Cuando llegó el día, Nofré, que dormía en un pequeño catre a los pies de su ama, se sorprendió al no oír a Tahoser llamarla como de costumbre, con unas palmadas. Se incorporó sobre un codo y vio que el lecho estaba vacío. Sin embargo, los primeros rayos del sol sólo habían alcanzado el friso del pórtico, y apenas empezaban a dibujar en el muro la sombra de los capiteles y de la parte superior del fuste de las columnas. Tahoser no solía madrugar tanto, y casi nunca se levantaba de la cama sin la ayuda de sus sirvientas; nunca, tampoco, salía sin que hubieran reparado el desorden de la noche en su peinado y vertido sobre su bello cuerpo las abluciones de agua perfumada que recibía de rodillas, con los brazos plegados sobre su pecho.
Nofré, inquieta, se puso una camisa transparente, se calzó con unas sandalias de fibra de palma, y empezó a buscar a su ama.
La buscó primero bajo los pórticos de los dos patios, pensando que, al no poder dormir, quizá Tahoser había salido a respirar el fresco del amanecer paseando por aquellas galerías interiores.
Tahoser no estaba allí.
«Vayamos al jardín —se dijo Nofré—; quizás ha tenido el capricho de ver brillar el rocío nocturno en las hojas de las plantas y asistir por una vez al despertar de las flores».
En el jardín, que recorrió en todas direcciones, no había más que soledad. Avenidas, miradores, glorietas, macizos de plantas, Nofré miró en todas partes, sin éxito. Entró en el quiosco situado al extremo del corredor emparrado; ni rastro de Tahoser. Corrió al estanque, donde su ama podía haber tenido el capricho de bañarse, como lo hacía a veces con sus compañeras, en la escalera de granito que descendía desde el borde del agua hasta un fondo de arena limpia. Las anchas hojas de los nenúfares flotaban en la superficie y no parecían haber sido apartadas; los patos que sumergían sus cuellos azules en el agua tranquila eran los únicos en turbar la superficie, y saludaron a Nofré con alegres chillidos. La fiel acompañante empezó a inquietarse seriamente; dio la alarma a toda la casa; las esclavas y las sirvientas salieron de sus cubículos e, informadas por Nofré de la extraña desaparición de Tahoser, se dedicaron a una búsqueda minuciosa; subieron a las terrazas, registraron todas las habitaciones, todos los rincones, todos los lugares a los que podía haber ido. Nofré, en su nerviosismo, llegó incluso a abrir los arcones de la ropa y los estuches de las joyas, como si aquellos recipientes pudieran ocultar a su ama.
Decididamente, Tahoser no estaba en la casa.
Un viejo servidor prudente tuvo la idea de inspeccionar la arena de las avenidas, en busca de las huellas de su joven ama; los pesados cerrojos de la puerta principal estaban en su lugar, lo que eliminaba la suposición de que Tahoser hubiera salido por ella. Es cierto que Nofré había pisado en su aturdimiento todos los senderos, dejando la huella de sus sandalias; pero, al inclinarse hacia el suelo, el viejo Suhem no tardó en reconocer, entre los pasos de Nofré, la ligera depresión que dibujaba una suela estrecha perteneciente a un pie mucho más pequeño que el de la acompañante. Siguió esa huella, que le condujo, pasando por la galería emparrada, desde el pilono del patio hasta la puerta del muelle. Los cerrojos, como hizo observar a Nofré, habían sido descorridos, y sólo su peso mantenía juntos los batientes; así pues, era por aquel lugar por donde había escapado la hija de Petamunop.
Más allá, el rastro se perdía. El muelle de ladrillo no había conservado ninguna huella. El barquero que llevó a Tahoser no había vuelto aún a su puesto. Los demás dormían, y al ser interrogados respondieron que no habían visto nada. Sólo uno de ellos dijo que una mujer, pobremente vestida y que parecía pertenecer a las clases más bajas de la población, había cruzado al amanecer el río en dirección al barrio de los Memnonia, sin duda para llevar a cabo algún rito fúnebre.
