Of (es el nombre egipcio de la ciudad que la antigüedad grecolatina llamó Tebas de las Cien Puertas o Diospolis Magna) parecía adormecida bajo la acción abrasadora de un sol de plomo. Era mediodía; una luz blanca caía del cielo pálido sobre la tierra desfallecida de calor; el suelo, brillante por las reverberaciones, relucía como un metal bruñido, y la sombra apenas dibujaba al pie de los edificios, una delgada línea azulada, parecida a la raya que traza con tinta un arquitecto en el papiro; las casas, de paredes ligeramente inclinadas formando talud, ardían como ladrillos en un horno; las puertas estaban cerradas, y ninguna cabeza se asomaba a las ventanas protegidas por pantallas de juncos entrelazados.
Al extremo de las calles desiertas, y sobre las terrazas, se recortaban en el aire de una incandescente pureza la punta de los obeliscos, el remate de los pilonos, el entablamento de los palacios y de los templos, cuyos capiteles, en forma de rostro humano o de flor de loto, asomaban a medias, rompiendo las líneas horizontales de las techumbres y elevándose como escollos en medio del amontonamiento de edificios privados.
A lo lejos, por encima de la tapia de un jardín, se erguía el fuste escamado de una palmera, coronado por un abanico de hojas de las que ni una sola se movía, porque ninguna brisa agitaba la atmósfera; las acacias, las mimosas y las higueras del Faraón desparramaban cascadas de follaje y manchaban con una estrecha sombra azul la luz deslumbrante de la tierra; esas pinceladas de verde animaban y refrescaban la aridez solemne del cuadro que, sin ellas, habría ofrecido el aspecto de una ciudad muerta.
Unos pocos esclavos de la raza nahasi, de tez negra, faz simiesca y porte bestial, eran los únicos que desafiaban los ardores del día para llevar a sus amos el agua tomada del Nilo en cántaros colgados de un bastón colocado sobre los hombros; aunque no llevaban más vestimenta que un calzón rayado sujeto a las caderas, sus torsos brillantes y pulidos como el basalto chorreaban de sudor, y apresuraban el paso para no quemarse la planta encallecida de los pies en las losas recalentadas como el fondo de una estufa. Los marineros dormían en el naos de sus barcas amarradas al muelle de ladrillo del río, seguros de que nadie les despertaría para pasar a la otra orilla, al barrio de los Memnonia. En lo alto del cielo evolucionaban los gipaetos, cuyos agudos chillidos podían oírse en el silencio general, cuando en otro momento del día habrían quedado ahogados por los ruidos de la ciudad. En las cornisas de los monumentos, dos o tres ibis, con una pata plegada bajo el vientre y el pico hundido en el buche, parecían sumidos en una meditación profunda y dibujaban su silueta frágil sobre el azul calcinado y blancuzco que les servía de fondo.
Sin embargo, no todo dormía en Tebas; de los muros de un gran palacio, cuyo entablamento decorado con palmas trazaba una gran línea recta contra el cielo inflamado, salía un vago murmullo musical; aquellas notas armónicas se difundían de tanto en tanto a través del temblor diáfano de la atmósfera, de modo que casi resultaban visibles sus ondulaciones sonoras.
La música, que el espesor de los muros sofocaba como si estuviera tocada con sordina, tenía una extraña dulzura; era un canto de una voluptuosidad triste, de una languidez extenuada, que expresaba la fatiga del cuerpo y el desánimo de la pasión; en ella podía adivinarse también el tedio luminoso del eterno azul, el indefinible agobio de los países cálidos.
Al pasar delante de aquellos muros, el esclavo, olvidando el látigo del amo, suspendía su marcha y se detenía para aspirar, con oído atento, aquel canto impregnado de todas las nostalgias secretas del alma, que le hacía recordar la patria perdida, los amores rotos y los obstáculos infranqueables de la suerte.
¿De dónde venía aquel canto, aquel suspiro casi inaudible exhalado en medio del silencio de la ciudad? ¿Qué alma inquieta velaba, cuando todo dormía en derredor?
La fachada del palacio, asomada a una plaza bastante amplia, poseía la rectitud de líneas y la planta monumental típicas de la arquitectura egipcia civil y religiosa. Aquella morada sólo podía pertenecer a una familia principesca o sacerdotal; se adivinaba por la elección de los materiales, por lo cuidado de la construcción, por la riqueza de la decoración.
