4

El Faraón llegó ante su palacio, situado a poca distancia del campo de maniobras, en la orilla izquierda del Nilo.

En la transparencia azulada de la noche, el enorme edificio adquiría unas proporciones todavía más colosales y sus grandes ángulos se recortaban contra el fondo morado de la cordillera Líbica con un vigor terrible y sombrío. La idea de un poder absoluto iba ligada a aquellas prominencias indestructibles sobre las que la eternidad parecía deslizarse como una gota de agua sobre el mármol.

Un gran patio, rodeado de gruesas murallas adornadas en su parte superior con profundas molduras, precedía al palacio; al fondo de dicho patio se alzaba el pilono y dos altas columnas con capiteles de palmas, que señalaban la entrada a un segundo recinto. Detrás de las columnas se erguían dos monstruosos y macizos parapetos entre los que se abría una puerta monumental, más propia para dar paso a colosos de granito que a hombres de carne y hueso. Al otro lado de esos propileos, al fondo de un tercer patio y cubriendo toda su anchura, aparecía el palacio propiamente dicho en su formidable majestad; las moles de dos pabellones, semejantes a los bastiones de una fortaleza, sobresalían a ambos lados, ofreciendo en sus fachadas unos bajorrelieves semiplanos de dimensiones prodigiosas, que representaban en la forma consagrada al Faraón vencedor flagelando y pisoteando a sus enemigos, como desmesuradas páginas de la historia escritas con cincel en un colosal libro de piedra, destinadas a ser leídas por la posteridad más lejana.

Esos pabellones sobrepasaban con mucho la altura del pilono, y sus cornisas, más anchas y guarnecidas de almenas, se alzaban orgullosas por encima de la línea de las cumbres de las montañas líbicas, que ocupaba el fondo de la escena. La fachada del palacio comunicaba los dos pabellones, ocupando todo el espacio situado entre ellos. Por encima de su puerta gigantesca, flanqueada de esfinges, se desplegaban tres pisos de ventanas cuadradas por las que se percibía desde fuera la iluminación interna, y que dibujaban sobre el muro oscuro una especie de damero luminoso. En el primer piso sobresalían unos balcones sostenidos por estatuas de prisioneros agachados bajo el tablero.

Los oficiales de la casa real, los eunucos, los servidores, los esclavos, prevenidos de la llegada de Su Majestad por la música de los clarines y el redoble de los tambores, habían salido a su encuentro y le esperaban arrodillados o prosternados sobre las losas del patio; cautivos de la raza scheto portaban urnas repletas de sal y aceite de oliva, en las que estaba sumergida una mecha cuya llama crepitaba viva y clara, y se alineaban en fila, desde la puerta del palacio hasta la entrada del primer recinto, inmóviles como candelabros de bronce.

La cabeza del cortejo entró en el palacio, y, repercutidos por los ecos, los clarines y los tambores resonaron con un estruendo que hizo emprender el vuelo a los ibis adormecidos en los entablamentos.

Los oeris se detuvieron a la puerta de la fachada, entre los dos pabellones. Unos esclavos acercaron un escabel de varios peldaños y lo colocaron junto a las andas; el Faraón se irguió con una lentitud majestuosa, y se mantuvo unos instantes en pie, en una inmovilidad perfecta. Así alzado sobre un zócalo de hombros, sobresalía de las cabezas de todos y parecía tener una estatura de doce codos; iluminado de una forma extraña, a medias por la luna que acababa de aparecer, y a medias por la luz de las lámparas, revestido de aquellos ropajes cuyos oros y esmaltes centelleaban con fiereza, se parecía a Osiris, o más bien a Tifón; bajó los escalones con paso de estatua, y penetró por fin en el palacio.

Un primer patio interior, enmarcado por una hilera de enormes pilares adornados con jeroglíficos que sostenían un friso rematado en voluta, fue atravesado a paso lento por el Faraón en medio de una multitud de esclavos y sirvientas prosternados.

