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Nofré presintió una confidencia, e hizo una señal; la arpista, las dos músicas, las bailarinas y las acompañantes se retiraron en silencio en fila, como las figuras pintadas en los frescos. Cuando hubo desaparecido la última, la acompañante favorita dijo a su ama en un tono cariñoso y cómplice, como el de una joven madre que consuela las penas de su pequeño:

—¿Qué tienes, querida ama, por qué estás triste e infeliz? ¿No eres joven, bella como para ser la envidia de las más bellas, libre, y no te ha dejado tu padre, el gran sacerdote Petamunop, cuya momia ignorada reposa en una rica tumba, grandes riquezas de las que dispones a tu voluntad? Tu palacio es hermoso, tus jardines extensos y regados por aguas transparentes. Tus cofres de arcilla esmaltada y de madera de sicomoro contienen collares, pectorales y brazaletes, ajorcas, anillos con piedras finas engarzadas; tus vestidos, tus calasiris, tus tocados superan en número los días del año; Hopi-Mu, el padre de las aguas, recubre regularmente con su limo fecundo tus posesiones, que un gipaeto, volando sin detenerse a descansar, apenas alcanzaría a recorrer entre un sol y el siguiente; y tu corazón, en lugar de abrirse alegre a la vida como un capullo de loto en el mes de Hathor o de Choyak, se cierra y se contrae de dolor.

Tahoser respondió a Nofré:

—Sí, es verdad que los dioses de las zonas superiores me han colmado de favores; pero ¿qué importan todas las cosas que poseemos si nos falta la única que deseamos? Un deseo no satisfecho vuelve al rico tan pobre, en su palacio dorado y pintado de colores vivos, en medio de sus reservas de trigo, de aromas y de materias preciosas, como el más miserable obrero de los Memnonia que seca con serrín la sangre de los cadáveres, o como el negro semidesnudo que maneja en el Nilo su frágil barca de papiro, bajo el ardor del sol de mediodía.

Nofré sonrió, y dijo en un tono de burla imperceptible:

—¿Es posible, oh ama, que alguno de tus caprichos no se vea satisfecho de inmediato? Si sueñas con una joya, entregas al artesano un lingote de oro puro, cornalinas, lapislázuli, ágatas, hematites, y él da forma a la joya soñada; y lo mismo sucede con los vestidos, los carros, los perfumes, las flores y los instrumentos de música. Tus esclavos, desde Philae hasta Heliópolis, buscan para ti los objetos más bellos y los más raros; y si no se encuentra en Egipto lo que deseas, las caravanas te lo traen del fin del mundo.

La bella Tahoser sacudió su graciosa cabeza y pareció impacientarse por la incomprensión de su confidente.

—Perdóname, ama —dijo Nofré, rectificando al comprender que estaba equivocada—, no había pensado en que pronto hará cuatro meses que el Faraón ha partido para la expedición en la Etiopía superior, y que el apuesto oeris (oficial), que no pasaba bajo tu terraza sin alzar la cabeza y detenerse un instante, acompaña a Su Majestad. ¡Qué bien le sentaba su uniforme militar! ¡Qué hermoso, y joven, y valiente era!

Tahoser entreabrió sus labios rosados como para decir algo; pero un leve carmín tiñó sus mejillas, inclinó la cabeza, y la frase que estaba a punto de alzar el vuelo no llegó a desplegar sus alas sonoras.

La sierva creyó haber adivinado, y continuó:

—En ese caso, ama, tus penas están a punto de concluir. Esta mañana ha llegado un corredor jadeante, que ha anunciado el regreso triunfal del rey antes de la puesta del sol. ¿No oyes ya el murmullo confuso de mil rumores en la ciudad, que sale de su sopor meridiano? ¡Escucha! Las ruedas de los carros resuenan sobre las losas de las calles; y el pueblo empieza a dirigirse en masas compactas a la orilla del río para cruzarlo y dirigirse al campo de maniobras. Olvida tu languidez, y ve también tú a contemplar ese espectáculo admirable. Cuando nos invade la tristeza, debemos mezclarnos con la multitud. La soledad alimenta los pensamientos sombríos. Desde lo alto de su carro bélico, Ahmosis te dedicará una sonrisa amable, y tú volverás más alegre a tu palacio.

—Ahmosis me ama —respondió Tahoser—, pero yo no le amo a él.

