12

El anciano se retiró con un paso lento y solemne, dejando como un rastro de luz tras él. Tahoser, sorprendida al sentirse abandonada de súbito por su enfermedad, paseaba sus miradas por la habitación, y muy pronto, envolviéndose en la manta con la que la había tapado la joven israelita, bajó los pies al suelo y se sentó en el borde de su cama. La fatiga y la fiebre habían desaparecido por completo. Estaba despejada como después de un largo reposo, y su belleza resplandecía en toda su pureza. Apartó con sus manitas las masas trenzadas de su peinado detrás de las orejas, y dejó así al descubierto su rostro iluminado por el amor, como si deseara que Poeri leyera en él. Pero, al ver que permanecía inmóvil junto a Ra’hel, sin responder con una señal o una mirada, se puso en pie despacio, avanzó hacia la joven israelita y le echó desconsolada los brazos al cuello.

Así se quedó, con la cabeza oculta en el seno de Ra’hel, humedeciendo en silencio su pecho con lágrimas tibias.

A veces, un sollozo que no podía reprimir la hacía estremecerse convulsivamente sobre el corazón de su rival; aquel abandono total, aquella desolación sincera conmovieron a Ra’hel. Tahoser se confesaba vencida, e imploraba su piedad por medio de una súplica muda, que apelaba a su generosidad femenina.

Ra’hel, emocionada, la abrazó y le dijo:

—Seca tus lágrimas y no te desesperes de ese modo. Amas a Poeri; ¡pues bien, ámalo! Yo no sentiré celos. Yakub, un patriarca de nuestra raza, tuvo dos mujeres: una se llamaba Ra’hel como yo, y la otra Lía; Yakub prefirió a Ra’hel, y sin embargo Lía, que no tenía tu belleza, vivió feliz a su lado.

Tahoser se arrodilló a los pies de Ra’hel y le besó la mano; Ra’hel la hizo incorporarse y le rodeó amistosamente el cuerpo con uno de sus brazos.

Las dos mujeres formaban un grupo encantador, que resumía la belleza de sus dos razas. Tahoser, elegante, graciosa y delgada como una niña; Ra’hel, fuerte y majestuosa en su precoz madurez.

—Tahoser —dijo Poeri—, porque creo que ése es tu nombre, Tahoser, hija del gran sacerdote Petamunop…

La muchacha hizo un signo de asentimiento.

—¿Cómo es posible que vivas en Tebas en un rico palacio, rodeada de esclavos y deseada por los egipcios mejor parecidos, y que hayas elegido, para amarlo, a un extranjero que no comparte tus creencias, y del que te separa una distancia tan grande?

Ra’hel y Tahoser sonrieron, y la hija del gran sacerdote respondió:

—Precisamente por eso.

—Aunque el Faraón me protege como intendente de la granja, y estoy autorizado a llevar cuernos dorados en las fiestas de la agricultura, no puedo elevarme a tu altura; a los ojos de los egipcios no soy más que un esclavo, y tú perteneces a la casta sacerdotal, la más alta, la más respetada. Si me amas, y no puedo dudar de ello, tendrás que apearte de tu rango…

—¿No me había convertido ya en tu sirvienta? Hora no había guardado nada de Tahoser, ni siquiera los collares de esmaltes y los calasiris de gasa transparente; por eso me encontraste fea.

—Tendrás que renunciar a tu país y seguirme hasta regiones desconocidas cruzando el desierto, donde el sol quema, sopla un viento de fuego, las arenas móviles mezclan y confunden los caminos, donde no crece ni un solo árbol ni brota ninguna fuente, por valles de extravío y de perdición, sembrados de huesos blanqueados que jalonan el camino.

—Te seguiré —dijo con tranquilidad Tahoser.

—No basta —continuó Poeri—: Tus dioses no son los míos, tus dioses de bronce, de basalto y de granito modelados por la mano del hombre, ídolos monstruosos con cabezas de halcón, de mono, de ibis, de vaca, de chacal, de león, que adoptan máscaras de animales como si se avergonzaran del rostro humano en el que brilla el reflejo de Jehová. Está escrito: «No adorarás ni la piedra, ni la madera ni el metal». Al fondo de esos templos enormes cimentados con la sangre de las razas oprimidas, ríen burlones horribles demonios impuros acuclillados que usurpan las libaciones, las ofrendas y los sacrificios: un solo Dios, infinito, eterno, sin forma, sin color, basta para colmar la inmensidad de los cielos que vosotros pobláis con una multitud de fantasmas. Nuestro Dios nos ha creado, y vosotros en cambio creáis dioses.