La indicación no parecía guardar la menor relación con la elegante Tahoser, y despistó por completo a Nofré y Suhem.
Volvieron a la casa tristes y desanimados. Los servidores y las sirvientas se sentaron en el suelo en actitudes desoladas, dejando colgar uno de sus brazos con la palma de la mano vuelta hacia el cielo y colocando la otra mano sobre la cabeza, y todos gritaron a coro, lastimeros:
—¡Desgracia, desgracia! ¡El ama se ha marchado!
—¡Por Oms, perro de los infiernos, la encontraré! —dijo el viejo Suhem—, aunque tenga que penetrar vivo hasta el fondo de la región occidental, adónde viajan los muertos. Era una buena ama; nos daba de comer en abundancia, no exigía de nosotros trabajos excesivos, y sólo recurría a los azotes con justicia y moderación. Su pie no pesaba apenas sobre nuestras nucas inclinadas, y junto a ella el esclavo podía creerse libre.
—¡Desgracia, desgracia! —repitieron hombres y mujeres, mientras arrojaban polvo sobre sus cabezas.
—¡Ay, querida ama! ¿Quién sabe dónde te encuentras ahora? —dijo la fiel acompañante, y las lágrimas bañaron su rostro—. Puede que un mago te haya hecho salir de tu palacio por medio de un conjuro irresistible, para someterte a un maleficio odioso; lacerará tu hermoso cuerpo, extraerá el corazón por una incisión como hacen los parasquistas, arrojará tus restos a la voracidad de los cocodrilos, y tu alma mutilada no encontrará en el día de la reunión sino despojos informes. ¡No irás a acompañar, al fondo de los corredores cuyo plano guarda el colquita, al gran sacerdote Petamunop, en la cámara funeraria excavada para ti!
—Cálmate, Nofré —dijo el viejo Suhem—, no nos desesperemos tan pronto; puede que Tahoser vuelva. Quizá se ha dejado llevar por un capricho desconocido para nosotros, y dentro de pocos instantes la veremos reaparecer alegre y sonriente, con las manos llenas de flores acuáticas.
La acompañante se pasó por los párpados la orla de su velo, e hizo una seña de asentimiento.
Suhem se acuclilló, doblando las rodillas como esas imágenes de cinocéfalos talladas en un bloque de basalto, y, oprimiéndose las sienes entre sus manos secas, se sumió en reflexiones profundas.
Su rostro de un color pardo rojizo, sus ojos hundidos, sus mandíbulas prominentes, sus mejillas cruzadas por grandes arrugas, las barbas hirsutas que enmarcaban su rostro, le hacían semejarse a uno de esos dioses de cabeza simiesca; no era un dios, desde luego, pero sí tenía el aspecto de un mono.
El resultado de sus meditaciones, ansiosamente esperado por Nofré, fue éste:
—La hija de Petamunop está enamorada.
—¿Quién te lo ha dicho? —exclamó Nofré, que creía ser la única capaz de leer en el corazón de su ama.
—Nadie, pero Tahoser es muy bella; ha visto ya dieciséis veces la crecida y la retirada de las aguas del Nilo. Dieciséis es el número emblemático del placer, y desde hace algún tiempo llamaba a horas extrañas a las tañedoras de arpa, mandora y flauta, como quien desea calmar sus penas.
—Hablas muy bien, y la sabiduría habita en tu vieja cabeza calva; pero ¿cómo has aprendido a conocer a las mujeres, tú que no haces más que escardar la tierra del jardín y llevar cántaras de agua al hombro?
El esclavo distendió sus labios en una sonrisa silenciosa y mostró dos hileras de dientes blancos, capaces aún de cascar huesos de dátil; su mueca quería decir: «No siempre he sido viejo y cautivo».
A la luz de la sugerencia de Suhem, Nofré pensó de inmediato en Ahmosis, oeris del Faraón, que pasaba con tanta frecuencia debajo de la terraza y que tanta apostura había mostrado subido a su carro de guerra en el desfile triunfal; como ella misma lo amaba, sin darse muy bien cuenta de ello, atribuía sus propios sentimientos a su ama. Vistió una ropa menos ligera y se dirigió a la casa del oficial: allí, según imaginaba, encontraría sin falta a Tahoser.
