Poeri, que iba provisto de un fuerte bastón, se dirigió hacia el río siguiendo una estrecha calzada elevada que atravesaba un campo semisumergido de papiros que alzaban, desde las hojas de la base, hasta seis u ocho codos de altura sus tallos rectilíneos rematados por un copo de fibras, como las lanzas de un ejército formado para la batalla.
Conteniendo el aliento y caminando de puntillas, Tahoser lo siguió por aquel camino. Aquella noche no había luna, y la sombra espesa de los papiros habría bastado en cualquier caso para ocultar a la joven, que se mantenía unos pasos atrás.
Después hubo de salvar un espacio descubierto. La falsa Hora dejó adelantarse un poco más a Poeri, se encogió y avanzó pegada al suelo.
Apareció después un macizo de mimosas, y, oculta por el follaje de los árboles, Tahoser pudo avanzar sin tomar tantas precauciones. Se colocó tan cerca de Poeri, temiendo perderlo en la oscuridad, que a menudo las ramas que él movía la golpeaban en el rostro; pero no les prestaba atención. Una sensación de celos ardientes la empujaba a tratar de resolver un misterio que no interpretaba como las sirvientas de la casa. No había creído ni por un instante que el joven hebreo saliera todas las noches para cumplir algún rito infame y bárbaro; pensaba que el motivo de aquellas excursiones nocturnas había de ser una mujer, y quería conocer a su rival. La fría benevolencia de Poeri le indicaba que su corazón estaba ocupado: ¿habría sido insensible, de no ser por esa razón, a unos encantos célebres en Tebas y en todo Egipto? ¿Habría fingido no darse cuenta de un amor que habría enorgullecido a los oeris, a los grandes sacerdotes, a los escribas del rey, e incluso a los príncipes de la raza del rey?
Al llegar a la orilla del río, Poeri bajó unos peldaños tallados en el escarpe de la ribera, y se inclinó como si estuviera deshaciendo un nudo.
Tahoser, echada boca abajo en lo alto del talud, sin asomar apenas la cabeza, vio, para su desesperación, que el misterioso paseante nocturno desamarraba una frágil barca de papiro, estrecha y larga como un pez, y que se preparaba para cruzar el río.
Saltó, en efecto, a la barca, la apartó de la orilla con el pie, y se alejó dando paladas con el único remo, colocado en la popa de la embarcación.
La pobre muchacha se retorcía las manos de angustia; iba a perder la pista del secreto que tanto le importaba saber. ¿Qué hacer? ¿Volver sobre sus pasos, con el corazón atenazado por la sospecha y la incertidumbre, el peor de los males? Reunió todo su valor, y de inmediato tomó su resolución. Buscar otra barca estaba fuera de cuestión. Se dejó deslizar por el talud, se quitó la ropa en un santiamén y se la enrolló a la cabeza; luego se sumergió intrépidamente en el río, con cuidado para no hacer ruido al chapotear. Con la agilidad de una culebra acuática, estiró ambos brazos sobre la superficie oscura en la que temblaba el reflejo de las estrellas, y siguió la barca a distancia. Nadaba admirablemente, porque todos los días se ejercitaba con sus acompañantes en la gran piscina de su palacio, y ninguna de ellas era más hábil que Tahoser en la natación.
La corriente, remansada en ese punto, no le oponía mucha resistencia; pero en el centro del río, para no ser arrastrada a la deriva hubo de patalear con fuerza el agua turbulenta y multiplicar sus brazadas. Su respiración se hizo jadeante, y la retenía por miedo a que el joven hebreo la oyese. A veces, una ola más alta mojaba de espuma sus labios entreabiertos, empapaba sus cabellos y cubría incluso la ropa que llevaba liada a la cabeza; felizmente para ella, porque sus fuerzas empezaban a abandonarla, pronto se encontró en aguas más tranquilas. Un haz de juncos que bajaba por el río la rozó al pasar junto a ella, y la asustó. Aquella masa de color verde oscuro parecía, en la oscuridad, el lomo de un cocodrilo; Tahoser creyó sentir la piel rugosa del monstruo, pero se repuso de su terror y se dijo, mientras seguía nadando: «¿Qué me importa que me coman los cocodrilos, si Poeri no me ama?».
El peligro era real, sobre todo de noche; durante el día, el movimiento perpetuo de las barcas, el ajetreo en los muelles, el tumulto de la ciudad alejan a los cocodrilos, que se dirigen a riberas menos frecuentadas por el hombre y se tienden al sol medio sumergidos en el barro; pero las sombras de la noche les devuelven toda su audacia.
Tahoser no había pensado en aquello. La pasión no calcula. Incluso de haber sido consciente del peligro que corría, lo habría desafiado, tímida como era ella, que se asustaba cuando una mariposa inoportuna revoloteaba demasiado a su alrededor, tomándola por una flor.
