Cuando Ra’hel despertó, se sorprendió al no encontrar a Tahoser a su lado, y pasó su mirada por la habitación, creyendo que la egipcia se había levantado ya. Acuclillada en un rincón, Thamar, con los brazos cruzados sobre las rodillas y la cabeza apoyada en ellos como en una almohada huesuda, dormía o más bien simulaba dormir: porque, a través de las mechas grises de su pelambrera en desorden, que le llegaban hasta el suelo, se habría podido entrever sus pupilas oscuras como las de un búho, fosforescentes por la alegría maligna de la maldad satisfecha.
—Thamar —llamó Ra’hel—, ¿dónde está Tahoser?
La vieja, como si se hubiera despertado sobresaltada a la voz de su ama, desperezó lentamente sus miembros de araña, se puso en pie, frotó insistentemente sus párpados negros de hollín con el dorso de su mano amarilla, más seca que la de una momia, y dijo con un asombro fingido:
—¿Es que no está aquí?
—No —respondió Ra’hel—, y si no viese en la cama el hueco del lugar que ocupaba al lado del mío, y colgada de ese clavo la ropa que ha dejado, creería que los extraños sucesos de esta noche no han sido más que la ilusión de un sueño.
Aunque sabía perfectamente a qué atenerse respecto de la desaparición de Tahoser, Thamar levantó la punta de una cortina colocada en un ángulo de la habitación, como si la egipcia pudiera estar oculta detrás; abrió la puerta de la choza, y, desde el umbral, exploró minuciosamente los alrededores con la mirada; luego se volvió hacia el interior, e hizo a su ama un signo negativo.
—Es extraño —dijo Ra’hel, pensativa.
—Ama —dijo la vieja, acercándose a la bella israelita con halagos y carantoñas—, ya sabes que esa extranjera no me gustaba.
—A ti nadie te gusta, Thamar —respondió Ra’hel con una sonrisa.
—Excepto tú, ama —dijo la vieja, llevando a sus labios la mano de la joven.
—Oh, ya lo sé, sientes devoción por mí.
—Nunca he tenido hijos, y a veces me figuro que soy tu madre.
—¡Mi buena Thamar! —dijo Ra’hel, enternecida.
—¿No tenía yo razón al encontrar extraña su aparición? —continuó Thamar—. Su desaparición lo confirma. Decía ser Tahoser, hija de Petamunop; pero no era más que un demonio que había tomado prestada esa forma para seducir y tentar a un hijo de Israel. ¿Viste cómo se quedó confusa cuando Poeri habló contra los ídolos de piedra, de madera y de metal? Y le costó mucho pronunciar aquellas palabras: «Intentaré creer en tu Dios». Se diría que la palabra le quemaba en los labios como una brasa.
—Sus lágrimas, que caían sobre mi corazón, eran lágrimas verdaderas, lágrimas de mujer —dijo Ra’hel.
—Los cocodrilos lloran cuando quieren, y las hienas ríen para atraer a sus presas —continuó la vieja—; los malos espíritus que rondan de noche entre las piedras y las ruinas conocen muchas tretas, y saben representar cualquier papel.
—Así pues, ¿tú crees que la pobre Tahoser no era más que un fantasma enviado por el infierno?
—Desde luego que sí —respondió Thamar—. ¿Es verosímil que la hija del gran sacerdote Petamunop se haya prendado de Poeri y lo haya preferido al Faraón, del que se dice que está enamorado de ella?
A Ra’hel, que no ponía a nadie en el mundo por encima de Poeri, la cosa no le parecía tan imposible.
—Si lo amaba tanto como decía, ¿por qué se ha marchado cuando, con tu consentimiento, la había admitido como segunda esposa? Ha sido la condición de renunciar a los falsos dioses y adorar a Jehová lo que ha puesto en fuga a ese diablo disfrazado.
—En todo caso —dijo Ra’hel—, era un demonio con una voz muy dulce y unos ojos muy tiernos.
En el fondo, tal vez a Ra’hel no le desagradaba demasiado la desaparición de Tahoser. Así conservaba entero el corazón del que se había mostrado dispuesta a ceder la mitad, y también la gloria del sacrificio.
