Tahoser, animada por la acogida amistosa de Poeri, dejó su actitud suplicante y se puso en pie. Un color rosado muy vivo había teñido sus mejillas, antes tan pálidas: con la esperanza, retornaba su pudor; se ruborizaba ante la extraña acción a la que le empujaba el amor, y en el umbral que sus sueños habían franqueado tantas veces, vaciló: sus escrúpulos de doncella, sofocados por la pasión, renacieron en presencia de la realidad.
El joven, creyendo que únicamente la timidez, compañera de la desgracia, impedía a Tahoser entrar en la casa, le dijo con una voz musical y dulce en la que se percibía un acento extranjero:
—Entra, muchacha, y no tiembles de ese modo; la casa es lo bastante amplia para acogerte. Si estás fatigada, descansa; si tienes sed, mis servidores te traerán agua pura refrescada en cántaros de arcilla porosa; si tienes hambre, pondrán ante ti pan de trigo, dátiles e higos secos.
La hija de Petamunop, animada por esas palabras hospitalarias, entró en la casa, que justificaba el jeroglífico de bienvenida inscrito sobre la puerta.
Poeri la condujo a la cámara de la planta baja, cuyas paredes estaban pintadas con un fondo blanco sobre el que unas varitas verdes rematadas de flores de loto se combinaban de una forma agradable a la vista. Una fina estera de juncos entrelazados, en la que se mezclaban distintos colores jugando con la simetría, cubría el suelo; en cada ángulo de la estancia, grandes ramos de flores desbordaban de unos largos jarrones, en equilibrio sobre sus respectivas repisas, y difundían su perfume por la sombra fresca de la cámara. Al fondo, un canapé bajo, de madera tallada con adornos de follajes y animales quiméricos, ofrecía tentador su amplio cojín a la fatiga o a la ociosidad. Dos sillones hechos con juncos del Nilo, cuyo respaldo podía plegarse gracias a unas bisagras; un escabel de madera ahuecada en forma de concha, apoyado en tres patas; una mesa oblonga también de tres patas, con una orla decorada con incrustaciones y el centro historiado con uraeus, guirnaldas y símbolos de la agricultura, y sobre la que había colocado un jarrón con lotos rosados y azules, completaban un mobiliario de una sencillez y una gracia campestres.
Poeri tomó asiento en el canapé. Tahoser, con una pierna replegada bajo el muslo y la otra rodilla alzada, se colocó delante del joven, que la miraba con una expresión llena de benévolos interrogantes.
Ella estaba encantadora en esa actitud: el velo de gasa en el que se envolvía, al caer hacia atrás, había dejado al descubierto las masas opulentas de su cabellera sujeta por una estrecha cinta blanca, y permitía ver en su plenitud su fisonomía dulce, bella y triste. Su túnica sin mangas mostraba hasta los hombros sus brazos elegantes, a los que dejaba plena libertad de movimientos.
—Yo me llamo Poeri —dijo el joven—, y soy intendente de los bienes de la corona, lo que me da el derecho a llevar en mi tocado de ceremonia los cuernos de carnero dorados.
—Yo me llamo Hora —respondió Tahoser, que había preparado de antemano una pequeña historia—; mis padres han muerto, y sus bienes, vendidos por los acreedores, apenas dieron lo justo para pagar sus funerales. Me he quedado sola y sin recursos; pero, si tienes a bien acogerme, sabré agradecer tu hospitalidad. He sido instruida en los trabajos de las mujeres, aunque mi condición no me obligaba a ejercerlos. Sé hacer girar el huso, tejer telas mezclando hilos de distintos colores, imitar flores y trazar adornos con la aguja sobre la tela; podré incluso, cuando te sientas fatigado por tu trabajo y el calor del día te abrume, reconfortarte con canciones acompañadas por el arpa o la mandora.
—Hora, sé bienvenida a la casa de Poeri —dijo el joven—. Encontrarás aquí, sin abusar de tus fuerzas, porque me pareces delicada, una ocupación conveniente para una muchacha que ha conocido épocas más prósperas. Hay entre mis sirvientas, jóvenes muy dulces y prudentes que te acompañarán de forma agradable y te mostrarán la forma en que se ordena la vida en esta vivienda campestre. Los días se sucederán, y es posible que vengan tiempos mejores para ti. Si no es así, podrás envejecer tranquila en mi casa, en paz y abundancia: porque el huésped que los dioses envían es sagrado.
Después de pronunciar esas palabras, Poeri se puso en pie, como para evitar las muestras de agradecimiento de la falsa Hora, que se había prosternado a sus pies y los besaba como hacen los desdichados a los que se acaba de conceder alguna gracia; pero la enamorada había reemplazado a la suplicante, y sus frescos labios rosados se apartaron con pena de aquellos hermosos pies, puros y blancos como los pies de jaspe de las divinidades.