—Charlas insustanciales de doncella —replicó Nofré, a quien gustaba mucho el guapo jefe militar, y que creía simulado el desinterés desdeñoso de Tahoser. En efecto, Ahmosis era encantador: su perfil semejaba el de las imágenes de los dioses talladas por los escultores más hábiles; sus rasgos, regulares y llenos de orgullo, igualaban en belleza a los de una mujer; su nariz ligeramente aquilina, sus ojos de un negro brillante, agrandados por el antimonio, sus mejillas de contornos pulidos y tan suaves como el alabastro oriental, sus labios bien modelados, la elegancia de su estatura aventajada, su busto de hombros anchos, las caderas estrechas, los brazos vigorosos en los que, sin embargo, ningún músculo hacía resaltar su relieve, eran tales como para seducir a la mujer más exigente; pero Tahoser no le amaba, pese a lo que Nofré pudiera pensar.

Una idea distinta que no expresó, porque no creía a Nofré capaz de comprenderla, decidió a la muchacha: sacudió su indolencia y se levantó de su sillón con una vivacidad que no se habría esperado de ella, dada la actitud pasiva que había mantenido durante las canciones y las danzas. Nofré, arrodillada a sus pies, le calzó una especie de chapines de punta curvada hacia arriba, esparció polvo aromático sobre sus cabellos, sacó de una caja varios brazaletes en forma de serpientes, y anillos con el emblema del escarabeo sagrado; le aplicó a las mejillas un poco de afeite verde, que al contacto con la piel de inmediato enrojeció; pintó sus uñas con un cosmético, arregló los pliegues algo arrugados de su calasiris, como acompañante atenta que quiere realzar el aspecto de su ama; luego llamó a dos o tres servidores, y les ordenó que prepararan la barca y pasaran al otro lado del río la carroza y su tiro.

El palacio, o si ese nombre parece demasiado pomposo, la casa de Tahoser se alzaba muy próxima al Nilo, del que no estaba separada más que por jardines. La hija de Petamunop, con la mano posada sobre el hombro de Nofré y precedida por sus servidores, caminó hasta la orilla siguiendo la galería emparrada, cuyos pámpanos, al tamizar la luz del sol, acariciaban con reflejos y sombras su encantadora figura. Muy pronto llegó a un ancho muelle de ladrillo en el que hormigueaba una multitud impaciente, que esperaba la salida o el atraque de las embarcaciones.

Of, la ciudad colosal, no guardaba en aquel momento en su interior sino a los enfermos, los impedidos, los ancianos incapaces de moverse, y los esclavos encargados de la custodia de las casas: por las calles, las plazas, los dromos, las avenidas de esfinges, por los pilonos y los muelles, fluía un río de seres humanos que se dirigían al Nilo. La multitud era de una variedad extraña y abigarrada: los egipcios eran los más, y se reconocían por su perfil puro, su figura alta y esbelta, y su vestido de lino fino o su calasiris cuidadosamente plisado; algunos llevaban la cabeza envuelta en una tela a rayas verdes o azules y un calzón estrecho ceñido a las caderas, y mostraban su torso de color de arcilla desnudo hasta la cintura.

Sobre ese fondo indígena destacaban las muestras diversas de razas exóticas: los negros del Alto Nilo, oscuros como dioses de basalto, de brazos ceñidos por anchos anillos de marfil y con adornos diversos colgando de sus orejas de salvajes; los etíopes bronceados, huraños, inquietos a su pesar en medio de aquella civilización, como animales salvajes a la luz del día; los asiáticos de tez de un tono amarillo claro y ojos azules, de barba rizada en bucles, tocados con una tiara sostenida por una cinta y vestidos con una túnica listada y guarnecida de bordados; los pelasgos, vestidos con pieles de animales anudadas al hombro que dejaban ver los extraños tatuajes de sus brazos y piernas, y peinados con largas trenzas adornadas con plumas de aves y terminadas en un pequeño rizo.

A través de aquella multitud avanzaban con paso grave sacerdotes de cabeza rasurada, con una piel de pantera rodeando el cuerpo de modo que el morro del animal simulaba el broche del cinturón, sandalias en los pies, y en la mano una vara de acacia, con caracteres jeroglíficos grabados; soldados, con el puñal de clavos de plata al costado del cuerpo, el escudo a la espalda y empuñando el hacha de bronce; altos personajes, con el pecho adornado con pectorales honoríficos, a los que saludaban los esclavos con reverencias profundas y las manos colocadas al nivel del suelo. Deslizándose a lo largo de las murallas con un aire humilde y triste, pobres mujeres semidesnudas caminaban, inclinadas bajo el peso de los hijos colgados de su cuello y envueltos en harapos o colocados en cestas de esparto, mientras hermosas muchachas, seguidas por tres o cuatro acompañantes, pasaban orgullosas envueltas en largas túnicas transparentes anudadas bajo los senos por echarpes cuyas puntas colgaban, entre destellos de esmaltes, perlas y oro, y la fragancia de las flores y los aromas.

