15

El rey pasó a otra sala para recibir a Mosché, y tomó asiento en un trono cuyos brazos estaban formados por leones; se ciñó al cuello un ancho pectoral, tomó su cetro y adoptó una pose de suprema indiferencia.

Entró Mosché; otro hebreo, llamado Aharon, le acompañaba. Por augusto que resultara el Faraón en su trono de oro, rodeado por sus oeris y sus flabelíferos, en aquella sala de columnas enormes, bajo el mural que representaba las hazañas de sus abuelos y antecesores, Mosché no era menos imponente: la majestad de la edad igualaba en él la majestad regia; tenía ochenta años pero parecía repleto de un vigor viril, y nada en él revelaba la decadencia de la vejez. Las arrugas de su frente y sus mejillas, parecidas a trazos de cincel sobre el granito, le daban un aspecto venerable sin acusar el paso de los años; su cuello moreno y rugoso se unía a sus fuertes hombros mediante músculos descarnados pero aún poderosos, y sus manos, no agitadas por el temblor habitual en los ancianos, estaban recorridas por una red de venas gruesas y retorcidas. Un alma más enérgica que la de los humanos vivificaba su cuerpo, y en su rostro brillaba, incluso en la sombra, una luz singular. Se diría el reflejo de un sol invisible.

Sin prosternarse, como estaba prescrito a quienes llegaban a la presencia del rey, Mosché avanzó hacia el trono del Faraón y le dijo:

—Así ha hablado el Eterno, Dios de Israel: «Deja marchar a mi pueblo, para que me rinda homenaje en el desierto».

El Faraón respondió:

—¿Quién es el Eterno cuya voz debo escuchar para dejar partir a Israel? No conozco al Eterno, y no dejaré marchar a Israel.

Sin dejarse intimidar por las palabras del rey, el anciano repitió con voz clara, porque el tartamudeo que le afligió en otro tiempo había desaparecido:

—El Dios de los hebreos se nos ha manifestado. Por tanto, queremos ir a una distancia de tres días en el desierto para ofrecer allí sacrificios al Eterno, nuestro Dios, a fin de que no nos castigue con la peste o con la espada.

Aharon confirmó con un gesto la petición de Mosché.

—¿Por qué distraéis al pueblo de sus ocupaciones? —respondió el Faraón—. Id a trabajar. Felizmente para vosotros, hoy me siento de humor clemente, porque habría podido haceros azotar con bastones, cortar la nariz y las orejas, o echaros vivos a los cocodrilos. Dejad que os diga que no hay más dios que Amón-Ra, el ser supremo y primordial, a la vez varón y hembra, su propio padre y su propia madre, de la que es también marido; de él nacen todos los demás dioses que unen el cielo a la tierra, y no son sino formas de esos dos principios constituyentes; los sabios lo conocen, y también los sacerdotes, que han dedicado mucho tiempo a estudiar los misterios en los colegios y en el fondo de los templos consagrados a sus diversas representaciones. Así pues, no recurráis a otro dios de vuestra invención para incitar a los hebreos a la revuelta e impedirles realizar la tarea que les ha sido impuesta. Vuestro pretexto de llevar a cabo un sacrificio es transparente: queréis huir. Retiraos de mi presencia y seguid moldeando la arcilla para mis edificios reales y sacerdotales, para mis pirámides, mis palacios y mis murallas. Marchaos, he dicho.

Mosché, al ver que no podía conmover el corazón del Faraón y que la insistencia excitaría su cólera, se retiró en silencio, seguido por un Aharon consternado.

—He obedecido las órdenes del Eterno —dijo Mosché a su compañero después de cruzar el pilono—, pero el Faraón ha permanecido insensible, como si yo hablara con esos hombres de granito sentados a la puerta de los palacios, o con esos ídolos de cabezas de perro, de mono o de halcón, a los que inciensan los sacerdotes en el fondo de los santuarios. ¿Qué hemos de responder al pueblo cuando nos pregunte por el resultado de nuestra misión?

El Faraón, temeroso por lo que Mosché le había expuesto de que los hebreos tuvieran la intención de sacudirse el yugo, les obligó a trabajar con más dureza todavía, y les negó la paja para mezclarla en sus ladrillos. De modo que los hijos de Israel se dispersaron por todo Egipto para arrancar los rastrojos, y maldijeron a sus opresores, porque se veían hundidos en la desgracia y decían que los consejos de Mosché habían agravado su miseria.

Un día Mosché y Aharon se presentaron de nuevo en el palacio y emplazaron de nuevo al rey a que dejara marchar a los hebreos, para que fueran a ofrecer sacrificios al Eterno en el desierto.