En el centro de la fachada se elevaba un gran pabellón flanqueado por dos alas y coronado por un techo en forma de triángulo truncado. Una moldura ancha, de perfil saliente e interior profundamente cóncavo, remataba el muro, en el que no se percibía más abertura que una puerta, no colocada simétricamente en el centro, sino en la esquina del pabellón, sin duda para dejar espacio libre al desarrollo de la escalera interior. Una cornisa, del mismo estilo que el entablamento, coronaba esa única puerta.
El pabellón sobresalía de un muro en el que se abrían, como balcones, dos niveles de galerías, especie de pórticos abiertos formados por columnas de una fantasía arquitectónica singular; las bases de esas columnas representaban enormes flores de loto, abiertas en lóbulos dentados de forma que de su centro brotaba, como un pistilo gigantesco, el fuste, grueso en la parte inferior pero que iba adelgazándose hacia arriba hasta quedar estrangulado bajo el capitel por un collarín de molduras, y que terminaba en una flor abierta.
Entre los amplios vanos de los intercolumnios, se veían pequeñas ventanas de dos batientes provistos de vidrios de colores. Por encima se abría una terraza, de suelo formado por grandes losas.
En esas galerías exteriores, grandes recipientes de barro, frotados por la parte interior con almendras amargas, cerrados con tapones de hojas y colocados sobre trípodes de madera, refrescaban al aire el agua del Nilo. Sobre unas mesas bajas reposaban pirámides de frutas, ramos de flores y copas para beber, de formas diferentes: porque a los egipcios les gusta comer al aire libre y banquetean, por así decirlo, en la vía pública.
A cada lado de ese pabellón avanzado se extendían construcciones de una sola planta, formadas por una hilera de columnas embebidas hasta la mitad de su altura en un muro dividido en paneles, de manera que formaban alrededor de la casa un paseo resguardado del sol y de las miradas. Toda aquella construcción se aligeraba gracias a las pinturas ornamentales (los capiteles, los fustes, las cornisas y los paneles estaban coloreados) que producían un efecto feliz y espléndido.
Al cruzar la puerta, se entraba en un amplio patio rodeado en sus cuatro lados por un pórtico sostenido por pilares que tenían como capiteles cuatro cabezas de mujeres con orejas de vaca, largos ojos pintados, nariz ligeramente chata y sonrisa amplia, tocadas con un grueso rodete a rayas, que reposaban sobre un pedestal de gres duro.
Bajo el pórtico se abrían las puertas de las estancias, en las que únicamente penetraba una luz suavizada por la sombra de la galería.
En medio del patio centelleaba al sol un estanque bordeado por un margen de granito de Syene, sobre el que se desplegaban las grandes hojas en forma de corazón de los lotos, cuyas flores rosadas o azules se cerraban a medias, como sofocadas por el calor, a pesar del agua que las bañaba.
En los arriates que enmarcaban el estanque había flores dispuestas en abanico sobre pequeños montículos de tierra, y por los estrechos senderos trazados entre las matas, se paseaban con precaución dos cigüeñas domésticas, que de tanto en tanto hacían chascar su largo pico y palpitar sus alas como si quisieran echarse a volar.
En los ángulos del patio, cuatro grandes perseas de tronco retorcido exhibían su frondoso follaje de un color verde metálico.
Al fondo, una especie de pilono interrumpía el pórtico, y su amplio vano, enmarcando el aire azul, dejaba ver en el extremo de un largo pasillo emparrado, un quiosco de verano de construcción tan rica como elegante.
En los compartimientos trazados, a izquierda y derecha del cenador, por árboles enanos recortados en forma de cono, verdeaban los granados, los sicomoros, los tamarindos, las cornicabras, las mimosas, las acacias, cuyas flores brillaban como chispas de colores sobre el fondo intenso del follaje que sobrepasaba en altura al muro.
La música tenue y dulce de que hemos hablado brotaba de una de las estancias cuya puerta se abría al pórtico interior.
