suelo, y que oculte un pasadizo que conduzca, directa o indirectamente, a la cámara funeraria.

—Tiene razón, querido doctor —dijo Evandale—; estos condenados egipcios juntan las piedras como las bisagras de una puerta inglesa. Sigamos buscando.

Finalmente, en las proximidades del tercer pilar una resonancia sorda atrajo el oído experto del griego, que se arrodilló a toda prisa para examinar el lugar y barrió con los faldones del albornoz, que le ofreció uno de sus árabes, el polvo impalpable depositado después de treinta y cinco siglos de oscuridad y silencio; apareció una línea negra, delgada y neta como el rasgo trazado con regla en el plano de un arquitecto, que, al reseguirla minuciosamente, hizo destacarse en el suelo una losa de forma oblonga.

—¡Ya decía yo que el subterráneo no podía acabar así! —exclamó el sabio, entusiasmado.

—Siento verdaderos remordimientos —dijo lord Evandale con su singular flema británica—, por turbar el último sueño de ese pobre cuerpo desconocido que tantas ilusiones se había hecho de reposar en paz hasta la consumación de los siglos. El huésped de esta mansión renunciaría gustoso a nuestra visita.

—Con mayor razón por el hecho de que no existe un conocido común que pueda hacerse cargo de la ceremonia de una presentación formal —respondió el doctor—. Pero tranquilícese, milord: conozco lo suficiente la época de los faraones para facilitarle el conocimiento del ilustre personaje que habita en este palacio subterráneo.

Se introdujeron palancas en la estrecha juntura, y después de algún forcejeo la losa cedió y se levantó.

Una escalera con peldaños altos y empinados que se hundían en las sombras apareció ante los pies impacientes de los viajeros, que se adentraron por ella. Después de la escalera siguieron una galería en pendiente, adornada a ambos lados por figuras y jeroglíficos; al fondo de la galería hubieron de descender de nuevo algunos escalones, que les condujeron hasta un corredor de escasa longitud, que servía de vestíbulo a una sala del mismo estilo que la primera, pero más grande y sostenida por seis pilares excavados en la masa de la montaña. La ornamentación era más rica, y en ella se multiplicaban los motivos ordinarios de las pinturas funerarias, sobre un fondo de color amarillo.

A derecha e izquierda se abrían en la roca dos pequeñas criptas o cámaras abarrotadas de figurillas funerarias de arcilla esmaltada, bronce y madera de sicomoro.

—Estamos en la antecámara de la sala en la que debe de encontrarse el sarcófago —exclamó Rumphius, y debajo de sus gafas, que se había colocado sobre la frente, sus ojos grises brillaban de entusiasmo.

—Hasta el momento —dijo Evandale—, el griego ha cumplido su promesa: somos las primeras personas vivas que han penetrado en esta tumba desde que el muerto, quienquiera que fuese, fue abandonado aquí a la eternidad y a lo desconocido.

—¡Oh, tiene que tratarse de un personaje poderoso! —respondió el doctor—. Un príncipe por lo menos; se lo diré más tarde, cuando haya descifrado su cartucho; pero entremos primero en la sala, la más bella, la más importante, que los egipcios designaban como «Sala dorada».

Lord Evandale iba en cabeza, precediendo en un par de metros al sabio, menos ágil o que tal vez quería ceder, por deferencia, la primicia del descubrimiento al joven lord.

En el momento de cruzar el umbral, el lord se inclinó hacia delante como si algo inesperado hubiese llamado su atención.

Aunque acostumbrado a no manifestar sus emociones, porque no hay nada más contrario a las reglas de la alta aristocracia británica que el reconocerse, a través de la sorpresa o la admiración, inferior a alguna cosa, el joven lord no pudo retener un «¡Oh!» prolongado, modulado de la forma más británica posible.

He aquí lo que consiguió arrancar una exclamación al gentleman más perfecto de los tres reinos unidos.

Sobre el fino polvo grisáceo que cubría el suelo se dibujaba con total nitidez, desde los dedos hasta el talón, la huella de un pie humano; el pie del último sacerdote o del último amigo que se había retirado, mil quinientos años antes de Jesucristo, después de haber rendido al muerto los honores supremos. El polvo, tan eterno en Egipto como el granito, había moldeado aquel paso y lo conservaba después de más de treinta siglos, igual que el barro endurecido de la época del Diluvio conserva la huella de los animales que lo pisaron.

—Vea —dijo Evandale a Rumphius—, esta huella humana que se dirige hacia la salida del hipogeo. ¿En qué corredor de la cordillera Líbica reposará, petrificado por la brea, el cuerpo que la imprimió?

—¿Quién sabe? —respondió el sabio—. En cualquier caso esta pisada ligera, que un soplo de aire habría dispersado, ha durado más que las civilizaciones, los imperios, las mismas religiones y los monumentos que se creía eternos: ¡las cenizas de Alejandro sirven tal vez de tapón de la boca de un tonel de cerveza, según la reflexión de Hamlet, y el paso de este egipcio desconocido subsiste aún en el umbral de una tumba!