Entre los peatones se abrían paso las literas conducidas por etíopes de paso rápido y rítmico; carros ligeros tirados por caballos fogosos de testas empenachadas, pesadas carretas de bueyes ocupadas por una familia entera. La multitud, como si no le importara el riesgo de perecer aplastada, apenas se apartaba para dejar paso, y a menudo los conductores se veían obligados a golpear con el látigo a los remolones o los tercos que no querían echarse a un lado.

Una actividad extraordinaria tenía lugar en el río, cubierto, a pesar de su anchura, en toda la longitud de la ciudad por barcas de todas clases, hasta el punto de no dejar ver el agua; aparecían allí desde la canga de popa y proa elevadas y naos decorados con profusión de pinturas y dorados, hasta el frágil esquife de papiro. Ni siquiera habían sido desdeñados los bateles utilizados para transportar el ganado y los frutos, ni las balsas hechas con juncos entrelazados que flotan sostenidas por tinajas vacías, utilizadas por lo común para cargar ánforas de cerámica.

No era poco trabajo el de trasladar de una a la otra orilla del río a una población de más de un millón de almas, y para conseguirlo se necesitaba toda la habilidad de los marineros de Tebas.

El agua del Nilo, batida, azotada, surcada por los remos, las palas, los gobernalles, se coronaba de espuma como un mar, y formaba mil remolinos que quebraban la fuerza de la corriente.

La estructura de las barcas era tan variada como pintoresca: unas estaban rematadas a cada extremo por una gran flor de loto vuelta hacia dentro y con el tallo ceñido por una lazada de banderolas; otras se bifurcaban en la popa y tenían la proa aguzada; éstas se curvaban en forma de luna en cuarto creciente, elevándose por los dos extremos; aquéllas llevaban castelletes o plataformas en donde se mantenían en pie los pilotos; algunas consistían en tres anchas tiras de corteza de árbol atadas con cuerdas e impulsadas por un remo de pala o pagaya. Los barcos destinados al transporte de animales y carros tenían refuerzos de borda a borda para sostener una plancha sobre la que iba replegada una pasarela móvil que permitía embarcar y desembarcar fácilmente: su número era muy grande. Los caballos, sorprendidos, relinchaban y golpeaban la madera con los cascos; los bueyes volvían inquietos hacia la orilla los morros relucientes de los que colgaban filamentos de babas, y acababan por calmarse a fuerza de las caricias de sus pastores.

Los contramaestres marcaban el ritmo a los remeros con sonoras palmadas; los pilotos, encaramados en la popa o paseándose sobre la techumbre de los naos, daban órdenes a gritos, indicando las maniobras necesarias para moverse en medio de aquel laberinto móvil de embarcaciones. A veces, a pesar de las precauciones, los barcos se golpeaban y los marineros intercambiaban insultos o se golpeaban con sus remos.

Aquellos miles de barcos, pintados en su mayoría de blanco y realzados con ornamentos verdes, azules y rojos, cargados de hombres y mujeres de vestidos multicolores, hacían desaparecer por entero la superficie del Nilo en una extensión de varias leguas, y presentaban, bajo el color intenso del sol de Egipto, un espectáculo de un brillo cegador en su movilidad; el agua agitada en todas direcciones hormigueaba, destellaba, lanzaba reflejos plateados, y parecía un sol quebrado en miles de pedazos.

Tahoser entró en su canga, decorada con suma riqueza; el centro estaba ocupado por una cabina o naos con el entablamento coronado por una hilera de uraeus, pilares en los ángulos y paredes adornadas con dibujos simétricos. A popa se alzaba un habitáculo de techo en ángulo agudo, contrabalanceado en el otro extremo por una especie de altar embellecido con pinturas. El gobernalle estaba formado por dos inmensos remos rematados por cabezas de Hathor que llevaban anudadas al cuello largas tiras de tela, y con unos orificios en el centro para que pivotaran sobre unas estacas. En el mástil palpitaba, porque acababa de alzarse un viento del este, una vela oblonga fijada a dos vergas, cuya rica tela estaba bordada y pintada con losanges, cabrios, cuadros, pájaros y animales quiméricos de colores vivos; de la verga inferior pendía una franja de cintas rematadas en borlas.