Aunque el sol daba de pleno en el patio, cuyo suelo brillaba inundado por una luz cruda, una sombra azul y fresca, transparente en su intensidad, bañaba la habitación, en la que la mirada, cegada por las ardientes reverberaciones, buscaba en vano las formas, y sólo podía distinguirlas cuando se había acostumbrado a aquella penumbra.
Un color lila teñía las paredes de la estancia, en torno a la cual corría una cornisa pintada en tonos vivos y florida con palmas doradas. Las divisiones arquitectónicas, felizmente combinadas, trazaban en esos espacios planos unos paneles que enmarcaban dibujos de adorno, ramilletes de flores, figuras de pájaros, dameros de colores contrastados, y escenas de la vida íntima.
Al fondo, junto al muro, estaba colocado un lecho de forma extraña, que representaba un buey tocado con plumas de avestruz, con un disco entre los cuernos, cuyo lomo se alisaba para recibir al o a la durmiente sobre su delgado colchón rojo, y que apoyaba en el suelo, a manera de pies, sus patas negras terminadas en pezuñas verdes, y alzaba su rabo dividido en dos mechones. Ese cuadrúpedo-cama, ese animal-mueble, habría resultado chocante en cualquier país que no fuera Egipto, donde los leones y los chacales son transformados también en lechos por el capricho del artesano. Delante de la cama había dispuesto un escabel con cuatro peldaños para subir a ella; en la cabecera, una pieza de alabastro oriental en forma de media luna servía para apoyar el cuello sin aplastar el tocado de la cabeza.
En el centro, una mesa de madera preciosa trabajada con minuciosidad encantadora apoyaba su superficie circular sobre una peana hueca. La mesa aparecía abarrotada por diferentes objetos: un jarrón con flores de loto, un espejo de bronce pulido con mango de marfil, un frasco de ágata listada lleno de polvo de antimonio, una espátula para perfumes de madera de sicomoro, en forma de muchacha desnuda hasta las caderas, tendida en una posición de nadadora como para sostener encima del agua su cazuelita.
Cerca de la mesa, en un sillón de madera dorada con resaltes rojos, de patas azules y brazos tallados en forma de leones, recubierto por un grueso cojín de fondo púrpura constelado de oro y con tiras negras formando un enrejado, cuyo borde formaba una voluta por encima del respaldo, estaba sentada una mujer joven, o más bien una muchacha de una belleza maravillosa, en una actitud de abandono y de melancolía, llena de gracia.
Sus rasgos, de una delicadeza ideal, mostraban el más puro tipo egipcio, y con frecuencia los escultores debían de haberse inspirado en ella al cincelar las imágenes de Isis y de Hathor, a riesgo de infringir las rigurosas leyes del hieratismo; reflejos de oro y de rosa coloreaban su palidez ardiente en la que se dibujaban sus grandes ojos negros, resaltados por una línea de antimonio y cargados de una tristeza indecible. Aquellos grandes ojos sombríos, de cejas marcadas y párpados pintados, daban una expresión extraña a un rostro encantador, casi infantil. La boca semiabierta, coloreada como una flor de granada, dejaba brillar entre los labios, algo gruesos, un relámpago húmedo de nácar azulado, y mostraba esa sonrisa involuntaria y casi dolorosa que presta tanto encanto y simpatía a las figuras egipcias; la nariz, ligeramente deprimida en la raíz, en el lugar en el que las cejas se confundían en una sombra aterciopelada, se alzaba con una línea tan pura, con aristas tan finas, y dibujaba sus aletas con un trazo tan nítido, que cualquier mujer e incluso cualquier diosa se habría sentido satisfecha de ella, a pesar de su perfil imperceptiblemente africano; el mentón se redondeaba en una curva de una elegancia extrema, y brillaba con la claridad del marfil; las mejillas, algo más carnosas que las de las bellezas de otros pueblos, prestaban a la fisionomía una expresión de dulzura y de gracia llena de encanto.
Esa hermosa muchacha iba peinada con una especie de casco formado por una pintada cuyas alas desplegadas a medias caían sobre sus sienes, y cuya bonita cabeza afilada avanzaba hasta la mitad de la frente, mientras que la cola, constelada de puntos blancos, se desplegaba sobre su nuca. Una hábil combinación de esmaltes imitaba a la perfección el plumaje manchado del ave; plumas de avestruz, implantadas en el casco como un airón, completaban aquel tocado destinado a las jóvenes vírgenes, así como el buitre, símbolo de la maternidad, se reservaba a las mujeres.