Impulsados por la curiosidad, que no les permitía largas reflexiones, el lord y el doctor penetraron en la sala, cuidando sin embargo de no borrar la milagrosa huella.

Al entrar, el impasible Evandale experimentó una impresión singular.

Le pareció, según la expresión de Shakespeare, que «la rueda del tiempo se había salido de sus rodadas»: la noción de la vida moderna se borró para él. Olvidó la Gran Bretaña, y su nombre inscrito en el libro de oro de la nobleza, y sus castillos del Lincolnshire, y sus palacetes del West End, y Hyde Park, y Piccadilly, y los drawing-rooms de la reina, y el Yacht Club, y todo lo que constituía su existencia inglesa. Una mano invisible había dado la vuelta al reloj de arena de la eternidad, y los siglos, que habían ido cayendo grano a grano como si fueran horas en la soledad y la noche, empezaron a deslizarse en sentido contrario. La historia no había acontecido: Moisés vivía, el Faraón reinaba, y él, lord Evandale, se sentía incómodo por no llevar el tocado de plumas estriadas, el collarín de esmaltes y la túnica ceñida en las caderas, única vestimenta adecuada para presentarse delante de una momia real. Se sintió invadido por una especie de horror religioso, aunque el lugar no tenía nada de siniestro, al violar aquel palacio de la Muerte defendido con tanto celo de los profanadores. La intrusión le parecía impía y sacrílega, y se dijo: «¡El Faraón se levantará de su sarcófago y me golpeará con su cetro!». Por un instante tuvo la idea de dejar caer de nuevo el velo, levantado a medias, que ocultaba el cadáver de aquella antigua civilización muerta; pero el doctor, arrebatado por su entusiasmo científico, no se hacía las mismas reflexiones, y gritó con una voz estentórea:

—¡Milord, milord, el sarcófago está intacto!

La frase devolvió a lord Evandale la sensación de realidad. Mediante una proyección eléctrica del pensamiento, franqueó en un instante los tres mil quinientos años que acababa de recorrer en su ensueño, y respondió:

—¿De verdad, querido doctor, está intacto?

—¡Oh, felicidad inaudita, fortuna maravillosa, hallazgo inapreciable! —continuó el doctor expresando su alegría de erudito.

Argiropoulos, al ver el entusiasmo del doctor, sintió un remordimiento, por otra parte el único que era capaz de experimentar, el remordimiento de haber pedido solamente veinticinco mil francos. «He metido la pata, se dijo a sí mismo; no volverá a ocurrirme, este milord me ha robado».

Y se prometió seriamente a sí mismo corregirse en el futuro.

Para que los extranjeros disfrutaran de la belleza del conjunto, los fellahs habían encendido todas las antorchas. ¡El espectáculo era, en efecto, extraño y magnífico! Las galerías y las salas que conducen a la sala del sarcófago tienen techos planos y no sobrepasan una altura de dos o tres metros; pero el santuario al que conduce ese laberinto tiene unas proporciones muy diferentes. Lord Evandale y Rumphius quedaron boquiabiertos de admiración, a pesar de estar ya familiarizados con los esplendores funerarios del arte egipcio.

Así iluminada, la sala dorada resplandeció y, por primera vez quizá, los colores de sus pinturas brillaron con toda su viveza. Los tonos rojos, azules, verdes, blancos, de una frescura virginal, de una pureza asombrosa, destacaban sobre el barniz dorado que servía de fondo a las figuras y a los jeroglíficos, y cautivaban la mirada antes incluso de que ésta pudiera distinguir los motivos dispuestos en aquella composición.

A primera vista, se diría que aquello era una inmensa tapicería de riquísimas telas; la bóveda, de diez metros de altura, representaba una especie de velo azul, orlado por largas palmas de color amarillo.

En los paneles de los muros, el globo simbólico adquiría unas dimensiones desmesuradas, y en su contorno estaban inscritos los cartuchos reales. Más lejos, Isis y Neftis extendían sus brazos emplumados. Los uraeus hinchaban sus gargantas azules, los escarabeos intentaban desplegar sus élitros, los dioses con cabezas de animales erguían sus orejas de chacal, aguzaban su pico de halcón, arrugaban su morro de cinocéfalo, hundían entre sus hombros su cuello de buitre o de serpiente, como si estuvieran dotados de vida. Baris místicas pasaban en sus carros arrastrados por figuras en posturas acompasadas, con gestos angulosos, o bien flotaban en unas aguas de ondulaciones simétricas, conducidas por remeros semidesnudos. Las plañideras, de rodillas y con la mano colocada en señal de duelo sobre su cabellera azul, se volvían hacia los catafalcos, mientras que unos sacerdotes de cabeza rasurada, con una piel de leopardo al hombro, quemaban perfumes bajo las narices de los muertos divinizados, en el extremo de una espátula rematada por una mano que sostenía una pequeña copa. Otros personajes ofrecían a los genios funerarios lotos en flor o en capullo, plantas bulbosas, aves, cuartos de antílope y frascos de licor. Guardianes acéfalos conducían a las almas a la presencia de Osiris con los brazos cruzados en un gesto inflexible, como presos en una camisa de fuerza, a los que asistían los cuarenta y dos jueces del Amenti, acuclillados en dos filas y portando sobre sus cabezas, representación de todas las especies zoológicas, una pluma de avestruz en equilibrio.

