En la orilla izquierda del Nilo se alzaba la villa de Poeri, el joven que tanto había alterado a Tahoser cuando, al dirigirse a presenciar el regreso triunfal del Faraón, había pasado en su carro tirado por bueyes debajo del balcón en el que estaba indolentemente apoyado el guapo soñador.
Era una finca importante, dedicada en parte a trabajos de granja y en parte a mansión de recreo, y ocupaba, entre la orilla del río y los primeros contrafuertes de la cordillera Líbica, una amplia extensión de terreno que, en la época de la inundación, era anegada por el agua roja cargada de limo fertilizante, mientras que el resto del año, una red de canales hábilmente dispuestos mantenía el frescor de la vegetación.
Un muro de piedra caliza extraída de las montañas vecinas rodeaba el jardín, los graneros, la bodega y la casa; el muro, ligeramente inclinado formando talud, estaba rematado por una acrótera con puntas de metal capaces de detener a quien intentara saltarlo. Tres puertas, de hojas sujetas a unos pilares macizos decorados cada uno de ellos con una gigantesca flor de loto plantada en la parte superior del capitel, interrumpían el muro en tres de sus lados; en el lugar de la cuarta puerta se alzaba el pabellón, que miraba al jardín por una de sus fachadas, y al camino por la otra.
El pabellón no se parecía en nada a las casas de Tebas: el arquitecto que lo construyó no había buscado el basamento sólido, las grandes líneas monumentales y los ricos materiales de las construcciones urbanas, sino, por el contrario, una elegancia ligera, una sencillez y una gracia campestres en armonía con la vegetación y la tranquilidad del entorno.
Las partes inferiores del suelo, susceptibles de resultar anegadas por las crecidas del Nilo, eran de gres, y el resto, de madera de sicomoro. Largas columnas huecas, de una esbeltez extrema, parecidas a las astas que sostienen los estandartes frente al palacio del rey, arrancaban del suelo y ascendían sin interrupción hasta la cornisa decorada con palmas, ensanchándose en los capiteles en forma de cálices de loto coronados por un pequeño cubo.
El único piso que se alzaba sobre la planta baja no llegaba hasta las molduras que decoraban el borde de la terraza, dejando de ese modo un espacio vacío entre su techo y la cubierta horizontal de la villa.
Unas columnas cortas con capiteles floridos, separadas en grupos de cuatro por columnas más largas, formaban una galería abierta en torno a aquella especie de apartamento aéreo abierto a todos los vientos.
Ventanas más amplias en la base que en la parte superior de su abertura, siguiendo el estilo egipcio, y que se cerraban con postigos dobles, daban luz al primer piso. La planta baja estaba iluminada por ventanas más estrechas y juntas.
Sobre la puerta, decorada con dos molduras en saliente muy pronunciado, se veía una cruz plantada en un corazón y encuadrada por un paralelogramo truncado en su parte inferior para dejar paso a aquel signo de augurio favorable cuyo significado, como todo el mundo sabe, es el de una «casa buena».
Toda la construcción estaba pintada de colores suaves y alegres. Las flores de loto de los capiteles brotaban alternativamente azules y rosas de sus cálices verdes; las palmas de las cornisas, pintadas con un barniz dorado, resaltaban sobre un fondo azul; los muros blancos de las fachadas hacían que destacasen los marcos pintados de las ventanas, y unos filetes rojos y verdes enmarcaban paneles o simulaban las junturas de la piedra.
Fuera del muro exterior, en el que se inscribía el pabellón, se alineaba una hilera de árboles podados en punta que formaban una cortina para detener el viento polvoriento del sur, siempre cargado con los ardores del desierto.
Delante del pabellón verdeaba una inmensa plantación de viñas; columnas de piedra con capiteles lotiformes, dispuestas simétricamente, dibujaban en el viñedo unas avenidas que se cortaban en ángulo recto; guirnaldas de pámpanos se entrelazaban de una cepa a otra y formaban una serie de arcos vegetales bajo los cuales se podía pasear sin necesidad de agachar la cabeza. La tierra, rastrillada continuamente y agrupada en forma de montículos alrededor de cada planta, hacía con su color pardo que resaltara más el verde claro de las hojas, entre las que jugueteaban los pájaros y los rayos del sol.