Los cabellos de la muchacha, de un negro brillante, dispuestos en trenzas finas, caían a uno y otro lado de sus mejillas redondas, cuyo perfil realzaban, y se alargaban hasta los hombros; a su sombra relucían, como soles medio ocultos por una nube, los pendientes consistentes en dos grandes discos de oro; del tocado partían dos largas bandas de tela con flecos en los extremos, que caían con gracia sobre la espalda. Un amplio pectoral compuesto por varias hileras de esmaltes, perlas de oro, granos de cornalina, peces y lagartos de oro estampado cubría su pecho desde la base del cuello hasta el nacimiento del seno, que se transparentaba, rosado y blanco, a través de la tela sutil del calasiris. El vestido, con un dibujo de grandes cuadros, se anudaba debajo del pecho por medio de un cinturón suelto en los extremos, y terminaba en un ribete ancho a rayas transversales y adornado con flecos. Pulseras triples de granos de lapislázuli, estriados a intervalos por una hilera de perlas de oro, rodeaban sus muñecas delgadas y delicadas como las de un niño; y sus hermosos pies diminutos, de dedos largos y delgados, calzados con tatbebs de cuero blanco estampado con dibujos dorados, reposaban sobre un taburete de cedro incrustado de esmaltes verdes y rojos.
Cerca de Tahoser, que así se llamaba la joven egipcia, estaba arrodillada, con una pierna plegada bajo el muslo y la otra formando un ángulo obtuso, en la actitud que los pintores gustan de reproducir en los muros de los hipogeos, una tocadora de arpa colocada sobre una especie de pedestal bajo, destinado sin duda a aumentar la resonancia del instrumento. Un pedazo de tela rayada de distintos colores, cuyas puntas vueltas hacia atrás flotaban como plumas acanaladas, sujetaba sus cabellos y enmarcaba su rostro sonriente y misterioso como la máscara de una esfinge. Un vestido ceñido, o mejor sería decir un forro de gasa transparente, moldeaba con exactitud el contorno juvenil de aquel cuerpo elegante y frágil; el vestido se ajustaba debajo del pecho y dejaba hombros, pecho y brazos libres en su casta desnudez.
Un soporte, fijado en el pedestal en el que estaba colocada la arpista, y atravesado por una clavija en forma de llave, servía de punto de apoyo al arpa, cuyo peso, de otro modo, habría gravitado sobre el hombro de la joven. El arpa, que terminaba en una especie de tabla de armonía, redondeada en forma de concha y pintada con colores ornamentales, incluía, en su extremo superior, una cabeza esculpida de Hathor coronada por una pluma de avestruz; las nueve cuerdas del instrumento se tensaban diagonalmente, y temblaban bajo los dedos largos y estrechos de la arpista, que a menudo, para llegar a las notas graves, se inclinaba con un movimiento gracioso, como si quisiera nadar sobre las ondas sonoras de la música, y acompañar la armonía que brotaba de sus manos.
Detrás de ella, otra tañedora puesta en pie, que habría parecido desnuda a no ser por la ligera neblina blanca que atenuaba el tono bronceado de su cuerpo, tocaba una especie de mandora o laúd de astil desmesuradamente largo, cuyas tres cuerdas estaban coquetamente adornadas, en la punta, con borlas de colores. Uno de sus brazos, delgado y sin embargo torneado, estaba extendido hasta el extremo del astil en una pose escultural, mientras el otro sostenía el instrumento y pellizcaba las cuerdas.
Una tercera joven, que su enorme cabellera hacía parecer aún más endeble, marcaba el ritmo en un tímpano formado por un marco de madera ligeramente doblado hacia dentro en el que estaba sujeta una piel de onagro muy tensada.
La arpista cantaba una melopea lastimera, que acompañaba a un tiempo con una dulzura inexpresable y una tristeza profunda. Las palabras expresaban vagas aspiraciones, quejas veladas, un himno de amor a lo desconocido, y tímidos lamentos sobre el rigor de los dioses y la crueldad del destino.