De pronto la barca se detuvo, aunque la orilla estaba aún a cierta distancia. Poeri dejó de utilizar su remo, y empezó a mirar a su alrededor con inquietud. Había visto la mancha blanquecina que formaba en la superficie del agua la ropa liada de Tahoser.
Creyéndose descubierta, la intrépida nadadora se sumergió al instante, resuelta a no volver a la superficie, aunque se ahogase, hasta que se disiparan las sospechas de Poeri.
«Creía que me seguía alguien a nado —se dijo Poeri mientras volvía a remar—. Pero ¿quién se arriesgaría a cruzar el Nilo a estas horas? Qué tonto he sido, he tomado por una cabeza humana envuelta en un turbante una rama de loto, o quizás incluso un simple remolino de espuma, porque ahora no veo nada».
Cuando Tahoser, cuyas venas le silbaban en las sienes y que empezaba ya a ver resplandores rojos en el agua oscura del río, ascendió a toda prisa para dilatar sus pulmones con una gran bocanada de aire, la barca de papiro había reanudado su marcha confiada, y Poeri maniobraba el remo con la flema imperturbable de los personajes alegóricos que conducen la bari de Maut en los bajorrelieves y las pinturas de los templos.
La orilla se encontraba ya a pocas brazadas de distancia; la sombra prodigiosa de los pilonos y los muros enormes del palacio del Norte, cuya mole opaca se adivinaba, coronada por las pirámides que remataban sus seis obeliscos, a través del azul violáceo de la noche, se extendía maciza y formidable junto al río, y protegía a Tahoser, que podía nadar sin miedo a ser vista.
Poeri atracó aguas abajo del palacio, y dejó su barca amarrada a una estaca, para poder encontrarla a su vuelta; luego tomó su bastón y ascendió la rampa del muelle con pasos cautelosos.
La pobre Tahoser, casi sin fuerzas, asió con sus manos crispadas el primer peldaño de la escalera, y extrajo trabajosamente del río sus miembros chorreantes, que al contacto con el aire sintieron súbitamente toda la pesadez de la fatiga; pero lo más difícil estaba ya hecho.
Subió los peldaños con una mano en el corazón, que latía con violencia, y la otra sobre la cabeza para sujetar su ropa liada y empapada. Después de ver la dirección que tomaba Poeri, se sentó en lo alto del muelle, desplegó su túnica y se vistió. El contacto con la tela mojada la hizo estremecerse ligeramente. La noche era templada, y soplaba una brisa cálida del sur, pero el cansancio le había dado algo de fiebre y sus dientecitos castañeteaban; recurrió a toda su energía, y pegada a los muros inclinados de los gigantescos edificios, consiguió no perder de vista al joven hebreo, que dio la vuelta a la esquina del inmenso recinto de ladrillo del palacio, y se adentró por las calles de Tebas.
Al cabo de un cuarto de hora de marcha, los palacios, los templos y las ricas mansiones desaparecieron para dejar paso a viviendas más humildes; al granito, la piedra caliza y el gres, les sucedían el adobe y el barro endurecido con paja. Las formas arquitectónicas se borraban: las barracas brotaban como ampollas o verrugas en aquel terreno raso, y la noche les prestaba una configuración monstruosa; pedazos de leña y montones de ladrillos rotos estorbaban el camino. En el silencio se oían ruidos extraños, inquietantes; una lechuza cortaba el aire con sus alas extendidas; perros flacos, alzando al cielo su nariz puntiaguda, seguían con ladridos quejumbrosos el vuelo de un murciélago; escarabajos y reptiles asustadizos se apartaban del paso, haciendo crujir la hierba seca.
«¿Habrá dicho la verdad Harfré? —pensaba Tahoser, impresionada por el aspecto siniestro de aquel lugar—; ¿viene aquí Poeri para sacrificar un niño a esos dioses bárbaros que aman la sangre y el sufrimiento? Nunca hubo un lugar más propicio para los ritos crueles».
Mientras tanto, aprovechaba los ángulos oscuros, las tapias, las matas de vegetación y las desigualdades del terreno para mantenerse siempre a la misma distancia de Poeri.
«Aunque deba asistir como testigo invisible a alguna escena espantosa como una pesadilla, oír los gritos de la víctima, ver las manos del sacrificador rojas de sangre retirar del cuerpecito el corazón humeante, llegaré hasta el final», se dijo Tahoser mientras veía al joven hebreo entrar en una cabaña de tierra apisonada cuyas grietas dejaban filtrar algunos rayos de luz amarilla.
