El Faraón, inquieto y furioso por la desaparición de Tahoser, había cedido a la necesidad de cambiar de lugar que agita a los corazones atormentados por una pasión insatisfecha. Para desesperación de Amensé, Hont-Reche y Twea, sus favoritas, que se habían esforzado en retenerle en el pabellón de verano con todos los recursos de su coquetería femenina, se había ido a habitar el palacio del Norte, en la otra orilla del Nilo. En su preocupación huraña, le irritaban la presencia y la charla ociosa de sus mujeres. Todo lo que no era Tahoser le disgustaba; encontraba insulsas ahora las bellezas que antes le parecían encantadoras; sus cuerpos jóvenes, esbeltos, graciosos; sus posturas voluptuosas; sus grandes ojos avivados por el antimonio, en los que brillaba el deseo; sus bocas purpúreas de dientes blancos y sonrisas lánguidas; todo en ellas, incluso los perfumes suaves que se exhalaban de su piel fresca como de un ramillete de flores o de un pomo de perfume, le resultaba odioso, intolerable; parecía echarles la culpa de haberlas amado, y no comprender ahora cómo se había dejado seducir por encantos tan vulgares. Cuando Twea posaba sobre su pecho los dedos ahusados y rosas de su manita temblorosa de emoción, como para hacer renacer el recuerdo de una familiaridad antigua; o bien Hont-Reche colocaba ante él el tablero de ajedrez sostenido por dos leones adosados, con la intención de jugar una partida; o Amensé le ofrecía una flor de loto con una gracia respetuosa y suplicante, apenas podía contenerse para no golpearlas con su cetro, y sus ojos de halcón lanzaban tales rayos de desdén que las pobres mujeres que se habían permitido tales atrevimientos se retiraban confusas, con los párpados húmedos de lágrimas, y se apoyaban silenciosas en el muro pintado, como intentando confundirse en su inmovilidad con las figuras de los frescos.
Para evitar aquellas escenas de llanto y violencia, se había retirado al palacio de Tebas, solo, taciturno y huraño; y allí, en lugar de permanecer sentado en el trono, en la actitud solemne de los dioses y de los reyes que, omnipotentes, no se mueven ni hacen gestos, se paseaba febril por las salas inmensas.
Era un espectáculo extraño ver al Faraón, con su alta estatura y su actitud imponente, formidable como los colosos de granito tallados a imagen suya, hacer resonar las grandes losas con el patín curvo de su calzado.
A su paso, los guardias aterrorizados parecían transmutarse en estatuas; su respiración se detenía, y ni siquiera se veía temblar la doble pluma de avestruz de su tocado. Cuando estaba lejos, apenas se atrevían a decirse entre ellos:
—¿Qué le pasa hoy al Faraón? Si hubiera vuelto vencido de su expedición, no estaría más furioso ni más sombrío.
Si en lugar de haber obtenido diez victorias, matado a veinte mil enemigos, apresado a dos mil doncellas escogidas entre las más hermosas, traído como botín cien cargas de oro en polvo, mil cargas de madera de ébano y colmillos de elefante, sin contar los productos raros y los animales desconocidos; si el Faraón hubiese visto a su ejército despedazado, sus carros de guerra volcados y rotos, y hubiese sido el único superviviente de la derrota bajo una nube de flechas, polvoriento, ensangrentado, tomando las riendas de la mano de su cochero muerto a su lado, sin duda su rostro no habría sido más sombrío y desesperado. Después de todo, la tierra de Egipto es fértil en soldados; innumerables caballos piafan y cocean el suelo en los establos de palacio, y los obreros no tardan nada en curvar la madera, fundir el cobre, afilar el bronce. La fortuna de la guerra es cambiante; ¡un desastre tiene remedio! Pero haber deseado algo que no se ha materializado de inmediato, tropezar con un obstáculo entre su voluntad y la realización de esa voluntad, lanzar como una jabalina un deseo y errar el blanco, ¡eso era lo que irritaba al Faraón en las esferas superiores de su omnipotencia! ¡Por un instante le había venido la idea de que no era más que un hombre!
