Ra’hel, que desde el umbral de la cabaña miraba alejarse a Poeri, creyó oír un débil suspiro. Escuchó: algunos perros ladraban a la luna, la lechuza emitía su chillido fúnebre, y los cocodrilos murmuraban entre los juncos del río, imitando el llanto de un niño desconsolado. La joven israelita se disponía a volver a entrar cuando un gemido más próximo, que no podía ser atribuido a ninguno de los vagos rumores nocturnos y que sin la menor duda salía de una garganta humana, llegó por segunda vez a sus oídos.
Se acercó con precaución, temiendo alguna emboscada, al lugar del que venía el sonido, y cerca de la pared de la cabaña vio en la sombra azulada y transparente la forma de un cuerpo tendido en el suelo; la tela húmeda moldeaba las formas de la falsa Hora, y sus redondeces revelaban su sexo. Ra’hel, al ver que se trataba tan sólo de una mujer desmayada, olvidó sus temores y se arrodilló a su lado, en busca del aliento de su boca y de los latidos de su corazón. El primero se exhalaba de unos labios pálidos, el otro alzaba apenas un seno frío. Al notar que el agua empapaba el vestido de la desconocida, Ra’hel creyó primero que era sangre, e imaginó que tenía ante ella a la víctima de un crimen, de modo que, para auxiliarla más eficazmente, llamó a Thamar, su sirvienta, y entre las dos introdujeron a Tahoser en la cabaña.
Las dos mujeres la acostaron en el lecho de reposo. Thamar sostuvo en alto la lámpara, mientras Ra’hel, inclinada sobre la joven, buscaba la herida; pero ninguna línea roja aparecía en la piel de un blanco mate de Tahoser, y su túnica no presentaba ninguna mancha purpúrea; la desnudaron de sus vestidos húmedos, y la cubrieron con una manta de lana a rayas cuyo suave calor hizo que muy pronto reanudase su curso la vida en suspenso. Tahoser abrió poco a poco los ojos y paseó en torno una mirada espantada, como una gacela cogida en la trampa.
Necesitó algunos minutos para recuperar el hilo interrumpido de sus ideas. Aún no podía comprender cómo se encontraba en esta habitación, sobre el lecho en el que, hacía unos instantes, había visto a Poeri y la joven israelita sentados juntos con las manos enlazadas, hablándose de amor mientras ella, jadeante, confusa, miraba a través de la grieta de la pared; pero muy pronto volvió la memoria, y con ella la conciencia de la situación en la que se encontraba.
La luz iluminaba de pleno el rostro de Ra’hel, y Tahoser lo estudiaba en silencio, infeliz por encontrarlo tan hermoso. En vano buscó en él un defecto, con todo el rigor de los celos femeninos; se sintió, no vencida, sino igualada; Ra’hel era el ideal israelita como Tahoser era el ideal egipcio. Por duro que fuera para un corazón enamorado, hubo de reconocer que la pasión de Poeri era justa y merecida. Los ojos enmarcados por la curva de las cejas negras, la nariz de un perfil tan noble, la boca roja de sonrisa deslumbrante, el elegante óvalo del rostro, los brazos fuertes junto a los hombros y terminados en unas manos infantiles, la garganta redonda y firme que al volverse dibujaba pliegues más bellos que los collares de piedras preciosas, todo ello, realzado por un atuendo exótico y llamativo, tenía que agradar sin falta.
«He cometido un fallo grave —se decía Tahoser—, al presentarme a Poeri bajo el aspecto humilde de una suplicante, fiándome de unos encantos demasiado alabados por los aduladores. ¡Insensata! He hecho como el soldado que va a la guerra sin coraza ni espada. Si hubiera aparecido ataviada con lujo, cubierta de joyas y esmaltes, erguida sobre mi carro de oro, seguida por mis numerosos esclavos, tal vez habría podido conquistar su vanidad, ya que no su corazón».
—¿Cómo te encuentras ahora? —preguntó Ra’hel a Tahoser en lengua egipcia; porque por la forma del rostro y los cabellos anudados en finas trenzas se había dado cuenta de que la muchacha no pertenecía a la raza israelita.
El tono de su voz era compasivo y suave, y el acento extranjero le daba aún mayor dulzura.
Tahoser se conmovió a su pesar, y respondió:
—Estoy un poco mejor; gracias a tus cuidados, pronto estaré curada.
