XXXVIII

Nuestra casa iba creciendo. Se alzaba por encima de la niebla que cubría Troya en invierno, como si buscase el sol desvanecido y lo reclamase, atrevida, para sí.

Nos reunimos un día frío con los artistas que iban a conseguir que nuestras paredes cantasen llenas de belleza. Ellos diseñarían y pintarían escenas de nuestra elección, nosotros debíamos elegir la historia que debían contar y ellos la contarían.

—No quiero lo de costumbre —dijo Paris—: Guerreros brincando por ahí, o cazadores corriendo detrás de su presa. O más trabajos de Heracles. —Se había envuelto en una tela gruesa para protegerse del frío, pero aun así temblaba. El viento gemía fuera, buscando la entrada a nuestra habitación.

El pintor y su aprendiz parecían ansiosos de complacernos. Como Paris no ofrecía sugerencia alguna, el pintor dijo:

—¿Podemos saber cuáles son tus preferencias, entonces?

—¡Tú eres el artista! —exclamó Paris—. Es cosa tuya pensar en algo que me pueda gustar.

—Pero, príncipe, una vez está pintado en las paredes, no se puede borrar. Nunca procedería sin saber qué es lo que deseas ver. Podemos hacer primero unos bocetos en arcilla. —El artista se encogió de hombros—. Pero, aun así, nos gustaría tener alguna orientación.

—Paris —dije yo—, ¿podríamos tener alguna de las fuentes y cañadas del monte Ida? Son magníficas. Y como todo depende de nuestra voluntad y capricho, ¿podríamos hacer que se vieran las flores silvestres? Sé que florecen sólo un corto tiempo, pero en nuestras paredes podrían florecer siempre. Y cuando estemos envueltos en lana y rodeados por la niebla, podremos mirarlas y casi oler su perfume.

Él asintió.

—Sería una decoración poco habitual. Sin figuras humanas. Pero que sea tal como deseas, amor mío.

Durante un tiempo que parecía eterno, habíamos estado eligiendo enyesadores, tejadores, doradores, ebanistas, artesanos de las chimeneas. Paris quería vigas de oro brillante, quería umbrales de mármol, habitaciones forradas de madera de cedro. Cada decisión parecía ocupar un día entero.

Pero los días cada vez eran más oscuros y deprimentes, y nos alegrábamos de tener alguna diversión. Nos sumergíamos en el color de la pintura de las vigas y el grosor de la madera para las puertas interiores. Queríamos alejar los murmullos de la calles de Troya y los rumores que serpenteaban, como el humo, metiéndose por debajo de nuestras puertas: rumores que hablaban de los griegos y de su flota, de una flota que se estaba reuniendo en Áulide, en invierno, una cosa nunca vista.

Nosotros estábamos encerrados en nosotros mismos. La niebla formaba remolinos por las calles, haciendo imposible ver a más distancia que unos pocos metros ante nosotros, mientras íbamos midiendo nuestros pasos hacia el templo de la cima o nos dirigíamos abajo, a las puertas.

Evadne vino a verme antes de que una tardía aurora invernal se hubiese convertido realmente en luz diurna, tan alterada que se arrodilló a mi lado. Se había levantado en medio de un sueño que empezó con la oscuridad y la tuvo cautiva toda la noche.

—Debo hablar de ello —dijo—. Tengo que hacerlo, tengo que eliminar ese conocimiento de mí misma. No puedo llevarlo en secreto en mi interior.

—Habla, pues. Pero primero come algo. —Evadne parecía destrozada.

—No —dijo—, estoy demasiado envenenada por dentro.

Entonces me contó, entre susurros vacilantes, lo que había visto en las costas de Grecia, en un lugar llamado Áulide. Era el lugar donde Agamenón había reunido su gigantesca flota, dispuesto a navegar hacia Troya.

—Y era enorme, señora —dijo—. Los barcos oscurecían el agua con sus cascos pintados de negra brea, extendiéndose por toda la bahía.

Yo temblé. Entonces, lo había conseguido, había reunido un ejército entero. Los demás reyes no se habían negado como el astuto rey de Chipre.

Los vientos soplaban firmes desde el este, atrapándolos en la bahía día tras día, hasta que sus suministros fueron menguando y empezaron a pelearse. Entonces, Calcas, el sacerdote troyano al que Príamo había enviado a Delfos, aparecía en el sueño aconsejándole qué hacer a Agamenón.