Apareció luego otro patio, rodeado por una galería cubierta y por columnas robustas que tenían por capitel un dado de gres sobre el que pesaba un arquitrabe macizo. Las líneas rectas y las formas geométricas de aquella arquitectura levantada con sillares arrancados de la montaña llevaba en sí el carácter de la indestructibilidad: los pilares y las columnas parecían aunarse para sostener con su fortaleza el peso de las enormes piedras apoyadas en los cubos de sus capiteles; los muros, asentarse en forma de talud para ampliar su base de sustentación, y los fundamentos, unirse hasta formar un único bloque: pero las decoraciones policromas, los bajorrelieves en hueco realzados por colores planos de tonos vivos, daban durante el día levedad y riqueza a aquellas enormes masas pétreas que, de noche, recuperaban toda su pesadez.

Sobre la cornisa de estilo egipcio, cuya línea inflexible dibujaba en el cielo un vasto paralelogramo de color azul oscuro, temblaban al soplo intermitente de la brisa las lámparas encendidas de trecho en trecho; un estanque, colocado en el centro del patio, mezclaba, al reflejarlos, sus destellos rojizos con los destellos azules de la luna; hileras de arbustos plantados en torno al agua exhalaban sus perfumes suaves.

Al fondo se abría la puerta del gineceo y de los apartamentos secretos, decorados con una magnificencia muy particular.

Debajo del techo corría un friso de uraeus alzados sobre la cola e hinchando el cuello. Sobre el entablamento de la puerta, en la curva de la cornisa, el globo místico desplegaba sus inmensas alas superpuestas; columnas dispuestas en líneas simétricas soportaban las gruesas jambas de gres, y en los sofitos de la cornisa una constelación de estrellas de oro brillaba sobre el fondo azul. En los muros, grandes cuadros tallados en bajorrelieves semiplanos coloreados en tonos brillantes, representaban las ocupaciones familiares del gineceo y escenas de la vida íntima. Aparecía allí el Faraón en su trono, jugando gravemente al ajedrez con una de sus mujeres, desnuda y en pie frente a él, con la cabeza ceñida por una ancha cinta de la que brotaban en racimo unas flores de loto. En otra escena el Faraón, sin perder un ápice de su impasibilidad soberana y sacerdotal, tendía la mano y tocaba el mentón de una muchacha, vestida únicamente con un collar y un brazalete, que le presentaba un ramillete de flores para que aspirara su perfume.

En otro lugar aparecía esbozando una sonrisa dubitativa, como si mantuviera maliciosamente en suspenso su elección, en medio de jóvenes reinas que comprometían su gravedad con toda clase de coqueterías y caricias llenas de gracia.

Otros paneles representaban a mujeres que tocaban instrumentos musicales o bailaban, y a otras que tomaban el baño mientras recibían los reconfortantes masajes de las esclavas, todas ellas en posturas elegantes y con una suavidad juvenil de formas y una pureza de rasgos que ningún arte ha superado.

Los espacios libres entre escena y escena estaban cubiertos por dibujos ornamentales de un gusto rico y complejo, de una ejecución perfecta, en los que se combinaban el verde, el rojo, el azul, el amarillo y el blanco. En los cartuchos y las franjas alargadas como estelas se leían los títulos del Faraón e inscripciones en su honor.

Sobre el fuste de las enormes columnas giraban figuras decorativas o simbólicas tocadas con el pschent y empuñando el tau, que se seguían en procesión, y cuyo ojo, dibujado de frente en una cabeza de perfil, parecía observar con curiosidad la sala. Líneas perpendiculares de jeroglíficos separaban las zonas de personajes. Entre las hojas verdes recortadas sobre el tambor de los capiteles, que simulaban ser cestillos de flores, destacaban los capullos y los cálices de loto, con sus colores naturales.

Entre columna y columna, una elegante repisa de madera de cedro pintada y dorada sostenía sobre su superficie una copa de bronce llena de aceite perfumado del que se alimentaban las mechas de algodón, que difundían una claridad aromática.