Antes de salir para ir a supervisar las faenas del campo, Poeri se volvió en el umbral de la estancia y dijo a Hora:
—Quédate aquí hasta que te haya asignado una habitación. Te enviaré algo de comer por medio de uno de mis servidores.
Y se alejó con un paso tranquilo, balanceando en su muñeca el látigo de mando. Los trabajadores le saludaban con una mano en la cabeza y la otra cerca del suelo; pero por la cordialidad de su saludo se advertía que era un buen amo. En ocasiones se detenía para dar una orden o un consejo, porque era un gran entendido en las cosas de la agricultura y la jardinería; luego reanudaba su marcha, lanzando miradas a izquierda y derecha, inspeccionándolo todo con cuidado. Tahoser, que le había acompañado humildemente hasta la puerta y se había acuclillado en el umbral, con los codos junto a las rodillas y el mentón en la palma de la mano, le siguió con la mirada hasta que se perdió bajo los arcos de la viña. Ya hacía mucho tiempo que había desaparecido en los campos, y ella seguía aún mirando.
Un servidor, siguiendo la orden dada al pasar por Poeri, le trajo en una bandeja un muslo de oca, cebollas cocidas bajo la ceniza, un pan de trigo e higos, así como una jarra de agua en la que habían sumergido hojas de mirto.
—Aquí tienes lo que te envía el amo; come, muchacha, y recupera fuerzas.
Tahoser no tenía apetito, pero hubo de aparentarlo en el papel que representaba: los miserables se abalanzan sobre la comida que les ofrecen. Comió, pues, y bebió un largo trago de agua fresca.
Cuando el servidor se hubo alejado, volvió de nuevo a su actitud contemplativa. Mil ideas contradictorias se agolpaban en su cabeza: tan pronto su pudor de doncella la hacía arrepentirse de su aventura, como su pasión de enamorada aplaudía su audacia. Luego se decía: «Estoy aquí, es verdad, bajo el techo de Poeri, lo veré todos los días, me embriagaré en silencio con su belleza divina más que humana, escucharé su voz encantadora, semejante a una música del alma. Pero él, que no se ha fijado en mí cuando pasaba bajo su pabellón ataviada con mis vestidos de colores brillantes, adornada con mis joyas más finas, perfumada con esencias y flores, montada en mi carro pintado y dorado bajo mi parasol, rodeada como una reina por un cortejo de servidores, ¿prestará más atención a la pobre muchacha que ha venido a suplicarle envuelta en telas bastas y a la que ha acogido por compasión?
»Lo que no ha podido mi lujo, ¿lo conseguirá mi miseria? Tal vez después de todo soy fea, y Nofré es una aduladora cuando pretende que, desde las fuentes desconocidas del Nilo hasta el lugar por donde desemboca en el mar, no hay mujer más bella que su ama… No, yo soy bella; los ojos ardientes de los hombres me lo han dicho mil veces, y sobre todo el aire despechado y los mohines desdeñosos de las mujeres que pasaban a mi lado. Poeri, que me ha inspirado una pasión tan desorbitada, ¿me amará alguna vez? Habría acogido del mismo modo a una anciana con la frente cubierta de arrugas, el pecho descarnado, envuelta en harapos horribles y con los pies grises de polvo. Cualquier otro habría reconocido al instante, bajo el disfraz de Hora, a Tahoser, la hija del gran sacerdote Petamunop, pero él nunca se ha rebajado a mirarme, como no lo hace la estatua de un dios de basalto con los devotos que acuden a ofrecerle cuartos de antílope y ramilletes de lotos».
Esas reflexiones desanimaban a Tahoser; pero luego su confianza crecía y se decía que su belleza, su juventud, su amor, acabarían por ablandar aquel corazón insensible: sería tan dulce, tan atenta, tan abnegada, y pondría tanto arte y coquetería en adornarse con sus pobres ropajes, que con toda seguridad Poeri no resistiría. Entonces, ella le revelaría que la humilde sirvienta era una joven de alta cuna, que poseía esclavos, tierras y palacios, y anticipaba en sueños, después de la felicidad oscura, una vida de felicidad espléndida y radiante.
«Para empezar, he de parecerle hermosa», se dijo, poniéndose en pie, y se dirigió a uno de los estanques.
Al llegar allí, se arrodilló en el reborde de piedra y se lavó la cara, el cuello y los hombros; el agua agitada le mostró, en su espejo roto en mil pedazos, una imagen confusa y temblorosa que le sonreía como a través de una gasa verde, y los pececillos, al ver su sombra y creer que iban a arrojarles algunas migas de comida, se acercaron en tropel al borde.
Cogió dos o tres flores de loto que desplegaban sus pétalos en la superficie del estanque, retorció sus tallos en torno a la cinta de sus cabellos, y se compuso de ese modo un peinado que no habría igualado todo el arte de Nofré vaciando los cofres de sus joyas.
