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A pesar de su perspicacia habitual, a Nofré le había pasado inadvertido el efecto que el desdeñoso desconocido había producido en su ama: no había advertido ni su palidez repentina, seguida por un rubor intenso, ni el brillo de su mirada, ni oído el susurro de los esmaltes y las perlas de sus collares, que el movimiento de su seno palpitante sacudía; bien es cierto que toda su atención estaba puesta en la conducción del carro, algo bastante difícil a causa del creciente número de curiosos que querían presenciar el regreso triunfal del Faraón.

Finalmente, el carro llegó al campo de maniobras, un enorme recinto concienzudamente aplanado para el despliegue de las pompas militares: el terraplén, cuya nivelación había necesitado el empleo durante varios años de la fuerza de trabajo de los esclavos de una treintena de naciones, formaba un gigantesco paralelogramo en relieve; unos muros de adobe en talud lo enmarcaban, y sobre ellos, dispuestos en varias filas de profundidad, se apiñaban centenares de miles de egipcios cuyos vestidos blancos o de colores vivos centelleaban al sol en el hormigueo perpetuo que caracteriza a la multitud, incluso cuando parece inmóvil; detrás de aquel cordón de espectadores, los carros, las carretas y las literas, guardados por los cocheros, los conductores y los esclavos, daban a la escena el aspecto de un pueblo en éxodo, hasta tal punto era considerable su número: porque Tebas, la maravilla del mundo antiguo, contaba por sí sola más habitantes que algunos reinos.

Los cristales de mica dispersos entre la arena compacta y fina de aquel amplio anfiteatro, rodeado por un millón de cabezas, centelleaban bajo la luz que caía de un cielo azul como el esmalte de las estatuillas de Osiris.

En el costado sur del campo de maniobras, el muro se interrumpía para dejar desembocar en aquel lugar un camino que conducía a la Etiopía superior, a lo largo de la cordillera Líbica. En el lado opuesto, el talud se cortaba de nuevo para permitir al camino continuar hasta el palacio de Ramsés-Meiamún, cruzando los espesos muros de ladrillo.

La hija de Petamunop y Nofré, a las que los servidores habían abierto paso, se habían colocado en ese ángulo, en la parte alta del talud, de manera que pudiesen ver desfilar todo el cortejo a sus pies.

Un rumor prodigioso, sordo, profundo y poderoso como el que se siente al aproximarse a un mar, se dejó oír a lo lejos, ahogando los mil rumores de la multitud: del mismo modo, el rugido de un león acalla los aullidos de un grupo de chacales. Muy pronto, el sonido particular de los instrumentos de música empezó a distinguirse del trueno terrestre producido por el rodar de los carros de guerra y el paso cadencioso de los combatientes de a pie; una especie de bruma rojiza, como la que levanta el viento del desierto, invadió el cielo por ese lado, a pesar de que el viento se había detenido; no soplaba la más ligera brisa, y las ramas más delicadas de las palmeras se mantenían inmóviles como si las hubieran esculpido en el granito de los capiteles; ni un cabello temblaba sobre las sienes húmedas de sudor de las mujeres, y las finas trenzas caían lacias sobre los hombros. Aquella nube de polvo estaba producida por el ejército en marcha, y flotaba por encima de él como una niebla roja.

El tumulto aumentaba; los remolinos de polvo se abrieron y las primeras filas de músicos entraron en el enorme anfiteatro, para gran satisfacción de la multitud, que a pesar del respeto que sentía por Su Majestad empezaba a cansarse de esperar bajo un sol capaz de fundir un cráneo a menos que fuera egipcio.

La vanguardia de los músicos se detuvo unos instantes; los colegios de sacerdotes y las representaciones de los principales habitantes de Tebas cruzaron el campo de maniobras para adelantarse a recibir al Faraón, y se alinearon entre reverencias del más profundo respeto, para dejar paso libre al cortejo.

La música, que por sí sola constituía ya un pequeño ejército, estaba compuesta por tambores, tamboriles, trompetas y sistros.

Pasó el primer pelotón, a los sones de los clarines de cobre, brillantes como el oro, que tocaban una estridente marcha triunfal. Cada músico llevaba al brazo un segundo clarín, como si el instrumento pudiera fatigarse antes que el hombre. El uniforme de los trompeteros consistía en una especie de túnica corta ceñida por un cinturón cuyos largos extremos colgaban por delante; una cinta que sujetaba dos plumas de avestruz divergentes recogía su espesa cabellera. Las plumas así dispuestas recordaban las antenas de los escarabeos, y daban a quienes iban peinados de esa manera un extraño parecido con insectos.