—Se había convertido en uno de ellos —dijo—. Permanecía a mano derecha de Agamenón. Pero causaba tanto mal que Príamo puede estar agradecido de que ya no sirva a Troya. Le decía que Artemisa les mantenía prisioneros con viento contrario, y que exigía de él un sacrificio humano. Debía matar a su hija mayor, Ifigenia, en un altar.

Sentí que mi corazón daba un salto.

—¿Un sacrificio humano? Pero nosotros no…

—Es lo que decía Agamenón. Se negaba.

Sí, claro que sí.

—Pero no servía de nada. Los vientos seguían soplando, y los hombres empezaban a gritar que Agamenón tenía que hacerlo, amenazándole con amotinarse si no lo hacía. Y entonces él… enviaba a buscar a Ifigenia, pretextando (ah, vergüenza acumulada sobre vergüenza) que iba a casarla con Aquiles. Que llevaría un vestido de novia. Y ella lo hacía.

—Pero Aquiles… —Tenía la boca tan seca que apenas podía hablar. ¿Cómo podía estar allí?

—Él no formaba parte de todo aquello. No sabía nada. Ifigenia pedía verle, por supuesto, y entonces le decían la verdad.

Cerré los ojos. ¿Qué haría ella?

—¿Y ella suplicaba? ¿Protestaba? ¿Luchaba?

No podía ni imaginar siquiera lo que habría podido hacer ante un horror semejante. Siempre había sido una niña tranquila, pero eso no significaba que no fuera capaz de luchar.

—Sí, hacía todas esas cosas. Suplicar no le servía para nada. Protestar y discutir caía sin efecto en el duro corazón de Agamenón. Su lucha era rápidamente sofocada. Así que cuando todo fracasaba, ella adoptaba la postura contraria y se ofrecía de buen grado. Pedía que se le permitiera rezar privadamente a sus dioses tutelares, y vestirse con el traje de boda. Miraba con gran pena a su padre y le decía que ella era un sacrificio voluntario por el honor griego.

¡El honor griego! ¡No, el honor de Agamenón!

—Venían a por ella y la sacaban de la tienda y la llevaban al altar, donde, como un animal sacrificial…

Lancé un chillido, incapaz de oír nada más.

Ella permaneció quieta, silenciosa. Finalmente, dijo:

—Artemisa mantenía su palabra. La flota ha zarpado. Ya está de camino.

Durante largo rato, ambas nos quedamos sentadas, sin movernos. La habitación se iluminó, y los débiles rayos del sol invernal finalmente entraron por la ventana.

—Debo irme —dijo ella, levantándose.

—¿Estás ya libre de esa maligna visión? —le pregunté—. ¿Eres Evadne de nuevo, libre de todo eso?

—Sí, pero es una carga terrible para traspasarla. Ahora vivirá en otros, en todos los troyanos.

Después de que ella saliera, yo también me quedé acongojada. Ni siquiera podía contárselo a Paris. Todavía no. No podía soportar decirle lo que mi familia se estaba haciendo a sí misma. La maldición de nuestras casas se estaba haciendo realidad. Mi madre muerta… Ifigenia sacrificada por su padre… Necesitaba llorar a Ifigenia en quietud y soledad. Y conseguir llegar de alguna manera a mi atribulada hermana, que había soportado lo insoportable, con toda mi mente y todo mi espíritu, en la esperanza de que ella fuera capaz de sentirlo.

Al cabo de unos pocos días, toda Troya sabía que la flota griega estaba ya en el mar. Era imposible que el mundo entero no lo supiera; las noticias viajaban más rápido que los propios buques.

Calcas era otro asunto. Había enviado un mensaje privado a Príamo acerca de su nueva lealtad. Príamo convocó una conferencia sobre él, lamentando su deserción.

—Nos ha enviado un mensaje —dijo Heleno—. No ha desertado, simplemente…

—No lo disfraces con otras palabras —exclamó Príamo—. Le enviamos como troyano leal, para averiguar qué nos depararía nuestro futuro. Y por el contrario, se ha aliado con los griegos.

Casandra se arrodilló.

—A lo mejor, padre, recibió alguna información de la adivina de Delfos que le envió en esa dirección.