Grupos de jarrones alargados y unidos por guirnaldas alternaban con las lámparas y desplegaban al pie de las columnas ramilletes de espigas doradas, mezcladas con hierbas de los campos y plantas balsámicas.

En medio de la sala, una mesa redonda de pórfido, cuya superficie se apoyaba en una figura de cautivo, desaparecía bajo el amontonamiento de urnas, jarrones, frascos y potes, del que brotaba un bosque de flores artificiales gigantescas: porque las flores auténticas habrían parecido insignificantes en el centro de aquella sala inmensa, y era preciso ajustar la naturaleza a la proporción del grandioso trabajo del hombre; los colores más vivos, dorado, azul, púrpura, iluminaban aquellos grandes cálices.

Al fondo se alzaba el trono o sillón del Faraón, cuyas patas, cruzadas de forma extraña y sujetas por listones en espiral, contenían, en la abertura de sus ángulos, cuatro estatuillas de prisioneros bárbaros, asiáticos o africanos, reconocibles por su fisonomía y sus atuendos; los infelices, con los codos atados a la espalda y arrodillados en tina postura incómoda, llevaban sobre la cabeza humillada el cojín a cuadros dorados, rojos y negros en el que tomaba asiento su vencedor. Hocicos de animales quiméricos, de cuyas bocas salía a manera de lengua una larga borla roja, adornaban los travesaños del asiento.

A los lados del trono se alineaban sillones destinados a los príncipes, menos ricos pero también de una elegancia extrema y encantadoramente fantasiosos: los egipcios no son menos hábiles en la talla de la madera de cedro, de ciprés y de sicomoro y en su incrustación con esmaltes, que en la de monstruosos bloques graníticos de las canteras de Philae o de Syene, para los palacios de los faraones y el santuario de los dioses.

El rey cruzó la sala con paso lento y majestuoso, sin que sus párpados teñidos palpitaran una sola vez: nada indicaba que oyera los gritos de amor que le acogían, ni que percibiera a los seres humanos arrodillados o postrados, cuyas frentes rozaban los pliegues del calasiris que descendía flotante hasta sus pies; se sentó con las piernas juntas y las manos posadas sobre las rodillas, en la actitud solemne de las divinidades.

Los jóvenes príncipes, bellos como mujeres, ocuparon su lugar a derecha e izquierda de su padre. Los servidores les despojaron de sus pectorales de esmalte, de sus cinturones y de sus espadas, bañaron sus cabellos con esencias, les frotaron los brazos con aceites aromáticos y les presentaron guirnaldas de flores frescas y perfumadas, un lujo más adecuado para las fiestas que la riqueza pesada del oro, las piedras preciosas y las perlas, a la que, por lo demás, acompaña a la perfección.

Bellas esclavas desnudas, cuyo esbelto cuerpo mostraba el gracioso paso de la infancia a la adolescencia, con las caderas ceñidas por un estrecho cinturón que no ocultaba ninguno de sus encantos, con una flor de loto prendida de los cabellos y un pomo de alabastro encintado en las manos, se agitaban tímidamente alrededor del Faraón y derramaban aceite de palma sobre sus hombros, sus brazos y su torso liso y brillante como el jaspe. Otras sirvientas agitaban sobre su cabeza grandes abanicos de plumas de avestruz pintadas, sujetos a mangos de marfil o de madera de sándalo que, al calor de sus manos, exhalaba un perfume delicioso; algunas presentaban a la altura de la nariz del Faraón ramilletes de nenúfares de cálices abiertos como la copa de los amschirs. Todas esas atenciones se prestaban con una devoción profunda y una especie de terror respetuoso, como correspondía a una persona divina, inmortal, que había descendido, compasiva, desde las zonas superiores para habitar entre el vil rebaño de los hombres. Porque el rey es el hijo de los dioses, el favorito de Fre, el protegido de Amón-Ra.

