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Tahoser, fuerza es confesarlo, no pensaba para nada en Nofré, su acompañante favorita, ni en la inquietud que debía de causar su ausencia. Aquella ama tan querida había olvidado por completo su bella mansión de Tebas, sus servidores y sus vestidos, cosa muy difícil y casi increíble en una mujer.

La hija de Petamunop no sospechaba siquiera el amor que por ella sentía el Faraón: no se había dado cuenta de la mirada voluptuosa que había dejado caer sobre ella desde lo alto aquella majestad que nada en el mundo podía conmover: y de haberla advertido, habría depositado el deseo real en ofrenda, junto a todas las flores de su alma, a los pies de Poeri.

Mientras hacía girar con un pie el huso para ir enrollando el hilo, porque le habían asignado ese trabajo, seguía con el rabillo del ojo todos los movimientos del joven hebreo, y sus miradas lo envolvían como si fueran caricias; disfrutaba en silencio de la felicidad de estar a su lado, en el pabellón al que se le había permitido el acceso.

Si Poeri hubiera vuelto la cabeza hacia ella, sin duda le habría sorprendido la luz húmeda de sus ojos, los rubores repentinos que pasaban como nubes rosadas sobre sus hermosas mejillas, los latidos profundos de su corazón, que se adivinaban por el temblor de su seno. Pero, sentado a la mesa, estaba inclinado sobre una hoja de papiro en la que, utilizando la tinta de una tablilla hueca de alabastro, inscribía unas cantidades en cifras demóticas con ayuda de un junquillo.

¿Era consciente Poeri del amor tan visible que Tahoser sentía por él? ¿O bien, por alguna razón oculta, simulaba no darse cuenta de nada? Su actitud hacia ella era amable, benevolente, pero reservada como si deseara impedir o rechazar una confesión inoportuna a la que le habría resultado penoso responder. Sin embargo, la falsa Hora era muy bella; sus encantos resaltaban aún más por el contraste que ofrecía la pobreza de su atuendo; y, del mismo modo que en las horas más calurosas del día se percibe un vapor luminoso que flota sobre la tierra reluciente, en torno a ella flotaba una atmósfera amorosa. En sus labios entreabiertos, su pasión palpitaba como un pájaro que quiere alzar el vuelo; y en voz baja, muy baja, cuando estaba segura de no ser oída, repetía como una monótona cantinela:

—Poeri, te amo.

Era la época de la cosecha, y Poeri salió para inspeccionar los trabajos. Tahoser, que ya no podía separarse de él como la sombra no puede separarse del cuerpo, lo siguió con timidez, temerosa de que la obligara a quedarse en la casa; pero el joven le dijo, en un tono en el que no se percibía el menor acento de cólera:

—Las penas se alivian a la vista de las pacíficas faenas del campo, y si el recuerdo doloroso de la prosperidad desaparecida aflige tu alma, se disipará a la vista de esa actividad alegre. Estas cosas deben de ser nuevas para ti: porque tu piel que el sol nunca ha besado, tus pies delicados, tus manos finas, la elegancia con la que llevas el pedazo de tela basta que te sirve de vestido, me muestran, fuera de toda duda, que siempre has vivido en las ciudades, rodeada de refinamientos y lujos. Ven pues y siéntate, mientras sigues haciendo girar tu huso, a la sombra del árbol del que los segadores han colgado, para refrescarla, la bota de cuero en la que guardan su bebida.

Tahoser obedeció y se sentó bajo el árbol, los brazos cruzados sobre las rodillas, y las rodillas junto al mentón.

Desde la tapia del jardín, la llanura se extendía hasta los primeros contrafuertes de la cordillera Líbica, como un mar amarillo en el que el menor soplo de aire levantaba olas de oro. La luz era tan intensa que el tono dorado del trigo blanqueaba en algunos lugares y adquiría reflejos de plata. En el opulento barro del Nilo, las espigas habían crecido vigorosas, prietas y altas como jabalinas, y jamás una cosecha tan rica se había desplegado al sol, llameante y crepitante de calor; había con qué llenar hasta el techo la serie de graneros abovedados alineados junto a las bodegas.