A cada lado del pabellón, dos estanques oblongos dejaban flotar sobre sus espejos transparentes flores y aves acuáticas. En los ángulos de esos estanques, cuatro grandes palmeras desplegaban como una sombrilla, en el extremo de su tronco esculpido de escamas, su verde aureola de hojas.
Unos senderos estrechos de trazo regular dividían en compartimientos el jardín situado junto al viñedo, señalando el lugar de cada cultivo. En una especie de avenida exterior que permitía dar la vuelta a todo el recinto, las palmeras datileras alternaban con los sicomoros; había plantados bancales de higueras, melocotoneros, almendros, olivos, granados y otros árboles frutales; en otros lugares no había sino especies decorativas, tamarindos, acacias, groselleros, mirtos, mimosas, y algunas especies más raras que se encuentran más allá de las cataratas del Nilo, bajo el trópico de Cáncer, en los oasis del desierto Líbico y en las orillas del golfo de Eritrea; porque los egipcios son muy aficionados al cultivo de arbustos y flores, y exigen nuevas especies como tributo de los pueblos conquistados.
Flores de todas clases, y variedades de sandías, altramuces, cebollas, guarnecían los arriates; dos estanques más de dimensiones mayores, alimentados por un canal cubierto procedente del Nilo, disponían cada uno de ellos de una pequeña barca para facilitar al dueño de la casa el placer de la pesca: porque peces de formas diversas y de brillantes colores se deslizaban en sus aguas límpidas, culebreando por entre los tallos y las grandes hojas de los lotos. Masas de vegetación lujuriante rodeaban esos estanques, y se reflejaban invertidas en su espejo verde.
Junto a cada estanque se elevaba un quiosco formado por delgadas columnas que sostenían un techo ligero, con balcones abiertos desde los que el paseante podía disfrutar del panorama acuático y respirar aire fresco de la mañana a la noche, recostado en los rústicos asientos de madera y juncos.
El jardín, iluminado por el sol naciente, tenía un aspecto alegre, reposado y feliz. El verde de los árboles era vivaz, los colores de las flores brillantes, el aire y la luz bañaban alegremente el vasto recinto con sus soplos y sus rayos; el contraste entre aquella rica vegetación y la blancura árida y descarnada de la cordillera Líbica, que, visible por encima del muro, arañaba con sus crestas calizas el azul del cielo, era tan marcado que inspiraba el deseo de detenerse y plantar la tienda en aquel lugar. Se diría que era aquél un nido construido a propósito para un sueño de felicidad.
Por las avenidas caminaban servidores cargando sobre sus hombros una larga vara de madera curvada, de cuyas extremidades colgaban sujetos con cuerdas dos cántaros de arcilla llenos de agua de los estanques, que vertían en el hueco excavado alrededor de cada planta. Otros dirigían un recipiente suspendido de una pértiga que pivotaba sobre un poste, para alimentar una acequia de madera que distribuía el agua a los terrenos más alejados. Los jardineros podaban los árboles y les daban una forma redonda u ovalada; inclinados sobre una azada hecha con dos piezas de madera dura atadas en ángulo por medio de una cuerda, unos trabajadores preparaban el terreno para nuevas plantaciones.
Era un espectáculo atractivo ver a aquellos hombres de cabellera negra y rizada, de torso color de ladrillo, vestidos con un simple calzón blanco, ir y venir entre los árboles con una actividad ordenada, cantando una canción rústica que ritmaba sus pasos. Los pájaros posados en los árboles parecían conocerles, y sólo se apartaban con un breve vuelo cuando al pasar rozaban una rama.