Tahoser, con el codo apoyado en uno de los leones de su sillón, la mano en la mejilla y el dedo doblado sobre la sien, escuchaba con una distracción más aparente que real el canto de la arpista; a veces un suspiro agitaba su pecho y hacía temblar los esmaltes de su collar; otras veces, un brillo húmedo, causado por una lágrima incipiente, iluminaba sus ojos entre las rayas de antimonio, y sus dientecitos mordían su labio inferior como si se rebelara contra su emoción.
—Satú —dijo, después de dar una palmada con sus delicadas manos para imponer silencio a la música, que de inmediato apagó con la palma de la mano las vibraciones del arpa—, tu canción me enerva, me hace languidecer y se me sube a la cabeza como un licor demasiado fuerte. Las cuerdas de tu arpa parecen fabricadas con las fibras de mi corazón, y resuenan dolorosamente en mi pecho; haces que casi me avergüence, porque es mi alma la que llora a través de la música; ¿y quién puede haberte contado sus secretos?
—Ama —respondió la arpista—, el poeta y el músico lo saben todo; los dioses les revelan las cosas ocultas; expresan en sus ritmos lo que el pensamiento no alcanza a concebir y la lengua balbucea confusamente. Pero si mi canto te entristece, puedo, con un cambio en el ritmo, hacer nacer ideas más risueñas en tu espíritu.
Y Satú hizo sonar las cuerdas de su arpa con una energía alegre y un ritmo vivo que el tímpano acentuó con golpes más rápidos; después de ese preludio, entonó un canto que celebraba los goces del vino, la ebriedad de los perfumes y el delirio de la danza.
Algunas de las mujeres que, sentadas en unos taburetes plegables en forma de cisnes azules cuyo cuello amarillo muerde las traviesas del asiento, o arrodilladas sobre almohadones escarlata rellenos de plumón de cardo, habían mantenido, bajo el influjo de la música de Satú, unas posturas de una languidez desesperada, se estremecieron, arrugaron la nariz para aspirar aquel ritmo mágico, se pusieron en pie y, movidas por un impulso irresistible, empezaron a bailar.
Envolvía sus cabelleras un tocado en forma de casco con una escotadura para las orejas, del que escapaban algunos rizos que azotaban sus mejillas morenas, enrojecidas muy pronto por el ardor de la danza. Grandes aros de oro se entrechocaban en sus cuellos, y a través de sus largas camisas de gasa, bordadas de perlas en el cuello, eran visibles sus cuerpos color de bronce que se agitaban con la flexibilidad de una culebra; se inclinaban, se arqueaban, movían sus caderas ceñidas por un estrecho cinturón, se doblaban, tomaban actitudes de equilibrio inestable, inclinaban la cabeza a derecha e izquierda como si encontraran un goce secreto en rozar con su mentón reluciente el hombro frío y desnudo, sacaban el pecho como las palomas, se arrodillaban y volvían a ponerse en pie, apretaban las manos contra su pecho o extendían blandamente los brazos que parecían batir las alas como los de Isis y Neftis, arrastraban las piernas, doblaban las pantorrillas contra el muslo, desplazaban sus ágiles pies con pequeños movimientos intermitentes, y seguían todas las ondulaciones de la música.
Las acompañantes, de pie junto al muro para dejar campo libre a las evoluciones de las bailarinas, marcaban el ritmo chascando los dedos y dando palmadas. Éstas estaban enteramente desnudas, sin más adorno que un brazalete de arcilla esmaltada; aquéllas, vestidas con un calzón ceñido sostenido por tirantes, llevaban como tocado algunas flores entrelazadas en el cabello. Era extraño y gracioso. Los capullos y las flores, suavemente agitados, exhalaban su perfume a través de la sala, y las jóvenes coronadas habrían podido ofrecer a los poetas felices motivos de comparación.
Pero Satú había exagerado el poder de su arte. El ritmo alegre pareció agravar la melancolía de Tahoser. Una lágrima resbaló por su bella mejilla, como una gota de agua del Nilo sobre el pétalo de un nenúfar, y, escondiendo la cabeza en el pecho de su acompañante favorita, que estaba recostada en el brazo del sillón de su ama, murmuró entre sollozos, con un gemido de paloma ahogada:
—¡Oh, mi pobre Nofré, qué triste y desgraciada me siento!