Después de soltar amarras y orientar la vela al viento, la canga se alejó de la orilla, dividiendo con su proa las aglomeraciones de barcas cuyos remos se entrecruzaban y se agitaban como patas de escarabeos tumbados boca arriba; se abría paso despreocupadamente en medio de un concierto de insultos y de gritos, porque su superior fortaleza le permitía desdeñar posibles choques que habrían hundido embarcaciones más frágiles. Por lo demás, la tripulación de Tahoser era tan hábil que la canga parecía dotada de inteligencia, por la presteza con que obedecía al gobernalle y evitaba los obstáculos serios. Muy pronto dejó atrás a los barcos más pesados, con el naos repleto de pasajeros y cuyo interior estaba además cargado hasta el techo de tres o cuatro filas de hombres, mujeres y niños acuclillados en la postura tan familiar al pueblo egipcio. Al ver a aquellos personajes así agachados, se les habría tomado por los jueces asesores de Osiris, si su fisonomía, en lugar de expresar el recogimiento apropiado a unos consejeros fúnebres, no respirara la alegría más desenvuelta. En efecto, el Faraón regresaba vencedor, cargado con un botín inmenso. El júbilo reinaba en Tebas, y toda su población acudía a recibir al favorito de Amón-Ra, señor de las diademas, moderador de la región pura, Aroeris todopoderoso, rey-sol y conquistador de los pueblos.

La canga de Tahoser llegó muy pronto a la orilla opuesta. La barca que llevaba el carro abordó casi al mismo tiempo: los bueyes bajaron por la pasarela móvil y fueron colocados en pocos minutos bajo el yugo por los diligentes servidores que habían desembarcado con ellos.

Esos bueyes, blancos con manchas negras, iban tocados con una especie de tiara que cubría parcialmente el yugo atado a la lanza del carro y sujeto con dos anchas correas de cuero, de las que una les rodeaba el cuello y la otra, unida a la primera, pasaba por debajo de su vientre. La cruz alta, las amplias papadas, las corvas secas y con los nervios visibles, los cascos pequeños y relucientes como si fueran de ágata, la cola cuidadosamente peinada, mostraban que eran animales de pura raza, nunca deformados por las penosas labores del campo. Tenían la placidez majestuosa de Apis, el toro sagrado, cuando recibe los homenajes y las ofrendas. El carro, de una ligereza extrema, podía llevar a dos o tres personas puestas en pie; su caja semicircular, cubierta de adornos y dorados distribuidos en líneas graciosamente curvas, iba sostenida por una especie de puntal diagonal que rebasaba ligeramente el borde superior, en el que se sujetaba la mano del viajero cuando el camino era pedregoso, o la velocidad grande; sobre el eje, colocado en la parte trasera de la caja para reducir el traqueteo, pivotaban dos ruedas de seis radios sujetos con clavos remachados. En el extremo de un palo fijo al suelo del carro, se desplegaba una sombrilla que representaba las hojas de una palmera.

Nofré, inclinada sobre el borde del carro, sujetaba las riendas de los bueyes embridados como si fueran caballos, y guiaba el carro siguiendo la costumbre egipcia, mientras Tahoser, inmóvil a su lado, apoyaba su mano, constelada de sortijas desde el dedo meñique hasta el pulgar, en las molduras doradas del reborde de la caja.

Las dos hermosas muchachas, la una reluciente de esmaltes y piedras preciosas, y la otra velada apenas por una túnica de gasa transparente, formaban un grupo delicioso subidas al carro de colores brillantes. Ocho o diez servidores, vestidos con sayos de listas oblicuas cuyos pliegues se acumulaban en la parte delantera, acompañaban el cortejo, desfilando al ritmo de los bueyes.

A este lado del río la afluencia no era menor; los habitantes del barrio de los Memnonia y de las aldeas vecinas acudían también, y a cada momento las barcas depositaban su carga en el muelle de ladrillo y nuevos curiosos engrosaban la multitud. Innumerables carros que se dirigían al campo de maniobras hacían destellar sus ruedas como soles entre las nubes de polvo dorado que levantaban, Tebas, en ese momento, debía de estar desierta como si un conquistador se hubiese llevado a su población cautiva.