—No te fatigues hablando —respondió la israelita, al tiempo que colocaba su mano sobre la boca de Tahoser—. Intenta dormir para recuperar las fuerzas. Thamar y yo velaremos tu sueño.
Las emociones, la travesía del Nilo, la larga carrera a través de los barrios perdidos de Tebas, habían dejado exhausta a la hija de Petamunop. Su cuerpo delicado estaba quebrantado, y muy pronto sus largas pestañas se abatieron y formaron un semicírculo negro sobre sus mejillas coloreadas de rojo por la fiebre. Llegó el sueño, pero agitado, inquieto, atravesado por extrañas pesadillas y alucinaciones amenazantes; sobresaltos nerviosos hacían estremecerse a la durmiente, y sus labios entreabiertos dejaban escapar palabras inconexas, que afloraban desde el diálogo interior del sueño.
Sentada a la cabecera del lecho, Ra’hel seguía los movimientos de la fisonomía de Tahoser, inquietándose cuando veía contraerse los rasgos de la enferma en una expresión dolorosa, y tranquilizándose cuando sobrevenía la calma; Thamar, acuclillada frente a su ama, observaba también a la hija del sacerdote; pero su rostro expresaba menos simpatía. En las arrugas de su frente estrecha, ceñida por la ancha cinta del peinado israelita, se leían instintos vulgares; sus ojos, hermosos aún a pesar de la edad, brillaban de curiosidad en sus órbitas enmarcadas por arrugas oscuras; su nariz huesuda, reluciente y curvada como el pico de un gipaeto, parecía olfatear secretos, y sus labios se movían en silencio como si prepararan preguntas.
Aquella desconocida recogida a la puerta de la choza la intrigaba: ¿de dónde venía?, ¿cómo se encontraba allí?, ¿con qué intención?, ¿quién podía ser? Tales eran las preguntas que se hacía Thamar, y para su disgusto, no les encontraba respuestas satisfactorias. Conviene añadir que Thamar, como muchas mujeres ancianas, sentía prevención contra la belleza; y en este sentido, Tahoser la disgustaba. La fiel sirvienta perdonaba únicamente la belleza a su ama, y esa belleza la consideraba como propia, y excitaba su orgullo y sus celos.
Viendo que Ra’hel guardaba silencio, la vieja se levantó, fue a sentarse a su lado y, guiñando unos ojos cuyos párpados pintados con hollín se abrían y se cerraban como las alas de un murciélago, le dijo en voz baja y en lengua hebrea:
—Ama, no presagio nada bueno de esta mujer.
—¿Y por qué, Thamar? —respondió Ra’hel, en el mismo tono y el mismo idioma.
—Es raro —siguió diciendo la desafiante Thamar—, que haya ido a desmayarse en este lugar, y no en otra parte.
—Ha caído en el lugar en el que se ha encontrado mal.
La vieja sacudió la cabeza, con expresión de duda.
—¿Crees acaso que su desmayo no ha sido auténtico? —dijo la bienamada de Poeri—. El parasquista habría podido abrirle el flanco con su piedra afilada, hasta ese punto tenía el aspecto de un cadáver. La mirada perdida, los labios pálidos, las mejillas exangües, los miembros inertes, la piel fría como la de una muerta; no es posible simular todo eso.
—Desde luego que no —insistió Thamar—, aunque hay mujeres lo bastante hábiles para fingir esos síntomas por un motivo cualquiera, y consiguen engañar a los más clarividentes. Pienso que esta muchacha perdió realmente el conocimiento.
—Entonces, ¿qué es lo que sospechas?
—¿Cómo es que se encontraba aquí en medio de la noche, en un barrio alejado, habitado solamente por los pobres cautivos de nuestra tribu, que el malvado Faraón emplea en fabricar ladrillos, sin querer darnos paja para cocer la arcilla moldeada? ¿Qué motivo traía a esa egipcia a rondar nuestras miserables chozas? ¿Por qué estaban empapados sus vestidos como si acabara de salir de una piscina o del río?
—Lo ignoro igual que tú —respondió Ra’hel.
—¿Y si es una espía de nuestros amos? —dijo la vieja, y sus ojos oscuros se iluminaron con un resplandor de odio—. Se preparan grandes cosas, ¿quién sabe si alguien no ha dado la alarma?