—Entonces, ¿por qué no ha venido primero a informarnos? —gritó Príamo.

—Creo que es obvio —respondió Héctor, adelantándose—: Se le dijo que debía ir con los griegos. Por qué, no podemos saberlo.

—¿Porque ellos serán los vencedores? —Deífobo alzó la voz—. No puedo imaginar por qué otro motivo podría ser. ¿Qué otra cosa podría haberle enviado a escabullirse al otro lado? —Él también se acercó a Príamo de una forma posesiva.

—¿Cobardía? ¿O incluso lealtad? Supongamos que el oráculo predijo la caída de los griegos. ¿Podría haber recibido instrucciones de ir y acercarse a ellos, darles falsas informaciones? —dijo Heleno—. Quizás esté entre ellos para despistarlos. —Su voz era, como siempre, baja y un poco insidiosa.

—Qué más quisiéramos, Heleno. Si fuese verdad nos alegraríamos, pero, por ahora, sólo podemos contemplar esto con pena, pensando lo peor. Buscar siempre lo mejor y negarse a considerar lo peor es un crimen contra nosotros mismos —dijo Antenor. Sonó como si fuese también un atentado contra los buenos modales.

—¿Y qué ocurre con su hermano, Pandaro? ¿Podría haber recibido alguna noticia? —preguntó Paris.

Príamo retorció el rostro. Se sentía remiso a considerar cualquier cosa que sugiriese Paris.

—Sí, enviad a buscarle —dijo al final, haciendo una seña a un mensajero.

—Quizá nos hemos preocupado demasiado por las profecías —dijo Héctor—. Yo, en cambio, creo que estar alerta y mostrarse fuerte es el mejor presagio de éxito. O de victoria. Calcas estaría todavía aquí si no hubiésemos ido lloriqueando a buscar oráculos y profecías. Y no tendríamos que preocuparnos por lo que pudiera contarles a los griegos.

—Tú y otros ya habláis de victoria —observó Antenor—. Hablar de victoria es invocar el espectro de la derrota, su gemelo.

—Oráculos…, derrotas… Parecéis niños asustados —se burló Héctor.

Una agitación. Trajeron a Pandaro, que intentaba sacudirse el brazo del sirviente que le acompañaba.

—¡Fuera de aquí! —manoteó, apartándole. Luego se volvió a Príamo y sonrió ampliamente—. Muy estimado rey —dijo—, ¿por qué he tenido el honor de que me llamases y me sacaran de mi cena melancólica?

—Nunca has tenido ni un solo momento de melancolía en tu vida —dijo Héctor.

—Intento evitarlos, sí —admitió el otro—. Pero en toda vida… —Suspiró y se encogió de hombros—. ¿En qué pueden beneficiar mis sencillos pensamientos a esta augusta compañía? —dijo, y se pasó la mano por la calva cabeza.

—Pues esto. ¿Sabes algo de tu hermano Calcas? ¿Has tenido noticias suyas?

Pandaro pareció sorprendido de verdad.

—No, señor. No desde que partió de nuestras costas, hace algún tiempo. ¿Por qué…, acaso habéis…?

—¡Sí! —exclamó Príamo—. Se ha ido con los griegos, y les ha entregado profecías favorables relativas al resultado de un ataque contra nosotros.

—Yo…, yo… ¡No puedo imaginar tal cosa! —murmuró él al final. Su desenfado había desaparecido—. No puedo cuestionar su lealtad.

—¡Pues empieza a cuestionártela ya! —gritó Príamo—. Cuando las acciones no cuadran con las palabras, confía en los actos. Fíjate en lo que ves hacer a la gente, no en lo que imaginas que podrían hacer. Él está navegando con los griegos, y ellos se están preparando para caer sobre Troya mientras estas mismas palabras salen de mis labios.

—Pero, buen rey, es demasiado pronto para hacerse a la mar. —Miró a su alrededor como para recoger asentimientos y confirmaciones.

—No para ellos, parece ser —dijo Héctor—. Estarán muy pronto aquí, animados por lo que les ha dicho tu hermano.

—Pero… ¿y qué puedo hacer yo? —dijo él—. No le he visto. Sólo puedo decir que si se ha unido a ellos, habrá sido porque le han obligado. Nunca habría hecho esto por su propia voluntad. Él es leal, señor. ¡Es leal!

