El faraón no respondió a Tahoser; su mirada sombría seguía fija en el cadáver de su hijo primogénito; su orgullo indomable se rebelaba en el momento de someterse. En su corazón, seguía sin creer en el Eterno, y explicaba las plagas que había padecido Egipto por el poder de la magia de Mosché y Aharon, mayor que la de sus hieroglifitas. La idea de ceder exasperaba a aquel espíritu violento y orgulloso; pero, aunque hubiera pretendido retener a los israelitas, su pueblo aterrorizado no se lo habría permitido; los egipcios tenían miedo de morir y todos querían expulsar a los extranjeros que les habían traído la desgracia. Se apartaban de ellos con un terror supersticioso, y cuando pasaba el anciano hebreo seguido por Aharon, incluso los más valientes huían, temerosos de algún nuevo prodigio, y se decían: «¡La vara de su compañero se convertirá otra vez en serpiente y nos ahogará a todos!».
¿Había Tahoser olvidado a Poeri, cuando rodeó con sus brazos el cuello del Faraón? De ninguna manera; pero sentía bullir en aquella alma obstinada planes de venganza y de exterminio. Temía una violencia en la que se habrían visto envueltos el joven hebreo y la dulce Ra’hel, una matanza general que en esta ocasión habría cambiado las aguas del Nilo en sangre verdadera, e intentaba apaciguar la cólera del rey con sus caricias y sus palabras dulces.
El cortejo fúnebre vino a hacerse cargo del cadáver del joven príncipe para llevarlo al barrio de los Memnonia, donde habría de ser objeto de los preparativos para el embalsamamiento, que duran setenta días. El faraón lo vio partir con tristeza, y dijo, como si lo agitara un presentimiento melancólico:
—No tengo más hijos, Tahoser; si muero, tú serás la reina de Egipto.
—¿Por qué hablas de muerte? —replicó la hija del sacerdote—. Los años sucederán a los años sin dejar huellas de su paso en tu cuerpo robusto, y alrededor de ti caerán las generaciones como las hojas en torno al árbol que permanece en pie.
—¿No he sido vencido yo, el Invencible? —respondió el Faraón—. ¿De qué sirve que los bajorrelieves de los templos y de los palacios me representen armado con el látigo y el cetro, pisando con mi carro de guerra los cadáveres, arrastrando por la cabellera a las naciones sometidas, si me veo obligado a ceder ante las brujerías de dos magos extranjeros; si los dioses, a los que he elevado tantos templos inmensos construidos para durar eternamente, no me defienden contra el dios desconocido de esa raza oscura? El prestigio de mi poder ha quedado destruido para siempre. Mis hieroglifitas reducidos al silencio me abandonan; mi pueblo murmura; no soy ya más que un vano simulacro; he querido, y no he podido. Tenías mucha razón en lo que me dijiste antes, Tahoser; he descendido al nivel de los hombres. Pero puesto que ahora me amas, intentaré olvidar, y me desposaré contigo cuando hayan terminado las ceremonias fúnebres.
Temerosos de que el Faraón retirara su palabra, los hebreos apresuraron los preparativos para la marcha, y muy pronto sus tribus se pusieron en camino, guiadas por una columna de humo durante el día, y de fuego durante la noche. Penetraron en las soledades arenosas situadas entre el Nilo y el mar de las Algas, y evitaron las poblaciones que habrían podido oponerse a su paso.
Las tribus desfilaron una tras otra delante de la estatua de cobre fabricada por los magos, que tiene el poder de detener a los esclavos en fuga. Pero en esta ocasión el sortilegio, infalible durante siglos, no funcionó; el Eterno lo había roto.
La inmensa multitud avanzaba despacio, cubriendo un amplio terreno con sus rebaños, sus bestias de carga que transportaban las riquezas ganadas en Egipto y arrastraban el inmenso equipaje de un pueblo que viaja en bloque: el ojo humano no podía alcanzar a percibir la cabeza ni la cola de la columna que se perdía en los dos horizontes entre nubes de polvo.