Con el pretexto de buscar provisiones, Thamar salió y se dirigió al palacio del rey, cuyas promesas no había olvidado en su codicia; se había provisto de un gran saco de tela gris para llenarlo de oro.
Cuando se presentó en la puerta del palacio, los soldados ya no le pegaron como la primera vez; había adquirido crédito ante ellos, y el oeris de guardia la hizo entrar de inmediato. Timoft la condujo hasta el Faraón.
Cuando vio a la vieja inmunda que se arrastraba hacia su trono como un insecto medio aplastado, el rey recordó su promesa y dio la orden de abrir para la judía una de las cámaras de granito y dejarla coger todo el oro que pudiera llevarse.
Timoft, que tenía la confianza del Faraón y conocía el secreto de la cerradura, abrió la puerta de piedra.
Un rayo de sol arrancó un reflejo del inmenso montón de oro; pero el resplandor del metal no fue más brillante que la mirada de la vieja; sus pupilas adquirieron un extraño reflejo amarillo. Después de unos minutos de contemplación extática, se arremangó la túnica recosida, mostrando unos brazos de músculos tensos como cuerdas y surcados por innumerables arrugas; abrió y volvió a cerrar luego sus dedos engarfiados, parecidos a las garras de un ave de rapiña, y se lanzó sobre el montón de siclos de oro con una codicia huraña y bestial.
Hundida en el oro hasta los hombros, lo removía, lo agitaba, lo hacía saltar; sus labios temblaban, sus narices se dilataban, y por su espina dorsal convulsa corrían estremecimientos nerviosos. Ebria, enloquecida, sacudida por temblores y risas espasmódicas, arrojaba a puñados el oro en su saco y gritaba: «¡Más!, ¡más!, ¡más!», hasta dejarlo repleto hasta la boca. Timoft, divertido por el espectáculo, la dejaba hacer, porque no creía que aquel espectro descarnado pudiera levantar un peso tan enorme; pero Thamar ató con un cordel su saco y, para gran sorpresa del egipcio, se lo cargó a la espalda. La avaricia prestaba a aquel esqueleto andante fuerzas desconocidas: todos los músculos, todos los nervios, todas las fibras de los brazos, del cuello, de los hombros, tensos hasta el límite, sostenían una masa de metal que habría postrado al portador más robusto de la raza nahasi; con la frente inclinada como la de un buey cuando la reja del arado ha tropezado con una piedra, Thamar, sostenida por unas piernas vacilantes, salió del palacio tropezando con los muros, caminando casi a cuatro patas, porque a menudo tenía que apoyar las manos en el suelo para evitar que el peso la aplastara; pero finalmente salió, y la carga de oro le pertenecía legítimamente.
Jadeante, agotada, cubierta de sudor, con la espalda dolorida y los dedos ensangrentados, se sentó a la puerta del palacio sobre su bienaventurado saco, y nunca un asiento le había parecido más blando.
Al cabo de algún tiempo vio a dos israelitas que acababan de transportar algún bulto y llevaban unas parihuelas; les llamó y les prometió una buena recompensa por cargar el saco y seguirla.
Los dos israelitas, precedidos por Thamar, cruzaron las calles de Tebas, llegaron a los desmontes salpicados por chozas de barro, y depositaron el saco en una de ellas.
Thamar les dio, aunque a regañadientes, la recompensa prometida.
Mientras tanto, Tahoser había sido instalada en un espléndido apartamento real, tan bello como el del Faraón. Elegantes columnas con capiteles lotiformes sostenían el techo estrellado, enmarcado por una cornisa de palmas azules pintadas sobre un barniz de oro; unos paneles de un suave color lila, con filetes verdes rematados en capullos florales, se extendían simétricos por los muros. Una estera fina cubría las losas, y el mobiliario se componía de banquetas con incrustaciones de placas metálicas alternadas con esmaltes, y forradas con telas que mostraban unos círculos rojos sobre fondo negro; sillones con patas de león, capaces para dos personas y cuyos cojines desbordaban el respaldo; taburetes formados por cuellos de cisne enlazados, pilas de almohadones de cuero púrpura rellenos con plumón de cardo, mesas de maderas preciosas sostenidas por estatuas de cautivos asiáticos.