El joven oeris estaba sentado en el fondo de su habitación, en un sillón bajo. En los muros aparecían, colgadas como trofeos, diferentes armas: la túnica de cuero con placas de bronce en la que estaba grabado el cartucho del Faraón, el puñal con mango de jade agujereado para dejar pasar los dedos, el hacha de batalla con filo de sílex, el garfio de hoja curva, el casco con la doble pluma de avestruz, el arco triangular y las flechas guarnecidas con plumas rojas; sobre unas repisas estaban dispuestos los pectorales de honor, y algunos cofres abiertos mostraban el botín tomado al enemigo.
Cuando vio a Nofré, a la que conocía bien, de pie en el umbral, Ahmosis sintió un vivo placer; sus mejillas morenas se colorearon, sus músculos se estremecieron, su corazón palpitó con más fuerza. Creyó que Nofré le traía algún mensaje de parte de Tahoser, por más que la hija del sacerdote nunca hubiera correspondido a sus miradas. Pero el hombre al que los dioses han hecho el don de la belleza imagina con facilidad que todas las mujeres están enamoradas de él.
Se puso en pie y dio algunos pasos hacia Nofré, cuya mirada inquieta registraba todos los rincones de la estancia para asegurarse de la presencia o la ausencia de Tahoser.
—¿Qué te trae aquí, Nofré? —dijo Ahmosis, al ver que la joven acompañante, preocupada con su búsqueda, no rompía el silencio—. Tu ama sigue bien, espero, porque me parece haberla visto ayer, en la entrada del Faraón.
—Si mi ama sigue bien, tú tienes que saberlo mejor que nadie —respondió Nofré—, porque se ha marchado de su casa sin confiar a nadie su propósito, y yo habría jurado por Hathor que tú conoces el refugio que ha elegido.
—¡Ha desaparecido! ¿Qué me dices? —dijo Ahmosis, con una sorpresa que desde luego no era fingida.
—Yo creí que ella te amaba —dijo Nofré—, y a veces hasta las muchachas más sensatas cometen imprudencias. Entonces, ¿no está aquí?
—El dios Fre, que lo ve todo, sabe dónde está; pero ninguno de sus rayos terminados en manos la ha asido en mi mansión. Mira si lo deseas en las habitaciones.
—Te creo, Ahmosis, y me retiro; porque, si Tahoser hubiera venido aquí, no lo ocultarías a la fiel Nofré, que no pide otra cosa que servir vuestros amores. Tú eres hermoso, y ella es libre, rica y virgen. Los dioses habrían visto con buenos ojos esa unión.
Nofré regresó a su casa más inquieta y trastornada que nunca; temía que alguien sospechara que los servidores habían dado muerte a Tahoser para apoderarse de sus riquezas, y se empeñara en hacerles confesar a golpes de bastón lo que ignoraban.
Por su parte, también el Faraón pensaba en Tahoser. Después de hacer las libaciones y ofrendas exigidas por el ritual, se había sentado en el patio interior del gineceo, y recordó, sin prestar atención a los retozos de sus mujeres, que, desnudas y coronadas de flores, jugueteaban en la piscina, salpicándose de agua y lanzando carcajadas agudas y sonoras para atraer la atención del amo, que aún no había decidido, contra su costumbre, cuál de ellas sería la reina favorita aquella semana.
Era un espectáculo encantador el de aquellas mujeres hermosas cuyos esbeltos cuerpos relucían bajo el agua transparente como estatuas de jaspe sumergidas, en un marco de arbustos y de flores, en el centro del patio rodeado por columnas pintadas de colores vivos, a la luz pura de un cielo azul, por el que de tanto en tanto cruzaba un ibis, con el pico al viento y las patas estiradas hacia atrás.
Amensé y Twea, cansadas de nadar, habían salido del agua y, de rodillas en el borde del estanque, extendían al sol para secarla su espesa cabellera negra, cuyas mechas de ébano hacían parecer aún más blanca su piel; las últimas perlas del baño resbalaban sobre sus hombros relucientes y sus brazos lisos como el jade; las sirvientas las frotaban con esencias y aceites aromáticos, mientras que una joven etíope les acercaba una gran flor para que respiraran su aroma.