Los segadores llevaban ya varias horas trabajando, y se veía a lo lejos emerger de entre las olas de trigo su cabeza rizada o rapada, protegida por un pedazo de tela blanca, y su torso desnudo, del color del ladrillo cocido. Se inclinaban y se erguían con movimientos regulares, segando el trigo con sus hoces por debajo de la espiga, con la misma regularidad que si siguieran una línea recta tirada a cordel.

Detrás de ellos caminaban por los surcos los espigadores, con canastos de esparto en los que colocaban las espigas segadas, y que llevaban sobre sus hombros o colgados de una barra transversal, con la ayuda de un compañero, hasta los montones dispuestos de trecho en trecho.

A veces los segadores, sofocados, se detenían para recobrar el aliento y, sujetando la hoz contra el cuerpo con el brazo derecho, bebían un trago de agua; después volvían rápidamente al trabajo, temerosos del bastón del capataz; las espigas segadas eran extendidas en la era, en capas igualadas con la horca, ligeramente más altas hacia los lados por los nuevos canastos que se volcaban.

Entonces Poeri hizo una señal al boyero para que hiciera avanzar a sus animales. Eran bestias magníficas, de largos cuernos que se ensanchaban como el tocado de Isis, altas en la cruz, de papada poderosa y patas delgadas en las que destacaban los nervios. La marca de la propiedad, impresa con hierros candentes, era visible en sus ancas. Marchaban con firmeza, sometidas a un yugo horizontal que unía sus cuatro cabezas.

Los bueyes entraron en la era y, arreados por el látigo de doble punta, empezaron a trillar en círculo, haciendo brotar bajo sus cascos ahorquillados el grano de las espigas: el sol brillaba sobre su pelaje reluciente, y el polvo que levantaban ascendía hasta sus ollares; al cabo de una veintena de vueltas, empezaron a apoyarse los unos en los otros y, a pesar de las trallas silbantes que caían sobre sus flancos, su paso se hizo sensiblemente más lento. Para animarlos, el conductor, que les seguía sujetando por la cola a un animal para dirigirlos, entonó con un ritmo alegre y vivo la vieja canción de los bueyes: «Girad para vosotros mismos, oh bueyes, girad para vosotros; ¡raciones para vosotros, raciones para vuestros amos!».

Y la yunta, reanimada, avanzaba de nuevo y desaparecía en una nube de polvo rubio en la que fulgían chispas de oro.

Una vez finalizado el trabajo de los bueyes, acudieron servidores que, armados con palas de madera, lanzaban al aire el trigo y lo dejaban caer para separar la paja, las barbas y las vainas.

El trigo así cernido era metido en sacos de los que tomaba nota un escriba, y llevado a los graneros, a los que se subía por unas escalas de madera.

Tahoser, a la sombra de su árbol, gozaba de aquel espectáculo lleno de animación y de grandeza, y a menudo su mano distraída olvidaba torcer el hilo. El día avanzaba y ya el sol, surgido por detrás de Tebas, había cruzado el Nilo y se dirigía hacia la cordillera Líbica, por detrás de la cual se pone su disco todas las tardes. Era la hora en la que los animales vuelven de los campos y se recogen en los establos. Ella asistió, junto a Poeri, a aquel gran desfile pastoral.

Vieron primero acercarse un inmenso rebaño de bueyes, unos blancos, los otros rojos, éstos negros y salpicados de puntos claros, aquéllos píos, algunos cebrados con rayas oscuras; los había de todos los pelajes y los matices más variados; pasaban alzando sus morros relucientes, de los que colgaban hilos de baba, y abriendo sus grandes ojos mansos. Los más impacientes, al oler el establo, se empinaban a medias por unos instantes, y destacaban por encima de la manada con la que, al caer de nuevo al suelo, se confundían muy pronto; los más torpes, adelantados por sus compañeros, emitían largos mugidos quejosos para protestar.