Todas estas imágenes, subrayadas por un trazo inscrito en la piedra caliza y coloreadas en tonos vivos, poseían esa vida inmóvil, ese movimiento congelado, esa intensidad misteriosa propios del arte egipcio, reprimido por la regla sacerdotal de modo que recuerda a un hombre amordazado esforzándose por hacer comprensible a todos su secreto.

En medio de la sala se alzaba, macizo y grandioso, el sarcófago, excavado en un enorme bloque de basalto negro y cerrado por una cubierta del mismo material, cortada en escarpa. Las cuatro caras del monolito funerario estaban cubiertas por personajes y jeroglíficos burilados con la misma exquisitez del grabado en hueco de la piedra preciosa de un anillo, a pesar de que los egipcios no conocían el hierro, y de que el basalto posee una dureza capaz de mellar los aceros más duros. La imaginación se extravía al pensar qué procedimientos utilizaría aquel pueblo maravilloso para escribir sobre el pórfido y el granito como si se sirvieran de un punzón para escribir sobre tablillas de cera.

En los ángulos del sarcófago había colocadas cuatro vasijas de alabastro oriental de una forma extraordinariamente elegante y pura, cuyas tapas esculpidas representaban la cabeza de hombre de Amset, la cabeza de cinocéfalo de Hapi, la cabeza de chacal de Sumutf y la cabeza de halcón de Kebsbnif: eran los vasos que contenían las vísceras de la momia enterrada en el sarcófago. A la cabeza de la tumba, una efigie de Osiris, de barba trenzada, parecía velar el sueño del muerto. Dos estatuas femeninas coloreadas se alzaban a los lados de la tumba, sosteniendo con una mano, por encima de la cabeza, una caja cuadrada, y con la otra, apoyada en la cadera, un vaso de libaciones. Una iba vestida con una sencilla falda blanca ajustada a las caderas y sujeta mediante unos tirantes cruzados; la otra, vestida más ricamente, iba enfundada en una especie de piel ceñida con escamas pintadas sucesivamente de color rojo y verde.

Al lado de la primera, había tres jarras. Las habían llenado con agua del Nilo, que al evaporarse no había dejado más que un poso de limo en el fondo. Vieron también un plato con alguna sustancia alimenticia, reseca al cabo del tiempo.

Al lado de la segunda jarra había dos pequeños navíos, parecidos a los modelos de barcos que se fabrican en los puertos de mar. El primero plasmaba con todo detalle las características de las barcas destinadas a transportar los cuerpos desde Diospolis hasta los Memnonia; el segundo, hacía lo propio con la nave simbólica que conduce el alma del difunto hasta las regiones occidentales. Nada faltaba, ni los mástiles, ni el largo remo que hacía las veces de timón, ni el piloto, ni los remeros, ni la momia rodeada de plañideras y tendida bajo el naos sobre un lecho con patas de león, ni las figuras alegóricas de las divinidades fúnebres ejerciendo sus funciones sagradas. Barcas y personajes estaban pintados con colores vivos, y en ambas caras, tanto de la proa en forma de pico, como de la popa, se abría el gran ojo de Osiris realzado con antimonio; un cráneo y algunos huesos de buey esparcidos aquí y allá daban testimonio de que se había inmolado una víctima para conjurar la mala suerte que pudiera turbar el reposo del muerto. Sobre la tumba se habían dispuesto cofrecillos pintados y cubiertos de jeroglíficos; bandejas de juncos sostenían aún las ofrendas fúnebres; nada había sido tocado en aquel palacio de la Muerte desde el día en que la momia, envuelta en vendas y encerrada en un doble sarcófago, había sido depositada sobre su lecho de basalto. Incluso el gusano de los sepulcros, que tan bien sabe abrirse paso a través de los ataúdes mejor cerrados, había tenido que renunciar, ahuyentado por los perfumes acres de la brea y los extractos aromáticos.

—¿Hay que abrir el sarcófago? —preguntó Argiropoulos después de dejar que lord Evandale y Rumphius admiraran los esplendores de aquella cámara dorada.

—Por supuesto —respondió el joven lord—. Pero con cuidado para no dañar los bordes de la tapa al introducir las palancas en la juntura, porque quiero llevarme esta tumba y regalarla al British Museum.

