Al fin se aproximaba el momento de la gran feria comercial en la llanura de Troya. Durante unas pocas semanas a finales del verano, miles de personas vinieron a los prados, a los pies de la ciudadela, ante los mares cerrados de nuevo por el invierno. Llegaron de Babilonia, de Tiro y de Sidón, de Egipto, de Arabia y de Etiopía. Colocaron sus bienes para que todos pudieran verlos y comprarlos, y durante un tiempo breve y glorioso Troya fue el centro del mundo.
¿Quieres contratar un tutor en acadio? Seguro que habrá alguien allí experto en esa lengua. ¿Quieres comprar una tela tan ligera que flote? Allí estará. ¿Y una exquisitez hecha de pasta de almendra batida? También la encontrarás allí, puedes estar seguro de ello. Y de las transacciones de cada día, Príamo cobraba una cuota. Sus agentes estaban por todas partes, observando a los mercaderes y recaudando sus cuotas. La gente pagaba de buen grado, porque el lugar estaba tan bien situado que nunca encontrarían otro mejor. Allí, en la encrucijada de Europa y Asia, este y oeste, Troya se alzaba como reina del mundo.
Paris y yo caminamos por aquel terreno por la tarde, cuando las sombras del sol ya eran oblicuas. A nuestro alrededor se alzaba una algarabía de distintas lenguas, y yo me deleitaba con ella. Las lenguas desconocidas me hacían invisible; yo pasaba a través de ellas como si fuera una sombra del mundo inferior. Vi los productos curiosos y tentadores extendidos sobre paños de vivos colores: trozos de ámbar moteado sin trabajar, pilas de alfombras de lana, cortezas retorcidas de dulce aroma, pulpos secos, hachas de metal de color oscuro, montículos de incienso crudo, bolsas llenas de turquesas del desierto de Egipto…
De pronto, mientras estábamos inspeccionando una camada de cachorros de leopardo en venta por parte de un mercader de Nubia, oí el sonido del griego. Del griego espartano. Su dulce melodía, su cadencia, flotaron por el aire como las especias que desprendían su perfume en una manta cercana. ¡Griego espartano! Agarré la mano de Paris y le arrastré lejos de los leopardos, siguiendo aquel sonido como un niño atraído por una flauta.
—¡Espartanos! —dije—. ¡Hay espartanos aquí!
—Quizá no deberías ir —dijo Paris—. O si vas, mejor cúbrete la cara.
Ah, sí, claro. Por supuesto. Me había vuelto algo descuidada en ese aspecto, ya que entre los troyanos era libre.
Nos acercamos a los mercaderes. Eran tres. El mayor y más delgado era el líder, eso resultaba obvio. Dirigía a los otros para que repusieran las mercancías y era el que controlaba los tratos. Vi jarras de olivas silvestres secas de las laderas del Taigeto, un manjar local, y la inconfundible miel de las praderas del Eurotas. Al instante las codicié. También tenían unos pendientes de oro de fina factura. Probablemente yo incluso conocía al artesano que los había hecho.
Me acerqué más y di unos suaves codazos a Paris para que comprase algo de miel. Cuanto menos hablase yo, mejor. Mientras le ofrecía a Paris jarras de diferentes tamaños, oí a los otros dos, uno joven y grueso, y el otro con una barba como un chivo, decir que habían llegado tarde porque la mayoría de los barcos griegos habían sido requisados por Menelao y por Agamenón; los mercaderes corrientes se habían visto despojados de sus buques.
—Sí, apenas queda un solo barco en Grecia —decía el más robusto—. Éste se encontraba escondido a sotavento de la isla de Gitio, si no, también lo habrían cogido.
—¿Cogido para qué? —preguntó Paris.
Ellos nos miraron, con los ojos muy abiertos.
—Pues para la gran flota que está reuniendo Agamenón, claro. Ha hecho un llamamiento a toda Grecia para que se suministren hombres, armas y barcos. Las familias lo han echado a suertes; se les requiere que envíen sólo a un hijo, y es bastante duro. Algunos han preferido pagar una multa y conservar a todos sus hijos, y mantenerse fuera de esto.
—Pero ¿por qué motivo está reuniendo este…, este ejército por mar?
