XXXVII

La feria continuó un poco más, hasta que la estación de navegación llegó a su final natural. Príamo estaba decidido a que ningún rumor de posibles problemas alterase la calma de la feria, de la cual derivaban tantas riquezas. Troya necesitaría todas los beneficios que pudiese amasar.

Gelanor le persuadió de que enviase espías entre los puestos y los mercaderes para recoger fragmentos de información de aquí y de allá, que consideraba más importantes que ningún botín. La verdadera riqueza de los espías eran secretos y conocimientos, dijo. Los espías de Príamo (aunque no eran muy sutiles, según la opinión de Gelanor) se fueron desperdigando y escucharon por todas partes, deslizándose entre los puestos y las mantas colocadas en el suelo y fingiendo que comparaban el gusto de los pastelillos de dátiles secos de Tebas con los de Menfis, que examinaban los peines de marfil tallado de Sumer, que probaban las pociones de mandrágora y sapo dulces para estimular el deseo. Mientras tanto, intentaban estimular la conversación con los mercaderes acerca de lo que estaba ocurriendo al oeste. Cada día ellos volvían y desenrollaban sus hallazgos ante Príamo como si fuesen una alfombra.

Sorprendentemente, averiguaron muy poco de esa manera. Todos confirmaron que había recorrido el Peloponeso un llamamiento para suministrar barcos y hombres para una empresa en ultramar. La iba a dirigir Agamenón, como hermano del agraviado, Menelao. A algunos príncipes cuyos reinos estaban tierra adentro, y por tanto no tenían barcos, se los iba a proporcionar el propio Agamenón. Mis antiguos pretendientes estaban honrando su promesa hecha a mi padre sobre los restos sangrientos de un caballo, en la cañada. Venía Áyax, junto con su hermano Teucro. Néstor y sus dos hijos habían respondido también al llamamiento. Habían engañado a Odiseo para que se uniese a la expedición, después de que fingiese estar loco para evitarla. El rey Ciniro de Chipre había enfurecido mucho a Agamenón prometiendo cincuenta barcos y enviando luego sólo uno, junto con cuarenta y nueve modelos de arcilla.

—Entonces no desean participar —dijo Príamo—. Los han tenido que obligar, y, aun así, han intentado escabullirse.

—Sin embargo, se ha congregado un gran número; muchos han acudido a la llamada. —Héctor frunció el ceño—. Un guerrero tiende a perder su reluctancia una vez se pone el casco.

—No sabemos el número de barcos, ni tampoco dónde se están reuniendo, ni cuándo se harán a la mar —se lamentó Príamo.

—Obviamente, no pueden navegar antes de la próxima primavera —dijo Héctor—. Los mares se habrán cerrado antes de que pase mucho tiempo. No vendrán entonces, con el tiempo justo para acampar en la llanura de Troya y aguantar un invierno entero. ¡Aunque ojalá lo hicieran! ¡Ah, sí, cuánto me gustaría que lo hicieran! —Miró a su alrededor, a los que escuchaban, Príamo, Hécuba, Paris y yo—. Podríamos aplastarlos con toda facilidad entonces, con los suministros y el cobijo de nuestro lado.

«De nuestro lado». Pero no, yo no deseaba que murieran ni Menelao ni Idomeneo de Creta, ni ninguno de los otros hombres a los que conocía. ¿Cuál era mi «lado»?

—No serán tan estúpidos —dijo Príamo—. Debemos reconocerles cierta capacidad de estrategia y previsión. No, llegarán en primavera. Pero ¿cuántos?

—Querido Príamo, yo sólo puedo decirte el número de hombres a los que mi padre obligó a prestar ese juramento —dije—. Eran cuarenta. Y cada uno dirigía a un número diferente de guerreros, por supuesto.

—Cuarenta. —Príamo se retorció en su silla—. Digamos que cada uno de ellos aporta dos barcos. —Levantó las manos—. Sé que es una estimación baja, pero empecemos por ahí. Dos barcos, cuarenta líderes, eso significa ochenta barcos. Cincuenta combatientes por cada barco implica cuatro mil guerreros.