Si alguien se hubiera sentado al borde del camino a esperar el final de aquel desfile, habría visto el sol levantarse y ponerse más de una vez: pasaban y pasaban sin cesar.
El sacrificio al Eterno no era más que un pretexto; Israel dejaba para siempre la tierra de Egipto, y se llevaba la momia de Yusuf, en su ataúd pintado y dorado, a hombros de porteadores que se relevaban.
Entonces el Faraón fue asaltado por una gran cólera, y resolvió perseguir a los hebreos que huían. Hizo enganchar seiscientos carros de guerra, convocó a sus comandantes, ciñó alrededor de su cuerpo su ancho cinturón de piel de cocodrilo, llenó las dos aljabas de su carro de flechas y de jabalinas, colocó en su muñeca el brazalete de bronce que amortigua la vibración de la cuerda del arco, y se puso en marcha llevando tras él a todo un ejército.
Furioso y terrible, exigía a los caballos hasta el límite, y detrás de él los seiscientos carros retumbaban con ecos de bronce, como truenos terrestres. Los infantes forzaban la marcha, incapaces de seguir el paso de aquella carrera impetuosa.
A menudo el Faraón se veía obligado a detenerse para esperar al resto de su ejército. Durante esas pausas, golpeaba con el puño el reborde del carro, pataleaba de impaciencia y hacía rechinar los dientes. Inclinado hacia el horizonte, se esforzaba en divisar, detrás de la arena levantada por el viento, las tribus fugitivas de los hebreos, y pensaba rabioso que cada hora aumentaba el intervalo que les separaba. Si sus oeris no le hubieran retenido, habría marchado sin parar en línea recta hacia delante, a riesgo de encontrarse solo frente a todo un pueblo.
Ya no era el verde valle de Egipto lo que cruzaban, sino llanuras áridas interrumpidas por dunas móviles, estriadas por ondas como la superficie del mar; la tierra desollada dejaba ver sus huesos; rocas agujereadas y modeladas en formas extrañas, como si unos animales gigantescos las hubieran pisoteado con sus patas cuando la Tierra era aún una esfera de barro, en el día en que el mundo emergió del caos, sobresalían aquí y allá de la planicie y quebraban con sus trazos irregulares la línea recta del horizonte, fundida con el cielo mediante una zona de transición de brumas rojizas. A distancias enormes se alzaban palmeras que desplegaban su abanico polvoriento cerca de algún pozo con frecuencia cegado, donde los caballos inquietos escarbaban el barro con sus narices ensangrentadas. Pero el Faraón, insensible a la lluvia de fuego que descendía de un cielo recalentado, daba de inmediato la señal de marcha, y corceles e infantes se ponían de nuevo en movimiento.
Osamentas de bueyes o de acémilas tendidas sobre el flanco y sobrevoladas por espirales de buitres, señalaban el paso de los hebreos y no permitían que la cólera del rey se distrajera de su objetivo.
Un ejército en campaña, entrenado en la marcha, va más aprisa que un pueblo que emigra arrastrando tras de sí a mujeres, niños, ancianos, bagajes y tiendas; de modo que el espacio que separaba a las tropas egipcias de las tribus israelitas disminuía rápidamente.
Fue en Pi-ha’hirot, cerca del mar de las Algas, donde los egipcios alcanzaron a los hebreos. Las tribus habían acampado junto a la orilla, y cuando el pueblo vio relumbrar al sol el carro de oro del Faraón seguido por sus carros de guerra y su ejército, se alzó un inmenso clamor de espanto, y todos maldijeron a Mosché por haberlos arrastrado a la perdición.
En efecto, la situación era desesperada.
Ante los hebreos, el frente de batalla; detrás, el mar profundo.