Por enamorada que estuviera Tahoser de Poeri, aquellas palabras causaron en ella un efecto extraño, y retrocedió espantada. Como hija de un gran sacerdote, estaba acostumbrada a venerar a los dioses de los que el joven hebreo blasfemaba con tanta audacia; había ofrecido en sus altares ramos de flores de loto y quemado perfumes ante sus imágenes impasibles: con asombro y admiración se había paseado por sus templos iluminados por pinturas brillantes. Había visto a su padre llevar a cabo ritos misteriosos, había seguido a los colegios de sacerdotes cuando portaban la bari simbólica por los propileos enormes y los interminables dromos de esfinges; admirado no sin terror las psicostasias en las que el alma temblorosa comparece ante Osiris armado con el látigo y el pedum, y contemplado con ojos soñadores los murales que representaban las figuras emblemáticas que viajan hacia las regiones occidentales: no podía renunciar así a sus creencias.

Guardó silencio unos minutos, dudando entre la religión y el amor; el amor venció, y ella dijo:

—Me explicarás a tu Dios, y yo intentaré comprenderlo.

—Está bien —dijo Poeri—, serás mi mujer; mientras tanto, quédate aquí, porque el Faraón, sin duda prendado de ti, ha ordenado a sus mensajeros que te busquen. No te descubrirá bajo este humilde techo, y dentro de pocos días nos veremos libres de su poder. Pero la noche avanza, ya es hora de que me vaya.

Poeri se marchó, y las dos mujeres, tendidas lado a lado en el pequeño lecho, se durmieron muy pronto, cogidas de la mano como dos hermanas.

Thamar, que durante la escena anterior se había acurrucado en un rincón de la habitación como un murciélago sujeto a un ángulo por las uñas de sus membranas, murmurando palabras entrecortadas y contrayendo las arrugas de su frente estrecha, estiró sus miembros angulosos, se alzó sobre sus pies e, inclinada sobre el lecho, escuchó la respiración de las dos durmientes. Cuando, por la regularidad de su aliento, se convenció de que dormían profundamente, se dirigió a la puerta, con precauciones infinitas para no hacer el menor ruido.

Una vez fuera, se dirigió con pasos rápidos hacia el Nilo, alejando a puntapiés a los perros que se aferraban con los dientes a los bordes de su túnica, o arrastrándolos varios pasos hasta que soltaban la presa; otras veces les dirigía unas miradas tan fulminantes que retrocedían lanzando aullidos lastimeros y la dejaban pasar.

Muy pronto hubo atravesado las zonas peligrosas y desiertas por las que merodean de noche los cofrades del gremio de los ladrones, y penetró en los barrios ricos de Tebas; tres o cuatro calles, bordeadas por altos edificios que proyectaban sus sombras en grandes ángulos, la llevaron hasta el recinto exterior del palacio, objetivo último de su caminata.

Se trataba de entrar allí, cosa nada fácil a aquellas horas de la noche para una vieja sirvienta israelita con los pies blancos de polvo y vestida con harapos dudosos.

Se presentó en el pilono principal, delante del cual velan agazapadas cincuenta crioesfinges alineadas en doble fila, como monstruos dispuestos a devorar con sus mandíbulas de granito a los imprudentes que intenten pasar por la fuerza.

Los centinelas la detuvieron y la golpearon sin contemplaciones con el mango de sus jabalinas; luego le preguntaron qué quería.

—Quiero ver al Faraón —respondió la vieja, frotándose los lomos.

—Muy bien…, entendido…, ¡la bruja quiere que despertemos al Faraón, favorito de Fre, preferido de Amón-Ra, conquistador de las naciones! —dijeron los soldados, retorciéndose de risa.

—Quiero ver al Faraón inmediatamente —repitió, tozuda, Thamar.

—¡Has elegido bien el momento! El Faraón ha matado a golpes de cetro a tres mensajeros; está en la terraza, inmóvil y siniestro como Tifón, el dios del mal —dijo un soldado, rebajándose a dar una explicación.