—Podemos derrotar con facilidad a cuatro mil guerreros —dijo Héctor.

—Pero si cada uno de ellos lleva diez barcos, entonces serán veinte mil guerreros…

—Podemos convocar también a todos nuestros aliados —dijo Héctor—. Los licios, los tracios, los carios, y mucho más lejos aún, hacia el este y el sur. Incluso a las amazonas, formidables guerreras.

—Luchan mejor que los hombres —dijo Príamo—. Podemos confiar en ellas, y en sus fuertes brazos derechos para la espada.

Gelanor, que parecía una sombra que estaba por todas partes en aquellos momentos, habló bajito.

—¿Cómo podría mantenerse un ejército de veinte mil hombres aquí en el campo? —preguntó—. Estarían en territorio hostil, y cada día veinte mil hombres necesitarían comida. ¿Y de dónde la sacarían?

—Saquearían a nuestros aliados. Los destruirían primero a ellos, antes de volverse hacia nosotros. —Héctor movió negativamente la cabeza—. Tendremos que tomar medidas para negarles ese…, ese privilegio.

—Fortalecer a los aliados —dijo Gelanor—. Y ahora, antes de que llegue el enemigo.

—Alguien tiene que visitarlos y averiguar cuáles son sus suministros —dijo Príamo. Asintió a Héctor—. Pero, aun así, enviaré una delegación al oeste. Es preferible arreglar las disputas con la lengua antes que con el brazo de la espada.

—Agamenón odia la lengua —afirmé—. Desde que le conozco, siempre ha mirado con ansia sus almacenes de armas. Las acumulaba antes de tener una causa. —Los miré a todos, personas que ya eran queridas para mí—. Y ahora yo soy esa causa. Esto me aflige muchísimo.

Esas cuatro palabras no conseguían empezar a transmitir siquiera la deprimente pena y culpa que sentía al haber proporcionado a mi sanguinario cuñado un motivo para levantar esas armas que con tanta ansia contemplaba al reunirlas en Micenas, con sus orgullosos guerreros a su alrededor.

Ahora, los ojos de Agamenón estaban tomando las medidas al Helesponto y el rico tráfico comercial que iba más allá, los puestos llenos de mercancías de la gran feria que se celebraba cada año en la llanura de Troya. Pocos mercaderes llegaban a Micenas; menos bienes aún llegaban al alcance de Agamenón, de modo que él tenía que piratear. Tenía que atacar y saquear en otros lugares para satisfacer su codicia y su reputación. Y usaría el honor de Helena como excusa para surcar los mares y venir hasta Troya.

Mientras los hombres se desperdigaban por los campos para visitar a nuestros aliados, las mujeres, dentro de Troya, se reunían en sus habitaciones, acercándose mucho las unas a las otras. Los días se iban haciendo cada vez más breves, y los comerciantes habían partido ya, dejando la llanura vacía y esperando que el invierno la volviese a convertir en una empapada ciénaga cuando el Escamandro y el Simois inundasen sus orillas.

Aunque yo dudaba al principio, me dieron la bienvenida a aquellas reuniones, y las demás mujeres siguieron el ejemplo de Andrómaca. Al igual que Héctor era preeminente entre los hombres, su mujer también sobresalía entre las mujeres. Ella hizo honor a nuestra temprana y vacilante amistad, y ninguna mujer se atrevió a desafiarla ni a comportarse de otro modo. Sin embargo, yo sentía que sólo Andrómaca experimentaba una verdadera calidez hacia mí.

—Helena, debemos procurarnos un telar adecuado para ti —dijo Andrómaca cuando las mujeres nos reunimos en la gran sala de su palacio.

A través de la ventana occidental, la sombra del mío propio, alzándose junto a ella, se proyectaba en el suelo, inclinada. Todavía se vería mucho más. Gelanor había conseguido diseñar cuatro pisos. Se alzarían por encima de toda Troya, y proporcionarían una vista mucho más elevada de la llanura, del Helesponto y del Egeo que ningún otro edificio. Ahora temía lo que podía ver pronto desde aquella altura.