Cuando Poeri hubo entrado, la hija de Petamunop se acercó, sin que ningún guijarro resonase bajo sus pasos fantasmales, sin que los ladridos de ningún perro señalaran su presencia; dio la vuelta a la choza, acompasando los latidos de su corazón, reteniendo el aliento, y descubrió, al ver su brillo sobre el fondo oscuro del muro de tierra, una rendija lo bastante ancha para permitirle ver el interior.
Una lamparilla iluminaba la estancia, menos pobre de lo que podría suponerse por el aspecto exterior de la choza; las paredes estaban revestidas de estuco. Sobre unos pedestales de madera pintados de diversos colores, se alineaban jarros de oro y de plata; las joyas relucían en unos cofres entreabiertos. Bandejas de metal brillaban en la pared, y un ramo de flores raras se desplegaba en una maceta de cerámica esmaltada colocada en el centro de una mesa.
Pero no eran los detalles del mobiliario los que interesaron a Tahoser, aunque el contraste entre ese lujo escondido y la miseria exterior de la vivienda le produjo cierta sorpresa al principio. Su atención se vio atraída invenciblemente hacia otro objeto.
Sobre un estrado tapizado con esteras estaba erguida una mujer de raza desconocida y de una maravillosa belleza. Era más blanca que ninguna de las hijas de Egipto, blanca como la leche, como el lirio, blanca como las ovejas recién bañadas; sus cejas se desplegaban como arcos de ébano, cuyas puntas señalaban hacia la raíz de una nariz delgada, aquilina, de ventanas coloreadas en tonos rosados como el interior de las conchas. Sus ojos se parecían a los de la tórtola, vivos y lánguidos a la vez; sus labios eran dos cintas de púrpura, que al desanudarse mostraban un reflejo perlado; sus cabellos descendían, a cada lado de sus mejillas de granada, en matas negras y lustrosas como dos racimos de uva madura; en sus orejas se agitaban unos colgantes, y en torno a su garganta redonda y lisa como una columna de alabastro relucían collares de plaquetas de oro con incrustaciones de plata.
Su vestido era singular; consistía en una amplia túnica que llevaba bordados dibujos simétricos y franjas de distintos colores, y que la cubría desde los hombros hasta media pierna, dejando los brazos libres y desnudos.
El joven hebreo se sentó a su lado, y le habló de cosas que Tahoser no podía entender pero cuyo sentido adivinaba demasiado bien, para su desgracia: porque Poeri y Ra’hel se expresaban en la lengua de la patria, tan dulce para el exiliado y el cautivo.
La esperanza se resiste a morir en el corazón enamorado.
«Tal vez es su hermana —se dijo Tahoser—, y él viene a verla en secreto, porque no quiere que se sepa que pertenece a esta raza reducida a la esclavitud».
Luego acercó aún más el ojo a la grieta, y escuchó con una atención dolorosa e intensa aquellas palabras cadenciosas y llenas de armonía, que en cada sílaba escondían un secreto que ella habría dado su vida por conocer, y que a sus oídos eran un susurro vago, fugitivo, desprovisto de significado, como el viento entre las hojas o el agua que golpea la orilla.
«Es muy hermosa… para ser su hermana», murmuraba, al tiempo que devoraba con ojos celosos aquella figura extraña y atractiva, de tez pálida, labios rojos, adornada con joyas de formas exóticas, y cuya belleza tenía algo de misterioso y fatal.
—Oh, Ra’hel, mi bienamada Ra’hel —repetía con frecuencia Poeri.
Tahoser recordó haberle oído murmurar las mismas palabras, mientras ella le abanicaba y velaba su sueño.
«Pensaba en ella, incluso en sueños: sin duda, Ra’hel es su nombre». Y la pobre niña sintió el pecho desgarrado por un sufrimiento agudo, como si todos los uraeus de los entablamentos, todas las víboras reales de las coronas faraónicas le clavaran sus colmillos venenosos en el corazón.
Ra’hel inclinó su cabeza sobre el hombro de Poeri, como una flor cargada en exceso de perfumes y de amor; los labios del joven acariciaron los cabellos de la bella judía, que se volvió despacio para ofrecer su frente humedecida y sus ojos semicerrados a aquella caricia suplicante y tímida; sus manos, que se buscaban, se unieron y se apretaron nerviosamente.
«¡Ojalá le hubiera sorprendido en alguna ceremonia impía y monstruosa, degollando con sus manos una víctima humana, bebiendo la sangre en un cáliz de tierra negra y frotándose con ella el rostro! Me parece que hubiera sufrido menos que al ver a esta hermosa mujer a la que abraza con tanta timidez», balbució Tahoser con voz débil, al tiempo que se dejaba caer al suelo a la sombra de la choza.
Por dos veces intentó incorporarse, y volvió a caer de rodillas; una nube cubrió sus ojos; sus miembros se aflojaron, y perdió el sentido.
Mientras tanto, Poeri salió de la cabaña y dio a Ra’hel un último beso.