La sirvienta de Ra’hel intentó pasar de largo delante de la garita; las jabalinas golpearon su cabeza a compás, como los martillos de una forja.

Empezó a dar gritos, como un quebrantahuesos al que desplumaran. El tumulto hizo que apareciera un oeris, y los soldados dejaron de pegar a Thamar.

—¿Qué quiere esta mujer —dijo el oeris—, y por qué la golpeáis de esa manera?

—¡Quiero ver al Faraón! —gritó Thamar, postrándose delante del oficial.

—Imposible —respondió el oeris—, ni aunque, en lugar de una miserable, fueras uno de los más altos personajes del reino.

—Sé dónde está Tahoser —le susurró la vieja, acentuando cada sílaba.

Al oír esas palabras, el oeris tomó a Thamar de la mano, cruzó con ella el primer pilono y la condujo, a través de la avenida de columnas y la sala hipóstila, hasta el segundo patio, en el que se alza el santuario de granito, precedido por dos columnas con capiteles lotiformes; allí, llamó a Timoft y le entregó a Thamar.

Timoft llevó a la sirvienta a la terraza en la que estaba el Faraón, malhumorado y silencioso.

—Procura mantenerte fuera del alcance de su cetro, cuando le hables —recomendó Timoft a la israelita.

En cuanto distinguió al rey entre las sombras, Thamar se dejó caer de bruces sobre las losas, junto a los cadáveres que no habían sido retirados, y luego, irguiéndose a medias, dijo con una voz firme:

—¡Oh, Faraón! No me des muerte, porque te traigo una buena noticia.

—Habla sin temor —respondió el rey, calmado ya su furor.

—Esa Tahoser, a la que tus soldados han ido a buscar a los cuatro puntos del viento, sé dónde se oculta.

Al oír el nombre de Tahoser, el Faraón se levantó de golpe y dio algunos pasos hacia Thamar, que seguía arrodillada.

—Si dices la verdad, podrás llevarte de mis cámaras de granito todo el oro y objetos preciosos que puedas llevar a cuestas.

—Te la entregaré, puedes estar tranquilo —dijo la vieja con una risa estridente.

¿Qué motivo había impulsado a Thamar a denunciar al Faraón el escondite en el que se refugiaba la hija del sacerdote? Quería impedir una unión que la disgustaba; sentía hacia la raza de Egipto un odio ciego, feroz, irracional, casi bestial, y le agradaba la idea de destrozar el corazón de Tahoser; una vez en manos del Faraón, la rival de Ra’hel no podría escapar; los muros de granito del palacio sabrían guardar su presa.

—¿Dónde está? —dijo el Faraón—. Dime el lugar, quiero verla ahora mismo.

—Majestad, sólo yo puedo llevarte allí; conozco todos los rincones de los barrios inmundos en los que ni el más humilde de tus servidores se atrevería a poner el pie. Tahoser está allí, en una choza de tierra mezclada con paja, en nada distinta de las chozas que la rodean, entre los montones de ladrillos que los hebreos fabrican para ti, fuera del perímetro regular de la ciudad.

—Bien, me fío de ti; Timoft, haz que enganchen un carro.

Timoft desapareció.

Muy pronto se oyó un estrépito de ruedas que giraban sobre las losas del patio, y el pataleo de los animales que los caballerizos enganchaban al yugo.

El Faraón descendió, seguido por Thamar.

Subió al carro, tomó las riendas, y como Thamar dudaba, le dijo: «Vamos, monta». Chasqueó la lengua, y los caballos partieron. Los ecos multiplicaron el ruido de las ruedas, que resonó como un trueno sordo, en medio del silencio nocturno, en las salas amplias y profundas.

Aquella vieja horrible, aferrándose con dedos como garfios al reborde del carro, al lado del Faraón, de estatura colosal y semejante a un dios, constituía un extraño espectáculo que, felizmente, no tenía más testigo que las estrellas que parpadeaban en el cielo azul y negro; así colocada, parecía uno de esos genios malignos de figura monstruosa que acompañan a los infiernos a las almas culpables. Las pasiones aproximan a seres hechos para no encontrarse jamás.