Por consiguiente, vagaba por los vastos patios, siguiendo los dromos de columnas gigantes, pasando bajo los pilonos desmesurados, entre los obeliscos disparados hacia el cielo y los colosos que le miraban con sus grandes ojos azorados; recorría la sala hipóstila y se perdía por entre el bosque granítico de sus ciento sesenta y dos columnas altas y poderosas como torres. Las figuras de dioses, reyes y seres simbólicos pintadas en los muros parecían observarle con el ojo inscrito de frente en líneas negras en sus rostros de perfil, los uraeus se retorcían e hinchaban sus gargantas, las divinidades ibiocéfalas estiraban el cuello, los globos desprendían de las cornisas sus alas de piedra y las hacían palpitar. Una vida extraña y fantástica animaba aquellas representaciones extravagantes, y poblaba de apariencias de vida la soledad de la sala enorme, grande por sí sola como todo un palacio. Aquellas divinidades, aquellos antepasados, aquellos monstruos quiméricos, en su inmovilidad eterna, se sorprendían al ver al Faraón, de ordinario tan sereno como ellos mismos, ir y venir como si sus miembros fueran de carne, y no de pórfido o de basalto.
Cansado de dar vueltas en aquel monstruoso bosque de columnas que sostenían un cielo de granito, como un león que busca la pista de su presa y olfatea con su morro fruncido las arenas móviles del desierto, el Faraón subió a una de las terrazas del palacio, se tendió en un lecho de campaña e hizo llamar a Timoft.
Apareció Timoft, y desde la escalera se acercó al Faraón prosternándose a cada paso. Temía la cólera del amo cuyo favor había esperado por un breve instante. ¿Bastaría la habilidad que desplegó para descubrir la morada de Tahoser para excusar el crimen de haber perdido la pista de aquella bella muchacha?
Alzando una rodilla y dejando la otra doblada, Timoft tendió sus brazos hacia el rey con un gesto de súplica.
—Oh, rey, no me des la muerte ni me hagas azotar sin piedad; la bella Tahoser, hija de Petamunop, sobre la que tu deseo se ha dignado posarse como el halcón se abate sobre una paloma, será encontrada sin duda, y cuando, de regreso a su morada, vea tus magníficos presentes, su corazón se conmoverá, y por sí misma vendrá a ocupar el lugar que le asignes entre las mujeres que habitan tu gineceo.
—¿Has interrogado a sus sirvientas y a sus esclavos? —dijo el Faraón—. El bastón desata las lenguas más rebeldes, y el sufrimiento obliga a decir lo que se deseaba tener oculto.
—Nofré y Suhem, su acompañante favorita y su servidor más antiguo, me han dicho haber advertido que los cerrojos de la puerta del jardín estaban descorridos, y que probablemente su ama había salido por ese lugar. La puerta da al río, y el agua no conserva la estela de las embarcaciones.
—¿Qué han dicho los barqueros del Nilo?
—No han visto nada: sólo uno de ellos ha declarado que una mujer pobremente vestida cruzó el río con las primeras luces del día. Pero no pudo ser la bella y rica Tahoser, cuya figura has admirado tú mismo, y que camina como una reina envuelta en ropajes espléndidos.
El razonamiento de Timoft no convenció al Faraón; apoyó su mentón en la mano y reflexionó unos minutos. El pobre Timoft aguardaba en silencio, temeroso de alguna explosión de furia. Los labios del rey se movían como si se estuviera hablando a sí mismo. «Ese vestido humilde era un disfraz… Sí, eso es… Con ese disfraz cruzó al otro lado del río… Este Timoft es un imbécil, no tiene la menor penetración. Ganas me dan de arrojarlo a los cocodrilos o de hacer que le den una tanda de bastonazos… Pero ¿por qué motivo? Una doncella de alta cuna, hija de un gran sacerdote, escapar de esa manera de su palacio, sola, sin avisar a nadie de sus intenciones… Puede que haya algún amor detrás de todo este misterio».
Esa idea hizo que el rostro del Faraón se tiñera de púrpura como si reflejara un incendio: toda la sangre le subió del corazón a la faz; después del rubor le sobrevino una palidez espantosa, y sus cejas se retorcieron como las víboras de sus diademas, su boca se contrajo, sus dientes rechinaron y su fisonomía se hizo tan terrible que Timoft, despavorido, se dejó caer de bruces sobre las losas, como cae un hombre muerto.
Pero el Faraón se calmó: su rostro recuperó su aspecto majestuoso, aburrido y plácido; y, al ver que Timoft no se levantaba, lo empujó desdeñoso con el pie.