—¿Cómo podría perjudicarnos esta muchacha enferma? Está en nuestras manos, débil, sola y doliente; además, a la menor sospecha, podemos retenerla en nuestro poder hasta que llegue el día de la liberación.
—En todo caso, hay que desconfiar; mira qué delicadas y suaves tiene las manos.
Y la vieja Thamar levantó uno de los brazos de Tahoser dormida.
—¿Por qué la suavidad de su piel había de suponer un peligro para nosotros?
—¡Ay, qué imprudente es la juventud! —dijo Thamar—. ¡Juventud loca, que no sabe ver nada, que camina por la vida llena de confianza, sin creer en emboscadas, en las espinas ocultas bajo la hierba, en las brasas cubiertas por la ceniza, y que con gusto acariciaría a la víbora, pensando que es sólo una culebra! Compréndelo, Ra’hel, abre los ojos. Esta mujer no pertenece a la clase de la que simula formar parte; ¡su pulgar no se ha achatado en el hilo del huso! Y esta manita, suavizada por los ungüentos y los aromas, no ha trabajado nunca; su pobreza es un disfraz.
Las palabras de Thamar parecieron impresionar a Ra’hel; examinó a Tahoser con más atención.
La lámpara arrojaba sobre ella una luz temblorosa, y las formas puras de la hija del sacerdote se dibujaban en aquella claridad amarilla en el abandono del sueño. El brazo que había levantado Thamar reposaba aún sobre la manta de lana rayada, más blanco aún en contraste con el tejido oscuro; en la muñeca destacaba el brazalete de madera de sándalo, una muestra tosca de la coquetería de los pobres; pero aunque el adorno estaba mal tallado, en cambio la carne parecía haber sido modelada en el baño perfumado de la riqueza. Ra’hel se dio cuenta entonces de lo bella que era Tahoser; pero el descubrimiento no hizo nacer ningún mal sentimiento en su corazón. Aquella belleza la enterneció, en lugar de irritarla como a Thamar. No pudo creer que detrás de aquella perfección se ocultara un alma abyecta y pérfida, y en ese punto su candidez juvenil mostró mejor juicio que la larga experiencia de su acompañante.
Llegó por fin el día, y la fiebre de Tahoser aumentó; tuvo algunos momentos de delirio, seguidos por una larga somnolencia.
—Si muere en esta casa —dijo Thamar—, nos acusarán de haberla asesinado.
—No morirá —respondió Ra’hel, acercando a los labios de la enferma, ardientes de sed, una copa de agua pura.
—Yo iré por la noche a arrojar el cuerpo al Nilo —insistió la obstinada Thamar—, y los cocodrilos se encargarán de hacerlo desaparecer.
Pasó el día; vino la noche, y a la hora acostumbrada Poeri, después de hacer la señal convenida, apareció como la víspera en el umbral de la choza. Ra’hel salió a recibirle con un dedo en los labios, haciéndole señas de que guardara silencio o hablara en voz baja, porque Tahoser dormía.
Poeri, conducido por la mano de Ra’hel al lecho en el que reposaba Tahoser, reconoció al instante a la falsa Hora, cuya desaparición le preocupaba sobre todo después de la visita de Timoft, que la buscaba en el nombre de su amo.
Un gran asombro se pintaba en su rostro cuando se incorporó, después de haberse inclinado sobre el lecho para asegurarse de que allí yacía realmente la muchacha a la que había acogido, porque no alcanzaba a comprender cómo se encontraba en este lugar.
Aquella sorpresa alcanzó en lo más profundo el corazón de Ra’hel: se colocó frente a Poeri para leer más de cerca la verdad en sus ojos, le puso las manos en los hombros y, mirándolo con fijeza, le dijo con voz seca y cortante, que contrastaba con su suave tono habitual, parecido al arrullo de la tórtola:
—¿La conoces, entonces?
El rostro de Thamar se había contraído en una mueca de satisfacción; estaba orgullosa de su perspicacia, y casi contenta al verificarse en parte sus sospechas acerca de la extraña.
—Sí —respondió Poeri con sencillez.
Los ojos de carbón de la sirvienta relucieron con una curiosidad maligna.
El rostro de Ra’hel recuperó su expresión serena; ya no dudaba de su amante.
