13

La corriente de aire fresco producida por la veloz carrera del carro devolvió muy pronto a Tahoser a la vida. Casi aplastada contra el pecho del Faraón por dos brazos de granito, su corazón apenas tenía espacio para latir, y los duros collares de esmaltes se clavaban en su garganta jadeante. Los caballos, dirigidos por el rey mediante movimientos del cuerpo a uno y otro lado, se precipitaban con furia; las ruedas giraban como remolinos, las placas de bronce resonaban, los ejes echaban humo. Tahoser, espantada, veía volar, a izquierda y derecha, formas confusas de construcciones, masas de árboles, palacios, templos, pilonos, obeliscos, colosos, que la noche convertía en seres fantásticos y terribles. ¿Qué pensamientos cruzaron por su mente durante aquella carrera desenfrenada? No más ideas que las de la paloma palpitante en las garras del halcón que se la lleva a su nido; un terror mudo la sobrecogía, helaba su sangre, suspendía sus facultades. Sus miembros flotaban inertes, su voluntad se había aflojado igual que sus músculos, y de no haberla sostenido los brazos del Faraón, se habría deslizado hasta quedar en el fondo del carro plegada como una tela que se deja caer. Por dos veces creyó sentir en su mejilla un soplo ardiente y dos labios de fuego, y no intentó apartar la cabeza; el espanto había matado en ella al pudor. Un choque violento del carro contra una piedra despertó un oscuro instinto de conservación y la hizo crispar las manos sobre el hombro del rey y apretarse contra él; luego se abandonó de nuevo y dejó que todo su peso, bien ligero, reposara en aquel círculo de carne que la martirizaba.

El carro avanzó por un dromos de esfinges, al final del cual se elevaba un gigantesco pilono coronado por una cornisa en la que el globo emblemático desplegaba sus alas; la noche, ya menos cerrada, permitió a la hija del sacerdote reconocer el palacio del rey. Entonces la desesperación se apoderó de ella; se debatió, intentó librarse de los brazos que la enlazaban, apoyó sus manos frágiles en el duro pecho del Faraón, presionando con los brazos e inclinándose sobre el reborde del carro. Esfuerzo inútil, lucha sin sentido; con una sonrisa, su raptor volvía a apretarla contra su pecho con una fuerza tranquila e irresistible, como si quisiera incrustarla allí; rompió a gritar, y un beso le tapó la boca.

Los caballos llegaron en tres o cuatro saltos frente al pilono, que cruzaron al galope, felices de volver al establo, y el carro rodó por el interior de un patio inmenso.

Acudieron los servidores y se precipitaron hacia las cabezas de los caballos, cuyos bocados blanqueaban de espuma.

Tahoser paseó a su alrededor miradas asustadas; los altos muros de ladrillo formaban un vasto recinto en el que se alzaban, a levante un palacio, y a poniente un templo, entre dos amplios estanques, morada de los cocodrilos sagrados. Los primeros rayos del sol, cuyo disco asomaba ya detrás de la cordillera Arábiga, bañaban de una claridad rosada la parte superior de las construcciones, mientras el resto permanecía aún en una sombra azulada. No había la menor esperanza de huida; la arquitectura, aunque no había en ella nada siniestro, tenía el carácter de una fuerza ineluctable, de una voluntad sin réplica, de una persistencia eterna; solamente un cataclismo cósmico habría podido abrir una grieta en aquellas gruesas murallas, en aquel amontonamiento de duro granito. Para hacer caer los pilonos formados de pedazos de montaña, sería preciso que el planeta temblara sobre su base; un incendio sólo habría conseguido lamer con su lengua aquellos bloques indestructibles.

La pobre Tahoser no tenía a su disposición esos violentos cataclismos, y se vio obligada a dejarse llevar como un niño por el Faraón, que se había apeado de un salto de su carro.

Cuatro altas columnas con capiteles de palmas formaban los propileos del palacio en el que penetró el rey, siempre apretando contra su pecho a la hija de Petamunop. Después de cruzar la puerta, dejó delicadamente su carga en el suelo, y al ver que Tahoser se tambaleaba, le dijo:

—Tranquilízate; tú reinas en el Faraón, y el Faraón reina en el mundo.

Fueron las primeras palabras que le dirigió.