La puerta del pabellón se abrió y Poeri apareció en el umbral. Aunque iba vestido como un egipcio, por sus rasgos no lo parecía, y no era preciso observarlo largo tiempo para ver que no pertenecía a la raza autóctona del valle del Nilo. Sin duda no era un rot-en-ne-rome; su nariz delgada y aquilina, sus mejillas planas, sus labios graves y comprimidos, el óvalo perfecto de su rostro, diferían esencialmente de la nariz africana, los pómulos salientes, la boca gruesa y la cara ancha que presentan generalmente los egipcios. Tampoco el color de la piel era el mismo; en lugar del tono cobrizo, el suyo era de una palidez olivácea, con un matiz rosado imperceptible que revelaba una sangre rica y pura; los ojos, en lugar de enmarcar entre las líneas de antimonio una pupila de azabache, eran de un azul oscuro como el cielo nocturno; los cabellos, más sedosos y suaves, se rizaban en ondulaciones menos rebeldes; los hombros no presentaban la rígida línea transversal que se repite, como signo característico de la raza, en las estatuas de los templos y los frescos de las tumbas.
Todas esas rarezas componían una belleza extraña, a la que no había podido permanecer insensible la hija de Petamunop. Desde el día en que, por casualidad, había visto a Poeri acodado en la galería del pabellón, su lugar favorito cuando no estaba ocupado en los trabajos de la granja, había vuelto muchas veces, con el pretexto de dar un paseo, y había hecho pasar su carro bajo el balcón de la villa.
Pero, por más que se había engalanado con sus túnicas más finas, rodeado su garganta con los collares más preciosos, colgado de sus muñecas los brazaletes cincelados con más arte, coronado su cabeza con las flores de loto más frescas, alargado hasta las sienes la línea negra de sus ojos, avivado con afeites el color de sus mejillas, nunca Poeri había parecido prestarle atención.
Y sin embargo Tahoser era muy bella, y el amor que ignoraba o desdeñaba el melancólico morador de la villa, lo hubiera comprado muy caro el Faraón; por la hija del sacerdote habría dado a Twea, Taya, Amensé, Hont-Reche, sus cautivas asiáticas, sus jarrones de plata y de oro, sus pectorales de piedras de colores, sus carros de guerra, su ejército invencible, su cetro, todo, incluso la tumba en la que, desde el inicio de su reinado, trabajaban en la sombra miles de obreros.
El amor no es igual en las regiones cálidas, abrasadas por un viento de fuego, que en las riberas hiperbóreas en las que la calma desciende del cielo junto con la escarcha; lo que circula por las venas no es sangre, sino llama, y Tahoser languidecía y desfallecía por más que respirara perfumes, se rodeara de flores y bebiera las pócimas que traen el olvido. La música la molestaba o exacerbaba su sensibilidad; no le deparaban ningún placer las danzas de sus compañeras; por la noche, el sueño huía de sus párpados, y, jadeante, sofocada, con el pecho henchido de suspiros, dejaba su lecho suntuoso y se tendía sobre las anchas losas, apoyando su pecho en el duro granito como para aspirar su frescor.
La noche que siguió al regreso triunfal del Faraón, Tahoser se sintió tan desdichada, tan incapaz de vivir, que no quiso pese a todo morir sin haber intentado un esfuerzo supremo.
Se envolvió en una túnica de tela vulgar, no conservó más que un brazalete de madera aromática, se ciñó la cabeza con una gasa listada y, con las primeras luces del día, sin que la oyera Nofré, que soñaba con el bello Ahmosis, salió de su cámara, cruzó el jardín, descorrió los cerrojos de la puerta del muelle privado, despertó a un remero que dormía en el fondo de su barca de papiro, e hizo que la cruzara a la otra orilla del río.
Vacilante, y con su manita sobre el corazón para apaciguar sus latidos, avanzó hacia el pabellón de Poeri.
Amanecía, y las puertas se abrieron para dejar pasar las yuntas de bueyes que salían a trabajar los campos y los rebaños en busca de pastos.
Tahoser se arrodilló en el umbral, y colocó una mano sobre su cabeza en un gesto de súplica; estaba tal vez aún más bella, en aquella actitud humilde y con su pobre atuendo. Su pecho palpitaba, las lágrimas corrían por sus mejillas pálidas.
Poeri la vio y la tomó por lo que en efecto era, por una mujer muy desgraciada.
—Entra —le dijo—, entra sin miedo, mi casa es hospitalaria.