Los tambores, con un simple sayo plisado en torno a la cintura y el torso desnudo, batían con palillos de madera de sicomoro la piel de onagro de sus instrumentos de vientre abombado, que colgaban de un tahalí de cuero, siguiendo el ritmo que les marcaba un oficial que se volvía con frecuencia hacia ellos.

Detrás de los tambores venían los tañedores de sistro, que sacudían su instrumento con movimientos bruscos y hacían sonar, a intervalos regulares, los anillos de metal contra los cuatro triángulos de bronce.

Los tamboriles llevaban dispuesto transversalmente sobre el pecho su instrumento oblongo, sujeto con una cinta de tela que pasaba por detrás del cuello, y golpeaban con las manos la piel tensada por los dos extremos.

Cada sección de músicos contaba con no menos de doscientos hombres; pero el estruendo que producían clarines, tambores, sistros y tamboriles, que en el interior de un palacio habría hecho estallar los oídos, no resultaba ni ensordecedor ni formidable en exceso bajo la amplia cúpula del cielo, en medio de aquel espacio inmenso, ante la ruidosa presencia del pueblo y a la cabeza de un ejército que avanzaba con el fragor de una tormenta en el mar.

¿Eran demasiados, por lo demás, ochocientos músicos para preceder a un faraón bienamado de Amón-Ra, representado por colosos de basalto de sesenta codos de altura, que había inscrito su nombre en cartuchos en monumentos imperecederos, y cuya historia había sido esculpida y pintada en los muros de las salas hipóstilas, en las superficies de los pilonos, en interminables bajorrelieves, en pinturas murales sin fin? ¿Eran, en verdad, demasiados para un rey que arrastraba por la cabellera a cien pueblos sometidos, que fustigaba a las naciones con su látigo; para un Sol vivo que deslumbraba los ojos alucinados; para un dios casi eterno?

Después de la música desfilaron los cautivos bárbaros, de extraña figura y rostro bestial, de piel negra y cabellera rizada, más parecidos a monos que a hombres, y vestidos según la costumbre de su país: una falda ceñida en las caderas y sostenida por un único tirante, bordado con adornos multicolores.

Una crueldad llena de fantasía e ingenio había presidido el encadenamiento de los prisioneros. Unos iban atados por los codos, unidos a la espalda; otros, por las manos, alzadas por encima de la cabeza, en la posición más incómoda; éstos tenían las muñecas inmovilizadas mediante tablillas de madera; aquéllos iban en fila, unidos por sendas cuerdas anudadas a una argolla que llevaban ceñida al cuello. Los pobres infelices desfilaban ante su vencedor con paso torpe y forzado, los ojos en blanco, entre contorsiones arrancadas por el dolor.

Los guardianes que marchaban a su lado regulaban su paso a bastonazos.

Unas mujeres de piel oscura, con largas trenzas colgantes, que llevaban a sus hijos sujetos por un pedazo de tela anudado a la frente, venían detrás, avergonzadas, encogidas, dejando ver su desnudez grotesca, como un vil rebaño destinado a ínfimas labores.

Otras, jóvenes y bellas, con la tez más clara, los brazos adornados con amplios aros de marfil, las orejas alargadas por grandes discos metálicos, se envolvían en largas túnicas de mangas largas con un ribete bordado en el cuello, que bajaban en pliegues finos y apretados hasta los tobillos, en los que entrechocaban unas ajorcas; aquellas pobres muchachas se habían visto arrancadas de su patria, de sus padres, de sus amores tal vez, pero sonreían a través de las lágrimas, porque el poder de la belleza no tiene límites, la extrañeza engendra el capricho, y el favor real quizás estuviese esperando a alguna de aquellas cautivas bárbaras en las secretas profundidades del gineceo.

Unos soldados las acompañaban y protegían de la muchedumbre.

Marchaban a continuación los portaestandartes, que levantaban el asta dorada de sus enseñas, que representaban baris místicas, halcones sagrados, cabezas de Hathor tocadas con plumas de avestruz, íbices alados, cartuchos historiados con el nombre del rey, cocodrilos y otros símbolos religiosos o guerreros. Esos estandartes llevaban anudadas unas largas cintas blancas tachonadas de puntos negros, que el movimiento de la marcha hacía ondear graciosamente.