Si el amor dependiera de la razón, no cabe duda de que Tahoser habría preferido el Faraón a Poeri. El rey estaba dotado de una belleza sobrehumana: sus rasgos grandes, puros y regulares, parecían tallados por el cincel, y no se advertía en ellos la menor imperfección. La costumbre del poder había puesto en sus ojos esa luz penetrante que permite reconocer entre todos a las divinidades y a los reyes. Sus labios, que con una sola palabra podían cambiar la faz del mundo y decidir el destino de los pueblos, eran de un rojo púrpura como la sangre fresca en la hoja de una espada, y, cuando sonreía, tenían la gracia de las cosas terribles a la que nadie puede resistirse. Su alta estatura, bien proporcionada, mostraba la nobleza de líneas que admiramos en las estatuas de los templos; y cuando aparecía solemne y radiante, cubierto de oro, esmaltes y piedras preciosas, en medio del vapor azulado de los amschirs, no parecía formar parte de esa raza débil que, generación tras generación, cae como las hojas de los árboles y va a tenderse, bañada en betún, en las tenebrosas profundidades de los corredores sepulcrales.

¿Qué era al lado de ese semidiós el mezquino Poeri? Y sin embargo, Tahoser lo amaba. Desde hace mucho tiempo, los sabios han renunciado a explicar el corazón de las mujeres; dominan la astronomía, la astrología, la aritmética; conocen el tema natal del universo y son capaces de precisar el domicilio de los planetas en el momento mismo de la creación del mundo. Están seguros de que entonces la Luna estaba en el signo de Cáncer, el Sol en el León, Mercurio en la Virgen, Venus en la Balanza, Marte en el Escorpión, Júpiter en Sagitario y Saturno en Capricornio; trazan sobre el papiro o en el granito el curso del océano celeste que va de oriente a occidente, han contado las estrellas sembradas en el manto azul de la diosa Neith, y hacen viajar el Sol al hemisferio superior y al hemisferio inferior, con las doce baris diurnas y las doce nocturnas, bajo la guía del piloto hieracocéfalo y de Neb-Wa, la Dama de la barca; saben que en la segunda mitad del mes de Tobi, Orión influye en la oreja derecha y Sirio en el corazón; pero ignoran completamente por qué una mujer prefiere a un hombre en lugar de a otro, a un miserable israelita en lugar de a un faraón ilustre.

Después de atravesar varias salas con Tahoser, a la que llevaba de la mano, el rey tomó asiento en un sillón en forma de trono, en una estancia espléndidamente decorada.

En el techo azul brillaban estrellas de oro, y adosadas contra los pilares que sostenían la cornisa se erguían estatuas de reyes tocados con el pschent, con las piernas embebidas en el bloque de piedra y los brazos cruzados sobre el pecho; y cuyos ojos, subrayados por líneas negras, miraban al frente con una intensidad aterradora.

Entre un pilar y otro ardía una lámpara colocada sobre una repisa, y los paneles de los muros representaban una especie de desfile etnográfico. Aparecían allí representadas con sus fisonomías características y sus atuendos particulares las naciones de las cuatro partes del mundo.

A la cabeza de aquel desfile conducido por Horus, el pastor de pueblos, marchaba el hombre por excelencia, el egipcio, el rot-en-ne-rome de rasgos suaves, nariz ligeramente aquilina, cabellera trenzada, piel de un rojo cobrizo que resaltaba contra el faldellín blanco. Detrás venía el negro o nahasi, de piel oscura, labios hinchados, pómulos salientes, cabellos crespos; luego el asiático o namu, con un color de piel amarillento, nariz marcadamente aquilina, barba negra espesa terminada en punta, vestido con una túnica de muchos colores y reborde adornado con flecos; y finalmente el europeo o tamhu, el más salvaje de todos, diferente de los demás por su tez blanca, sus ojos azules, su barba y cabellera rojas, vestido con una piel de buey sin preparar echada sobre los hombros, y con los brazos y las piernas tatuados.

En los restantes paneles se representaban escenas de guerra y de victoria, con inscripciones jeroglíficas que explicaban el sentido de cada una de ellas.

En medio de la estancia, sobre una mesa sostenida por cautivos atados por los codos, esculpidos con tanta habilidad que parecían vivir y sufrir, se desplegaba un enorme ramo de flores cuyas suaves emanaciones perfumaban el ambiente.