—Pero ¿es que vivís encerrados en un capullo aquí? Porque la hermana de la esposa de Agamenón ha sido secuestrada por un troyano. O eso dicen. Otros dicen que se fue de buena gana. Pero hace mucho tiempo se pronunció una especie de juramento sobre esa mujer, o su matrimonio o algo. En cualquier caso, Agamenón ha llamado a todos los hombres que hicieron el juramento, y a muchos otros también. Quiere luchar contra los secuestradores y recuperar a la mujer. —El hombre se echó a reír—. ¿Qué mujer merecería todo eso? Yo diría que ninguna. Pero si ha venido a una ciudad como Troya, entonces se sacarán un buen botín al final. De modo que queremos comerciar aquí lo más rápido que podamos e irnos.
Sus palabras me dejaron anonadada. ¿Cómo es que no había oído nada de todo aquello? ¡Agamenón!
—¿Es un secreto todo esto? —preguntó Paris.
—Difícilmente —dijo el hombre—. Pero los planes que todavía no se han cumplido no se suelen explicar…, ¿qué explicarían, después de todo? Muchos planes al final acaban en nada. —Dejó en el suelo sus alfombras de lana basta, que todavía olían a oveja—. Pero creo que lo que los inflamó fue la muerte de la madre de la dama. Se mató por la vergüenza…, se colgó en su habitación. El viejo rey y Menelao se sintieron tan afligidos, tan avergonzados de sí mismos, que tenían que hacer algo.
—La reina…, la reina de Esparta… ¿se mató? —Apenas podía pronunciar aquellas palabras, olvidando que yo no debía hablar.
—La vieja reina…, la antigua reina. La actual, que era su hija, fue la que huyó a Troya.
¡Madre! Me habría hundido el puño en la boca para no gritar, pero de mí no salió ningún sonido.
—¿Y atacarán directamente? ¿No habrá primero embajadas ni intentos de solucionar esto mediante la diplomacia? —Paris hizo una pregunta práctica.
—He oído decir que ya enviaron una embajada, y que Príamo mintió. De modo que quizás el tiempo de las embajadas haya pasado ya. No lo sé. Yo sólo soy un mercader, y agradecido de que Menelao no se apoderara de mi barco. Esa mujer, esa reina, ¿por qué organizan tanto jaleo por ella? Que se vaya, digo yo. Una mujer infiel no vale ni un escupitajo.
Sentí que estaba a punto de desmayarme. Me apoyé en Paris. Él me sujetó y oí que decía:
—El sol. Está embarazada —dijo, antes de llevarme lejos de allí.
—Con este calor, no debería cubrirse el rostro de esa manera —dijo el mercader—. Pero ya sé que hay gente del este que está acostumbrada a eso.
Me fui tambaleándome, apoyada en Paris. ¡Mi madre se había matado! Mi madre… ¡Y un ejército venía!
—Debo…, ¡por favor, Paris, llévame a nuestras habitaciones!
No estaba segura ni siquiera de poder andar tanto; el calor y los temblores y estremecimientos se habían apoderado de mí. Las piernas se me doblaban.
—Yo te sujetaré —dijo él.
Fuimos abriéndonos camino poco a poco por entre la atestada zona de los mercaderes y los secos matojos de hierba en el campo abierto. Las murallas de Troya parecían estar muy lejos.
Temblando y debilitada, me derrumbé. Sólo quería descansar; pronto me levantaría. Agaché la cabeza y miré al suelo y las hierbas que me rodeaban. Susurraban un poco, con sonidos leves como de roce. Luego vi un ligero movimiento en su base, aunque no podía distinguir de qué se trataba. Miré con más intensidad y seguía sin ver nada; los colores se mezclaban. Luego, de pronto, se movió de nuevo y vi la tortuga, con sus marcas marrones y amarillas visibles ante el fondo de hierba verde. Era como una de las tortugas de Hermíone. Hermíone. Hermíone…
Lancé un gemido y noté un dolor tan intenso como nunca lo había experimentado antes. Me recorría por entero. Y mientras tanto, la tortuga me miraba con sus curiosos ojos negros, libres de todo juicio. Los ojos se hicieron más y más grandes hasta que llenaron toda mi visión; luego no vi nada más y la oscuridad se apoderó de mí.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntaba Gelanor.