—Yo tenía un telar pequeño en Esparta —dije. Había sido buena tejedora, pero mis diseños, así como mi imaginación, se habían visto limitados por el tamaño de mi telar.

—Necesitarás uno grande —dijo Andrómaca—. Aquí en Troya los hemos perfeccionado. Tejemos historias, relatos, y para eso necesitamos telares especiales.

«Historias, relatos». Las mujeres podíamos ser bardos, entonces, contando nuestras verdades más urgentes en lanas escarlata, violeta, negra y blanca, en lugar de palabras.

—¿Cuánto tardará un artesano en construirme uno? —pregunté. Estaba ansiosa por empezar.

—No mucho —dijo Andrómaca—. En realidad son bastante sencillos.

—Tejemos todo el invierno —dijo Creusa—. Cuando el viento más cruel sopla sobre Troya, hay poco más que hacer.

—Nos encontramos con un mundo propio ante nosotras —dijo Andrómaca—. Nos perdemos en él, en las escenas que creamos con nuestras lanas, y cuando levantamos la vista, ya es primavera de nuevo.

—¡Primavera! —suspiró Laódice—. Ya la echo de menos. —Se volvió hacia mí—. El invierno puede hacerse tan largo…

¿Qué les traería aquella primavera? No los jacintos y las violetas maravillosas que ellas adoraban, sino a Agamenón y sus feos barcos.

—Sí —dije—. Sí, puede serlo. —Pero ¡ojalá aquel año durase para siempre!

Mientras las otras mujeres se disponían a irse, Andrómaca me hizo señas de que me quedase. A pesar de los braseros, hacía frío en la cámara una vez las demás salieron.

—Sé que nos preocupa lo que se avecina —dijo ella, apretándose más el manto en torno a los hombros.

—Sí —dije yo. No me atreví a añadir nada más.

—Y como estoy lejos de mi familia, que está mucho más al sur, me preocupo mucho por ellos. Mi madre…

Ansiaba decírselo. Quería hablar con ella como una amiga, y no callarme las palabras. ¿Me atrevería?

—Andrómaca…, tengo que decírtelo… ¡Mi madre! ¡Ah, Andrómaca, mi madre se ha quitado la vida!

¿Se echó ella hacia atrás o fue sólo mi imaginación? Su rostro se nubló.

—Helena. —Fue lo único que dijo, y me abrazó—. ¿Cómo puedes soportar ese dolor?

—No puedo —le respondí—. No lo soporto, me retuerzo en sus garras.

—¿Quién te lo ha contado?

—Lo oí decir… en la feria.

—¿Y te lo has guardado para ti todo este tiempo?

—Paris también lo oyó. Se mató por culpa nuestra. Así que no podemos consolarnos el uno al otro.

Las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¡Oh, Helena!

Me limpié las lágrimas con la mano.

—Aun así, debemos seguir adelante. Debemos hacerlo. —Sentí que tenía que acabar aquella conversación; se me estaba clavando dentro como una daga—. Quizá sólo en una nueva vida podríamos encontrar la alegría. Por cierto, ¿qué hay de eso…?

Ella meneó la cabeza.

—Nada. ¿Y tú?

Yo sonreí.

—Igual que tú.

—¿Deberíamos acudir al monte Ida? —preguntó.

—No lo entiendo.

—Hay un festival de la fertilidad allí en otoño. Es muy antiguo y agreste, y sólo pueden acudir las mujeres. A los intrusos masculinos se los desgarra miembro a miembro. Pero para las desesperadas… —Sonrió—. Las desesperadas son valientes. ¡Ven conmigo, Helena! Nadie más tiene mis mismas necesidades; nadie más me comprende.

Era imposible ir a la ladera del monte Ida en secreto. Costó casi todo un día llegar hasta allí en un carro, traqueteando sin parar. Paris y Héctor insistieron en llevarnos hasta allí. Estaban preocupados por nuestra seguridad, pero Andrómaca le dijo a Héctor que no debíamos tener miedo, porque íbamos con el espíritu adecuado para el festival.