Así, en aquella sala magnífica que rodeaban las efigies de sus abuelos, todo hablaba y entonaba las alabanzas de la gloria del Faraón. Las naciones del mundo marchaban detrás de Egipto y reconocían su supremacía, y él mandaba en Egipto; sin embargo, la hija de Petamunop, lejos de sentirse fascinada por tanto esplendor, pensaba en el pabellón campestre de Poeri, y sobre todo en la miserable choza de barro y paja del barrio de los hebreos, donde había dejado a Ra’hel dormida, Ra’hel, ahora la única y feliz esposa del joven hebreo.

El Faraón sujetaba por la punta de los dedos a Tahoser, de pie ante él, y clavaba en ella sus ojos de halcón, cuyos párpados jamás se movían; la joven llevaba por todo vestido la manta con la que Ra’hel había reemplazado su túnica mojada durante la travesía del Nilo, pero su belleza no disminuía en un ápice por ello; estaba allí, semidesnuda, reteniendo con una mano la burda tela que se le deslizaba, y toda la parte superior de su cuerpo encantador resplandecía en su dorada blancura. Cuando iba vestida de gala, alguien podría lamentar el lugar que ocupaban sus collares, pectorales, brazaletes y cinturones de oro o de piedras de colores; pero al verla así, privada de todo ornato, la admiración quedaba enteramente saciada, o mejor dicho, se exaltaba.

Cierto que en el gineceo del Faraón habían entrado muchas mujeres sumamente hermosas; pero ninguna podía compararse con Tahoser, y las pupilas del rey despedían llamas tan vivas que ella se vio obligada a bajar la mirada por no poder resistir su brillo.

En su corazón, Tahoser se sentía orgullosa por haber excitado el amor del Faraón: porque ¿qué mujer, por perfecta que sea, carece de vanidad? Y sin embargo, habría preferido seguir al desierto al joven hebreo. El rey la asustaba, se sentía deslumbrada por el esplendor de su presencia, y las piernas se negaban a sostenerla. El Faraón, que se dio cuenta de su apuro, la hizo sentar a sus pies sobre un almohadón rojo bordado y adornado con borlas.

—Oh, Tahoser —dijo, besando sus cabellos—, te amo. Cuando te vi desde lo alto de mi litera, que conducían en triunfo los oeris por encima de las cabezas de los hombres, en mi alma se introdujo un sentimiento desconocido. Por una vez, porque mis servidores se anticipan siempre a todos mis deseos, yo he deseado algo; he comprendido que no lo poseía todo, que hasta entonces había vivido solitario en mi omnipotencia, en el fondo de mis palacios gigantescos, rodeado de sombras sonrientes que decían ser mujeres y que no producían en mí más impresión que las figuras pintadas de los frescos. Escuchaba a lo lejos gemir y lamentarse vagamente a las naciones en cuya cabeza yo me limpiaba el polvo de las sandalias o a las que arrastraba por la cabellera, como me representan los bajorrelieves simbólicos de los pilonos, y, en mi pecho frío y duro como el de un dios de basalto, no oía los latidos de mi corazón. Me parecía que no había sobre la tierra un ser semejante a mí y capaz de conmoverme; en vano traía de mis expediciones a las naciones extranjeras vírgenes escogidas y mujeres célebres en su patria por su belleza: las arrojaba lejos, como flores, después de haber aspirado su aroma un instante. Ninguna me inspiraba la idea de volver a verla. Cuando estaban en mi presencia, apenas les dirigía una mirada; ausentes, las olvidaba de inmediato. Twea, Tdia, Amensé, Hont-Reche, que he guardado a mi lado por pereza de buscar otras que al día siguiente me habrían sido tan indiferentes como ellas, nunca han sido entre mis brazos sino vanos fantasmas, formas perfumadas y graciosas, seres de otra raza a los que mi naturaleza no podía asociarse, como el leopardo no puede asociarse a la gacela, o el habitante del aire al habitante de las aguas; y pensaba que, colocado por los dioses al margen y por encima de los mortales, yo no debía compartir ni sus dolores ni sus alegrías. Un inmenso aburrimiento, parecido al que sin duda experimentan las momias que, envueltas en vendas, esperan en sus ataúdes, al fondo de los hipogeos, que su alma cumpla el ciclo completo de las migraciones, se había apoderado de mí en mi trono, en el que solía quedarme quieto, las manos sobre las rodillas como un coloso de granito, soñando con lo imposible, lo infinito, lo eterno. Muchas veces he pensado en levantar el velo de Isis, corriendo el riesgo de caer fulminado a los pies de la diosa. «Tal vez —me decía a mí mismo—, esa figura misteriosa es la de mis sueños, la que debe inspirarme el amor. Si la tierra me niega la felicidad, tomaré el cielo por asalto…». Pero entonces te vi, y experimenté un sentimiento extraño y nuevo; comprendí que existía fuera de mí mismo un ser necesario, imperioso, fatal, del que no podría prescindir, y que tenía el poder de hacerme infeliz. Yo era un rey, casi un dios, ¡oh, Tahoser!, y tú has hecho de mí un hombre.