Por otra parte, el panorama merecía un cuadro. En medio del verdor de los cultivos, entre los que se alzaban los penachos de las palmeras, se dibujaban en colores vivos las quintas de recreo, los palacios, los pabellones de verano rodeados de sicomoros y de mimosas. Los estanques espejeaban al sol, las viñas enlazaban sus festones en emparrados umbríos; al fondo se recortaba la gigantesca silueta del palacio de Ramsés-Meiamún, con sus pilonos desmesurados, sus murallas enormes, sus mástiles dorados y pintados, cuyas banderolas flotaban al viento; más al norte, los dos colosos entronizados en una pose de eterna impasibilidad, montañas de granito de forma humana, delante de la entrada del Amenophium, se adivinaban en una neblina azulada, ocultando a medias el Ramesseum, más lejos, y la tumba del gran sacerdote, pero dejando entrever en uno de sus ángulos el palacio de Menefta.

Más cerca de la cordillera Líbica, desde el barrio de los Memnonia, habitado por los colquitas, los parasquistas y los tarisqueutes, ascendían al cielo los vapores rojizos de sus calderas de natrón: porque el trabajo de la muerte no se detiene jamás, y al mismo tiempo que la vida se despliega tumultuosa, siguen preparándose las vendas, moldeándose los cartonajes, cubriéndose los ataúdes con jeroglíficos, y algún cadáver frío, tendido sobre el lecho fúnebre con patas de león o de chacal, espera ser acicalado para la eternidad.

En el horizonte, pero en una proximidad engañosa por la transparencia del aire, las montañas líbicas recortaban contra el cielo sus dientes calcáreos y sus masas áridas, agujereadas por los hipogeos y los corredores funerarios.

Si se volvía la mirada hacia la orilla opuesta, el panorama no era menos maravilloso; los rayos del sol coloreaban de rosa, sobre el fondo vaporoso de la cordillera Arábiga, la masa gigantesca del palacio del Norte, Karnak, que la lejanía apenas conseguía disminuir, y que alzaba sus montañas de granito y su selva de columnas gigantes por encima de las viviendas de techo plano.

Delante del palacio se extendía una amplia explanada que descendía hasta el río por dos escalinatas dispuestas a los lados; en el centro, un dromos flanqueado por esfinges de cabeza de carnero, perpendicular al Nilo, conducía a un pilono desmesurado, precedido por dos estatuas colosales y por una pareja de obeliscos cuyos remates, en forma de pequeñas pirámides, sobresalían de la cornisa y rasgaban con sus puntas color de carne el azul intenso del cielo.

Más atrás, por encima de la muralla del recinto asomaba la fachada lateral del templo de Amón; y a la derecha se alzaban los templos de Jons y de Opt; un gigantesco pilono visto de perfil y vuelto hacia el sur, y dos obeliscos de sesenta codos de altura, señalaban el comienzo de la prodigiosa avenida de dos mil esfinges de cuerpo de león y cabeza de carnero que enlazaba el palacio del Norte, Karnak, y el del Sur, Luxor; sobre los pedestales se veían las grupas enormes de la primera hilera de aquellos monstruos, dando la espalda al Nilo.

Más lejos se adivinaban apenas, sumergidas en la luz rosada, cornisas en las que el globo místico desplegaba sus grandes alas, cabezas de colosos sedentes, ángulos de edificios inmensos, agujas de granito, superposiciones de terrazas, ramilletes de palmeras desplegándose como matojos de hierba en aquella prodigiosa aglomeración pétrea; y el palacio del Sur mostraba sus altos muros policromos, sus mástiles en los que flameaban las banderolas, sus puertas en forma de talud, sus obeliscos y sus rebaños de esfinges.

Aún más allá, hasta donde la vista podía abarcar, se extendía Opt con sus palacios, sus colegios de sacerdotes, sus casas, y las tenues líneas azuladas que indicaban en los últimos planos la cresta de sus murallas y las construcciones de sus puertas.

Tahoser miraba distraída aquella perspectiva familiar para ella, y sus ojos no reflejaban la menor admiración; pero al pasar por delante de una casa casi oculta por una vegetación lujuriante, salió de su apatía y pareció buscar con la mirada, en la terraza y en la galería exterior, una figura conocida.

Un hombre joven y bien parecido, apoyado al descuido en una de las delgadas columnas del pabellón, parecía contemplar la multitud; pero sus pupilas oscuras, en las que parecía agitarse un sueño, no se detuvieron al paso del carro que conducía a Tahoser y Nofré.

Sin embargo, la manita de la hija de Petamunop se asió nerviosa al borde del carro. Sus mejillas habían palidecido bajo la ligera capa de afeite que les había aplicado Nofré, y, como si desfalleciera, en varias ocasiones aspiró el olor de su ramillete de lotos.