Teníamos nuestras antorchas, grandes ramas de pino empapadas en resina, y llevábamos también gruesos mantos con capucha; nuestras sandalias eran las más recias que se podían hacer.

—Pero caminar por la montaña en la oscuridad… —Frunció el ceño Héctor—. Y en compañía de extraños. No me gusta.

—Tú también quieres un hijo —manifestó Andrómaca—. ¿Qué es una noche en la montaña a cambio de obtenerlo? Un precio muy pequeño.

—¿Y dónde está esa gente a la que debéis uniros? —Paris levantó la cabeza, buscando en los espesos bosques.

—Doblando ese recodo, donde brotan a borbotones las fuentes de agua caliente —dijo Andrómaca—. Eso es lo que me han dicho.

—El monte Ida está lleno de fuentes de agua caliente —dijo Héctor—. Fuentes de agua caliente y de agua fría. Por eso se llama «el monte de las mil fuentes».

—Es la fuente que está de cara a Troya. La primera a la que llegaremos.

El sol de la tarde enviaba sus dedos a través de los pinos que teníamos delante, filtrándose entre los troncos. Corría un aire frío; habíamos pasado ya del punto en que días y noches eran de la misma duración, y ahora el tiempo en que Perséfone descendió a la oscuridad se iba acercando. Temblé, y Paris pasó su mano en torno a mí, bien apretado.

—No tienes por qué hacer esto —susurró a mi oído—. Si no tenemos hijos ni hijas, quizá sea nuestro destino.

Yo sacudí la cabeza.

—Ya lo sé. Aceptaré la voluntad de los dioses. Pero debo pedírselo primero.

—Aquí.

Héctor refrenó los caballos. Unas mujeres estaban reunidas junto a una corriente, justo delante de nosotros. Cada una de ellas llevaba una antorcha de pino o una varita envuelta en hiedra, y vestían mantos hechos de pieles de animales.

Bajamos del carro, después de tranquilizar una vez más a nuestros hombres diciéndoles que todo iría bien, y avanzamos junto con el grupo de mujeres. Oí que el carro volvía traqueteando hacia Troya, pero no me volví a mirar. Por el contrario, mantenía los ojos bien fijos en lo que teníamos delante.

La luz se desvanecía rápidamente. Era difícil distinguir las caras; se emborronaban ante mis ojos. Jóvenes, viejas, de mediana edad…, parecía haber todo tipo de mujeres. ¿Habría alguna líder? Sí, una mujer madura con una melena blanca que asomaba por debajo de su capucha, y que contrastaba mucho con sus ojos negros como la obsidiana. ¿O acaso era una anciana? Su piel no tenía arrugas.

—Esperaremos sólo un poco más —dijo—. Y luego subiremos a la montaña. Debemos estar a mitad de camino antes de que oscurezca. —Levantó la antorcha apagada bien alta—. El sendero se vuelve rocoso y empinado, y debemos recorrerlo a la luz de las antorchas. Las antorchas durarán sólo la mitad de la noche. De modo que no las desperdiciemos en la primera parte de la subida.

—¿Y cuando lleguemos al lugar…? —preguntó tímidamente una mujer joven, cuya voz traicionaba su mucha juventud.

—Ya lo sabréis. Y no debéis hablar nunca de esto después. Lo que veáis debe quedar aquí. En vuestra pira funeraria, las cosas que habéis visto arderán junto con vuestro cuerpo. —Se echó atrás la capucha y reveló un rostro de rasgos fuertes, rotundo—. ¿Comprendéis, hijas mías?

—Sí, madre —respondieron todas.

¿Qué madre? Debía de ser la guardiana de los misterios, pero nadie había pronunciado su nombre.

—Vamos —dijo, y se volvió para internarse en el bosque.

Fue andando directamente entre los pinos. Nosotras la seguimos; en cuanto nos encontramos entre los altos árboles, la luz se hizo más reducida. Por encima de nosotras, las ramas se entretejían flojamente por el cielo. Íbamos silenciosas mientras caminábamos deprisa detrás de la madre, intentando subir lo más posible en la montaña antes de tener que encender las antorchas.