Tal vez jamás había pronunciado el Faraón un discurso tan largo. Habitualmente le bastaban una palabra, un gesto, un guiño para manifestar su voluntad, interpretada de inmediato por mil miradas atentas e inquietas. La realización seguía a su pensamiento como el trueno al relámpago. Por Tahoser, parecía haber renunciado a su majestad granítica; hablaba y se explicaba como un mortal.

Tahoser se sentía presa de una singular confusión. Era sensible al honor de haber inspirado amor al preferido de Fre, al favorito de Amón-Ra, al conquistador de pueblos, al ser temible, solemne y soberbio hacia el que apenas se atrevía a alzar la mirada; pero no sentía por él la menor simpatía, y la idea de pertenecerle le inspiraba espanto y repulsión. El Faraón había arrebatado su cuerpo, pero ella no podía darle su alma, que había permanecido junto a Poeri y Ra’hel. Como el rey parecía esperar una respuesta, dijo:

—¿Cómo es posible, oh rey, que entre todas las hijas de Egipto, tu mirada me haya distinguido a mí, a quien tantas otras sobrepasan en belleza, en talento y en dones de todas clases? ¿Cómo, en medio de racimos de lotos blancos, azules y rosas, de corola abierta y perfume suave, has ido a elegir al humilde tallo de hierba sin el menor mérito?

—Lo ignoro; pero has de saber que tú sola existes en el mundo para mí, y que haré que las hijas de los reyes te sirvan.

—¿Y si yo no te amara? —dijo con timidez Tahoser.

—¿Qué me importa, si te amo yo? —respondió el Faraón—. ¿Es que las mujeres más bellas del universo no se han tendido atravesadas en mi umbral, llorando y gimiendo, arañándose las mejillas, golpeándose el seno, arrancándose los cabellos, y no han muerto implorando una mirada de amor sin conseguirla? La pasión de otra no ha hecho palpitar nunca el corazón de bronce que esconde este pecho de mármol; resiste, ódiame, eso aumentará tu atractivo; por primera vez mi corazón encontrará un obstáculo, y yo sabré superarlo.

—¿Y si amara a otro? —continuó Tahoser, envalentonada.

Ante esa posibilidad, las pupilas del Faraón se contrajeron; mordió con violencia su labio inferior, en el que sus dientes dejaron marcas blancas, y apretó hasta hacerle daño los dedos de la joven, que seguía teniendo en su mano; luego se calmó, y dijo con una voz lenta y profunda:

—Cuando hayas vivido en este palacio, en medio de estos esplendores, rodeada por la atmósfera de mi amor, lo olvidarás todo, como olvida quien consume el nepentes. Tu vida pasada te parecerá un sueño; tus sentimientos anteriores se evaporarán como el incienso en el carbón del amschir; la mujer amada por un rey no se acuerda más de los hombres. Ve, pasea de un lado a otro, acostúmbrate a las magnificencias faraónicas, echa mano a mis tesoros, haz correr el oro a chorros, amontona las pedrerías, ordena, haz, deshaz, derriba, construye, sé mi amante, mi esposa y mi reina. Te doy a Egipto con sus sacerdotes, sus ejércitos, sus labradores, su pueblo innumerable, sus palacios, sus templos, sus ciudades; rómpelo como si fuese un pedazo de gasa, y conquistaré para ti otros reinos mayores, más bellos, más ricos. Si el mundo no te basta, conquistaré los planetas y destronaré a los dioses. Tú eres la que amo. Tahoser, la hija de Petamunop, ya no existe.