Al aparecer los estandartes que anunciaban la llegada del Faraón, las representaciones de sacerdotes y de notables tendieron hacia él las manos suplicantes, o las dejaron colgar sobre las rodillas, con las palmas vueltas hacia arriba. Algunos incluso se prosternaron con los codos apretados contra el cuerpo, la frente en el polvo, en actitud de sumisión absoluta y adoración profunda; la multitud no paraba de agitar las grandes palmas que llevaba.

Un heraldo o lector, que tenía en la mano un rollo de pergamino cubierto de jeroglíficos, avanzó solo entre los portaestandartes y los turiferarios que precedían a la litera del rey.

Con voz fuerte, vibrante como una trompeta de bronce, proclamó las victorias del Faraón: detalló el resultado de las distintas batallas, el número de los cautivos y de los carros de guerra arrebatados al enemigo, el monto del botín, las medidas de polvo de oro, los dientes de elefante, las plumas de avestruz, la goma odorífera, las jirafas, los leones, las panteras y otros animales raros; citó el nombre de los jefes bárbaros muertos por las jabalinas o las flechas de Su Majestad, el Aroeris todopoderoso, el favorito de los dioses.

A cada enumeración, el pueblo lanzaba un clamor inmenso, y desde lo alto del talud, arrojaba al paso del vencedor las largas ramas verdes de palmera que agitaba.

¡Finalmente apareció el Faraón!

Los sacerdotes, inclinándose por turno, tendieron hacia él sus amschirs después de arrojar puñados de incienso sobre las brasas que ardían en la pequeña copa de bronce, sostenida por una mano que tenía por mango una especie de cetro rematado en el extremo opuesto por una cabeza de animal sagrado, y caminaron respetuosamente de espaldas mientras el aromático humo azulado ascendía hacia la nariz del triunfador, en apariencia indiferente a tales honores como si fuese una divinidad de bronce o de basalto.

Doce oeris o jefes militares, tocados con un casco ligero coronado por una pluma de avestruz, desnudo el torso y con una falda de pliegues rígidos en torno a la cintura, portando su tarja o escudo colgado del cinto, sostenían una especie de andas sobre las que estaba colocado el trono. Éste tenía las patas y los brazos de león, el respaldo alto con un gran cojín que lo desbordaba, y estaba adornado en los laterales por una retícula de flores rosas y azules; las patas, los brazos y las molduras del trono eran dorados, y todas las demás partes del trono, de colores vivos.

A cada lado de las andas, cuatro flabelíferos agitaban unos palos largos y dorados rematados en enormes abanicos de plumas de forma semicircular; dos sacerdotes sostenían un gran cuerno de la abundancia ricamente adornado, del que surgían en racimos gigantescas flores de loto.

El Faraón iba tocado con un casco en forma de mitra, con sendas escotaduras para ajustado a las orejas, y echado en parte hacia atrás a fin de proteger la nuca. Sobre el fondo azul del casco centelleaba un semillero de puntos que semejaban pupilas de pájaros, formados por sendos círculos de color negro, blanco y rojo, con un reborde escarlata y amarillo, además de la víbora simbólica, que retorciendo sus anillos de oro en el frontal, se erguía e hinchaba su cuello sobre la cabeza regia; dos largas trenzas acanaladas de color púrpura flotaban sobre sus hombros para completar aquel tocado de una elegancia majestuosa.

Un ancho pectoral de siete hileras de esmaltes, piedras preciosas y perlas de oro se desplegaba sobre el tórax del Faraón y despedía vivos reflejos al sol. El torso iba enfundado en una especie de camisola corta ceñida a cuadros rojos y negros, cuyas puntas, rematadas en cintas, daban varias vueltas al busto, ciñéndolo; las mangas, cortadas a la altura del bíceps y bordadas a rayas transversales de oro, rojo y azul, dejaban ver unos brazos redondos y fuertes, el izquierdo provisto de una ancha muñequera metálica destinada a protegerlo del roce de la cuerda cuando el Faraón lanzaba una flecha con su arco triangular, mientras que el derecho, adornado con un brazalete consistente en una serpiente enrollada varias veces sobre sí misma, sostenía un largo cetro de oro rematado en un capullo de loto. El resto del cuerpo estaba envuelto en una túnica de hilo finísimo y múltiples pliegues, sujeta a la altura de las caderas por un cinturón de placas de oro y esmaltes. Entre la camisola y el cinturón, el torso aparecía reluciente y duro como el granito rosa pulido por la mano de un hábil obrero. Unas sandalias de puntas curvas, parecidas a unos patines, cubrían sus pies estrechos y largos, juntos como los pies de los dioses representados en los muros de los templos.