Las mujeres del gineceo, tendidas o sentadas hasta entonces en hermosos sofás esculpidos, pintados de dorado y provistos de cojines de cuero rojo rellenos de plumón de cardo, se incorporaron: así alineadas formaban una línea de cabezas graciosas y sonrientes que cualquier pintor habría reproducido con gusto.

Unas iban vestidas con túnicas de gasa blanca listada, alternativamente opaca y transparente, cuyas mangas cortas dejaban al descubierto unos brazos tenues y torneados cubiertos de brazaletes desde el puño hasta el codo; otras, desnudas hasta la cintura, vestían una saya de color lila claro, estriada por franjas más oscuras y recubierta por una red de finos tubos de vidrio rosado que dejaban ver a su través el cartucho del Faraón bordado en la tela; la falda de otras era roja, y la redecilla de perlas negras; éstas, envueltas en un tejido tan ligero como el aire y tan translúcido como el vidrio, disponían cuidadosamente los pliegues para hacer resaltar con coquetería el perfil puro de sus senos; aquéllas iban ceñidas por un forro escamoso de placas azules, verdes y rojas, que moldeaba con exactitud sus formas; también había otras que cubrían sus hombros con una especie de capa plisada y que ceñían bajo los senos, con un cinturón cuyas puntas quedaban colgantes, su larga túnica rayada.

Los peinados no eran menos variados: en unos casos, los cabellos trenzados se recogían en espirales en un moño; en otros casos se dividían en tres masas, una de las cuales caía sobre la espalda, y las otras dos enmarcaban las mejillas; voluminosas pelucas de bucles rizados, con innumerables cuerdecillas sostenidas transversalmente por hilos de oro y sartas de esmaltes o de perlas, se ajustaban como cascos a unas cabezas jóvenes y encantadoras que pedían al arte un refuerzo inútil de su belleza.

Todas aquellas mujeres sostenían en la mano una flor de loto azul, rosa o blanca, y respiraban amorosamente, con las aletas de la nariz palpitantes, el olor penetrante que exhalaba el ancho cáliz. Un tallo de la misma flor brotaba de su nuca, se curvaba graciosamente sobre su cabeza y desplegaba su corola entre las cejas realzadas con antimonio.

Delante de ellas, esclavas negras o blancas, sin más vestido que el ceñidor lumbar, les tendían collares floridos trenzados con azafrán, cuya flor es blanca por fuera y amarilla por dentro; con cártamo color púrpura; con girasoles color de oro; con trychos de bayas rojas; con miosotis cuyas flores parecen hechas del esmalte azul de las estatuillas de Isis, y con nepentes, cuyo olor embriagador trae el olvido de todo, incluso de la patria lejana.

Tras esas esclavas acudían otras que, sobre la palma extendida de su mano derecha, llevaban copas de plata o de bronce llenas de vino, y con la izquierda ofrecían una servilleta con la que los comensales se enjugaban los labios.

Los vinos se escanciaban de ánforas de arcilla, de vidrio o de metal, colocadas en elegantes cestos de mimbres dispuestos sobre unas bases de cuatro pies, talladas en una madera ligera y flexible, cuyas curvas se entrelazaban de forma ingeniosa. Los cestos contenían siete clases de vinos: de dátil, de palma y de vid, vinos blancos, tintos, verdes, vinos nuevos, vinos de Fenicia y de Grecia, y vino blanco de Mareótica al aroma de violeta.

El Faraón tomó también su copa de manos del copero puesto en pie junto a su trono, y humedeció sus reales labios en aquel fuerte brebaje.

Resonaron entonces las arpas, las liras, las dobles flautas, las mandoras, como acompañamiento de un canto triunfal que entonaron los coristas alineados frente al trono, una rodilla en tierra y la otra alzada, marcando el ritmo con palmadas.