Junto a los bueyes marchaban los guardianes, con su látigo y su cuerda enrollada.

Al llegar delante de Poeri, se arrodillaban, y con los codos pegados al cuerpo tocaban el suelo con la frente en señal de respeto.

Los escribas apuntaban el número de cabezas de ganado en sus tablillas.

Detrás de los bueyes llegaron los asnos, al trote corto y dando coces bajo los palos de pastores de cabeza descubierta y vestidos con un sencillo pedazo de tela anudado a la cintura y cuyo extremo caía entre sus muslos; desfilaban sacudiendo sus largas orejas y golpeando el suelo con sus cascos pequeños y duros.

Los pastores hicieron la misma genuflexión que los boyeros, y los escribas anotaron también el número exacto de sus bestias.

Llegó después el turno de las cabras: llegaban precedidas por los machos cabríos, alborotadas, balando con su voz cascada y áspera; los cabreros a duras penas podían contenerlas y devolver al rebaño a las más atrevidas, que intentaban separarse. Fueron contadas como los bueyes y los asnos, y, con el mismo ceremonial, los pastores se prosternaron a los pies de Poeri.

Cerraban el cortejo las ocas, que, fatigadas por el camino, se balanceaban sobre sus anchas patas, batían ruidosamente las alas, alargaban el cuello y lanzaban graznidos roncos; su número fue inscrito, y las tablillas entregadas al inspector de la propiedad.

Mucho después de que bueyes, asnos, cabras y ocas estuviesen encerrados, seguía elevándose lentamente hacia el cielo una columna de polvo que el viento no conseguía dispersar.

—Y bien, Hora —dijo Poeri a Tahoser—, ¿te ha divertido el espectáculo de los segadores y los rebaños? Éstos son los placeres de los campos; aquí no tenemos, como en Tebas, tañedoras de arpa y bailarinas. Pero la agricultura es santa; es la madre nutricia del hombre, y quien siembra un grano de trigo lleva a cabo una acción agradable a los dioses. Ahora, ve a comer con tus compañeras; yo vuelvo al pabellón, para calcular cuántas medidas de trigo han producido los sembrados.

Tahoser colocó una mano en el suelo y la otra sobre su cabeza, en señal de asentimiento respetuoso, y se retiró.

En el refectorio reían y charlaban varias jóvenes sirvientas, mientras comían cebollas crudas, tortas de durah y dátiles; un vaso pequeño de arcilla lleno de aceite en el que estaba sumergida una mecha las iluminaba, porque había caído la noche, y difundía una luz amarillenta sobre sus mejillas morenas y sus torsos oscuros que no cubría ningún vestido. Unas se sentaban en sencillos taburetes de madera; otras en el suelo, recostadas en la pared, con una rodilla doblada.

—¿Adónde irá el amo todas las noches? —dijo una muchacha en tono malicioso, mientras pelaba una granada con los graciosos ademanes de un mono.

—El amo va donde le place —respondió una esclava mayor, que majaba pétalos de flores—. ¿O es que tiene que darte cuentas a ti? No serás tú, en todo caso, quien lo retenga aquí.

—Ni yo ni ninguna de vosotras —replicó la joven, picada.

La esclava mayor se encogió de hombros.

—Ni siquiera Hora, que es más blanca y más bella que nosotras, lo conseguiría. Aunque lleve un nombre egipcio y esté al servicio del Faraón, pertenece a la raza bárbara de Israel; y si sale de noche, sin duda es para asistir a los sacrificios de niños que celebran los hebreos en lugares desiertos en los que chilla la lechuza, la hiena aúlla y silba la víbora.

Tahoser salió de la estancia sin hacer ruido ni decir nada, y se escondió en el jardín detrás de un macizo de mimosas; al cabo de unas dos horas de espera, vio salir a Poeri al campo.

Ligera y silenciosa como una sombra, lo siguió.