El grupo aunó sus esfuerzos para desplazar el monolito; hundieron con precaución cuñas de madera y al cabo de unos minutos consiguieron mover la enorme piedra, que se deslizó sobre los rodillos de madera dispuestos para recibirla. El sarcófago abierto dejó ver el primer ataúd herméticamente cerrado. Era un cofre adornado con pinturas y dorados, que representaba una especie de naos, con dibujos simétricos, rombos, recuadros, pequeñas palmas y líneas de jeroglíficos. Hicieron saltar la tapa y Rumphius, que se había inclinado sobre el sarcófago, lanzó un grito de sorpresa al descubrir el contenido del ataúd.

—¡Una mujer, una mujer! —exclamó al reconocer el sexo de la momia por la ausencia de barba osiriana y la forma del envoltorio.

También el griego pareció asombrado; su larga experiencia de buscador le hacía comprender mejor todo lo que de insólito tenía aquel hallazgo. En el valle de Biban al-Moluk sólo hay tumbas de reyes. La necrópolis de las reinas está situada más lejos, en otra garganta de la montaña. Los sepulcros de las reinas son muy sencillos, y por lo general sólo tienen dos o tres pasillos y una o dos cámaras. En Oriente siempre se ha considerado a las mujeres como inferiores a los hombres, incluso en la muerte. La mayor parte de esas tumbas, violadas en épocas muy antiguas, han servido de receptáculo a momias deformes, embalsamadas con prisas, en las que se perciben aún huellas de lepra o elefantiasis. ¡Qué singularidad, qué milagro, qué sustitución podía haber hecho que aquel ataúd femenino ocupara el sarcófago real en el centro de un palacio subterráneo digno del más ilustre y poderoso de los faraones!

—Esto —dijo el doctor a lord Evandale— contradice todas mis nociones y todas mis teorías, y echa por tierra los sistemas más sólidos que se han elaborado sobre los ritos funerarios egipcios, seguidos con tanta exactitud a lo largo de miles de años. Estamos sin duda ante un punto oscuro, ante algún misterio perdido de la historia. Una mujer ascendió al trono de los faraones y gobernó Egipto. Se llamaba Tahoser, si hemos de creer los cartuchos grabados sobre los restos, borrados a golpe de cincel, de inscripciones más antiguas; y usurpó la tumba de la misma manera que el trono, a menos que alguna mujer ambiciosa, de cuya historia no se ha conservado memoria, haya intentado imitarla.

—Nadie se encuentra en mejor situación que usted para resolver el dilema —dijo lord Evandale—. Vamos a llevarnos este arcón lleno de secretos a nuestro barco, y allí podrá analizar con toda comodidad este documento histórico y encontrar la solución al enigma que nos proponen estos halcones, estos escarabeos, estas figuras arrodilladas, estas líneas quebradas como los dientes de una sierra, estos seres alados, estas manos en forma de espátula que lee usted con la misma facilidad que el gran Champollion.

Los fellahs, dirigidos por Argiropoulos, cargaron a hombros el enorme cofre y la momia repitió en sentido inverso la procesión fúnebre que había realizado en tiempos de Moisés, en una bari pintada y dorada, precedida de un largo cortejo. Una vez conducida al barco que se hallaba amarrado en la orilla del Nilo, fue colocada en una cabina bastante parecida, porque las formas varían poco en Egipto, al naos de la barca funeraria.

Argiropoulos mandó disponer en torno a la caja todos los objetos que habían encontrado junto a ella y permaneció respetuosamente en pie a la puerta de la cabina, en actitud de espera. Lord Evandale comprendió, e hizo que su ayuda de cámara le abonara los veinticinco mil francos.

El ataúd abierto reposaba sobre unos listones de madera, en medio de la cabina. Despedía un brillo tan intenso como si los colores que lo adornaban hubieran sido pintados el día anterior, y servía de marco a la figura de la momia, moldeada por su encartonado o envoltura externa, de un acabado y una riqueza de ejecución notables.

Nunca el antiguo Egipto había envuelto con tanto cuidado a uno de sus hijos para el sueño eterno. Aunque no se revelara ninguna forma en aquel Hermes fúnebre totalmente envuelto en vendas que sólo dejaban distinguir los hombros y la cabeza, bajo la espesa envoltura se adivinaba vagamente un cuerpo joven y gracioso. La máscara dorada, con sus ojos alargados ribeteados de negro y avivados con esmalte, su nariz de aletas delicadamente dibujadas, sus pómulos redondeados, sus labios entreabiertos en la misma sonrisa indescriptible de la esfinge, su mentón, breve pero dibujado con extraordinaria finura, ofrecían el tipo puro del ideal egipcio, y revelaban, a través de mil pequeños detalles característicos que el arte no inventa, la individualidad de un retrato. Una multitud de finas trenzas, sujetas con cuerdecillas y separadas por cintas, caían, a cada lado de la máscara, en masas opulentas. Un tallo de loto surgía de la nuca y se curvaba sobre la cabeza para abrir su cáliz azul sobre el oro mate de la frente, completando, con el cono funerario, un tocado tan rico como elegante.