Las mujeres se revolcaban por el suelo, desgarraban sus vestidos, se arrancaban los cabellos, se laceraban el seno. «¿Por qué no nos has dejado en Egipto? La esclavitud es preferible a la muerte, y tú nos has traído al desierto para morir en él: ¿Es que temías que no hubiera sepulcros para todos?». Así vociferaban las multitudes furiosas contra Mosché, siempre impasible. Los más valerosos se precipitaron a empuñar sus armas y se prepararon para defenderse; pero la confusión era horrorosa, y cuando los carros de guerra se lanzaran a través de aquella masa compacta, los estragos serían terribles.
Mosché extendió su vara sobre el mar después de invocar al Eterno; y entonces ocurrió un prodigio que ningún hieroglifita habría sido capaz de imitar. Se levantó un viento de oriente de una violencia extraordinaria, que hendió las aguas del mar de las Algas como el surco de un arado gigantesco, arrojando a derecha e izquierda montañas saladas coronadas por crestas de espuma. Separadas por el ímpetu de aquel soplo irresistible que hubiera barrido las Pirámides como si fueran granos de polvo, las aguas se alzaban como murallas líquidas y dejaban entre ellas un ancho pasillo por el que se podía avanzar a pie enjuto; a través de su transparencia, como del otro lado de un vidrio grueso, se veía a los monstruos marinos retorcerse, espantados al verse sorprendidos por la luz del día en los misterios abisales.
Las tribus se precipitaron por aquella milagrosa vía de escape, torrente humano que fluía entre dos orillas escarpadas de agua verde. El innumerable hormiguero oscurecía con dos millones de puntos negros el fondo lívido del abismo, e imprimía sus pies en el limo sólo rozado antes por el vientre de los leviatanes. Y el viento terrible seguía soplando por encima de las cabezas de los hebreos, a los que habría derribado como espigas, y retenía con su presión las olas amontonadas y rugientes. ¡Era la respiración del Eterno lo que partía en dos el mar!
Espantados por aquel milagro, los egipcios no se atrevían a perseguir a los hebreos; pero el Faraón, con su valor altivo que nada podía abatir, espoleó a sus caballos, que piafaban y se retorcían contra la lanza del carro, azotándolos con su látigo de doble tralla, los ojos inyectados en sangre, los labios espumeantes, rugiendo como un león al ver escaparse a su presa. ¡Y finalmente consiguió hacerlos entrar en aquel paso tan extrañamente abierto!
Los seiscientos carros lo siguieron; los israelitas más rezagados, entre los que se encontraban Poeri, Ra’hel y Thamar, se creyeron perdidos, al ver que el enemigo tomaba el mismo camino que ellos; pero, cuando los egipcios se hubieron adentrado un buen trecho, Mosché hizo una señal: las ruedas de los carros se desprendieron, y hubo una horrible confusión de caballos y guerreros que tropezaban y chocaban los unos con los otros; luego las montañas de agua milagrosamente alzadas se derrumbaron, y el mar se cerró de nuevo, sumergiendo en sus torbellinos de espuma a hombres, bestias y carros, como briznas de paja atrapadas en un remolino de la corriente de un río.
Sólo el Faraón, de pie en la caja de su carro que flotaba aún sobre las aguas, lanzaba, ebrio de orgullo y de furor, las últimas flechas de su aljaba contra los hebreos que llegaban ya a la otra orilla; cuando las flechas se agotaron, asió su jabalina, y ya casi completamente sumergido, con sólo el brazo fuera del agua, la lanzó impotente contra el Dios desconocido al que aún desafiaba desde el fondo del abismo.
Una enorme ola barrió los últimos restos antes de chocar por tres veces con estruendo contra la orilla: ¡de la gloria y del ejército del Faraón, no quedó nada!
Y en la orilla opuesta, Miriam, la hermana de Aharon, inició un canto gozoso acompañándose con el tamboril, y todas las mujeres de Israel marcaron el ritmo golpeando sus pieles de onagro. ¡Dos millones de voces entonaron el himno de la liberación!