Eché una mirada a Andrómaca, admirando su fino y fuerte perfil. Ella y Héctor hacían una pareja excelente. Si tuvieran un hijo, ¡qué hijo tan maravilloso sería! Si aquella…, aquella ceremonia, fuera la que fuese, podía concederles un hijo, y a Paris y a mí también… Justo entonces ella me miró y me sonrió con complicidad.

El camino era duro. Pronto iba respirando con fuerza y el sudor cubría mi rostro y mi cuello. Me aparté la capucha para dejar que el aire fresco corriera a mi alrededor; la oscuridad era suficiente para ocultar mi rostro. Mis pies empezaron a resbalar con las piedras y los guijarros sueltos del camino. Una vez tropecé, y Andrómaca me cogió el brazo.

Salimos entonces a una meseta plana. La llanura, ahora muy por debajo de nosotras, se difuminaba en una neblina indistinta. El sol se había puesto ya, enviando unos pocos y débiles rayos desde debajo del horizonte.

—Debemos encender las antorchas —dijo la «madre».

Se arrodilló y cogió un puñado de musgo seco de una roca, luego retorció un palito encima de una pieza de madera hasta formar primero humo, y luego una llama. Sumergió la punta de su antorcha en ella, y luego, cuando hubo prendido, hizo señas a otra mujer de que fuera allí y encendiera la suya. La mujer tocó con su antorcha la otra encendida.

—Ahora enciende las demás, ilumina a tus hermanas —dijo la madre.

La mujer empezó a desplazarse entre nosotras, tocando con su antorcha la nuestra hasta que todas estuvieron iluminadas, todas llameantes, y el aire en torno a nosotras se iluminó mientras la luz natural disminuía al oeste.

—Cuando lleguemos a la cima, debéis abrazar lo que hay allí —dijo—. No os puedo decir más, excepto que la que no se arroje a la riqueza de nuestro rito no recibirá beneficio alguno. No os acobardéis.

Las antorchas llameantes con sus puntas ahora encendidas chisporroteando y saltando llenaban el aire a nuestro alrededor con espíritus caprichosos. Por encima, los pinos oscilaban y gemían, inclinándose como bailarines.

—Más arriba, más arriba —nos exhortaba la madre—. No os quedéis aquí.

Fuimos detrás de ella como una serpiente de luces oscilantes.

El camino se volvía mucho más empinado y estrecho. Tuvimos que empezar a trepar, sujetando las antorchas con una mano y usando la otra para agarrarnos a raíces y rocas mientras íbamos bordeando unas quebradas por un lado. Cada vez estaba más y más oscuro. La luna estaba negra, y escondía su rostro. Las estrellas brillaban más que ella, pero la luz de las estrellas no te evita tropezar.

Pasamos junto a un gran acantilado rocoso por un sendero estrecho que iba serpenteando hasta la cima, donde un pináculo de rocas, con unos pinos retorcidos en torno a ellas, coronaban la montaña. El viento silbaba a nuestro alrededor, azotando nuestros mantos.

—Tocad, hijas mías, hermanas mías —dijo la madre.

Algunas mujeres sacaron címbalos, flautas y pequeños tambores de debajo de sus mantos de pieles, y empezaron a tocar. Al principio el sonido era suave, apenas se alzaba por encima del viento y los gritos de las aves nocturnas que rodeaban la cumbre.

Era una música que nunca había oído antes. La flauta de sonido bajo y dulce quedaba atravesada por los estridentes címbalos de bronce, y el redoble de los tambores de piel de cabra creaba una marea de sonidos que fluía y se alzaba, y se elevaba cada vez más.

Algunas de las mujeres clavaron sus antorchas en el suelo, formando un amplio círculo, y empezaron a moverse, balanceándose e inclinándose, dando palmadas y canturreando. El viento hacía volar sus cabellos tras ellas, y caminaban cada vez más rápido a medida que la música se hacía más fuerte y más insistente. Los tambores ahora sonaban con mucha más fuerza y ahogaban todo lo demás, luego la flauta resonaba por encima de los tambores y luego ambos se batían en retirada ante los címbalos.

