Unos días después, el Faraón seguía la orilla del Nilo, en pie sobre su carro y seguido por su cortejo; se dirigía a ver el nivel que había alcanzado el río en su crecida, cuando en mitad del camino se alzaron delante de él, como dos fantasmas, Aharon y Mosché. El rey refrenó a sus caballos, que humedecían ya con su saliva el pecho del gran anciano inmóvil.
Mosché, con una voz lenta y solemne, repitió su petición.
—Prueba con algún milagro el poder de tu dios —respondió el rey—, y te concederé lo que pides.
Volviéndose a Aharon, situado unos pasos detrás de él, Mosché dijo:
—Toma tu vara y extiende la mano sobre las aguas de los egipcios, sobre sus ríos, arroyos, sus lagos y sus estanques; que se conviertan en sangre; habrá sangre en todo el país de Egipto, así como en los recipientes de madera y de piedra.
Aharon blandió su vara y golpeó con ella el agua del río.
El séquito del Faraón esperó el resultado con ansiedad. El rey, que tenía un corazón de bronce bajo un pecho de granito, sonreía con desdén, confiado en la ciencia de los hieroglifitas para confundir a aquellos magos extranjeros.
En cuanto la vara del hebreo, aquella vara que había sido serpiente, tocó el río, las aguas empezaron a enturbiarse y a burbujear, y su color amarillento se alteró de manera visible: aparecieron tonos rojizos, y luego toda la masa tomó un tono púrpura oscuro y el Nilo se convirtió en un río de sangre en el que se alzaban olas escarlata y cuyas orillas se perlaban de una espuma rosada. Se habría dicho que reflejaba un inmenso incendio, o un cielo atravesado por relámpagos; pero la atmósfera estaba en calma. Tebas no ardía, y un azul inmutable se extendía sobre aquella sábana rojiza puntuada aquí y allá por los vientres blancos de los peces muertos. Los grandes cocodrilos escamosos salían a la orilla, ayudándose con las patas dobladas, y los pesados hipopótamos, semejantes a bloques de granito rosa recubierto de barro negro, huían por entre los juncos o alzaban el enorme hocico por encima del nivel del río, incapaces de respirar en aquella agua sangrienta.
Los canales, los estanques, las piscinas, habían adquirido el mismo color, y las copas llenas de agua estaban rojas como las cráteras en las que se recoge la sangre de las víctimas.
El Faraón no se asustó al ver aquel prodigio, y dijo a los dos hebreos:
—Este milagro podría llenar de espanto a un populacho crédulo e ignorante; pero yo no lo encuentro sorprendente. Que hagan venir a Ennana y al colegio de hieroglifitas; ellos desmontarán este truco de magia.
Llegaron los hieroglifitas, y su jefe, Ennana, dirigió una mirada al río de olas purpúreas, y vio de qué se trataba.
—Vuelve a dejar las cosas como estaban —dijo al compañero de Mosché—, y yo repetiré tu encantamiento.
Aharon golpeó de nuevo el río, que recuperó de inmediato su color habitual.
Ennana hizo un signo de aprobación, como un sabio imparcial que reconoce la habilidad de un colega. Encontró el conjuro bien hecho, para tratarse de alguien que no había tenido, como él, la ventaja de estudiar la sabiduría en las cámaras misteriosas del laberinto, en las que únicamente pueden ingresar unos pocos iniciados, tan duras son las pruebas que deben superar quienes aspiran a ser admitidos.
—Es mi turno, ahora —dijo.
Y tendió sobre el Nilo su vara grabada con signos jeroglíficos, al tiempo que murmuraba unas palabras en una lengua tan antigua que ya no era comprendida por nadie en tiempos de Menes, el primer rey de Egipto: una lengua de esfinges, con sílabas de granito.
Una inmensa sábana roja se extendió de pronto de una a otra orilla, y el Nilo empezó de nuevo a empujar olas de sangre hacia el mar.
Los veinticuatro hieroglifitas saludaron al rey como si fueran a retirarse.
—Quedaos —dijo el Faraón.
Ellos recuperaron de nuevo su impasibilidad.
—¿No tienes más prueba de tu misión para darme que ésa? Mis sabios, como has visto, imitan bastante bien tus prodigios.
Sin mostrar desánimo por las palabras irónicas del rey, Mosché le dijo:
—Dentro de siete días, si no has decidido dejarnos marchar a los israelitas al desierto para ofrecer allí sacrificios al Eterno según sus ritos, volveré y haré un nuevo milagro en tu presencia.
Pasados siete días, volvió a aparecer Mosché. Dijo a su servidor Aharon las palabras del Eterno:
—Extiende tu mano con la vara sobre los ríos y arroyos y los estanques, y haz subir las ranas al país de Egipto.