Se diría que el artesano que había esculpido los bajorrelieves de las salas del gineceo tomó como modelos aquellos grupos femeninos llenos de gracia; pero el Faraón no habría contemplado con una mirada más fría el dibujo grabado en la piedra.
Encaramado al respaldo del sillón, un mono amaestrado comía dátiles y castañeteaba los dientes; el gato favorito se restregaba contra las piernas del amo, arqueando el lomo; el enano deforme tiraba de la cola del mono y de los bigotes del gato, haciendo chillar al uno y maullar al otro, lo que por lo común hacía reír a Su Majestad; pero ese día Su Majestad no estaba de buen humor. Apartó al gato, hizo bajar al mono del sillón, dio un papirotazo en la cabeza al enano, y se dirigió a sus apartamentos de granito.
Cada una de las cámaras estaba formada por bloques de un enorme volumen, y cerrada por puertas de piedra que ningún poder habría podido abrir, a menos de conocer el resorte secreto que las ponía en movimiento.
En aquellas cámaras estaban guardadas las riquezas del Faraón y el botín arrebatado a los pueblos conquistados. Había allí lingotes de metales preciosos, coronas de oro y plata, pectorales y brazaletes esmaltados, pendientes que relucían como el disco de Mui; collares de siete vueltas de cornalina, de lapislázuli, de jaspe de color sangre, de perlas, de ágatas, de sardónices, de ónices; aros finamente decorados para las piernas, cinturones de placas de oro grabadas con jeroglíficos, anillos con el escarabeo; hileras de peces, cocodrilos y corazones estampados en oro, serpientes de esmalte que se retorcían varias veces sobre sí mismas; jarrones de bronce, vasos de alabastro o de cristal azul en el que se inscribían espirales blancas; cofres de cerámica esmaltada, cajas de madera de sándalo que adoptaban las formas más caprichosas y quiméricas, pilas de especias de todos los países, bloques de ébano; tejidos preciosos tan finos que la pieza entera podía pasar por un anillo; plumas de avestruz negras y blancas, o teñidas de diversos colores; colmillos de elefante de un grosor monstruoso, copas de oro, de plata, de vidrio dorado, estatuillas magníficas tanto por el material con que estaban hechas como por el arte con que habían sido talladas.
En cada cámara el Faraón había hecho cargar unas andas por dos esclavos robustos de Kusch y de Scheto, y había llamado batiendo palmas a Timoft, el servidor que había seguido a Tahoser.
—Haz que lleven esto a Tahoser, hija de Petamunop, de parte del Faraón —le dijo.
Timoft se colocó a la cabeza del cortejo, que cruzó el río en la canga real, y muy pronto los esclavos llegaron con su carga a la casa de Tahoser.
—Para Tahoser, de parte del Faraón —dijo Timoft, después de llamar a la puerta.
A la vista de aquellos tesoros, Nofré estuvo a punto de perder el sentido, mitad por el miedo, mitad por el deslumbramiento; temía que el rey la condenara a muerte cuando se enterara de que la hija del sacerdote había desaparecido.
—Tahoser se ha marchado —respondió temblando a Timoft—, y juro por las cuatro ocas sagradas, Amset, Sis, Sumots y Kebshniv, que vuelan hacia los cuatro puntos del viento, que ignoro dónde se encuentra.
—El Faraón, el preferido de Fre, el favorito de Amón-Ra, ha enviado estos presentes, y no puedo volver con ellos; guárdalos hasta que aparezca. Me respondes de ellos con tu cabeza; haz que los encierren en cámaras y que los guarden servidores fieles —respondió el enviado del rey.
Cuando Timoft regresó al palacio y, prosternado, con los codos apretados contra los flancos y la frente en el polvo, dijo que Tahoser había desaparecido, el rey se enfureció, y arrojó con tanta violencia su cetro contra el suelo, que la losa se partió en dos.