—¡Vamos!

Andrómaca me cogió de la mano y nos unimos al círculo de danzantes. Fuimos casi las últimas en hacerlo, y el paso ya era muy rápido. Íbamos trazando una y otra vez el camino que rodeaba el montículo de rocas de la cima. Alguien colocó una antorcha en el punto más elevado.

—No miréis vuestros pies, sino esa antorcha —gritó—. ¡Mantened los ojos clavados en ella!

Levanté los ojos y los mantuve concentrados en la oscilante llama. Notaba a las mujeres que estaban ante mí y detrás de mí, pero me veía encadenada a aquella llama en la cima, era mi ama.

La flauta tocaba cada vez más rápido y nos movíamos más deprisa; ya teníamos que ir saltando. De repente, una de las mujeres se separó del grupo y empezó a dar vueltas, con el manto flotando tras ella. Iba girando cada vez más deprisa, dejando que los brazos la impulsaran y la arrastraran. Otras se separaron también y empezaron a dar vueltas, abriendo los brazos y echando atrás la cabeza. El círculo de la danza se rompió y se convirtió en un remolino de hojas. Las mujeres empezaron a lanzar gritos de júbilo y de emoción, compitiendo con la música.

—¡Girad, girad, girad! —gritaba la madre—. ¡Cerrad los ojos, abrazad al dios!

Pero ¿qué dios? ¿A quién adoraban con la danza y el fuego?

De repente, salieron disparadas uvas a través del aire, aterrizando a nuestro alrededor. Las pisábamos y el suelo se iba poniendo resbaladizo, y el aroma de su dulce jugo envolvía nuestros sentidos.

—¡Bebed este don! —Un gran odre para beber estaba colgado en una roca—. ¡Bebed el don del vino, el vino que nos trae la alegría, el contento y la liberación!

Corrimos hacia el odre y bebimos el vino a grandes tragos, queriendo hartarnos de beber antes de ceder nuestro lugar a otra. El vino nos corría por la cara y por los trajes, pero la madre nos aseguró:

—Cada gota es una bendición. No lo lavéis nunca; ahora, pedidle al dios su otro don: la fertilidad. Es el dios de las cosas húmedas que crecen.

Todavía no sabía a qué dios se estaba refiriendo, y nadie lo nombraba. Vi que Andrómaca miraba las manchas de su vestido y las tocaba.

Las mujeres se apartaron del odre de vino, y su danza se hizo más salvaje. Yo giré con ellas, sintiendo que la cabeza me daba vueltas y que mis pensamientos se relajaban. Se relajaban…

El tiempo cesó. No sé cuánto tiempo di vueltas y vueltas, sólo recuerdo que estaba en trance. Apenas oí los gritos cuando se abrió una jaula con un cerdo. Me tiraron al suelo un montón de mujeres que corrían tras él, chillando. Eran como una jauría de perros, con los rostros distorsionados y enseñando los dientes.

La música había cesado, y ahora los gritos guturales de las mujeres resonaban en el aire. Los oí cada vez más intensos hasta que se detuvieron. Habían bajado por un sendero al otro lado de la montaña.

Andrómaca y yo, y algunas a las que el grupo había dejado atrás, las seguimos. Lo que vimos cuando llegamos a la pequeña cañada era increíble, espeluznante: un círculo de mujeres cubiertas de sangre, sangre hasta los codos, que desgarraban el cuerpo del cerdo y lo hacían pedazos. Y luego una de las mujeres cogió un trozo de la carne cruda y empezó a comérsela, manchándose la cara y el cuello de sangre. Sus ojos estaban medio cerrados y oscuros, como los de un animal.

Andrómaca y las demás mujeres de nuestro grupo retrocedimos, sin dejarnos llevar por la locura que había asaltado a las demás mujeres, y contemplamos con horror cómo devoraban el cerdo crudo, haciendo espantosos ruidos al tragar y engullir no sólo su carne, sino también su sangre.

¿Cómo lo habían matado? ¿Desgarrándolo con las manos desnudas? Parecía imposible, pero había ocurrido.