—¿Quién me prueba —respondió el Faraón—, que es en verdad el Eterno quien os envía a mí para decirme esas cosas, y que no sois, como sospecho, viles embusteros?

Aharon arrojó su vara delante del rey, y la madera empezó a retorcerse, a ondular y a cubrirse de escamas, a mover la cabeza y la cola, a erguirse y a lanzar silbidos tremendos.

La vara se había convertido en una serpiente. Hacía resonar sus anillos contra las losas, hinchaba la garganta, lanzaba su lengua bífida, y, haciendo girar sus ojos rojos, parecía elegir la víctima a la que atacar.

Los oeris y los servidores alineados en torno al trono se quedaron inmóviles y mudos de espanto al ver aquel prodigio. Los más valerosos echaron mano a la espada.

Pero el Faraón no se inmutó; una sonrisa desdeñosa asomó a sus labios, y dijo:

—¿Es eso lo que sabéis hacer? Un milagro mediocre, que da un prestigio escaso. Que hagan venir a mis sabios, mis magos y mis hieroglifitas.

Llegaron; eran personajes de un aspecto formidable y misterioso, con la cabeza rasurada, calzados con zapatos de Byblos, vestidos con largas túnicas de lino, llevando en la mano varas grabadas con jeroglíficos. Estaban amarillos y resecos como momias, a fuerza de vigilias, estudios y austeridades; las fatigas de las sucesivas iniciaciones se leían en sus rostros, en los que únicamente parecían vivir los ojos.

Se alinearon delante del trono del Faraón, sin prestar siquiera atención a la serpiente que se retorcía, reptaba y silbaba en el suelo.

—¿Podéis convertir vuestras varas en reptiles, como acaba de hacer Aharon? —dijo el rey.

—¡Oh, rey! —dijo el más anciano del grupo—. ¿Para ese juego de niños nos has hecho venir del fondo de las cámaras secretas donde, bajo techos constelados y a la luz de las lámparas, nos inclinamos sobre papiros indescifrables y nos arrodillamos frente a las estelas con jeroglíficos de sentido misterioso y profundo, para intentar desentrañar los secretos de la naturaleza, calcular la fuerza de los números y acercar nuestras manos temblorosas al borde del velo de la gran Isis? Déjanos volver a nuestros estudios porque la vida es breve, y el sabio apenas tiene tiempo de confiar a otro la palabra que ha captado; deja que volvamos a nuestros trabajos; el primer juglar que encuentres tocando la flauta en las plazas de los mercados bastará para satisfacer tu deseo.

—Ennana, haz lo que te he pedido —dijo el Faraón al jefe de los hieroglifitas y de los magos.

El viejo Ennana se volvió hacia el colegio de sabios que seguían puestos en fila, inmóviles, con su espíritu sumido de nuevo en el abismo de sus meditaciones.

—Tirad al suelo vuestras varas y pronunciad en voz baja la palabra mágica.

Las varas cayeron juntas sobre las losas con un ruido seco, y los sabios recuperaron su postura perpendicular, semejantes a las estatuas adosadas a los pilares de los templos; ni siquiera se dignaron mirar a sus pies para ver si se cumplía el prodigio, tan seguros estaban del poder de su fórmula.

Y entonces se produjo un espectáculo extraño y horrible: las varas se retorcieron como ramas de madera verde en el fuego; sus extremidades se achataron hasta adquirir la forma de cabezas, o se adelgazaron como colas; unas siguieron siendo lisas, otras se escamaron, según la especie de la serpiente. Se agitaban, reptaban, silbaban, se enredaban unas con otras de forma repugnante. Había víboras que llevaban en la frente aplastada la marca característica, cerastes de cuernos amenazadores, hidras verdosas y viscosas, áspides de ganchos móviles, trigonocéfalos amarillos, serpientes de cristal o ciegas, crótalos de hocico corto y piel negruzca, que hacían sonar los huesecillos de su cola; anfisbenas que se movían hacia delante y hacia atrás; boas que abrían su enorme boca capaz de tragarse al buey Apis; serpientes de ojos rodeados por discos parecidos a los de los búhos: todo el suelo de la sala quedó cubierto de ellas.

Tahoser, que compartía el trono del Faraón, levantó sus lindos pies descalzos y los colocó debajo de su cuerpo, pálida de espanto.

—Pues bien —dijo el Faraón a Mosché—, ya ves que la ciencia de mis hieroglifitas iguala o sobrepasa a la tuya: sus varas se han convertido en serpientes como la de Aharon. Inventa otro prodigio, si quieres convencerme.