Oí su voz desde muy lejos. No podía moverme. ¿Estaría muerta? ¿Estaba mi espíritu flotando por encima de mi cuerpo, escuchando antes de alejarse volando? No podía abrir los ojos; tenía los brazos yaciendo a los lados, como si fueran de madera tallada. Tampoco podía pronunciar ningún sonido.
—Íbamos andando por los campos. —La voz de Paris se alzaba con un temblor de miedo—. Se ha sentado a descansar. Se ha desmayado.
—¿Está embarazada? —preguntó Evadne.
—No. Les he dicho eso a los mercaderes, pero no es cierto. Ella estaba…, estábamos los dos… desesperados por alejarnos.
—¿Por qué? —inquiría Gelanor de nuevo.
«Porque hemos oído hablar de Agamenón —intenté decir yo. Pero no pude decir nada—. Menelao. ¡Mi madre! ¡Mi madre!».
—Algunos mercaderes allí…, en la feria…, nos han dicho…, nos han dicho… ¡cosas espantosas! —La voz de Paris se alzó hasta acabar convertida en un chillido.
—¡Cálmate! —Gelanor sacudía al príncipe de Troya—. Aclara tus pensamientos. Sea lo que sea, podemos afrontarlo.
—Un ejército. ¡A eso nos tendremos que enfrentar! —gritó Paris—. Agamenón ha reunido un ejército y ha requisado barcos, y Menelao ha apelado al juramento que prestaron los pretendientes de Helena, y vienen todos, ¡vienen hacia Troya! —Su voz se alzó con un tono tan alto que sonaba como un eunuco.
—¿Cuándo? —La voz de Gelanor sonaba cortante.
—No lo sé…, no lo dijeron…
—¿Y por qué no lo averiguasteis?
«Porque también decían otras cosas, que cayeron sobre nosotros como una bandada de aves, llenando el cielo, y cada una se abría paso junto a la otra, y luego hablaron de mi madre…». ¿Por qué no podía yo hablar? ¿Estaría realmente… muerta?
—No lo sé…, no lo sé… No podíamos pensar…
—Cuando huiste con Helena, ¿no pensabas que podía ocurrir algo así? —le presionó Gelanor—. ¿Nunca lo habías pensado?
—Príamo sí, pero yo creía que estaba equivocado, igual que estaba equivocado con lo de Hesíone. ¡Esto nunca había ocurrido antes! ¿Por qué tiene que ocurrir ahora?
—Nunca antes ha habido una Helena, un Menelao o un Agamenón. Una reina nunca había huido de su reino con otro hombre. Lo que ocurrirá ahora, nadie es capaz de decirlo.
—¡Helena! ¡Helena! —Paris se inclinaba hacia mí—. Despierta. ¡Oh, despierta!
—Que descanse. —Evadne se mostraba firme—. Se despertará cuando pueda enfrentarse a lo que ha desencadenado. El cuerpo se retira cuando la mente ha soportado demasiado.
Unos suaves dedos me acariciaban la frente. Luego, alguien me colocó un paño frío en las muñecas. Ella me levantó los pesados brazos y me los cruzó encima del pecho.
Pero yo estaba despierta. ¡Estaba despierta! Quería gritar, pero el silencio me asfixiaba. Lejos de conseguir que cesaran mis turbados pensamientos, me hallaba prisionera de ellos.
Mi madre… ¡Mi madre se había ahorcado! No podía apartar aquella espantosa imagen de mi mente. Mi madre con una cuerda en torno al cuello, balanceándose y girando, con los pequeños pies sobresaliendo de debajo del vestido. ¿Un vestido de qué color? Siempre le había gustado el blanco, como las plumas, quizás en recuerdo de las plumas… ¿Era blanco su vestido? Colgaba en el aire como un espectro, con la cabeza inclinada hacia un lado…, todos los recuerdos, blancos y de todo tipo, desaparecidos, desvanecidos de ella…
Lancé un grito espeluznante cuando mi garganta quedó al fin liberada de las garra de la parálisis.
—¡No! ¡No!
Me incorporé de golpe, hasta quedar sentada. Mis ojos se abrieron y los vi ante mí, mirándome. Entonces, Paris corrió hacia delante a abrazarme.
—Querida mía —murmuró—. Ojalá pudiera decirte que no es cierto, que acabas de despertarte de un sueño espantoso.
—Debemos decírselo a Príamo. —Gelanor estaba muy serio—. Inmediatamente. Con tu permiso, iré a verle.