Cuando Timoft, que se veía ya tendido en el lecho fúnebre de patas de chacal, en el barrio de los Memnonia, con el costado abierto, el vientre vaciado y dispuesto para ser sumergido en un baño de salmuera, se incorporó, no se atrevió a alzar los ojos al rey y permaneció agachado sobre sus talones, presa de una angustia punzante.
—Vamos, Timoft —dijo Su Majestad—, levántate, corre, envía mensajeros a todas partes, haz que registren los templos, los palacios, las casas, las villas, los jardines, incluso las chozas más humildes, y encuentra a Tahoser; envía carros a todos los caminos, haz que las barcas surquen el Nilo en todas direcciones; ve tú mismo, y pregunta a todos los que encuentres si no han visto a una mujer de tales y cuales señas; viola las tumbas, si es que se ha refugiado en el asilo de la muerte, en el fondo de algún corredor mortuorio o de un hipogeo; búscala como Isis buscó a su marido Osiris desgarrado por Tifón, y, muerta o viva, tráemela, o, por el uraeus de mi pschent, por el botón de loto de mi cetro, morirás entre suplicios espantosos.
Timoft salió desolado a cumplir las órdenes del Faraón, que, recuperada su serenidad, tomó una de esas actitudes de grandeza serena que los escultores gustan dar a los colosos sentados a las puertas de los templos y los palacios, y, con la calma que conviene a aquellos cuyas sandalias estampadas con motivos de cautivos atados por los codos reposan sobre la cabeza de los pueblos, esperó.
Un trueno sordo retumbó alrededor del palacio, y, si el cielo no hubiera sido de un azul inmutable de lapislázuli, se habría pensado en una tormenta; era el fragor de los carros lanzados al galope en todas direcciones, al chocar sus ruedas con los guijarros del suelo.
Muy pronto el Faraón pudo ver desde lo alto de su terraza cortar el agua las barcas con el esfuerzo de los remeros, y a los emisarios dispersarse por el campo desde la otra orilla del río.
La cordillera Líbica, con sus luces rosadas y sus sombras de un azul zafiro, cerraba el horizonte y servía de fondo a las gigantescas construcciones de Ramsés, de Amenofis y de Menefta; los pilonos de ángulos inclinados, las murallas de cornisas en voladizo, los colosos con las manos posadas sobre las rodillas se perfilaban, dorados por un rayo de sol, sin que la lejanía disminuyera su grandeza. Pero no eran aquellos orgullosos edificios lo que miraba el Faraón; entre los bosquecillos de palmeras y los campos cultivados, las casas, los quioscos de colores que se alzaban aquí y allá resaltando sobre el verde vivaz de la vegetación, bajo uno de aquellos techos, de una de aquellas terrazas, sin duda se escondía Tahoser, y por medio de una operación mágica habría deseado levantarlos o volverlos transparentes.
Las horas sucedieron a las horas; ya el sol había desaparecido detrás de las montañas, después de lanzar sus postreros rayos sobre Tebas, y los mensajeros no regresaban. El Faraón conservaba su inmovilidad majestuosa. La noche se extendió sobre la ciudad, serena, fresca y azul; las estrellas empezaron a relucir y a hacer parpadear sus largas pestañas de oro en el profundo azul; y en su rincón de la terraza el Faraón silencioso, impasible, recortaba su perfil negro como una estatua de basalto erigida sobre el entablamento. Varias veces las aves nocturnas revolotearon sobre su cabeza con la intención de posarse en ella; pero, espantadas por su respiración lenta y profunda, de inmediato huían batiendo alas.
Desde aquella altura, el rey dominaba la ciudad desplegada a sus pies. De la sombra azulada surgían los obeliscos rematados en pirámides agudas, los pilonos, puertas gigantescas de las que brotaban rayos de luz, las altas cornisas, los colosos cuyas cabezas y hombros emergían del tumulto de construcciones, los propileos, las columnas con sus capiteles desplegados como enormes flores de granito, los ángulos de los templos y de los palacios revelados por un leve toque de luz plateada; los herbarios sagrados se extendían entre reflejos como de metal pulimentado, las esfinges y las crioesfinges alineadas en los dromos alargaban sus patas, alzaban sus grupas, y las techumbres planas se extendían hasta el infinito, blancas bajo la luna, en masas cortadas aquí y allá por los tajos profundos de las plazas y las calles. Unos puntos rojos salpicaban aquella oscuridad azul, como si las estrellas hubieran dejado caer chispas de luz sobre la tierra; eran las lámparas que velaban todavía en la ciudad dormida; más lejos, entre los edificios ya menos apiñados, vagos racimos de palmeras balanceaban sus abanicos de hojas; más lejos aún, los contornos se perdían en la vaporosa inmensidad, porque ni siquiera la mirada del águila habría podido abarcar los límites de Tebas, y por el otro lado el viejo Hopi-Mu descendía majestuoso hacia el mar.