Comenzó el banquete. Los manjares, portados por etíopes desde las cocinas de palacio, en las que mil esclavos se ocupaban en una atmósfera infernal en los preparativos del festín, eran colocados en mesillas dispuestas cerca de los comensales; las bandejas de bronce, de madera perfumada primorosamente tallada, de cerámica o de porcelana esmaltada de colores vivos, contenían cuartos de buey, muslos de antílope, ocas rellenas, siluros del Nilo, pastas en forma de largos cilindros enrollados en espiral, pasteles de sésamo y miel, sandías verdes de pulpa rosada, granadas rebosantes de rubíes, uvas de color de ámbar o de amatista. Guirnaldas de papiros coronaban las bandejas con su follaje verde; también las copas estaban rodeadas de flores, y en el centro de las mesas, de entre las pilas de panes de corteza rubia, estampados con dibujos y marcados con jeroglíficos, surgía un largo jarrón del que se derramaba, en forma de umbela, un monstruoso ramo de persolutas, mirtos, flores de granada, clemátides, crisantemos, heliotropos, seriphiums y periplocas, mezclando todos los colores y confundiendo todos los perfumes. También debajo de las mesas, a lo largo del zócalo, se alineaban macetas con lotos. ¡Flores, flores, flores y más flores, flores por todas partes! Las había incluso debajo de los asientos de los convidados; las mujeres las llevaban en sus brazos, en la garganta, sobre la cabeza, en brazaletes, en collares, en coronas; las lámparas brillaban en el centro de enormes ramos; las bandejas desaparecían entre el follaje; los vinos chispeaban, rodeados de violetas y rosas; era una gigantesca lujuria floral, una colosal orgía de aromas, de un carácter muy particular, desconocido entre los demás pueblos.

A cada instante, las esclavas traían de los jardines, que saqueaban sin conseguir esquilmarlos, brazadas de clemátides, adelfas, granados, xerantemas, lotos, para renovar las flores ya marchitas, mientras los servidores echaban sobre los carbones de los amschirs semillas de nardo y de cinamomo.

Cuando las bandejas y los recipientes tallados en forma de pájaros, de peces y de quimeras que contenían las salsas y los condimentos, fueron retirados junto a las espátulas de marfil, de bronce o de madera, y los cuchillos de bronce o de sílex, los comensales se lavaron las manos, y continuaron circulando las copas de vino o de bebidas fermentadas.

El copero vertía, con un cacillo de metal provisto de un largo mango, el vino oscuro y el vino transparente en dos grandes jarras de oro adornadas con figuras de caballos y carneros, que unos trípodes mantenían en equilibrio delante del Faraón.

El coro de los cantores se retiró para dar paso a muchachas que tocaban diversos instrumentos; una amplia túnica de gasa cubría su esbelto y joven cuerpo, sin ocultarlo más de lo que la cristalina agua de un estanque oculta las formas de la bañista que se sumerge en ella; una guirnalda de papiros anudaba su espesa cabellera y se prolongaba hasta el suelo en flecos flotantes; una flor de loto se desplegaba sobre sus cabezas; grandes anillos de oro relucían en sus orejas; un collar de esmaltes y perlas rodeaba su garganta, y los brazaletes se entrechocaban en sus muñecas.

Una tocaba el arpa, otra la mandora, y la tercera la flauta doble, que sujetaba con los brazos curiosamente cruzados, el derecho sobre la caña izquierda y el izquierdo sobre la derecha; la cuarta apretaba horizontalmente contra el pecho una lira de cinco cuerdas; la quinta golpeaba la piel de onagro de un tambor cuadrado. Una niña de siete u ocho años, con flores en el cabello y ceñida por un cinturón, marcaba el ritmo batiendo palmas.

Las bailarinas hicieron acto de presencia: eran delgadas, esbeltas, ágiles como serpientes; sus enormes ojos brillaban entre las líneas negras de los párpados, y sus dientes de nácar, entre las líneas rojas de los labios; largas espirales de cabellos rizados les azotaban las mejillas; algunas vestían una amplia túnica con listas blancas y azules, que giraba en torno a ellas como una neblina; otras iban cubiertas con una simple saya con pliegues sujeta a las caderas y larga hasta las rodillas, lo que permitía admirar sus esbeltas piernas de muslos torneados, nervudos y fuertes.