Príamo, alarmado, mandó llamar a los mercaderes, pero nadie pudo encontrarlos. Entonces, Paris dirigió a su padre al lugar donde estaban, pero lo encontraron vacío. La hierba pisoteada revelaba el lugar donde se encontraba el puesto desaparecido. Ninguno de los comerciantes que los rodeaban sabía adónde habían ido los espartanos, ni si pensaban regresar. Príamo envió soldados a registrar la zona, incluida la playa, pero no encontraron nada.
—La vía de escape es demasiado fácil —dijo uno de los soldados—. No cuesta nada de tiempo llegar desde los terrenos de la feria hasta la costa, y luego zarpar. Probablemente ya están en el mar.
—¿Y por qué han salido corriendo? —dijo Príamo—. ¿Por qué?
—Alguien debe de haberles dicho quiénes éramos —dijo Paris—. Se habrán dado cuenta de que detrás del velo estaba Helena, y se habrán asustado.
—¿Por qué? ¿Temían un castigo? —aulló Príamo—. ¡No han huido con ella!
—La gente no piensa con tanta claridad —dijo Gelanor—. Cuando huelen los problemas son como las liebres que huelen a un sabueso: huyen.
—¡Bueno! —Hécuba entró en la sala—. ¡Ya ha empezado!
—No ha empezado nada todavía —dijo Príamo—. Y debemos asegurarnos de que no empieza. Enviaré una embajada…
—Dicen que el tiempo de las embajadas ya ha pasado —recordé. Mi voz todavía sonaba débil—. Cuando, con absoluta buena fe, les dijiste a los enviados que vinieron a Troya que no sabías nada de Paris y de mí, al parecer los otros lo vieron como un…, como una falsedad deliberada.
—¡Justo lo que había dicho yo! —gritó él—. Justo lo que me temía. ¿Qué te dije, Paris, en cuanto volviste a Troya con tu tesoro? Te dije que me habías convertido en un mentiroso. —Hizo una pausa—. No deliberado.
—Pero ellos lo ven de otra manera —dijo Paris, suavemente.
—Claro, ¿cómo no iban a hacerlo? —Hécuba hablaba en voz baja—. Debemos enviar otra embajada. Debemos convocar un consejo. Helena debe…
—¡No! —gritó Paris—. ¡Ni siquiera pronuncies esas palabras! ¡Helena no volverá! Nunca la dejaré marchar. Nunca. Debes comprender eso, madre. Comprende esto, padre. Huiremos de Troya, iremos a las montañas, pero ella nunca se apartará de mi lado.
—¡Las montañas! —se burló Príamo—. ¿Y qué haréis cuando lleguen allí a buscaros, a cazaros como a ciervos? Al menos los muros de Troya os prestan alguna protección.
Una culpa espantosa e insoportable me abrumaba. Mi madre estaba muerta, muerta de vergüenza por mí. Ahora hablábamos de murallas y de cazarnos como a ciervos; de huir y de matar.
—Paris. —Me levanté y le cogí la mano—. Mi madre ya ha sacrificado su vida. No debe haber más sacrificios, excepto el mío. Debería ser yo la que requiriese un precio, pero pagado por mí misma. —Temblé al decirlo. Volver allí sería espantoso, excepto por volver a ver a mi Hermíone. Pero por lo demás…
—Has hablado noblemente, Helena, como una reina. —La voz de Hécuba era cálida, más cálida de lo que nunca me había parecido. Al fin me había ganado cierta aprobación por su parte…, porque estaba dispuesta a irme.
—Yo debería…, debería… —Apenas podía pronunciar las palabras.
Paris me puso la mano encima de los labios.
—¡No las pronuncies! Las palabras tienen vida propia, y esas palabras nunca deben salir de nuestros labios. No. ¡Antes moriría!
—Quizás Helena no lo haría —dijo Hécuba—. No elijas la muerte para los demás sin su consentimiento.
Antes de que pudiera hablar, Paris gritó de nuevo:
—¡Elijo la muerte para mí, entonces! Moriré antes de entregar a Helena.
—Así será —dijo Evadne—. Así será. —Su voz sonaba fría, como el chorrito de agua que fluía donde tenía su morada la serpiente.
—Convocaré un consejo —murmuró Príamo, que se volvió hacia la puerta.