—¿Es por aquí? —dijo el Faraón a la sirvienta, al llegar a la bifurcación de una calle.

—Sí —respondió Thamar, extendiendo su mano seca en la buena dirección.

Los caballos, espoleados por el látigo, se precipitaron hacia delante, y el carro saltó sobre los guijarros con un ruido metálico.

Mientras tanto a Tahoser, que dormía junto a Ra’hel, le inquietaba un extraño sueño.

Le parecía encontrarse en un templo de un tamaño inmenso; enormes columnas de una altura prodigiosa sostenían un techo constelado de estrellas como el cielo; innumerables líneas de jeroglíficos subían y bajaban a lo largo de los muros, entre paneles con pinturas simbólicas de colores luminosos. Todos los dioses de Egipto se habían dado cita en aquel santuario universal, no como efigies de bronce, de basalto o de pórfido, sino como seres vivos. En primera fila estaban sentados los dioses supercelestes, Knefe, Buto, Phta, Pan-Mendes, Hathor, Fre, Isis; tras ellos estaban los doce dioses celestes, seis masculinos: Remfa, Pi-Zeus, Ertosi, Pi-Hermes, Imuthés; y seis femeninos, la Luna, el Éter, el Fuego, el Aire, el Agua y la Tierra. Detrás hormigueaba la multitud indistinta de los trescientos sesenta y cinco Decanos o demonios familiares de cada día. Luego aparecían las divinidades terrestres: el segundo Osiris, Haroeri, Tifón, la segunda Isis, Neftis, Anubis de cabeza de perro, Thot, Busiris, Bubastis, el gran Serapis. Más allá, en la sombra, se adivinaba la presencia de los ídolos de formas animales: bueyes, cocodrilos, ibis, hipopótamos. En el centro del templo, en su sepulcro abierto, yacía el gran sacerdote Petamunop, que, con el rostro libre de vendas, observaba con aire irónico aquella asamblea extraña y monstruosa. Estaba muerto, pero vivía y hablaba, como sucede con frecuencia en los sueños, y decía a su hija:

—Interrógales, y pregúntales si son dioses.

Y Tahoser iba haciéndoles uno a uno la pregunta, y todos respondían: «No somos sino números, leyes, fuerzas, atributos, efluvios y pensamientos de Dios; pero ninguno de nosotros es el Dios verdadero».

Y aparecía Poeri en el umbral del templo y, tomando a Tahoser de la mano, la conducía hacia una luz tan viva que a su lado el sol habría parecido negro, y en cuyo centro relucían, dentro de un triángulo, unas palabras desconocidas.

Mientras, el carro del Faraón volaba a través de los obstáculos, y sus ejes rayaban las paredes en los pasajes estrechos.

—Retén a tus caballos —dijo Thamar al Faraón—; el estruendo de las ruedas en esta soledad y este silencio podría alertar a la fugitiva, y volvería a escapársete.

El Faraón encontró juicioso el consejo y refrenó, a pesar de su impaciencia, la marcha impetuosa de su tiro.

—Es ahí —dijo Thamar—, he dejado abierta la puerta; entra, y yo cuidaré de los caballos.

El rey bajó del carro y, agachando la cabeza, entró en la cabaña.

La lámpara ardía aún, y esparcía una claridad mortecina sobre el grupo de las dos muchachas dormidas.

El Faraón tomó a Tahoser en sus brazos robustos y se dirigió a la puerta de la choza.

Cuando la hija del sacerdote despertó y vio junto a su rostro la faz resplandeciente del Faraón, creyó al principio que se trataba de una fantasmagoría nacida de su sueño; pero el viento nocturno que azotaba su rostro la devolvió muy pronto a la realidad. Loca de terror, quiso gritar, pedir socorro: pero la voz se negó a brotar de su garganta. ¿Quién, por lo demás, se habría enfrentado al Faraón para protegerla?

El rey subió de un salto a su carro, pasó las riendas por su cintura y, estrechando contra su corazón a Tahoser medio muerta, lanzó al galope a sus corceles hacia el palacio del Norte.

Thamar se deslizó como un reptil en la choza, se hizo un ovillo en su rincón de costumbre y contempló con ojos casi tan tiernos como los de una madre a su querida Ra’hel, que seguía durmiendo.