Mientras su mirada y su pensamiento planeaban sobre la ciudad desmesurada de la que era dueño absoluto, el Faraón reflexionaba con tristeza sobre los límites del poder humano, y su deseo, como un buitre hambriento, le roía el corazón.
«Todas esas casas —se decía— encierran a seres a los que mi presencia hace hincar la frente en el polvo, y para quienes mi voluntad es una orden de los dioses. Cuando paso en mi carro de oro o en mi litera cargada a hombros por oeris, las vírgenes sienten palpitar su seno mientras me siguen con una larga mirada tímida; los sacerdotes me inciensan con el humo de sus amschirs; el pueblo agita palmas o arroja flores a mi paso; el silbido de una de mis flechas hace temblar a las naciones, y los muros de los pilonos, inmensos como montañas talladas a pico, apenas bastan para inscribir mis victorias; las canteras se agotan para proporcionar el granito necesario para mis estatuas colosales; pero si una sola vez, en mi espléndida saciedad, formulo un deseo, ¡no puedo alcanzarlo! Timoft no vuelve: sin duda no ha encontrado nada. ¡Oh, Tahoser, Tahoser, cuánta felicidad me debes por esta espera!».
Mientras tanto los emisarios, y Timoft a la cabeza de todos ellos, visitaban las casas, recorrían los caminos, preguntando por la hija del sacerdote y describiéndola a los viajeros que encontraban. Pero nadie podía responderles.
Apareció un primer mensajero en la terraza, y anunció al Faraón que no se encontraba a Tahoser.
El Faraón le golpeó con su cetro; el mensajero cayó muerto, a pesar de la dureza proverbial del cráneo de los egipcios.
Un segundo mensajero se presentó; tropezó con el cuerpo de su compañero, tendido en el suelo, y un temblor sacudió sus miembros, porque vio que el Faraón estaba encolerizado.
—¿Y Tahoser? —dijo el Faraón, sin cambiar de postura.
—¡Oh, Majestad! Su rastro se ha perdido —respondió el desdichado, arrodillado en la sombra delante de aquella sombra negra más parecida a una estatua osiriana que a un rey vivo.
El brazo de granito se separó del torso inmóvil, y el cetro de metal golpeó con la fuerza del rayo. El segundo mensajero rodó por el suelo junto al primero.
Un tercero corrió la misma suerte.
De casa en casa, Timoft llegó al pabellón de Poeri, que, vuelto de su excursión nocturna, se había asombrado por la mañana al no ver a la falsa Hora. Harfré y las sirvientas que habían cenado con ella no sabían qué podía haberle ocurrido; su habitación estaba vacía; la buscaron en vano por los jardines, las bodegas, los graneros y los lavaderos.
A las preguntas de Timoft, Poeri respondió que en efecto una joven se había presentado a su puerta en la actitud suplicante de la desgracia, e implorado de rodillas hospitalidad; que él la había acogido favorablemente y le había dado cobijo y alimento, pero que ella se había marchado de una manera misteriosa, y por una causa que no alcanzaba a imaginar. ¿Qué dirección había tomado? Lo ignoraba. Sin duda, después de haber reposado un poco, había seguido su camino hacia un destino desconocido. Era bella, triste, iba vestida humildemente, y parecía pobre. ¿El nombre de Hora que se había dado ocultaba el de Tahoser? Dejaba a la sagacidad de Timoft decidir esa cuestión.
Provisto de estas informaciones, Timoft regresó al palacio y, manteniéndose fuera del alcance del cetro del Faraón, le contó lo que había averiguado.
«¿Qué ha ido a hacer a casa de Poeri? —se dijo el Faraón—. Si es cierto que el nombre de Hora oculta a Tahoser, es que ama a Poeri. No, porque no habría huido de esa manera después de ser acogida bajo su techo. ¡Ah, la encontraré, aunque tenga que registrar todo Egipto, desde las cataratas hasta el delta!».