Tan pronto como Aharon hizo el gesto indicado, del río, de los canales, de los arroyos y de los pantanos surgieron millones de ranas; cubrían los campos y los caminos, saltaban sobre los peldaños de los templos y de los palacios, invadían los santuarios y las habitaciones más apartadas; y nuevas legiones aparecían detrás de las primeras: las había en las casas, en las artesas, en los hornos, en el interior de los cofres; no podía ponerse el pie en ningún lugar sin aplastar una; movidas como por un resorte, saltaban entre las piernas, a derecha e izquierda, adelante y atrás. Hasta donde alcanzaba la vista se las veía chapuzarse, saltar las unas encima de las otras: porque ya les faltaba espacio, sus filas crecían, se espesaban, se amontonaban; sus innumerables espaldas verdes formaban en el campo una especie de pradera animada y viviente, en la que sus ojos amarillos brillaban como flores. Los animales, caballos, asnos, cabras, espantados y rebeldes, huían a campo través, pero en todas partes encontraban la misma plaga inmunda.
El Faraón, que desde el umbral de su palacio contemplaba aquella marea creciente de ranas con aire de disgusto, aplastaba todas las que podía con su cetro, y empujaba a las demás con su patín curvado. ¡Trabajo inútil! Otras recién llegadas, surgidas de nadie sabía dónde, reemplazaban a las muertas, y saltaban más, croaban más, eran más inmundas, más incómodas, más atrevidas; arqueaban el hueso de su lomo y lo miraban fijamente con sus grandes ojos redondos, extendiendo sus dedos palmeados, arrugando la piel blanca de sus papadas. Aquellos sucios animales parecían provistos de inteligencia, y alrededor del rey se agrupaban en masas más densas que en otros lugares.
El hormigueo se extendía como una inundación, siempre en aumento; sobre las rodillas de los colosos, en las cornisas de los pilonos, sobre la espalda de las esfinges y las crioesfinges, sobre el entablamento de los templos, sobre el remate de los obeliscos, tomaban posiciones las odiosas bestezuelas, con el buche hinchado y las patas replegadas; los ibis que al principio, felices ante aquella inesperada abundancia, las pinchaban con sus largos picos y las tragaban por centenares, empezaban a alarmarse ante aquella invasión prodigiosa y volaban hacia lo alto haciendo resonar sus mandíbulas.
Aharon y Mosché triunfaban; Ennana fue convocado y pareció reflexionar. Con el dedo en su frente calva y los ojos semicerrados, se diría que buscaba en los repliegues de su memoria una fórmula mágica olvidada.
El Faraón, inquieto, se volvió hacia él.
—¡Vamos, Ennana! ¿Es que a fuerza de pensar has perdido la cabeza? ¿Está ese prodigio por encima de tu ciencia?
—En absoluto, oh rey; pero cuando se enfrenta uno al infinito, cuando se sopesa la eternidad y se desvela lo incomprensible, puede suceder que no se tenga presente en el espíritu la palabra barroca que domina a los reptiles, los hace nacer o los elimina. ¡Mira bien! Toda esa plaga va a desaparecer.
El viejo hieroglifita agitó su vara y dijo en voz baja algunas sílabas.
En un instante los campos, las plazas, los caminos, los muelles del río, las calles de la ciudad, los patios de los palacios, las habitaciones de las casas, quedaron limpios de sus indeseables huéspedes y volvieron a su primitivo estado.
El rey sonrió, orgulloso del poder de sus magos.
—No basta con haber roto el encantamiento de Aharon —dijo Ennana—; voy a repetirlo.
Ennana agitó su vara en sentido inverso y pronunció en voz baja la fórmula contraria.
De inmediato reaparecieron las ranas en mayor número que nunca, saltando y croando; en un instante toda la tierra quedó cubierta de ellas; pero Aharon extendió su bastón, y el mago de Egipto ya no pudo hacer desaparecer la invasión provocada por sus encantamientos. Por mucho que repitió las palabras misteriosas, la fórmula había perdido su poder.
El colegio de los hieroglifitas se retiró pensativo y confuso, perseguido por la inmunda plaga. El furor hizo contraerse el entrecejo del Faraón, pero se mantuvo inconmovible y no quiso acceder al ruego de Mosché. Su orgullo le llevó a luchar hasta el final contra el Dios desconocido de Israel.
Sin embargo, como no podía librarse de aquellas bestias horribles, el Faraón prometió a Mosché que, si intercedía en su favor ante su Dios, concedería a los hebreos la libertad, para que ofrecieran sacrificios en el desierto.
Las ranas murieron o volvieron a instalarse bajo las aguas; pero el corazón del Faraón se endureció, y, a pesar de las suaves reconvenciones de Tahoser, se desdijo de lo prometido.