De modo que por eso no había que contar nunca lo sucedido. ¿Qué más ocurriría allí, en la cima de la montaña? Teníamos que irnos de allí antes de que sucediese. ¿Podría ser incluso el sacrificio de una de nosotras? Agarré la mano de Andrómaca y le dije:

—¡Debemos huir! ¡Aunque esté oscuro, no podemos esperar a que haya luz, debemos encontrar el camino de vuelta! ¡Aunque nos perdamos, preferiría encontrarme entre animales, antes que estar entre estas bestias humanas!

—¡Ah, Helena, perdóname por hacer que viniésemos aquí, yo no sabía…!

Juntas volvimos y nos escabullimos, esperando que nadie nos viera. Intentamos recordar los caminos que habíamos tomado en el ascenso, pero sabía que nos perderíamos tarde o temprano. Lo único que podía esperar era que fuese lo más tarde posible.

El viento aullaba y nos azotaba mientras bajábamos y nos deslizábamos por el empinado sendero, cuidando de apartarnos mucho de los despeñaderos que había a cada lado. A medida que llegábamos más abajo, los árboles fueron haciéndose cada vez más espesos a nuestro alrededor y desaparecieron los peligrosos precipicios, pero el camino no estaba tan claro y el bosque nos envolvía. Oíamos el aullido de los perros salvajes y mil sonidos más de las criaturas nocturnas que nos rodeaban. Las bromas que me había hecho Paris sobre leones no hacía mucho no parecían tan divertidas.

Andrómaca me cogió del brazo mientras nos abríamos paso a través del oscuro bosque, tropezando con las raíces y las piedras sueltas y resbalando con las hojas secas y la pinaza del suelo.

—El Ida es enorme —susurré, maravillada—. Esta montaña sola parece igual de grande que toda la cordillera de los montes Taigeto de mi casa.

En casa…, en casa… Estaba ansiosa por volver a la seguridad de Troya… ¿Era aquélla ahora mi casa? Mi hermana Clitemnestra era ya una figura borrosa, esposa de mi enemigo, Agamenón, mientras que Andrómaca era mi compañera, una amiga extranjera que había acudido también a Troya. Qué complicadas se habían vuelto mis lealtades y mis apegos, como una planta monstruosa con infinitos zarcillos.

Nos íbamos cansando, dando traspiés. A veces nos sentábamos a descansar, pero no por mucho rato. Los aullidos de los animales cercanos y el batir de alas hacía que nos volviéramos a poner en camino rápidamente. Pero al fin, la oscuridad disminuyó en el extremo oriental del bosque, y supimos que habíamos salido ya de las manos de la noche.

El amanecer fue maravilloso. La luz irrumpió sobre nosotras y llenó todo el cielo. Todo se nos reveló de golpe. Estábamos en la parte inferior de la ladera de la montaña, donde ésta iba disminuyendo hasta formar suaves montículos y hondonadas. Ante nosotras veíamos praderas abiertas de un verde intenso.

—Gracias sean dadas a… los dioses que cuiden de ti —dijo Andrómaca—. En mi caso es Hestia.

—En el mío… —No podía decir «Afrodita», porque me daba vergüenza—. Es Perséfone.

—¿La diosa de la muerte? —Andrómaca me cogió la mano—. No lo habría imaginado nunca. Ella tiene pocos devotos; de modo que debe apreciarte mucho.

—Es mucho más que la reina de Hades —aclaré—. Ama la vida, igual que yo. Y por eso es tan difícil para ella abandonarla.

Me costó una noche entera de vagabundeo apreciar más aún su alegría cuando salía de nuevo a la luz y al aire de la superficie de la tierra.

Paris y Héctor nos esperaban en el extremo más alejado del prado. Habían esperado toda la noche. Sus rostros revelaron el alivio que sentían al vernos, y nos hicieron subir en el carro para conducirnos de nuevo a Troya.

—¿Qué ha ocurrido allí? —preguntó Héctor.

—No podemos divulgarlo —dijo Andrómaca—. Pero quizá nos recompense con lo que más deseamos. —Miró su vestido manchado de vino—. Es una prenda —dijo.