Poeri le contó que una joven, que dijo llamarse Hora, se había presentado en su casa suplicante, y él la había acogido como es el deber de todo huésped; que al día siguiente ella no estaba entre las sirvientas, y que no podía explicar cómo se encontraba en este lugar; añadió también que los emisarios del Faraón buscaban por todas partes a Tahoser, la hija del gran sacerdote Petamunop, desaparecida de su palacio.
—Ya ves que yo tenía razón, ama —dijo Thamar en tono triunfal—: Hora y Tahoser son la misma persona.
—Es posible —respondió Poeri—. Pero aquí hay varios misterios que no consigo explicarme: primero, por qué Tahoser (si es ella) se disfrazó de ese modo; y después, por qué prodigio encuentro aquí a la muchacha que dejé ayer por la noche al otro lado del Nilo, y que desde luego no podía saber adónde iba yo.
—Sin duda te siguió —dijo Ra’hel.
—Estoy seguro de que a esa hora no había en el río más barca que la mía.
—Entonces, ésa es la razón por la que sus cabellos chorreaban y su ropa estaba empapada; debió de cruzar el Nilo a nado.
—Es cierto que por un instante me pareció entrever una cabeza humana en la superficie del agua.
—Era ella, pobre niña —dijo Ra’hel—, su desvanecimiento y su fatiga son la prueba; porque, después de tu marcha, la encontré tendida y sin conocimiento fuera de la choza.
—Parece que en efecto las cosas pasaron de ese modo —dijo el joven—. Veo con claridad sus acciones, pero no comprendo el motivo.
—Voy a explicártelo yo —dijo Ra’hel con una sonrisa—, si bien no soy más que una pobre ignorante, y que tu ciencia se compara con la de esos sacerdotes de Egipto que estudian día y noche en santuarios abarrotados de jeroglíficos misteriosos, cuyo sentido profundo son los únicos en penetrar; pero algunas veces los hombres, que tanto se ocupan de la astronomía, la música y los números, no adivinan lo que pasa en el corazón de las muchachas. Ven en el cielo una estrella lejana, y no se dan cuenta de un amor que tienen al lado. Hora, o mejor dicho Tahoser, porque es ella, se disfrazó para entrar en tu casa, para vivir cerca de ti; por celos, se deslizó entre las sombras para seguir tus pasos; cruzó el Nilo a nado, a riesgo de ser devorada por los cocodrilos del río; y al llegar aquí, nos espió por alguna grieta de la pared, y no pudo soportar el espectáculo de nuestra felicidad. Te ama porque eres muy hermoso, muy fuerte y muy cariñoso; pero a mí no me importa, puesto que tú no la amas. ¿Comprendes, ahora?
Un ligero rubor tiñó las mejillas de Poeri; temía que Ra’hel se hubiera irritado y hablara de ese modo para tenderle una trampa; pero la mirada de Ra’hel, luminosa y pura, no revelaba ninguna segunda intención. No estaba enfadada con Tahoser por amar a quien ella misma amaba.
A través de los fantasmas de sus sueños, Tahoser vio a Poeri de pie frente a ella. Un gozo extático se pintó en su rostro, e, incorporándose a medias, tomó la mano del joven y se la llevó a los labios.
—Sus labios queman —dijo Poeri, al retirar la mano.
—De amor, tanto como de fiebre —dijo Ra’hel—; pero está realmente enferma; ¿y si mandamos a Thamar a avisar a Mosché? Sabe más que los sabios y los adivinos del Faraón, cuyos prodigios imita; conoce las virtudes de las plantas y sabe componer brebajes que resucitarían a los muertos; él curará a Tahoser, porque yo no soy tan cruel como para desear que pierda la vida.
Thamar se fue, murmurando, y muy pronto estuvo de regreso acompañada por un anciano de gran estatura, cuyo aspecto majestuoso imponía respeto: una inmensa barba blanca descendía sobre su pecho, y a cada lado de su frente destacaban dos protuberancias considerables, que reflejaban la luz de tal modo que se diría que se trataba de dos cuernos o dos rayos. Bajo sus cejas espesas, sus ojos brillaban como llamaradas. A pesar de su atuendo sencillo, tenía el aspecto de un profeta o de un dios.
Puesto en antecedentes por Poeri, se sentó junto al lecho de Tahoser, y dijo, al tiempo que extendía las manos sobre ella:
—En el nombre de Aquél que todo lo puede, a cuyo lado los demás dioses no son sino ídolos y demonios, y aunque no pertenezcas a la raza elegida del Señor, muchacha, ¡estás curada!