Entonces se desencadenaron sobre Egipto toda clase de azotes y plagas, y se estableció una lucha insensata entre los hieroglifitas y los dos hebreos, cuyos prodigios imitaban aquéllos. Mosché convirtió todo el polvo de Egipto en insectos, y Ennana hizo lo mismo. Mosché tomó dos puñados de barro y los lanzó al cielo delante del Faraón, y al instante una peste roja y ardiente se adhirió a la piel del pueblo de Egipto, respetando a los hebreos.
—Imita ese prodigio —gritó el Faraón fuera de sí, rojo como si tuviera impreso en la cara el reflejo de un horno, dirigiéndose al jefe de los hieroglifitas.
—¿Para qué? —respondió el anciano, en tono de desánimo—. En todo esto se advierte la mano del Desconocido. Nuestras vanas fórmulas son impotentes contra esa fuerza misteriosa. Sométete, y déjanos regresar a nuestro retiro para estudiar a ese Dios nuevo, ese Eterno más poderoso que Amón-Ra, que Osiris y que Tifón; la ciencia de Egipto ha sido vencida; el enigma que guarda la esfinge carece de palabras, y la gran Pirámide no recubre con su enorme misterio otra cosa que la nada.
Como el Faraón seguía negándose a dejar partir a los hebreos, todo el ganado de los egipcios murió; los israelitas no perdieron ni una sola cabeza.
Un viento del sur se elevó y sopló toda la noche, y cuando amaneció el nuevo día, una inmensa nube roja cubría el cielo de un extremo al otro; a través de aquella niebla oscura, el sol presentaba un color rojo como el de un escudo en la forja, y parecía despojado de sus rayos.
La nube era distinta de las demás nubes; era viva, ruidosa, batía alas y caía sobre el suelo, no en forma de gruesas gotas de lluvia, sino de enjambres de langostas rosadas, amarillas y verdes, más numerosas que los granos de arena del desierto Líbico; se sucedían las unas a las otras en torbellinos, como la paja aventada por la tormenta; el aire se había oscurecido y espesado; las langostas llenaban los fosos, los barrancos, las corrientes de agua, apagaban con su masa los fuegos encendidos para destruirlas; chocaban contra los obstáculos y se amontonaban hasta desbordarlos. Bastaba abrir la boca para respirarlas; se incrustaban en los pliegues del vestido, en los cabellos, en las fosas nasales; sus espesas columnas hacían volcar los carros, derribaban a los paseantes solitarios y los cubrían de inmediato; su formidable ejército, saltando y batiendo alas, se precipitó sobre Egipto desde las cataratas hasta el delta, ocupando una extensión enorme, arrasando la hierba, reduciendo los árboles al estado de esqueletos, devorando las plantas hasta las raíces, y no dejando tras de sí más que una tierra desnuda y pisoteada como una era.
A ruegos del Faraón, Mosché detuvo la plaga; un viento del oeste, de una violencia extrema, se llevó a todas las langostas al mar de las Algas; pero aquel corazón obstinado, más duro que el bronce, el pórfido y el basalto, no quiso aún rendirse.
El granizo, un azote desconocido en Egipto, cayó del cielo entre relámpagos cegadores y truenos ensordecedores, con piedras de un tamaño enorme que todo lo aplastaban y lo rompían, que segaban el trigo como lo haría una hoz; luego unas tinieblas negras, opacas, aterradoras, que extinguían las lámparas como en las profundidades de los subterráneos privados de aire, extendieron sus nubes plomizas sobre la tierra de Egipto tan rubia, tan luminosa, tan dorada bajo su cielo azul, donde la noche es más clara que el día de otros climas. El pueblo, espantado, creyéndose ya envuelto en la sombra impenetrable del sepulcro, vagaba a tientas o iba a sentarse a lo largo de los propileos, y se rasgaba las vestiduras entre ayes plañideros.
Una noche de espanto y horror, un espectro voló sobre todo el país de Egipto, entró en todas las casas cuya puerta no estaba marcada en rojo, y murieron todos los primogénitos varones, desde el hijo del Faraón hasta el del más miserable parasquista; y el rey, a pesar de todos aquellos signos terribles, no quería ceder.
Estaba en el fondo de su palacio, huraño, silencioso, contemplando el cuerpo de su hijo tendido sobre el lecho fúnebre de pies de chacal, insensible a las lágrimas con las que Tahoser le bañaba las manos.
Mosché apareció en el umbral de la cámara sin que nadie lo anunciara, porque todos los servidores habían huido en todas direcciones al verlo, y repitió su petición con una solemnidad imperturbable.
—¡Marchaos! —dijo finalmente el Faraón—. Haced sacrificios a vuestro dios como mejor os convenga.
Tahoser saltó al cuello del rey y le dijo:
—Te amo ahora; eres un hombre, y no un dios de granito.