Cuando hubo terminado y se puso en pie fresca y radiante, un ibis familiar, que la había estado observando acicalarse, se alzó sobre sus largas patas, tendió su largo cuello y batió dos o tres veces las alas como para aplaudirla.
Concluida su toilette, Tahoser volvió a ocupar su lugar junto a la puerta del pabellón, y esperó allí a Poeri. El cielo era de un color azul profundo; la luz se estremecía en ondas visibles en el aire transparente; los pájaros brincaban de rama en rama, y picoteaban algunas bayas; las mariposas se perseguían y evolucionaban agitando sus alas. A aquel espectáculo risueño se sumaba el de la actividad humana, que lo realzaba aún más, al prestarle un alma. Los jardineros iban y venían; pasaban los servidores, cargados de brazadas de hierbas y de paquetes de legumbres; otros, colocados al pie de las higueras, llenaban sus cestas con la fruta que les arrojaban unos monos amaestrados para recoger los higos, que habían trepado hasta las ramas más altas.
Tahoser contemplaba maravillada la naturaleza llena de frescura, y aquella paz inundaba su alma. «Oh —se dijo—, ¡qué dulce sería sentirme amada aquí, a la luz, entre los perfumes y las flores!».
Poeri apareció; había terminado su inspección, y se retiró a su habitación para dejar pasar las horas más calurosas del día. Tahoser le siguió con timidez, y se detuvo junto a la puerta, preparada para marcharse al menor gesto; pero Poeri le hizo seña de que se quedara.
Ella avanzó algunos pasos y se arrodilló sobre la estera.
—Me has dicho, Hora, que sabes tocar la mandora; toma el instrumento que ves colgado de la pared, haz resonar sus cuerdas y cántame alguna canción antigua, muy tierna y muy lenta. Los sueños más bellos vienen siempre a nosotros acompañados por la música.
La hija del sacerdote descolgó la mandora, se acercó al canapé sobre el que se había tendido Poeri dejando descansar la cabeza en una pieza de madera curvada en forma de media luna, alargó el brazo hasta el extremo del astil del instrumento cuya caja apretaba sobre su corazón conmovido, dejó resbalar la mano por las cuerdas, y extrajo de ellas algunos acordes. Luego cantó con una voz justa, aunque un poco temblorosa, una vieja tonada egipcia, vago suspiro de los antepasados transmitido de generación en generación, en la que se repetía una y otra vez la misma frase de una monotonía penetrante y dulce.
—En efecto —dijo Poeri, volviendo sus pupilas de color azul oscuro a la joven—, no me habías engañado. Conoces los ritmos como una música profesional, y podrías ejercer tu arte en el palacio de los reyes. Pero añades a tu canto una expresión nueva. Se diría que inventas la tonada que estás recitando, y así le das un encanto mágico. Tu fisonomía ya no es la de esta mañana; otra mujer aparece a través de ti, como una luz detrás de un velo. ¿Quién eres?
—Soy Hora —respondió Tahoser—, ¿no te he contado ya mi historia? Sólo me he lavado para hacer desaparecer de mi cara el polvo del camino, he alisado los pliegues de mi túnica arrugada y me he puesto unas flores en el pelo. El ser pobre no es una razón para parecer fea, y los dioses a veces niegan la belleza a los ricos. ¿Te parece bien que continúe?
—¡Sí! Canta otra vez esa tonada que me fascina, me adormece y me priva de la memoria como lo haría una copa de nepentes; repítela, hasta que el sueño y con él el olvido desciendan sobre mis párpados.
Los ojos de Poeri, fijos al principio en Tahoser, se cerraron muy pronto a medias, y luego completamente. La joven siguió tañendo las cuerdas de la mandora mientras repetía, en voz cada vez más baja, el estribillo de su canción. Poeri dormía; ella calló, y se puso a darle aire con un abanico de hojas de palma que encontró sobre la mesa.
Poeri era hermoso, y el sueño daba a sus rasgos puros una expresión inefable de languidez y ternura; sus largas pestañas parecían velarle alguna visión celeste, y sus labios rojos entreabiertos temblaban, como si estuvieran dirigiendo palabras mudas a un ser invisible.
Después de una larga contemplación, envalentonada por el silencio y la soledad, Tahoser no pudo resistir más: se inclinó sobre la frente del durmiente y, conteniendo la respiración, oprimiéndose el corazón con la mano, posó en ella un beso tímido, furtivo, alado; luego se incorporó, avergonzada y cubierta de rubor.
El durmiente había notado vagamente, en medio de su sueño, el contacto de los labios de Tahoser; suspiró y dijo en lengua hebrea:
—¡Ra’hel, mi bienamada Ra’hel!
Por fortuna, esas palabras en una lengua desconocida no tenían el menor sentido para la hija de Petamunop; y ella retomó el abanico de hojas de palma, esperando y temiendo a la vez que Poeri despertara.