Un ancho collar, compuesto por esmaltes finos con incrustación de hilos de oro, rodeaba la base del cuello y descendía en varias filas, dejando ver, como dos copas de oro, el contorno firme y puro de dos senos vírgenes.

Sobre el pecho, el pájaro sagrado de cabeza de carnero, que portaba entre sus verdes cuernos el círculo rojo del sol occidental y estaba sostenido por dos serpientes tocadas con el pschent y con las bolsas de la garganta hinchadas, mostraba su configuración monstruosa, plena de sentidos simbólicos. Más abajo, en los espacios que dejaban libres las zonas transversales listadas con colores vivos que representaban las vendas, el halcón de Fre coronado por el globo, con las alas extendidas, el cuerpo cubierto de plumas simétricas y la cola desplegada en abanico, sostenía entre las garras el Tau misterioso, emblema de la inmortalidad. Dioses funerarios de rostro verde, con hocicos de mono y de chacal, presentaban con un gesto hierático y rígido el látigo, el pedum y el cetro; el ojo de Osiris dilataba su pupila roja ribeteada con antimonio; las víboras celestes hinchaban sus gargantas alrededor de los discos sagrados; figuras simbólicas extendían sus brazos provistos de plumas semejantes a los listones de una celosía, y las dos diosas del comienzo y del fin, con sus cabelleras empolvadas de azul, el busto desnudo hasta debajo del seno y el resto del cuerpo enfundado en una falda estrecha, se arrodillaban, al estilo egipcio, sobre cojines verdes y rojos, adornados con gruesas borlas.

Una estrecha tira longitudinal con jeroglíficos, que nacía en la cintura y se prolongaba hasta los pies, contenía sin duda algunas fórmulas del ritual funerario, o tal vez el nombre y la calidad de la difunta, un problema que Rumphius se prometió resolver más tarde.

Todas las pinturas, por el estilo del dibujo, la osadía del trazo y el brillo del color, revelaban, para la mirada experta, la pertenencia al período más bello del arte egipcio.

Cuando el lord y el sabio hubieron examinado lo bastante aquella primera envoltura, extrajeron el cartonaje de su caja y lo dispusieron verticalmente contra uno de los mamparos de la cabina.

Era extraño el espectáculo de aquella camisa funeraria de máscara dorada, teniéndose en pie como un espectro material y recuperando una falsa actitud viva, después de haber mantenido durante tanto tiempo la posición horizontal sobre un lecho de basalto, en el corazón de una montaña destripada por una curiosidad impía. El alma de la difunta, que deseaba un reposo eterno y que se había tomado tantas molestias para preservar sus despojos de toda violación, debió de estremecerse, más allá de los mundos, en el círculo de sus viajes y de sus metamorfosis.

Rumphius, armado con un cincel y un martillo para abrir en dos el cartonaje de la momia, tenía el aspecto de uno de aquellos genios fúnebres tocados con una máscara bestial, que aparecen en las pinturas de los hipogeos atareados en torno a los muertos para cumplir algún rito terrible y misterioso; lord Evandale, atento y sereno, parecía con su perfil puro el divino Osiris esperando el alma para juzgarla, y, para llevar un poco más lejos la comparación, su bastón semejaba el cetro que empuña el dios.

Concluida la operación, que llevó bastante tiempo porque el doctor no quería desconchar los dorados, la caja apoyada en el suelo se abrió en dos como un mejillón, y apareció la momia en todo el esplendor de su tocado funerario, adornada con coquetería, como si hubiera querido seducir a los genios del imperio subterráneo.

Al abrirse el cartonaje, se extendió por la cabina del barco un vago y delicioso olor de aromas, de licor de cedro, de polvo de sándalo, de mirra y cinamomo: porque el cuerpo no había sido sumergido y endurecido en ese betún negro que petrifica los cadáveres vulgares, y los antiguos embalsamadores que habitaban los Memnonia parecían haber desplegado todos los recursos de su arte para conservar aquella preciosa reliquia.

Una red de estrechas bandas de una tela fina de lino, bajo la cual quedaban vagamente esbozados los rasgos del rostro, envolvían la cabeza; los bálsamos en los que habían sido impregnados coloreaban los tejidos de un bello tono rojizo. Partiendo del pecho, una malla de tubos delgados de vidrio azul, parecidos a esos canutillos de azabache que sirven para bordar las basquiñas españolas, se entrecruzaba en los puntos de intersección por medio de pequeños botones dorados y se extendía hasta las piernas de modo que formaba un sudario de perlas digno de una reina; las brillantes estatuillas de los cuatro dioses del Amenti, de oro repujado, estaban colocadas simétricamente en el borde superior de la malla, rematada en su parte baja por una bellísima franja ornamental. Entre las figuras de los dioses fúnebres corría una placa de oro encima de la cual un escarabeo de lapislázuli extendía sus largas alas doradas.