Al principio ejecutaron movimientos lánguidos, de una lentitud voluptuosa; luego, agitando ramas floridas, tocando unos platillos de bronce con la cabeza de Hathor, golpeando timbales con sus puños cerrados, con un paso más vivo y contorsiones más audaces; ejecutaron piruetas, saltos y evoluciones con un ardor siempre en aumento. Pero el Faraón, preocupado y distraído, no se dignó dedicarles el menor signo de aprobación; sus ojos, fijos al frente, ni siquiera las miraron.

Se retiraron ruborizadas y confusas, llevándose las manos al pecho palpitante.

Enanos con los pies torcidos y el cuerpo giboso y deforme, cuyas muecas tenían el privilegio de hacer desaparecer el ceño de la majestad granítica del Faraón, no tuvieron un éxito mayor; sus contorsiones no arrancaron ninguna sonrisa de sus labios, cuyas comisuras se negaban a alzarse.

Al son de una extraña música tocada con arpas triangulares, sistros, castañuelas, címbalos y clarines, unos bufones egipcios, tocados con altas mitras blancas de formas ridículas, se adelantaron, con dos dedos de la mano cerrados y los otros tres extendidos, y repitieron sus gestos grotescos con una precisión automática, mientras cantaban canciones extravagantes llenas de disonancias. Su Majestad ni siquiera parpadeó.

Mujeres tocadas con un casco ligero de oro del que colgaban tres largos cordones rematados en borlas, con los tobillos y las muñecas ceñidos por bandas de cuero negro, vestidas con un calzón ajustado provisto de un único tirante, realizaron exhibiciones de fuerza y agilidad cada vez más sorprendentes, con contorsiones, volteretas, doblando el cuerpo como si éste fuese una rama de sauce, tocando el suelo con su nuca sin mover los pies unidos y sosteniendo en esa postura imposible el peso de sus compañeras. Otras hicieron malabarismos con una bola, dos bolas, tres bolas, atrás y adelante, con los brazos cruzados, a caballo o de pie sobre la espalda de una de las mujeres del grupo. Hubo una incluso, la más hábil sin duda, que se colocó una venda alrededor de los ojos, como Tmei, la diosa de la Justicia, y así ciega recogió las bolas con las manos sin dejar caer una sola. Aquellas maravillas dejaron al Faraón indiferente. Y tampoco parecieron satisfacerle las proezas de dos luchadores que, con un cesto al brazo izquierdo, practicaban la esgrima con bastones. Unos hombres que lanzaban a un tablero de madera cuchillos cuya punta se clavaba en el lugar designado con una precisión milagrosa, tampoco le divirtieron. Rechazó incluso el tablero de ajedrez que le presentaba, ofreciéndose como adversaria, la bella Twea, a la que de ordinario solía favorecer; en vano Amensé, Taya, Hont-Reche, esbozaron algunas caricias tímidas; se levantó y se retiró a sus apartamentos sin haber pronunciado una palabra.

Inmóvil en el umbral le esperaba el servidor que, durante el desfile triunfal, se había dado cuenta del gesto imperceptible de Su Majestad.

—Oh, rey amado de los dioses —dijo—, me separé del cortejo, crucé el Nilo en una frágil barca de papiro, y seguí la canga de la mujer sobre la que se dignó abatirse tu mirada de halcón: ¡es Tahoser, la hija del sacerdote Petamunop!

El Faraón sonrió y repuso:

—¡Bien! Te regalo un carro con sus caballos, un pectoral con piedras engarzadas de lapislázuli y cornalina, y un aro de oro tan pesado como si fuese de basalto.

Mientras, las desoladas mujeres arrancaban las flores de sus tocados, rasgaban sus túnicas de gasa y sollozaban tendidas sobre las losas pulimentadas que reflejaban como espejos la imagen de su hermoso cuerpo, exclamando:

—¡Una de esas malditas cautivas bárbaras debe de haberse apoderado del corazón de nuestro señor!