Mosché extendió el brazo, y la serpiente de Aharon se precipitó hacia los veinticuatro reptiles. La lucha apenas duró; al poco se había tragado aquellas bestias espantosas, creaciones reales o aparentes de los sabios de Egipto; luego recuperó su forma de vara.

El resultado pareció sorprender a Ennana. Inclinó la cabeza, reflexionó y dijo, con el aire de quien cae en la cuenta de algo que le había pasado desapercibido:

—Encontraré la palabra y el signo. He interpretado mal el cuarto hieroglifo de la quinta línea perpendicular en la que se encuentra el conjuro de las serpientes… ¡Oh, rey! ¿Nos necesitas aún? Me urge volver al estudio de Hermes Trismegisto, que contiene secretos mucho más importantes que estos trucos de prestidigitación.

El Faraón hizo seña al anciano de que podía retirarse, y el cortejo silencioso regresó de nuevo a las profundidades del palacio.

El rey volvió al gineceo con Tahoser. La hija del sacerdote, asustada y temblorosa aún después de haber presenciado aquellos prodigios, se arrodilló delante de él y le dijo:

—Oh, Faraón, ¿no temes irritar con tu resistencia a ese dios desconocido al que los israelitas quieren ir a ofrecer sacrificios en el desierto, a tres días de distancia? Deja partir a Mosché y sus hebreos para que celebren sus ritos, porque el Eterno, como ellos lo llaman, podría castigar a la tierra de Egipto y hacer que muramos.

—¡Cómo! ¿Esa comedia de las serpientes te asusta? —respondió el Faraón—. ¿No ves que mis sabios han hecho nacer también serpientes con sus varas?

—Sí, pero la de Aharon las ha devorado, y eso es un mal presagio.

—¿Qué importa? ¿No soy el favorito de Fre, el preferido de Amón-Ra? ¿No tengo bajo mis sandalias la efigie de los pueblos vencidos? De un soplo barreré, cuando quiera, a toda esa ralea de hebreos, ¡y veremos si su dios puede protegerlos!

—Ten cuidado, Faraón —dijo Tahoser, que recordaba las palabras de Poeri sobre el poder de Jehová—, no dejes que el orgullo endurezca tu corazón. Ese Mosché y ese Aharon me dan miedo; para que desafíen tu ira, hace falta que se sientan apoyados por un dios muy poderoso.

—Si su dios tuviera tanto poder —dijo el Faraón, como respuesta a los temores expresados por Tahoser—, ¿los dejaría así cautivos, humillados y doblegados como bestias de carga por los trabajos más duros? Olvídate de esos vanos prodigios y vivamos en paz. Más vale que pienses en el amor que siento por ti, y que adviertas que el Faraón posee un poder mayor que el del Eterno, esa quimérica divinidad de los hebreos.

—Sí, tú eres el conquistador de pueblos, el dominador de tronos, y los hombres son ante ti como los granos de arena que levanta el viento del sur; lo sé —contestó Tahoser.

—Y sin embargo, no puedo hacer que me ames —dijo el Faraón con una sonrisa.

—La cabra montés teme al león, la paloma teme al halcón, la pupila teme al sol, y yo todavía no te veo sino a través del terror y del deslumbramiento; a la debilidad humana le cuesta familiarizarse con la majestad real. Un dios siempre asusta a una mortal.

—Me haces sentir pena, Tahoser, por no ser un cualquiera, un oeris, un sacerdote, un agricultor, o menos aún. Pero si bien me es imposible convertir al rey en hombre, puedo en cambio hacer de la mujer una reina, y ceñir con la víbora de oro tu frente encantadora. Así la reina ya no temerá al rey.

—Incluso cuando haces que me siente a tu lado, en el trono, mi pensamiento sigue de rodillas a tus pies. Pero eres tan bueno, a pesar de tu belleza sobrehumana, de tu poder sin límite y de tu resplandor cegador, que tal vez mi corazón se atreverá a latir junto al tuyo.

Así dialogaban el Faraón y Tahoser; la hija del sacerdote no podía olvidar a Poeri, e intentaba ganar tiempo alimentando con vagas esperanzas la pasión del rey. Escapar del palacio, ir al encuentro del joven hebreo, era imposible. Por otra parte, Poeri había aceptado su amor, pero sin compartirlo. Ra’hel, pese a su generosidad, era una rival peligrosa, y además la ternura del Faraón conmovía a la hija del sacerdote; habría deseado amarlo, y tal vez estaba menos lejos de ello de lo que pensaba.