Debajo de la cabeza de la momia habían colocado un rico espejo de metal pulimentado, como si pretendieran proporcionar al alma de la muerta el medio de contemplar el espectro de su belleza durante la larga noche del sepulcro. Al lado del espejo, un pequeño cofre de arcilla esmaltada, ricamente decorado, guardaba un collar compuesto por anillos de marfil que alternaban con perlas de oro, de lapislázuli y de cornalina. Sobre el cuerpo habían colocado la estrecha cubeta cuadrada de madera de sándalo, en la que en vida había llevado a cabo la muerta sus abluciones perfumadas. Tres vasijas de alabastro listado habían sido fijadas al fondo del ataúd, como la misma momia, mediante una capa de natrón. Las dos primeras contenían bálsamos de un color que aún podía apreciarse, y la tercera, polvo de antimonio y una pequeña espátula para dar color a los párpados y alargar el ángulo exterior de los ojos, según la antigua usanza egipcia practicada aún en nuestros días por las mujeres orientales.

—Qué conmovedora costumbre —dijo el doctor Rumphius, entusiasmado ante la visión de aquellos tesoros—, la de sepultar con una mujer joven todo su arsenal de toilette. Porque sin duda es una mujer joven lo que envuelven estas bandas de tela amarillentas por el paso del tiempo y los perfumes: al lado de los egipcios, somos unos bárbaros. Arrastrados por una vida brutal, hemos perdido el delicado sentido de la muerte. ¡Cuánta ternura, cuánto sentimiento, cuánto amor revelan estos cuidados minuciosos, estas precauciones infinitas, estos detalles inútiles que nadie había de ver jamás, estas caricias a un cadáver insensible, esta lucha por arrancar a la destrucción una forma adorada, y devolverla intacta al alma, el día de la reunión suprema!

—Tal vez —respondió lord Evandale, pensativo—, nuestra civilización, que creemos tan superior, no es sino una profunda decadencia, que ni siquiera conserva el recuerdo histórico de las gigantescas sociedades desaparecidas. Nos sentimos estúpidamente orgullosos de algunos mecanismos ingeniosos inventados recientemente, y no pensamos en los esplendores colosales, en las enormidades irrealizables para cualquier otro pueblo de la antigua tierra de los faraones. Tenemos el vapor; pero la energía suministrada por el vapor no es tan fuerte como el pensamiento que levantó las pirámides, que excavó los hipogeos, que modeló las montañas hasta darles la forma de esfinges, de obeliscos, que techó salas con un solo bloque de piedra que todas nuestras máquinas no conseguirían mover, que talló capillas rupestres y supo defender contra la nada los frágiles restos humanos. ¡Hasta tal punto poseía el sentido de la eternidad!

—Oh, los egipcios —dijo Rumphius con una sonrisa— fueron arquitectos prodigiosos, artistas admirables, sabios profundos; los sacerdotes de Menfis y de Tebas aventajaban incluso a nuestros eruditos de Alemania, y en cuanto al simbolismo, tenían la capacidad de varios Creuzer; pero acabaremos por descifrar sus galimatías y arrancarles su secreto. El gran Champollion ha descubierto su alfabeto; nosotros llegaremos a leer de corrido sus libros de granito. Mientras tanto, desnudemos a esta joven beldad, tres veces milenaria, con toda la delicadeza posible.

—¡Pobre lady! —murmuró el joven lord—. Unos ojos profanos se disponen a posarse sobre esos encantos misteriosos que tal vez ni siquiera el amor llegó a conocer. ¡Oh, sí, nos ampara un fútil pretexto científico, pero somos tan salvajes como los persas de Cambises! Y si no temiese arrastrar a la desesperación a este honrado doctor, volvería a encerrarte, sin haber levantado tu último velo, en la triple caja de tus ataúdes.

Rumphius extrajo del cartonaje abierto a la momia, que no pesaba más que un niño, y empezó a retirar las vendas con la habilidad y la rapidez de una madre que desnuda a su bebé: deshizo primero la envoltura de tela cosida, impregnada de vino de palmito, y las anchas bandas de tela que, en ciertos puntos, rodeaban el cuerpo; luego tiró del extremo de una venda estrecha que envolvía en espirales infinitas los miembros de la joven egipcia; y fue enrollando sobre sí misma la venda, como habría podido hacerlo uno de los más hábiles tarisqueutes de la ciudad fúnebre, resiguiéndola en todos sus meandros y circunvoluciones. A medida que progresaba su trabajo, la momia, liberada de su grosor como la estatua que un escultor extrae de un bloque de mármol, aparecía más esbelta y más pura. Una vez desenrollada esa tira de tela, apareció otra, más estrecha, destinada a ceñir más ajustadamente las formas del cuerpo. Era de una tela tan fina, de una trama tan regular, que habría podido sostener la comparación con la batista y la muselina de nuestros días. Seguía con exactitud los contornos, apresando los dedos de las manos y los pies, moldeando como una mascarilla los rasgos del rostro, ya casi visible a través de aquel delgado tejido. Los bálsamos en los que había sido bañada la habían como almidonado, y al despegarse por la presión de los dedos del doctor, hacía un ligero ruido seco como el del papel que se arruga o se rasga.