Sobre unas repisas ricamente esculpidas reposaban enormes jarrones y grandes copas de oro, de un precio inestimable, más aún por la labra que por la materia de que estaban hechas. Uno de los jarrones, de base adelgazada, estaba sostenido por dos cabezas de caballos con capuchones y enjaezados. Dos tallos de loto que caían formando una graciosa curva sobre dos rosetas formaban las asas; sobre la tapa campaban dos cabras montesas, con sus orejas y sus largos cuernos, y en el vientre del recipiente corrían unas gacelas perseguidas entre plantas de papiros.
Otro, no menos curioso, tenía por tapa una cabeza monstruosa de Tifón, tocado con palmas entrelazadas y haciendo muecas entre dos víboras; los flancos estaban adornados con un dibujo de hojas y figuras denticuladas.
Una de las copas, sostenida en el aire por dos personajes mitrados vestidos con ropajes de amplios festones que con una mano sostenían el asa y con la otra el pie, asombraba por sus dimensiones y por el valor y el acabado de su decoración.
Otra, más sencilla y tal vez de formas más puras, se ensanchaba en una curva graciosa; y unos chacales que colocaban las patas delanteras en el borde, como si se dispusieran a beber, formaban las asas con sus cuerpos esbeltos y ágiles.
Espejos de metal rodeados de figuras deformes, como para dar a la belleza que se miraba en ellos el placer del contraste, arcas de madera de cedro o de sicomoro decoradas y pintadas, cofres de cerámica esmaltada, frascos de alabastro, de ónice y de vidrio, cajas con sustancias aromáticas, testimoniaban la magnificencia que desplegaba el Faraón con Tahoser.
Con los objetos preciosos que contenía aquella habitación, habría podido pagarse el rescate de un reino.
Sentada en un sillón de marfil, Tahoser miraba las telas y las joyas que le mostraban unas muchachas desnudas que desplegaban ante ella las riquezas contenidas en unos cofres.
Tahoser salía del baño, y los aceites aromáticos con que la habían frotado aligeraban aún más la pulpa fina y jugosa de su piel. Su carne adquiría transparencias de ágata, y la luz parecía atravesarla; su belleza era sobrehumana, y cuando fijó en el metal bruñido del espejo sus ojos realzados por el antimonio, no pudo dejar de sonreír a su imagen.
Una amplia túnica de gasa envolvía su hermoso cuerpo sin ocultarlo, y por todo adorno llevaba un collar compuesto por corazones de lapislázuli rematados en cruces y colgados de un hilo de perlas de oro.
El Faraón apareció en el umbral de la sala; una víbora de oro ceñía su espesa cabellera, y un calasiris, cuyos pliegues se agrupaban en la parte delantera, envolvía su cuerpo de la cintura a las rodillas. Un único collar rodeaba su cuello de músculos invictos.
Al ver al rey, Tahoser quiso levantarse de su asiento y prosternarse; pero el Faraón fue hasta ella, la incorporó y le hizo sentarse.
—No te humilles así, Tahoser —le dijo con voz cariñosa—; quiero que seas mi igual; me aburre sentirme solo en el universo; aunque sea todopoderoso y te tenga en mi posesión, esperaré a que me ames como si no fuera más que un hombre. Descarta todo temor; sé una mujer con sus voluntades, sus simpatías, sus antipatías, sus caprichos; nunca he conocido a ninguna; pero si tu corazón te habla por fin de mí, para que yo lo sepa tiéndeme, cuando entre en tu habitación, la flor de loto de tu peinado.
A pesar de que él intentó impedirlo, Tahoser se precipitó a las rodillas del Faraón y dejó caer una lágrima sobre sus pies descalzos.
«¿Por qué mi alma es de Poeri?», se decía mientras volvía a ocupar su asiento de marfil.
Timoft entró en la estancia, con una mano puesta en el suelo y la otra sobre su cabeza:
—Rey —dijo—, un personaje misterioso solicita hablar contigo. Su barba inmensa desciende hasta su vientre; su frente despejada se abulta formando dos cuernos relucientes, y sus ojos brillan como llamas. Un poder desconocido le precede, porque todos los guardianes se apartan y todas las puertas se abren a su paso. Lo que él dice ha de hacerse, y por esa razón he venido a ti interrumpiendo tus placeres, aunque la muerte haya de castigar mi audacia.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó el rey. Y Timoft respondió:
—Mosché.