—A menos que le capturemos, nunca lo sabremos —dijo Deífobo, con una mueca desagradable.

—¿Y el chico que se llevó con él, y que insistía en que le acompañase? ¿Le ha visto alguien? —preguntó Deífobo.

—¡No, no, lo juro! —Pandaro levantó las manos—. ¡Si fuera así, lo traería ante vosotros inmediatamente!

—Hay algo raro en esa petición —musitó Príamo—. Ya me pareció sospechoso entonces. No tenía ningún sentido.

—Estoy de acuerdo, no tenía sentido. ¿Por qué iba a tenerlo? —gritó Pandaro—. No es más que un muchacho. —Tragó saliva—. «Era» un muchacho. Pero consideremos la explicación más obvia. La juventud quiere aventuras, quiere navegar a países lejanos. Los viejos se contentan con permanecer donde están, saborear lo que tienen a mano, pero los jóvenes quieren recorrer el mundo. Creo que el deseo del chico era inocente, y que mi hermano simplemente quería concedérselo.

Príamo gruñó.

—Quizá. —Se aclaró la garganta—. Tenemos que situar unos vigías, no sólo en nuestra propia vecindad, sino también hacia arriba y abajo en la costa.

Sí. Paris y yo no habíamos desembarcado en Troya, sino más hacia el sur. Ellos también podían hacer lo mismo. Era una costa muy larga.

—Y debemos alertar a nuestros aliados, ordenarles que nos informen de cualquier desembarco. Por ahora podemos ir y venir a voluntad. Debemos almacenar grandes cantidades de comida y bienes. Lo bastante para aguantar un año o más. Ningún asedio dura más. Cuando el invierno vuelva a soplar, los griegos se irán a casa.

—¿Hablas de asedio? —preguntó Héctor—. ¿Y tendremos que enfrentarnos a ellos en combate?

—Quizá —dijo Príamo—. Pero estoy pensando en todos los troyanos, no sólo en tus guerreros. El contingente griego tendrá sólo hombres, sólo luchadores, mientras que nosotros tenemos una ciudad entera llena de artesanos, trabajadores, mujeres, niños, ganado y todo lo que hace de Troya lo que es. Lucharemos por todo eso: hasta el objeto más pequeño es querido para nosotros, la espada de nuestro abuelo, el collar de nuestra abuela, la cuna de nuestro primogénito. Ellos han dejado todo eso atrás, bien seguro; no se ven cargados con bienes y con recuerdos, mientras que nosotros debemos defenderlo todo: vida, propiedades, todo lo que amamos.

—Hablas de nuevo de luchar —dijo Antenor—. Quizá no lleguemos a eso. Seguramente enviarán una embajada y podremos discutir los términos.

—¡Si piensas por un momento en pedirme que devuelva a Helena, la respuesta de nuevo es no! —gritó Paris, saltando al centro de la sala—. Ella es mi corazón, mi mente, mis propias manos. No puedo entregarla. Si me matan, entonces iré a las sombras del Hades y no me importará. Pero ¡sin ella no puedo vivir!

—Pero nosotros sí podemos —dijo Héctor—. ¿Debemos sufrir todos porque ella es tu corazón, tu mente y tus manos? Seguramente es injusto.

Héctor se había atrevido a decir lo que seguramente debía de estar pensando todo el mundo.

Paris no respondió de inmediato. Por el contrario, salió del lugar que ocupaba en el centro de la sala, lentamente, con parsimonia. El silencio aleteaba como uno de los búhos de Atenea. Se posó en mi propio hombro y yo no pude hablar, como si me hubiesen cortado la lengua. No podía hacer otra cosa que mirar y escuchar.

Paris sonreía. Aquella sonrisa era maravillosa y él no parecía albergar rencor alguno, ni siquiera a aquellos que le eran hostiles.

—Hablas sabiamente, Héctor. Soy afortunado al tener un hermano tan honrado y valiente.

Se volvió en redondo, enfrentándose a cada uno de sus interrogadores, y mirándolos a todos a los ojos. Finalmente, habló.