Ya sólo quedaba una vuelta por retirar y, por familiarizado que estuviera con operaciones similares, el doctor Rumphius hizo una pausa momentánea en su trabajo, bien fuera por una especie de respeto ante los pudores de la muerte, o bien por ese sentimiento que impide a un hombre rasgar el sobre de una carta, abrir una puerta, alzar el velo que esconde el secreto que ansia conocer; achacó esa corta demora a la fatiga, y en efecto el sudor perlaba su frente sin que pensara en secarlo con su famoso pañuelo a cuadros azules: pero la fatiga no tenía nada que ver.

Ahora la muerta se transparentaba bajo la trama de la tela, fina como una gasa, y a través de su redecilla brillaba vagamente algún objeto dorado.

Retirado el último obstáculo, la joven apareció en la casta desnudez de sus hermosas formas, que conservaban, a pesar de los siglos transcurridos, la redondez de sus contornos y toda la gracia y la ligereza de sus líneas puras. Su pose, poco frecuente en las momias, era la de la Venus de Médicis, como si los embalsamadores hubieran deseado alejar aquel cuerpo encantador de la actitud triste de la muerte, y suavizar la rigidez inflexible del cadáver. Una de las manos ocultaba a medias su seno virginal, y la otra escondía bellezas misteriosas, como si el pudor de la muerta no se sintiese lo bastante tranquilizado por las sombras protectoras del sepulcro.

A la vista de aquella maravilla, un grito de admiración brotó al mismo tiempo de los labios de Rumphius y de Evandale.

Ninguna estatua griega o romana ofrecía unas líneas más elegantes; los caracteres particulares del ideal egipcio conferían a aquel bello cuerpo tan milagrosamente conservado una esbeltez y una ligereza que no poseen los mármoles antiguos. La gracia y finura de las manos, la elegancia de los pequeños pies cuyos dedos tenían unas uñas brillantes como el ágata, la delgadez de la cintura, el perfil del seno, pequeño y alzado como la punta de un tatbebs bajo el pan de oro que lo envolvía, la curva no excesivamente marcada de la cadera, la redondez del muslo, la pierna larga de maléolos delicadamente modelados, recordaban la esbeltez de las tañedoras y danzarinas representadas en las pinturas que tienen por tema el banquete funerario, en los hipogeos de Tebas. Había en ella las mismas formas gráciles, todavía infantiles pero poseedoras ya de todas las perfecciones de la mujer, que el arte egipcio expresa con una suavidad tan tierna, tanto si las plasma a pincel en el corredor de una tumba como si las cincela pacientemente en el rebelde basalto.

Por lo general, las momias, tratadas con betún y natrón, parecen reproducciones del difunto talladas en ébano; la corrupción no puede atacarlas, pero carecen de la apariencia de vida. Los cadáveres no retornan al polvo del que los cuerpos proceden; pero se han petrificado de una forma horrible que no es posible contemplar sin repugnancia o temor. En este caso, el cuerpo, cuidadosamente tratado con procedimientos más seguros, duraderos y costosos, había conservado la elasticidad de la carne, la frescura de la epidermis, casi, e incluso la coloración natural; la piel, de un tono moreno claro, ofrecía los matices dorados de un bronce florentino; y el color cálido y ambarino que admiramos en las pinturas de Giorgione o Tiziano, oscurecido por el paso del tiempo, no debía de diferir mucho del color de la tez de la joven egipcia cuando ésta aún vivía.

Parecía dormida, más que muerta; los párpados, aún sombreados por largas pestañas, resaltaban el brillo, entre sus líneas de antimonio, de unos ojos de esmalte dotados del reflejo húmedo de la vida; se diría que de un momento a otro iban a poner fin, con un parpadeo, a un sueño que duraba ya treinta siglos. La nariz, delgada y fina, conservaba intactas sus aristas; ninguna depresión deformaba las mejillas, redondeadas como el flanco de una vasija; la boca, de un discreto color rojo, había conservado sus pliegues imperceptibles, y sobre los labios voluptuosamente modelados flotaba una sonrisa melancólica y misteriosa llena de dulzura, de tristeza y de encanto: la misma sonrisa tierna y resignada que forma ese delicioso mohín de las bocas de las adorables cabezas que coronan los canopes del Museo del Louvre.