Su rostro perfectamente rasurado, de rasgos grandes y nítidos, que ninguna emoción humana parecía capaz de alterar y que no coloreaba la sangre de la vida vulgar, con su palidez marmórea, sus labios sellados, sus ojos enormes agrandados por líneas negras, cuyos párpados estaban tan desprovistos de temblor como los del halcón sagrado, inspiraba por su misma inmovilidad un espanto respetuoso. Se diría que aquellos ojos fijos no miraban otra cosa que la eternidad y el infinito; los objetos que le rodeaban no parecían reflejarse en sus pupilas. La saciedad de los placeres, el reblandecimiento de una voluntad satisfecha tan pronto como era expresada, el aislamiento del semidiós sin par entre los mortales, el disgusto por las adoraciones y una especie de cansancio del triunfo habían modelado para siempre aquella fisonomía, implacablemente suave y de una serenidad granítica. Osiris juzgando a las almas no habría tenido un aspecto más majestuoso y apacible.

Un gran león, recostado a su lado sobre las andas, alargaba sus enormes patas como una esfinge sobre su pedestal, y mostraba entre parpadeos sus pupilas amarillas.

Una cuerda, atada a la litera, unía al Faraón los carros de guerra de los jefes vencidos; los arrastraba tras él, como animales encadenados. Los jefes, en actitudes abatidas y hurañas, con los codos atados juntos en un ángulo forzado, se tambaleaban torpemente con el traqueteo de los carros, conducidos por cocheros egipcios.

Venían detrás los carros de guerra de los jóvenes príncipes de la familia real. Iban tirados por caballos de pura raza, elegantes y nobles, de patas finas, corvas nervudas, crin cortada en forma de cepillo, que, enganchados por parejas, sacudían la cabeza empenachada con plumas rojas y adornada con testera y frontal metálico provisto de anteojeras. La arqueada lanza del carro sostenía dos pequeñas sillas sobre las que se habían fijado sendas bolas de bronce pulido, conectadas entre sí por un yugo ligero, curvado como un arco con los extremos vueltos hacia fuera; una ventrera y una correa pectoral taladradas y adornadas con ricos bordados, y unas lujosas gualdrapas listadas de azul o de rojo y con un fleco de borlas, completaban unos arreos sólidos, graciosos y ligeros.

La caja del carro, pintada de rojo y verde, provista de placas y semiesferas de bronce semejantes al umbo[7] de los escudos, estaba flanqueada por dos grandes aljabas colocadas diagonalmente en sentido contrario, una para guardar las jabalinas, y la otra para las flechas. A cada lado, un león esculpido y dorado, las patas alzadas, el morro arrugado por una mueca terrible, parecía rugir y disponerse a saltar sobre los enemigos.

Los jóvenes príncipes iban peinados con una cinta que sujetaba sus cabellos y en la que se retorcía, hinchando su garganta, la víbora real; su vestido consistía en una túnica adornada en el cuello y las mangas con bordados de colores vivos y sujeta por un cinturón de cuero abrochado por una placa de metal grabada con jeroglíficos; de ese cinturón pendía un largo puñal de hoja triangular de bronce, cuya empuñadura estriada transversalmente iba rematada por una cabeza de halcón.

En el carro, al lado de los príncipes, estaban el cochero encargado de conducir el carro durante la batalla, y el escudero que debía parar con el escudo los golpes dirigidos contra el combatiente, mientras éste disparaba las flechas o lanzaba las jabalinas guardadas en las aljabas laterales.

Detrás de los príncipes desfilaron los carros, la caballería de los egipcios, en número de veinte mil, cada uno de ellos tirado por dos caballos y montado por tres hombres. Avanzaban de diez en fondo, de modo que sus ejes casi se tocaban pero nunca chocaban, tan grande era la habilidad de los cocheros.