—Queridos amigos y familia —dijo—. Inclino mi frente ante vuestras observaciones, muy justas. Es cierto, la raíz de vuestros posibles sufrimientos parece encontrarse en mí. Si no hubiese traído a Helena de Esparta aquí a Troya, no os enfrentaríais a la amenaza de ese ejército. Pero a veces debemos inclinar la cabeza ante la voluntad de los dioses, no importa lo perversa o misteriosa que nos pueda parecer. Yo fui elegido para la tarea que ha puesto todo esto en marcha, y no había forma de que pudiera evadirme. No he hablado de ello antes… porque no había necesidad. Parecía un sueño. Pero Zeus me obligó a dirimir una disputa entre sus hijas y su esposa, aunque yo no era digno de ello. Quizá me eligió sin ningún motivo en particular. Intenté negarme, pero no sirvió de nada. ¿Habéis intentado alguna vez eludir a los dioses? ¡Os digo que es imposible!

Los presentes siguieron mirándole. También se lanzaron miradas unos a otros como preguntándose: «¿Estará loco?».

Paris se aclaró la garganta.

—Las diosas…, la esposa de Zeus, su hija Atenea y Afrodita, vinieron a mí en el monte Ida y me obligaron a elegir entre ellas.

Deífobo frunció el ceño.

—Pero ¿cómo? ¿Y con qué fin? —se mofó.

—Tenía que elegir a la más bella —dijo Paris.

—Ah, no hay color entonces —dijo Antenor—. Ni Hera ni Atenea son conocidas por su belleza especial, aunque, por supuesto, todos los dioses son bellos.

—Ah, tú estás cometiendo el mismo error que yo —dijo Paris—. Siempre había supuesto que todo dios o persona se mostraba orgulloso de sus excelencias y no tenía en cuenta sus debilidades. Al fin y al cabo, ¿quién puede ser perfecto en todo?

—Es verdad —dijo Príamo—. Hijo, ¿por qué no nos habías contado todo esto?

—Creía que era un asunto privado —dijo Paris—. Pero ahora veo que cuando se trata de los dioses, no hay asunto privado. Ni tampoco tienen debilidades… o no quieren reconocerlas. La militante Atenea, preeminente en la guerra, ansiaba también ser declarada la más bella. Y por tanto, las diosas quisieron sobornarme. A mí, a un mortal, a quien podían borrar del mundo con un solo manotazo. Elegí a Afrodita, y ahora Hera y Atenea parecen guardarme un gran rencor, y han tomado Troya como responsable del juicio del pobre Paris.

—¡Oh! —Príamo se tambaleó hasta una silla—. Ay, hijo mío, qué espantosa carga ha caído sobre ti. Pero, aun así, no veo qué tiene que ver esto con nuestras dificultades presentes.

—Las diosas Atenea y Hera son hostiles —dijo Paris—. Ellas han convertido a Troya en mí, y a mí en Troya. Quieren castigarme.

—Pero ¿y Afrodita? —preguntó Antenor.

—Ah, ella no sirve de gran ayuda en la batalla.

Un gran murmullo se alzó entonces. Nadie pareció notar que él no había explicado exactamente cómo había provocado Afrodita nuestras actuales dificultades. Nadie le preguntó con qué le habían sobornado las diosas.

—Las diosas nos han colocado en esta situación —dijo Paris—. Yo no he sido más que una herramienta suya.

—Entonces debemos deshacer lo que han hecho —intervino Esaco, que se había mantenido callado hasta el momento. Le recordé de la anterior reunión del consejo, en la que se discutió si se enviaba a Calcas. Era un hombrecillo como una comadreja, con los ojos brillantes y barba de varios días—. He llegado a saber que, a diferencia de las personas, los dioses se pueden distraer y convencer fácilmente. Un poco de halago y unos sacrificios les hacen olvidar con facilidad. —Consiguió sonar sarcástico y aburrido al mismo tiempo.

—En este caso, no hay forma de apaciguarlas —respondió Paris—. El juicio ya terminó.

—Ningún juicio es final, a menos que las partes hayan muerto —dijo Héctor—. Debes volver al mismo lugar y propiciarte su voluntad.

—Pero no estarán allí ya.

—Pueden viajar a donde quieran, y lo harán en cuanto sepan que va a haber un nuevo juicio.

—Pero ¡no podría decidir de forma distinta!

—Finge que lo has reconsiderado. Di algo que las halague. Les gustan esas cosas —dijo Esaco.