En torno a la frente lisa y baja, como lo exigen los cánones de la belleza antigua, se disponía el cabello de un color de azabache, dividido y peinado en multitud de trenzas delgadas que caían sobre los hombros. Veinte agujas de oro, colocadas entre las trenzas como las flores en un peinado para un baile, constelaban de puntos brillantes aquella cabellera espesa y oscura, que por su abundancia podía parecer una peluca. Dos grandes pendientes, en forma de pequeños escudos redondos, lanzaban chispas doradas junto a las mejillas morenas. Un collar magnífico, compuesto por tres hileras de divinidades y amuletos de oro y piedras semipreciosas, rodeaba la garganta de la momia, y más abajo, cruzaban el pecho otros dos collares, cuyas perlas y botones de oro, lapislázuli y cornalina dibujaban alternancias simétricas del gusto más exquisito.

Un cinturón, de diseño parecido, rodeaba la esbelta cintura como un círculo de oro y piedras de colores.

En la muñeca izquierda llevaba una pulsera con una doble hilera de perlas de oro y cornalina, y en el dedo índice de la mano del mismo lado relucía un pequeño escarabeo de esmalte con incrustaciones de oro, engastado en el anillo con un hilo de oro delicadamente trenzado.

¡Qué extraña sensación producía el encontrarse frente a un ser humano que había vivido en épocas en que la Historia daba sus primeros balbuceos, frente a una belleza contemporánea de Moisés que conservaba todavía las formas exquisitas de la juventud! ¡Qué maravilloso era tocar aquella manita suave e impregnada de perfumes que tal vez hubiese recibido los besos de un faraón; rozar aquellos cabellos más duraderos que los imperios, más sólidos que los monumentos de granito!

Al contemplar la belleza de la muerta, el joven lord experimentó ese deseo retrospectivo que inspira a menudo la vista de un mármol o de un cuadro que representa a una mujer del pasado, célebre por sus encantos; le pareció que, de haber vivido tres mil quinientos años antes, habría amado aquella belleza que la muerte no había conseguido destruir, y que tal vez ese pensamiento galante llegase por alguna vía hasta el alma inquieta que vagaba en torno a sus restos profanados.

Mucho menos poético que el joven lord, el doctor Rumphius se dedicaba a establecer el inventario de las joyas, aunque sin tocarlas, porque Evandale había expresado el deseo de que no se privase a la momia de aquel leve y último consuelo, ¡quitar sus joyas a una mujer, incluso cuando está muerta, es matarla otra vez! De pronto, un rollo de papiro oculto entre el costado y el brazo de la momia llamó la atención del doctor.

—¡Ah! —exclamó—, sin duda se trata del ejemplar del rito funerario que se colocaba en el último sarcófago, escrito con mayor o menor cuidado según la riqueza e importancia del personaje.

A continuación procedió a desplegar aquel frágil rollo con precauciones infinitas. Desde la aparición de las primeras líneas, Rumphius se mostró sorprendido; no reconocía las figuras y los signos corrientes del ritual: buscó en vano, en el lugar de costumbre, las figuras que representaban las exequias y el cortejo fúnebre que sirven de frontispicio al papiro; tampoco encontró la letanía de los cien nombres de Osiris, ni el pasaporte del alma, ni la súplica a los dioses del Amenti. Unos dibujos de una naturaleza particular anunciaban escenas muy diferentes, relacionadas con la vida humana, y no con el viaje de la sombra al ultramundo. Unos caracteres trazados en rojo parecían indicar capítulos o separaciones en el texto, escrito con tinta negra, y atraer la atención del lector hacia los puntos de interés. Una inscripción colocada al principio parecía contener el título de la obra y el nombre del escriba que la había compuesto o copiado; al menos, eso es lo que creyó entender a primera vista la sagaz intuición del doctor.

—Decididamente, milord, hemos robado al señor Argiropoulos —dijo Rumphius a Evandale, después de hacerle observar las diferencias entre el papiro y el ritual común—. ¡Es la primera vez que se encuentra un manuscrito egipcio que contiene algo distinto de las fórmulas hieráticas! ¡Oh, yo lo descifraré, aunque me deje los ojos en el empeño, aunque la barba me crezca hasta dar tres vueltas a mi escritorio! Sí, yo te arrancaré tu secreto, misterioso Egipto; sí, conoceré tu historia, hermosa muerta, porque este papiro que tu brazo encantador estrechaba contra tu corazón sin duda la relata. ¡Y me cubriré de gloria, emularé a Champollion y haré que Lepsius se muera de celos!

***

El doctor y el lord regresaron a Europa; la momia, cubierta de nuevo con todas sus vendas y colocada otra vez en el interior de su triple féretro, ocupa en el parque de lord Evandale, en Lincolnshire, el sarcófago de basalto que él hizo transportar desde Biban al-Moluk, con costos enormes, y que no regaló al British Museum. A veces el lord se recuesta sobre el sarcófago, parece sumirse en un ensueño profundo, y suspira…

Después de tres años de trabajos intensos, Rumphius consiguió descifrar el misterioso papiro, salvo en algunos lugares mal conservados o que presentaban signos desconocidos. Su traducción latina, vertida por nosotros al francés, es lo que vais a leer con el título de La novela de la momia.