Algunos carros más ligeros, destinados a las escaramuzas y los reconocimientos, desfilaban al frente, montados por un único guerrero que, para tener libres las manos durante la batalla, llevaba las riendas atadas al cuerpo; dirigía y hacía detenerse los caballos con algunos sencillos movimientos del cuerpo hacia la derecha, la izquierda o atrás, y era verdaderamente maravilloso ver cómo aquellos nobles animales, que parecían librados a sí mismos, conservaban su alineación a la perfección, guiados sólo por unos gestos imperceptibles.

En uno de aquellos carros el elegante Ahmosis, el protegido de Nofré, se erguía en toda su estatura y paseaba su mirada por la multitud, tratando de localizar a Tahoser.

El sonido de los cascos de los caballos, sofrenados a duras penas, el tronar de las ruedas forradas de bronce, el temblor metálico de las armas, hacían de aquel desfile un espectáculo estremecedor y formidable, propio para sumir en el terror a las almas más intrépidas. Los cascos, las plumas, los escudos, las corazas cubiertas de placas verdes, rojas y amarillas, los arcos dorados, las espadas de bronce relucían y despedían reflejos terribles bajo el sol abierto en mitad del cielo, por encima de la cordillera Líbica, como un ojo de Osiris enorme, y los espectadores sentían que el choque de un ejército así barrería las naciones como el huracán arrastra a su paso una paja ligera.

Bajo las ruedas innumerables, la tierra resonaba con un temblor sordo, como agitada por una catástrofe de la naturaleza.

Sucedieron a los carros los batallones de la infantería, que desfilaron en orden, con el escudo al brazo izquierdo y en la mano derecha, según su arma, la lanza, la maza, el arco, la honda o el hacha. Aquellos soldados llevaban la cabeza cubierta por almetes adornados con dos mechas de crin y el cuerpo ceñido por un cinturón-coraza de piel de cocodrilo. Su aire impasible, la regularidad perfecta de sus movimientos, su tez cobriza que la reciente expedición a las ardientes regiones de la Etiopía superior había oscurecido aún más, el polvo del desierto que cubría sus vestiduras, inspiraban admiración por su disciplina y valor. Con unos soldados así, Egipto podía conquistar el mundo. Tras ellos venían las tropas aliadas, reconocibles por la forma bárbara de sus cascos, parecidos a mitras truncadas o rematados en medias lunas clavadas en una punta. Sus espadas de filo ancho y sus hachas dentadas debían de causar heridas incurables.

Los esclavos cargaban sobre los hombros o en andas el botín anunciado por el heraldo, y los beluarios llevaban sujetos con correas leopardos que se aplastaban contra el suelo como para ocultarse, panteras, avestruces que batían las alas, jirafas e incluso osos pardos apresados, según se decía, en las Montañas de la Luna.

Hacía mucho tiempo ya que el rey había entrado en su palacio, y el desfile aún continuaba.

Al pasar delante del talud en el que se habían situado Tahoser y Nofré, el Faraón, cuya litera llevada a hombros de los oeris le colocaba por encima de la multitud y al nivel de la joven, había posado lentamente en ella su mirada negra; no volvió la cabeza, ni un solo músculo de su rostro se movió, y su expresión se mantuvo inmutable como la máscara dorada de una momia; sin embargo, sus pupilas siguieron por entre los párpados pintados la figura de Tahoser, y una chispa de deseo brilló en ellas, produciendo un efecto tan aterrador como si los ojos de granito de la estatua de un dios se iluminaran de pronto para expresar un sentimiento humano. Una de sus manos se separó del brazo del trono y se alzó a medias en un gesto imperceptible para todo el mundo, pero que fue observado por uno de los servidores que desfilaba junto a la litera, y cuyos ojos se orientaron hacia la hija de Petamunop.

Mientras, había oscurecido de repente, porque en Egipto no hay crepúsculo, y un día azul sucedió al día amarillo. En aquel azul de una transparencia infinita se encendieron incontables estrellas, cuyo reflejo temblaba confuso en las aguas del Nilo, agitadas por las barcas que devolvían a la otra orilla a la población de Tebas; y las últimas cohortes del ejército se desplegaban aún sobre la llanura como los anillos de una serpiente gigantesca cuando la canga dejó a Tahoser en el embarcadero de su mansión.